GuíaBurros Espiritualidad y autoayuda

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La necesidad espiritual

“Te parecerá que no conoces ni sientes nada a excepción de un puro impulso hacia Dios en las profundidades de tu Ser”.

La Nube del no saber

(Texto anónimo del siglo XIV)

Por así decirlo todo empieza con el reconocimiento de la necesidad de Dios y, a su vez, la necesidad de encontrar cómo satisfacer esa necesidad.

La diferencia que propone la religiosidad respecto a la autoayuda es la de llevar a cabo un trabajo espiritual que, en sí mismo, lleva implícito las aportaciones que ofrece la autoayuda.

¿Qué es un trabajo espiritual? es la pregunta que alguna vez nos hemos hecho cuando la necesidad interior alcanza una intensidad ineludible.

Todo trabajo espiritual, por decirlo de algún modo, provoca el “recuerdo de Dios”, el recuerdo del origen. Y ese es el inicio.

Pero dado que la palabra espíritu lleva a la confusión por su significado polisémico según la perspectiva de la creencia desde la que se contemple, es más fácil empezar por referirnos a aquello que no es espiritual.

Un trabajo físico no es espiritual. Hacer artes marciales o ir al gimnasio son actividades sanas, positivas y favorecedoras, pero dado que se refieren a aquello que no trasciende, la envoltura del cuerpo orgánico, no podemos pretender que sus resultados sean “espirituales” salvo de un modo indirecto pues, efectivamente, aportan unos entornos sanos y positivos que facilitan la posibilidad de que la necesidad espiritual se manifieste.

Lo mismo ocurre con un trabajo de orden psicológico, emocional o mental. Un trabajo serio en estos campos será siempre altamente positivo y benéfico, pero dado que mente, ego y emociones pertenecen a la estructura impermanente del ser humano que resulta de su participación en esta vida, asimismo impermanente, tampoco trascienden ya que nacen en el mundo y quedan en el mundo. Sin embargo sí es fácil intuir que disponemos de “algo más” que pertenece a ámbitos superiores; el mejor ejemplo es la potencia del amor o la sutilidad y belleza de la inocencia o la percepción de lo sublime por medio de la misma belleza.

Todo ello, perteneciente a la vida, puede convertirse en un escenario propicio donde, para muchas personas, antes o después, podrá comenzar la experiencia espiritual.

Una equilibrada estructura física, un sistema vital y de relaciones regularmente ordenado y sano, un sistema de creencias no dañinas ni solidificadas ni dogmáticas, una esfera emocional sin excesivas culpas ni temores, una mente que funcione medianamente controlada en su tendencia de ir al pasado que ya no está o al futuro que aun no es, o una psicología y una reactividad que no le haga demasiado daño a uno mismo, siempre serán un escenario favorable para el legítimo y previo bienestar interior del individuo.

Del mismo modo, será el campo idóneo para que la semilla espiritual pueda germinar y, nutrida y en crecimiento, pueda dar su fruto. Sin embargo no es bueno confundir el escenario con la Presencia. Y, es cierto, una vez que la Presencia aparece, poco a poco, se adueñará del escenario en la medida de que ese escenario sea cada vez más ligero. Entendemos como Presencia el autodescubrimiento de lo que se ha definido como el Ser trascendente no subordinado a lo impermanente.

Qué es un trabajo espiritual y qué es la búsqueda del bienestar

Un trabajo espiritual se refiere a aquel específico que primero despierta y después nutre la estructura espiritual del individuo provocando su crecimiento interior que derivará en el encuentro con Dios y en Dios por medio de su recuerdo. Este trabajo se refiere siempre a nuestra condición eterna, a aquello que sí trasciende, a lo no condicionado por el mundo. Solo se necesita cierta madurez interior, una dosis de libertad (referida esta a la capacidad de romper ataduras respecto a uno mismo), cierto coraje y, sobre todo, una necesidad espiritual sincera. Si es así, y la inocencia primordial no es violentada, de algún modo (solo Dios sabe) la Vía para alcanzarlo se hará presente a los pies del individuo. Ya será su elección, poner el pie en ella o no, es decir, iniciarla. Entendemos como Vía a aquellas prácticas que procuran un crecimiento espiritual verdadero.

El trabajo espiritual asume, porque los contiene, el resto de aspectos de la vida de una persona. Sin embargo, escapa a los habituales modos de reconocimiento de una actividad vital. Y, sobre todo, escapa al ámbito de la mente. A Dios no se le puede pensar pero sí experimentar. Es en este punto en donde aparece la primera dificultad pues si voy al gimnasio veré los resultados en mis músculos, si hago yoga lo veré en mi flexibilidad o mejor equilibrio energético básico, etc., pero en un trabajo espiritual esas percepciones no aparecen de un modo habitualmente reconocible. ¿No hay pues resultados perceptibles?

Sí los hay, pero solo son perceptibles a partir del “lenguaje del corazón” que, en una primera impresión, se parece a la intuición. Una persona ya inmersa en el trabajo espiritual no sabrá qué pasa ni cómo, pero de algún modo, sabe “que algo pasa” aunque sea casi imposible expresarlo verbalmente. Esto se debe a que aquello que trasciende y pertenece a lo eterno no es dependiente de la mente y, por tanto, mientras la mente funcione con los códigos comunes que le son propios, no podrá acceder ni mucho menos interpretar lo que acontece en el ámbito espiritual. Solo cuando la mente, precisamente a través del trabajo espiritual, se empieza a expandir y abarca un campo mayor de comprensión, puede empezar a transformar la experiencia en comprensión y la comprensión en conocimiento.

Diciéndolo de modo resumido y sencillo, en el ser humano habita tanto aquello que trasciende y pertenece a la eternidad y a lo Real, como lo que pertenece al mundo, tiene su origen en el mundo, es consecuencia del mundo y por tanto no es Real y no trasciende. Pero es necesario no confundir ambos.

Lo que pertenece al mundo es el ego. Es en el ego donde está el campo de acción de la autoayuda. Una autoayuda eficaz procurará siempre un ego más sano.

Pero repetimos que el ego pertenece al mundo, su origen está en el mundo y es consecuencia del mundo. Y, es necesario repetirlo también, no trasciende, sin embargo necesita y merece encontrar su bienestar en el mundo.

Pero el ego pertenece a una ilusión; el hinduismo y el budismo definen a esta ilusión con el término maya que a la muerte desaparece: es producto del mundo.

En todo trabajo espiritual y toda Vía real se contempla la “dilución” del ego hasta su lenta absorción por el Ser.

Es necesario recordar de nuevo que entendemos como Vía aquellas prácticas, acciones y trabajo interior que permiten al ser humano crecer en Dios. Queda al correcto juicio de cada cual y a su propia capacidad de comprensión el discernir aquellas que provienen de una enseñanza espiritual auténtica y diferenciarla de los sucedáneos o pseudo enseñanzas espirituales que hoy, lamentablemente, abundan. Deberá elegir aquella Vía que el corazón reconozca, pero sobre todo aplicando la máxima “por sus frutos los conoceréis”, que enseñó Jesús o “la verdad es aquello que produce resultados”, que enseñó Buda. Es decir, un trabajo espiritual sincero y verdadero hace a la persona mejor y la hace crecer espiritualmente. Si no da frutos, no es auténtica.

¿Qué quiero?

Lamentablemente vemos que la tendencia actual respecto al desarrollo humano es la del afianzamiento de la individualidad y del ego a través del cultivo de ciertos aspectos de la personalidad. Esto nace como respuesta a la vorágine sin sentido de la vida contemporánea que, literalmente, es una fuerza de demolición que destroza la autoestima y, con ella, algunas condiciones indispensables para una correcta espiritualidad. Siendo ese afianzamiento de la personalidad una respuesta compensatoria, su eficacia es solo momentánea.

Hoy asistimos a una época en la hay una ingente cantidad de prácticas y doctrinas dirigidas al “engorde” del ego, otras, sencillamente representan una pérdida de tiempo. Queda preguntarse si existe una relación clara entre lo que muchas personas buscan y lo que estas prácticas ofrecen. Son muchas las personas que sucesivamente se apuntan a diferentes cursos o métodos de autoayuda pero, si se les pregunta, al final, queda en muchos de ellos un poso de insatisfacción. Una insatisfacción producida porque no hay correspondencia entre lo buscado y lo encontrado. Por eso es fundamental preguntarse correctamente: ¿qué quiero?

Para responder a esta pregunta, es muy importante distinguir las necesidades y bienestar del cuerpo, de la mente y del ego, de la necesidad espiritual.

Si estoy mal físicamente voy al médico a que me cure. Si estoy mal psicológicamente voy al psicólogo a que me cure. Es lo lógico y natural; esa es la función de un terapeuta. Pero si mi demanda interior pertenece a “lo eterno”, ni un médico, ni un terapeuta podrán ser eficaces porque ellos solo pueden actuar en el ámbito de lo que les corresponde, aunque, si son profesionales competentes, obviamente su labor siempre será positiva.

Aquí encontramos un factor muy importante que hoy ha llevado a error a muchas personas. Un terapeuta o un coach es alguien que te puede curar, hacer que tu vida sea mejor o procurarte un bienestar pero eso no tiene nada que ver con un trabajo espiritual. Un médico trabaja con lo orgánico y un terapeuta trabaja con el ego y con la mente. Repito que un trabajo espiritual, no; trabaja directamente con aquello que trasciende, que pertenece a lo eterno. Y, es bueno repetirlo, el ego no trasciende.

 

Hoy es común que autodenominados “buscadores” no adscritos a ninguna de las religiones tradicionales, o renegados de ellas, se apliquen en prácticas o estudios mal llamados espirituales que, por lo general obvian y olvidan, a veces premeditadamente, algo fundamental: Dios.

Es curioso que incluso el lenguaje actual trata de evitar este término que es sustituido por otros muchos: principio universal, el todo, conciencia cósmica, la fuente, etc. Sabemos que Dios es solo un término más- en nuestro idioma viene del latín Deus que, a su vez, es una corrupción del nombre griego que designaba a la principal deidad del Olimpo, Zeus- y que en Occidente está indisolublemente identificado con el cristianismo con todas las connotaciones que ello acarrea, pero también es evidente que dicha identificación es fácilmente asumible y superable para cualquier persona madura que sin dificultad sabrá separar a Dios de las connotaciones dogmáticas de tal o cual credo.

Como ya dijo San Anselmo “a Dios no se le puede pensar”, sin embargo, antes de que surja Dios/experiencia a veces es necesario el preámbulo de Dios/idea, entendiendo bien que esta etapa es solo un tránsito al cual no hay que aferrarse. Como toda creencia, una ideación también debe ser provisional.

En el sufismo se dice que la necesidad es lo que mueve a la “gente de la Vía”: la necesidad de Dios. Pero no todo el mundo tiene activa esa necesidad, ese anhelo de eternidad. Sin embargo, al estar insertos en el mundo de la forma y bajo las leyes de lo orgánico, todos aspiramos a un bienestar, un bienestar físico, psicológico y vital.

Y la conquista de un bienestar suficiente en todos los órdenes es algo tan legítimo como necesario para que a partir de él, los que tienen esa “necesidad” puedan iniciar la Vía, es decir, un trabajo espiritual verdadero.

Para ese bienestar, según las tradiciones clásicas, se requiere:

 Un cuerpo en suficientes condiciones de salud para alcanzar el mayor fruto de la vida.

 Un corazón en paz y ligero.

 Una mente clara y en calma.

 Buenas personas alrededor a las que amar y que te amen: el trabajo del Amor.

Un logro suficiente de estos requisitos benéficos configuran el entorno idóneo para que madure y fructifique el trabajo espiritual. Y la consecución de estos requisitos requieren, a su vez, un trabajo colosal. Un trabajo que irá en paralelo con el trabajo espiritual. Es por esto que es muy importante la sinceridad frente a sí mismo, porque además muchas personas necesitan también una “tranquilidad intelectual”, es decir, respuestas a esas cuestiones existenciales que todos compartimos.

Esa búsqueda de respuestas filosóficas va desde las que se refieren a un relato post mortem más o menos asumible y más o menos confortable para la mente; a respuestas sobre el origen del hombre, conocer el sentido de la vida, etc.; sin embargo, sabemos que esa necesidad de aquietar la curiosidad intelectual o de dar respuesta a preguntas existenciales, tampoco tiene que ver directamente con un trabajo espiritual. Además, esas respuestas también deberán ponerse en el lado de lo “provisional” pues se pueden convertir en creencias dogmáticas.

Para muchas personas la adquisición de las condiciones antes mencionadas representaría, en sí mismo, una meta. Sin embargo para ciertas personas, independientemente del grado en el logro de esos requisitos, el anhelo de “lo eterno” está siempre presente en sus vidas por lo que la conquista del bienestar o el encontrar respuestas intelectuales satisfactorias solo será un preámbulo hasta que su aspiración y su necesidad de Dios no quede satisfecha. Y ese anhelo de Dios está íntimamente relacionado con la adquisición de un conocimiento de sí mismo sincero y alejado de la fantasía.

Por eso es bueno siempre preguntarse de modo sincero y profundo qué quiero: ¿solo la legítima y necesaria conquista del bienestar ? o ¿habita en mí un anhelo espiritual al que tengo que dar respuesta? Responder sinceramente a esta demanda puede cambiar una vida.

Emociones o el paso de un estado a otro

Dentro de esa necesidad de conocerse a uno mismo, las emociones juegan un papel muy importante. El otro es la importancia de conocer la propia mente y sus contenidos.

El tema de las emociones es fundamental a la hora de entender la naturaleza humana. Este término nos viene del latín y alude a un movimiento. Y, efectivamente, una emoción es el movimiento de un estado a otro estado distinto. Esta es la perspectiva que ofrecen la mayoría de enseñanzas de Oriente que los definen como “estados mentales”. Esta definición es muy ilustrativa pues nos remite a imaginarnos, por ejemplo, que una persona que está en un estado de tranquilidad, recibe la noticia de que le ha tocado un buen dinero en la lotería y pasa de ese estado de tranquilidad a un estado de alegría, es decir, cambia de estado mental como efecto reactivo a la noticia recibida.

La psicología nos dice que una emoción es una reacción o respuesta adaptativa al entorno. Son primarias, automáticas y espontáneas y obedecen a estímulos externos de todo tipo. Algunas pasan con claridad a la conciencia y otras menos.

Los sentimientos, por su parte, nacen de la llegada de esas emociones a la consciencia que las interpreta y las confiere ya un significado que será utilizado en la relación con los demás en donde puede expresarse, por ejemplo, en forma de empatía o de rechazo al prójimo.

Las emociones están íntimamente ligadas a la naturaleza reactiva del ser humano. Sin embargo esas emociones o estados mentales, tienen distintos orígenes, unos fuertemente orgánicos vinculados a los instintos, especialmente a los de supervivencia y reproducción, y otros de distinta naturaleza que tienen que ver con nuestra propia e individual reactividad. A veces como reacción a estímulos o hechos evidentes y otras a factores más sutiles que incluso ni siquiera pasan por la consciencia.

La observación de nuestras emociones es una excelente herramienta de autoconocimiento. Facilita el convertirse en “testigo” de nuestras emociones. Hemos visto que una emoción es el resultado de pasar de un estado mental a otro estado mental. Si estamos en un estado mental de reposo y alguien nos insulta, la mente reacciona y pasará a un estado mental diferente que puede ser de ira, sorpresa, temor, etc. Esta práctica procura no perder la atención a cómo se produce ese cambio utilizando la consciencia. No implica actuar al principio sobre él, sino actuar solamente como un “testigo” que contempla la escena de cómo se produce ese cambio. Esto lo veremos de nuevo cuando tratemos la meditación. Sin embargo, es prioritario entender que el ser humano es, sobre todo, reactivo. Es importante comprender nuestro nivel de reactividad tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo; es decir, ser conscientes de a qué reaccionamos, en qué medida reaccionamos y cuántas veces reaccionamos.

Es evidente que si una persona consume la mayor parte de su tiempo y gasta su mayor parte de energía respondiendo a reacciones, difícilmente podrá actuar desde la proactividad y la creatividad y su hacer estará fuertemente condicionado por su reactividad que lo convertirá en un esclavo dependiente de los estímulos que reciba.

La clave de la comprensión de nuestro mundo emocional es ser consciente de ese cambio de estado en el momento en que se produce, estar atentos y presentes en ese momento del cambio, llegar a saber qué es lo que “dispara” en cada momento una emoción precisa, ser conscientes también de cuánto dura el nuevo estado producido por la reactividad y cómo la mente mantiene o no ese estado reactivo y cuál es el camino de vuelta al estado anterior previo a la reacción.

Hay estados reactivos como respuesta a un elemento estimulante exterior: los que son “rápidos”- la ira inmediata por ejemplo-; y los que surgen de una más lenta elaboración interior. De este tipo “lento”, algunos estados pueden ser dañinos como la culpa o benéficos como la empatía. Sobre estos estados que se caracterizan por no necesitar de un estímulo exterior inmediato, actúa la mente. Esta puede actuar mediante su capacidad de comprensión si es que esa mente está en calma y sus contenidos no son excesivamente dañinos, o mediante los contenidos enfermizos que haya acumulado durante su vida. Es fundamental evitar que una reacción, por ejemplo de ira, se convierta en un sentimiento de ira. La emoción reactiva es efímera, pero el sentimiento puede perpetuarse y convertirse en algo verdaderamente dañino si, por ejemplo, se transforma en odio. Es ahí, en ese paso de la emoción al sentimiento donde la conciencia debe actuar también como “testigo”.

Es cierto que una persona tiene una naturaleza de base, tanto de tipo genético, como adquirida a partir de sus experiencias vitales acumuladas en las etapas de la vida en las que construye el “yo”, pero no es menos cierto que un trabajo interior correcto es susceptible de corregir para bien los patrones emocionales y sentimentales de un individuo. Siendo conscientes de nuestra naturaleza reactiva, veamos ahora la importancia de diferenciar lo que pertenece al ego, o sea, lo que trasciende, de lo que pertenece al Ser. Para ello, vamos a apelar al enorme patrimonio de conocimiento del hinduismo, especialmente el de la filosofía advaita.

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