La hora de la Re-Constitución

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Origen. Debo reconocer que nunca me persuadieron las razones que se daban para exigir una nueva constitución. Se decía que el problema era su origen, pero la historia de Chile y del mundo muestra que regularmente las constituciones nacen en momentos de ruptura, por lo que su origen es normalmente disputado. Además, como lo anotaba tempranamente Jefferson, visto solo desde su origen toda Carta podría ser cuestionada pues se impone a las generaciones que vendrán. Lo relevante entonces no es tanto el origen como la forma en que la Constitución se despliega en el tiempo. Para el caso chileno, la Constitución fue legitimándose producto de sus numerosas reformas y fue eficaz para construir un pacto político estable y promotor de un creciente bienestar23.

Por lo demás, y así lo dice un teórico del constitucionalismo de gran influencia, lo relevante de una Carta no es tanto su pasado como su presente. Loewenstein sostiene que las constituciones no funcionan por sí mismas una vez adoptadas y agrega: “Una constitución es lo que los detentadores y destinatarios del poder hacen de ella en la práctica”24. Y es que las constituciones son “cuerpos vivos”, dicen los americanos; o “árboles que crecen”, dicen los canadienses y australianos. Es decir, su densidad, su presencia y la forma como se despliegan en un determinado espacio varía según la época. Por eso, el origen siempre puede ser saneado; y, por otra parte, ningún origen logrará validar a una futura Carta, si esta no es eficaz.

Contenidos. Otra enfermedad que tendría la Constitución serían sus contenidos: el Tribunal Constitucional, la subsidiariedad, el capítulo de derechos, entre otros. Todo eso es perfectamente debatible. Lo controversial es tener que asumir la necesidad de una nueva Carta para modificar algunos de sus contenidos.

En esto hay que reconocer que la izquierda fue hábil, pues nunca aterrizó con claridad qué contenidos debían modificarse. Con demasiada frecuencia quedaba a nivel de titulares. Tenía sentido no hacerlo pues es mucho más sencillo coincidir en el rechazo a la Constitución que en el contenido de la que la reemplazaría. Lo importante era constitucionalizar los problemas y la incapacidad de resolverlos. En eso el segundo Gobierno de Bachelet fue muy eficaz. El ministro Mario Fernández, que sabe de estos temas, dijo a La Tercera que “casi todos los problemas que se viven diariamente tienen que ver con la Constitución”. El ministro Nicolás Eyzaguirre, que no es hábil con las analogías, afirmó sin sonrojarse que “el tipo de pan, de techo y de abrigo y a quién le llega, depende del marco constitucional”25. La historia y el sentido común muestran que los problemas de pan, techo y abrigo se solucionan por medio de políticas públicas acertadas. La Constitución poco aporta en todo eso.

Por eso no es de extrañar que, en esos años, las encuestas se plegaran ampliamente a favor del cambio constitucional. La gran mayoría de los chilenos, pese a no tenerla entre sus prioridades, sí quería una nueva constitución porque, en realidad, desde muy temprano se empezó a ofrecer algo así como la “Constitución de Aladino”, esa que hace realidad todos tus sueños.

El silencio en torno a los contenidos impidió apreciar la magnitud de las críticas y la distancia entre las posiciones. El Centro de Estudios Públicos abrió un espacio en 2014 y en 2015 para superar esta omisión en un encuentro de una treintena de constitucionalistas de todos los sectores. El debate quedó plasmado en el libro Diálogos constitucionales y luego en otro que convocó a un grupo más pequeño, titulado Propuestas constitucionales. En ambos se aprecian algunas diferencias sin que ellas exijan una refundación26. Pero sabemos, aunque suene una paradoja, que por un tiempo al menos la nueva constitución tenía menos que ver con constitucionalistas y más con discursos electorales.

Los límites a las mayorías. Otra crítica que se escuchó repetidamente es que la Constitución neutraliza la agencia del pueblo. Dicho de otra forma, es un límite a las mayorías. La mejor versión de este argumento es aquella que cuestionaba las normas de quórum supramayoritario. Es decir, se reducía a discutir el ámbito de las normas orgánicas constitucionales que veremos más adelante. Pero no es esa la versión que se impuso. La que adquirió fuerza es la más débil de todas, aquella en virtud de la cual se cuestiona que las mayorías puedan ser limitadas.

Pero quien cuestione los límites a las mayorías no critica la Constitución vigente, sino cualquier constitución. Son estas mecanismos contramayoritarios por definición. Ya desde el primer constitucionalismo se oye clara la voz de Hamilton, quien escribía: “Denle todo el poder a los muchos, y los muchos oprimirán a los pocos; denle todo el poder a los pocos, y los pocos oprimirán a los muchos”. Por eso concluía con uno de los fundamentos del constitucionalismo: “(…) ambos, por lo tanto, deben tener el poder para que así puedan defenderse a sí mismos en contra de los otros”27.

Lo que sucede en todo esto es que muchos de aquellos que cuestionan la Constitución no aceptan que las constituciones son mecanismos de control de las mayorías. Nada de esto es nuevo. Ferrajoli, para el caso italiano, recientemente recordaba que “la Constitución italiana se ha convertido en el blanco de un ataque generalizado en el que se expresa la intolerancia de las reglas por parte de los que no soportan, no tanto la carta constitucional de 1948 como la idea de constitución, es decir, el constitucionalismo como sistema de límites y vínculos a los poderes públicos”28. Estas críticas son tributarias de otras formas de constitucionalismo radical o revolucionario que ven en las constituciones un reflejo de la acción de las masas. Y, por ello, otro instrumento para enfrentar a las élites y, a veces, incluso para hacer la revolución29.

Afectos. Por último, también se decía que el problema de la Constitución estaba en los afectos. “La Constitución que nos rige, dijo una vez el entonces ministro del Interior Jorge Burgos, es un problema para Chile, y lo es porque carece del aprecio que las constituciones necesitan”30. Tampoco resulta persuasivo desechar la Constitución simplemente por la falta de aprecio ciudadano. Desde hace un buen número de años las simpatías de la ciudadanía parecen haber abandonado todo lo público, desde el Congreso Nacional a los partidos políticos. Culpar a la Constitución de esa falta de sintonía es demasiado simple. Posiblemente los afectos, que no es más que otro de los tantos factores que integran eso que llamamos legitimidad, no pasan por cambios jurídicos formales sino por problemas más profundos. Pese a ello, era más fácil culpar a la Constitución nublando nuevamente el problema de fondo.

¿Por qué una nueva Constitución? Visto todo lo anterior, todavía no es posible dilucidar la enfermedad que padecía la Constitución desde inicios de la década. Si no era su origen ni su contenido, la respuesta hay que buscarla fuera de ella. Y ahí encontramos más luz para entender mejor las razones que llevaron a la izquierda a abandonar el hito del 2005.

Creo que el auge de la crítica constitucional se debió a que esta era una forma privilegiada de discutir sobre nuestra transición y, más específicamente, sobre el modelo de desarrollo que nos hemos dado. Romper con la Constitución genera un hecho histórico que permite también decir que rompimos con la transición, con el pacto político inscrito en ella y con su modelo. Permite así poner un punto final y partir un nuevo ciclo cuyas características esenciales no serán las antiguas sino las de un nuevo modelo. La nueva constitución es entonces ese hito político, histórico y sociológico cargado de algo nuevo que desconocemos, pero por el que la centroizquierda decidió apostar.

El objetivo de romper con el legado de la Concertación y los años de la transición fue una misión asumida casi con obsesión por cierta izquierda. En un libro breve pero contundente editado a inicios de 2017 por Faride Zerán, un conjunto de esos rostros lo muestra con claridad. La memoria que construyen en torno a las décadas que van desde el retorno a la democracia hasta esos días es devastadora, al punto que decir “concertación” es decir una mala palabra. Faride Zerán habla de la “falla de origen” derivada de la “naturaleza excluyente que asume la transición”; Gabriel Boric sostiene que la Concertación y la Nueva Mayoría “responden a intereses cupulares” que buscan “resolver dilemas y demandas sociales o de acceso a derechos solo regulando los excesos del mercado”; Cristián Cuevas denuncia que la política “ya lleva mucho tiempo secuestrada y colonizada por tecnócratas y políticos lacayos del poder económico”; Daniel Jadue intenta construir un relato diciendo que “luego de la derrota política y cultural de 1973 y después de más de cuarenta años de estar sumergidos en una larga época marcada por la derrota, se percibe el inicio de un proceso de incremento de la conciencia de clase”; y Carlos Ruiz concluye que “los sucesivos gobiernos de la Concertación han llevado más lejos que las herencias dictatoriales originales esta privatización de la reproducción social”31.

Desde esta vereda, el cambio constitucional es el instrumento para generar un hito político de proporciones. Y es que discutir sobre la Constitución es más atractivo que discutir del modelo. La Constitución resucita a Pinochet y nos vuelve a dividir entre amigos y enemigos. El modelo, en cambio, es algo mucho más etéreo, incomprensible y, al menos hasta el 18 de octubre del 2019, parecía despertar menos pasiones. Además, si los efectos de la Constitución son abstractos, los del modelo están demasiado presentes, tanto por sus deudas como por sus múltiples aspectos positivos. Estos últimos se pueden olvidar e incluso echar por la borda, pero ahí están en las historias personales de millones de familias que vieron cómo su vida mejoraba en estas tres décadas.

 

Entonces, el enfrentamiento cultural y político debía darse a nivel de la Constitución y no del modelo. Algo como esto lo anunció hace ya bastante tiempo Gabriel Salazar, historiador que, con su tono calmo, nunca ha tenido pudor al predicar la revolución e incluso la violencia. El año 2004 Chile fue sede del foro APEC y algunos grupos de izquierda extraparlamentaria convocaron a movilizarse, sin mayor éxito. En ese contexto, Salazar sostuvo que “el verdadero enemigo nuestro es la Constitución de 1980”. Ese “nuestro” entonces era solo la izquierda más radicalizada ajena al Gobierno y a la Concertación que ejercía el poder. Y agregaba: “Creo que esta lucha contra la APEC es en el fondo lucha contra la Constitución del 80, que es la que abre las puertas a la APEC y a toda la globalización”32.

Todo esto da cuenta de lo evidente: estamos ante un debate ideológico más que puramente constitucional. Y los debates ideológicos no se ganan ni se pierden en los artículos de una constitución, sino en la política diaria y en las ideas que alimentan esa política y la reflexión sobre la cuestión pública. Olvidar eso es derrota segura.

6. Primer interludio. La centroderecha y el cambio constitucional.

Preguntarse sobre lo que hizo y lo que debía hacer la centroderecha frente a esta ola no es tarea sencilla. Partamos con lo que hizo.

Ante todo, como hemos visto, la centroderecha dio vida, a través de una moción, y concurrió con sus votos a aprobar la reforma constitucional de 2005; e incluso apoyó el gesto simbólico que implicó autorizar que fuera firmada por el presidente Lagos. No concurrió, con todo, a apoyar lo que algunos ya empezaban a decir: que se trataba de una nueva constitución. Se suele citar al entonces senador Andrés Chadwick quien, pocas semanas después de la promulgación, sostuvo que no estábamos ante un nuevo texto constitucional. La verdad es que esta declaración es poco relevante pues, como ya se anotó, las nuevas constituciones se configuran como tales con el transcurso del tiempo. Y la que empezó a ver la luz en 2005 fue tempranamente decapitada por la propia izquierda.

Cuando la ola empezó a crecer en 2008, la centroderecha se vio en la clásica disyuntiva de las oposiciones: subirse a ella o aguantar hasta que pase. Con una elección presidencial ad portas y un candidato con altas probabilidades de triunfo, tomar la bandera del cambio constitucional no parecía oportuno. Era además un tema que no encendía a los propios parlamentarios ni al electorado que le daría el triunfo. Por eso el primer programa de gobierno contemplaba algunas reformas constitucionales menores, pero giraba en torno a temas más íntimamente vinculados con el ideario del nuevo Gobierno que posiblemente llegaría a La Moneda. Como era evidente, la “nueva forma de gobernar” no dependía entonces de lo constitucional.

Y llegó el 2011. Ese año la ola constitucional adquirió más densidad, pero también se confundió con otras demandas que requerían de una acción inmediata. El primer gobierno del presidente Piñera se concentró en la educación superior, intentando responder con sensatez a las peticiones estudiantiles. Poco ha valorado la intelectualidad de derecha que el Presidente no ofreciera educación superior gratuita y se mantuviera firme, pese al descalabro y al descontento, ante una propuesta que parecía tan evidentemente irracional en esos tiempos. Por eso se plantearon diversas alternativas vinculadas con la educación superior sin que el cambio constitucional haya estado sobre la mesa de las ofertas.

La elección presidencial de 2013 estuvo mucho más constitucionalizada que cualquiera de las anteriores. José Antonio Gómez, como candidato en la primaria de la centroizquierda, vociferaba su apoyo a la Asamblea Constituyente y luego en la elección todos los candidatos apoyaron el llamado a la nueva constitución. La candidata Bachelet la incorporó como una de sus tres grandes reformas (educacional, tributaria y constitucional) sin definir el mecanismo que seguiría. En la centroderecha, la candidata Evelyn Matthei repitió la fórmula de 2009 agregando densidad a las propuestas, pero rechazando una asamblea constituyente y una nueva constitución.

El segundo Gobierno de la presidenta Bachelet fue mucho más activo en llevar adelante su agenda. Siempre alejándose de los contenidos, anunció en su segundo año el inicio de un proceso participativo. Este se llevó a cabo durante 2016, generando como resultado un conjunto de críticas y un contenido algo difuso que fácilmente podía adelantarlo cualquier encuesta.

El recién formado Chile Vamos fue crítico del discurso constitucional y participó a medias en el proceso participativo convocado por el Gobierno. Elaboró un conjunto de ochenta propuestas y también algunos constitucionalistas más próximos participaron en el Consejo de Observadores del proceso, liderado por Patricio Zapata. En ningún momento estuvo disponible para aceptar que el cambio constitucional se discutiera fuera del Congreso. No había razón para hacer crujir toda la institucionalidad convocando a una asamblea constituyente que tan malas experiencias mostraba en la región.

Y así el tema constitucional fue perdiendo fuerza en el mismo Gobierno. Durante el último año, el llamado a una nueva constitución fue más bien una carga que una bandera. Y al final la Presidenta, poco antes de partir de La Moneda, envió un proyecto de nueva Carta al Congreso Nacional que, hay que decirlo, nació agonizante. Tanto así que fue objeto de severas críticas por el propio oficialismo que veía en él un acomodo de las convicciones constitucionales de la Presidenta y del Ministro del Interior Mario Fernández, y no una verdadera reacción a los diálogos ciudadanos que habían sido convocados.

Incluso los más fieles promotores de la nueva Carta fueron duros críticos de esta omisión. Muchos acusaron que la Constitución se escribió entre “cuatro paredes” en alguna oficina del Palacio de La Moneda. Ernesto Riffo, profesor de la UC Silva Henríquez, aseguró que el secretismo que acompañó la preparación del proyecto que envió el Gobierno anterior “no es una afrenta a los partidos, sino a la ciudadanía cuyas deliberaciones habrían de recogerse en el texto constitucional”33. Domingo Lovera, profesor de la UDP, sostuvo, con más vehemencia, que “no hay otra palabra para expresar lo que podría sentir la persona que participó en esos cabildos de discusión que es frustración y traición (…) dejó que la cocina constitucional saque los pasteles que ya conocemos”34.

La crítica tiene algún fundamento. Mi impresión es que, por diversas razones, la etapa de participación ciudadana previa perdió toda importancia cuando llegó el momento de redactar la Constitución y, más aún, cuando esta se hizo pública. Y es que el proyecto de Bachelet tiene muchas cosas que más parecen una reacción a litigios constitucionales coyunturales que a una genuina lectura de la etapa de participación. O, digámoslo de otra forma: ¿en qué parte de las conclusiones de los cabildos aparece que los candidatos a presidente deben tener 40 años, como dice el proyecto? (Y, de paso, generar la incomodidad de diputados frenteamplistas que aspiran a esos roles mayores). ¿En qué parte de las conclusiones de los cabildos aparece que debe eliminarse de la Constitución la frase que protege la vida del que está por nacer o aquella que proscribe los tributos manifiestamente injustos? ¿Qué mandato de la ciudadanía que participó de los cabildos puede utilizarse para justificar una reducción tan intensa en el ámbito de la libertad de enseñanza, para justificar la entrega del derecho a negociar colectivamente exclusivamente a los sindicatos o para constitucionalizar el sistema electoral proporcional? Nada de eso es expresión de los cabildos; esas son modificaciones que expresan más bien una reacción a los debates constitucionales más intensos durante el gobierno de Bachelet: el aborto y las reformas tributaria, educacional, laboral y electoral. Cada una de esas decisiones fueron, en muchos sentidos, una reacción a coyunturas políticas de un momento y no una lectura fiel a las instancias de participación.

Es en esta trifulca constitucional que asume por segunda vez el presidente Piñera. ¿Debió haber tomado la posta del itinerario constitucional? Nada de eso. En marzo de 2018 el tema constitucional se empezó a quedar dormido, producto del manejo que había hecho la presidenta Bachelet. Las críticas a lo realizado fueron contundentes y no se hubiera entendido que un Gobierno que asume con otra agenda la cambie para satisfacer a quienes habían sido derrotados en las últimas elecciones.

El presidente Piñera, con todo, sí tenía un plan constitucional. En su programa contemplaba diversas reformas que, en los hechos, aterrizaban en tres: la reforma al Tribunal Constitucional, el reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas y la reforma a la Contraloría General de la República. Veremos más adelante la referida al Tribunal Constitucional. Era esta la institución más golpeada. Diversas muestras de enemistad contra el TC se replicaban una y otra vez. Por eso el 2018 hubo avances y conversaciones sobre el contenido de la reforma tanto a nivel de la coalición como con los partidos de oposición. Las bases del proyecto no estuvieron lejos de ser acordadas y, de hecho, un grupo de académicos elaboró una contundente propuesta que generó buena acogida35. Sin embargo, el 18 de octubre de 2019 todo se detuvo.

7. Segundo interludio. ¿Qué debió haber hecho la centroderecha en materia constitucional?

Frente a estos hechos, ¿qué debía hacer la centroderecha? ¿Estuvo a la altura de las circunstancias o se dejó consumir por la mezquindad que copa a las oposiciones? Me parece que probablemente hay mucho que puede criticarse en la centroderecha de la última década; en esta materia, con todo, creo que ha actuado dentro de lo razonable36.

Ante todo, definió tempranamente la frontera intraspasable, y esa era la Asamblea Constituyente. En ningún momento, ni aun en los sueños más díscolos, se planteó en Chile Vamos abrir espacio a la Asamblea Constituyente. ¿Fue ese un error? No lo creo.

La Asamblea Constituyente era un salto al vacío, un cuestionamiento a la institucionalidad actual, un momento refundacional que bien puede estar para los espíritus revolucionarios pero que no fue parte del relato de centroderecha antes del 18 de octubre. La Asamblea Constituyente es un mecanismo tolerable en momentos de ruptura; no lo es cuando la política regular está en pie.

Sobre esta base, la centroderecha construyó un relato constitucional que bien puede calificarse como un reformismo institucional. Reformismo, pues cada uno de los candidatos presidenciales y la propia coalición han hecho propuestas de cambios muy precisos. Nadie estuvo atado al texto original ni atrincherado en una posición. Hubo permanente apertura al cambio. El único requisito es que ese cambio debía llevarse a cabo en el Congreso Nacional y bajo las reglas actuales; sin trampa alguna, porque el Estado de derecho regía en plenitud y las instituciones representativas lo seguían siendo37.

Desde esta perspectiva, la reforma al Tribunal Constitucional era la modificación que debía liderar el segundo Gobierno del presidente Piñera. El propio mandatario la incluyó en su programa y la anunció oficialmente en marzo de 2019 tras las críticas del presidente de la Corte Suprema, Haroldo Brito, al actuar del Tribunal. Si algo como eso se alcanzaba, se superaría una de las principales críticas a la Constitución y muy posiblemente se retornaría al gradualismo en el cambio constitucional permitiendo que, Congreso tras Congreso, fueran adoptándose los acuerdos necesarios para introducir los cambios necesarios a la Carta. Mi impresión es que un acuerdo en torno al Tribunal Constitucional estuvo cerca y que solo el 18 de octubre terminó por hundirlo.

Todo lo anotado se vincula con la acción política. ¿Y qué hay de las ideas? ¿Cómo estuvo el desempeño intelectual de la centroderecha en los temas constitucionales? Posiblemente aquí es donde las carencias sean más extendidas. La reflexión desde el derecho, la historia, la sociología y la filosofía fue más bien pobre y a veces excesivamente casuística. Es claro a esta altura que ese defecto no es exclusivamente uno que haya debilitado el relato constitucional, sino que se ha extendido hacia todo el edificio ideológico del pensamiento liberal y conservador que habita la derecha. No es este el lugar para desarrollarlo, pero, si hay algo que hoy se torna evidente, es que, utilizando la analogía de Daniel Mansuy, “nos fuimos quedando en silencio”.

Ese silencio también afectó lo constitucional en su dimensión política. Dicho de otra forma, tal vez hubo buenas publicaciones sobre los aspectos técnico-constitucionales: manuales, tratados y reflexiones desde la norma. Lo que sin duda se echó en falta fue una reflexión más acabada que mostrara la Constitución viva, que escrutara sus debilidades y teorizara sobre los aspectos fundamentales de esa constitución no escrita que da vida al constitucionalismo chileno. Todo esto, para un público variado y no exclusivamente para el mundo académico. No afirmo que algo como eso podría haber cambiado las cosas, pero sí podría haber preparado mejor el terreno para desnudar los múltiples mitos y enfrentar los ríos de tinta que se dedicaron a predicar el fracaso de esta constitución.

 

Lo anotado puede parecer demasiado complaciente. Es cierto que desde la centroderecha pecamos al constitucionalizar muchos debates legislativos donde las diferencias eran de mérito. También es cierto que faltó convicción para promover antes algunos cambios constitucionales que hoy parecen razonables. Y es que muchas veces atrincherarse en las normas de la Constitución fue más cómodo que inteligente.

8. Quinto acto. El 18 de octubre de 2019.

El 18 de octubre todo estalló por los aires. No es necesario recordar los detalles. Sabemos que primero un grupo de escolares organizaron evasiones masivas, todos ellos largamente capturados por la ultraizquierda y el anarquismo que habitan las aulas del Instituto Nacional y otros establecimientos educacionales; luego, ellos y otros oportunistas destruyeron torniquetes y dependencias del metro de Santiago. El viernes 18 el objetivo no fue solo destruir sino también detener el transporte público y luego quemar estaciones del metro. Los fríos números muestran la temperatura que alcanzó el conflicto. El gerente general de Metro, Rubén Alvarado, informaba al día siguiente que, de 77 estaciones dañadas, 20 fueron incendiadas y de esas, 9 fueron completamente quemadas.

Frente a ese nivel de violencia, el Gobierno actuó como cualquier otro lo hubiera hecho: ante la grave conmoción pública, decretó un estado de excepción y destinó las fuerzas armadas a la protección de la infraestructura crítica. ¿Qué hubiera pasado si no lo hubiera hecho? Imposible saberlo, porque no existe la historia contrafactual. Pero podemos presumir que el Presidente habría sido criticado duramente por todos los sectores al dejar de utilizar todas las herramientas para controlar los desmanes ese 18 de octubre.

El estado de excepción no detuvo las cosas. De hecho, parece haberlas agravado. Las cifras de daños y hechos violentos tendieron al alza, alcanzando su punto más alto en los días posteriores al 18 de octubre. En octubre hubo un promedio de noventa eventos graves diarios (incendio, saqueos y destrucción de propiedad pública o privada). En noviembre el promedio se redujo a treinta y en diciembre ya fue solo de tres.

A mi juicio, más angustiante que la violencia desatada fue otra cosa: a partir de ese día se hizo evidente que el Estado no tenía real capacidad para controlar el orden público. Nunca un Estado podrá controlar a numerosos grupos violentos que, actuando con mayor o menor coordinación, pretenden destruir y causar temor en la población. Esta es una máxima de cualquier sociedad compleja donde el temor a la sanción y una cierta confianza entre nosotros disuade los comportamientos antisociales. Cuando el caos impide la sanción estatal y la confianza entre nosotros lleva años suficientemente deteriorada, la disuasión desaparece y volvemos a vivir en una sociedad donde, por momentos, las reglas no las fija el Estado. Así vimos arder el metro; saquear supermercados, iglesias, museos, comercio, hoteles; enfrentamientos con las policías; calles arruinadas y paredes vandalizadas. La destrucción de la ciudad fue el inicio de los tiempos recios.

En este escenario de violencia y movilización disruptiva, el país se detuvo. El Gobierno intentó sin éxito hacerlo andar de nuevo dando mayores certezas respecto al orden público. Y la oposición, quién sabe si por irresponsabilidad o por culpa, dio un significado a lo sucedido que terminó, al menos en alguna medida, por validar la violencia destructiva. No es posible condenar la violencia y al mismo tiempo vestir de épica aquello que sucedía diariamente en todo el país, pero con especial fuerza en las decenas de cuadras que rodean la Plaza Baquedano, el palacio de La Moneda u otros espacios céntricos de las ciudades de Chile. Por eso finalmente las oposiciones terminaron confundidas en una sola voz, la más vociferante, que terminó por significar lo que había ocurrido38.

En todo este ambiente había que jugar alguna carta lo suficientemente poderosa para retomar la pacificación. Y todos saben que, en los momentos de crisis, solo algunas cartas están sobre la mesa.

La más común en el mundo es la salida, cruenta o incruenta, de quien ocupa el sillón presidencial. Haber siquiera pensado en esta fórmula hubiera sido no solo el fin del Gobierno, sino también un gesto de debilidad que se hubiera repetido una y otra vez en los años sucesivos. El término de los gobiernos no sería ya, como en las sociedades desarrolladas, con el cumplimiento del plazo, sino que con la llegada de alguna asonada más o menos violenta acostumbrada a derribar gobiernos. Por eso, repetía la política democrática, el Gobierno debe gobernar hasta el último día.

La otra carta que estaba sobre la mesa era la constitucional. No la había puesto el Gobierno sino que, ya lo dijimos, la centroizquierda. Era, sin embargo, la carta que permitía hablar de política. Y, si había una cosa en la que era necesario insistir, es que la salida a la crisis debía ser política. Por eso, a las pocas semanas el presidente Piñera y su coalición iniciaron las conversaciones para ver la posibilidad de jugar esa carta. Y se jugó, con el dramatismo propio de los momentos difíciles, ese 15 de noviembre cuando la mayoría de las fuerzas políticas, con excepción del Partido Comunista y parte del Frente Amplio, suscribieron el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución.

9. ¿Fue acertado jugar esa carta?

Pienso que sí. Ante todo, es claro que había que generar una reacción a la altura de las circunstancias. La crisis social más profunda que había vivido Chile desde el año 1982 requería reacción y no simple inercia. Por eso no podía seguir hablándose desde el programa de Gobierno y se requería algo más para mostrar que había conciencia de lo sucedido. La Constitución era una carta muy preciada, es cierto; pero la única que estaba a la altura.

Por lo demás, la historia del mundo muestra que las constituciones suelen cambiarse en momentos de profundas crisis. Nadie las cambia cuando el país progresa o cuando la política regular sigue en pie. Por eso es que siempre cuestioné, hasta antes del 18 de octubre, el eslogan de la “nueva constitución”. No había entonces una crisis institucional o social como la que surgió tras esa fecha.

Algunos, no sin razón, han sostenido que el Acuerdo que abrió la puerta al cambio constitucional fue celebrado bajo condiciones de violencia extrema. Por eso, aseguran, el consentimiento estaría viciado. Pero, más allá de lo no pertinente que resulta aplicar a este caso las normas de formación del consentimiento de contratos, lo cierto es que la política y la historia enseñan que es justamente en estos momentos de crisis cuando nacen las nuevas constituciones. Así ha sido el caso de todas las chilenas. Y no será esta una excepción.