La hora de la Re-Constitución

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INTRODUCCIÓN

Hace casi dos siglos, El Mercurio promovía el inicio del proceso de codificación recordando unas palabras atribuidas a Napoleón: “Mientras se marcha, solo se piensa en llegar; en llegando, se acomodan todas las cosas”1. Hoy la frase parece cobrar nueva fuerza. Ya no pretende motivar el nacimiento de un código, sino que la redacción de una nueva constitución; o mejor, de un momento de reconstitución institucional y política. Quienes empezaron a promover la marcha hacia una nueva constitución hace algo más de una década y quienes nos negamos a ello, por más o menos tiempo, enfrentamos hoy una nueva etapa: aquella en que ha llegado el momento de acomodar las “cosas” que permitirán reconstituir nuestro pacto fundamental.

Las páginas que siguen dan cuenta de algunos de los debates constitucionales que estarán presentes en la Convención Constitucional que comenzará a sesionar en mayo de 2021. Sin caer en profundidades académicas, cada capítulo aborda con fluidez la evolución del texto constitucional y propone algunos caminos en los futuros debates, a fin de mantener las bases de un orden constitucional moderno.

Para eso plantea al inicio una breve historia de la Constitución de 1980, que permite entender por qué llegamos a discutir nuevamente sobre nuestro pacto fundamental. Luego se enfoca en el problema al que debe buscarse una solución para que llegue a buen puerto el camino que empezamos a recorrer. Ese problema está íntimamente anclado a la exigencia por reconstituir no solo instituciones y reglas constitucionales, sino también la política e incluso nuestra propia convivencia.

Los capítulos siguientes abordan los debates que posiblemente se instalarán una vez que la Convención entre en funciones. El primero se relaciona con su funcionamiento y el reglamento de votación. Los que siguen se vinculan con el probable contenido de la nueva constitución: la discusión sobre los derechos, el derecho de propiedad y los derechos sociales, la cuestión de los principios constitucionales, el futuro de la subsidiariedad, entre otros temas. También se abordan materias vinculadas con el nuevo diseño institucional. Se examinan las discusiones sobre el presidencialismo y el semipresidencialismo, el Tribunal Constitucional, los quórums supramayoritarios, los mecanismos de democracia directa, así como otras materias. Por último, el libro revisa temas menos presentes en el debate público, aunque igualmente relevantes en cualquier texto constitucional. Entre ellos están el Poder Judicial y el Congreso Nacional, el futuro de los órganos constitucionalmente autónomos, como el Banco Central o la Contraloría General de la República, y las discusiones sobre descentralización.

Todo esto busca promover un debate más informado, que esté consciente de la historia de nuestro texto constitucional y de su evolución. También, intenta promover una reconstitución de nuestra Carta Fundamental que, proyectando hacia el futuro reglas y normas constitucionales, evite recorrer caminos que pueden alejarnos de la senda del progreso y el bien común.

No puedo dejar de agradecer a muchas personas que han contribuido a este libro. La Directora de Ediciones UC, María Angélica Zegers, lo motivó hace varios meses tras una conversación. El Decano de la Facultad de Derecho de la P. Universidad Católica de Chile, Gabriel Bocksang, y la vicedecana, Carmen E. Domínguez, han sido siempre un apoyo incondicional en este y múltiples otros proyectos. E igualmente Lucía Santa-Cruz y Juan Luis Ossa Bulnes, quienes revisaron el texto y aportaron valiosas perspectivas. Por último, Sebastián Valenzuela me permitió usar en la portada una de sus obras que reflejan lo que intuyo debiera ser un proceso virtuoso: participación e institucionalidad.

También agradezco por sus consejos y aportes a Claudio Alvarado, Isabel Aninat, Andrés Sotomayor, Felipe Hübner, Gonzalo Blumel, Cristián Larroulet, Arturo Matte, José Miguel Aldunate, Juan Luis Goldenberg y Magdalena Ortega. Asimismo, mis ayudantes de investigación Trinidad Burrows, Camila Allende, Benjamín Viveros, Samuel Guzmán, Christian Yepsen y Anais Ayazi aportaron importante información. Y, por sobre todos los anteriores, quiero agradecer a mi señora, Rosario Willumsen, y a mis hijos e hijas por su apoyo incondicional e infinita paciencia durante los meses de encierro dedicados a la escritura.

Dedico este libro a mi madre, Sylvia Velasco Montt, en quien descansa el poder constituyente de la familia que me hizo crecer.

¿CÓMO LLEGAMOS A ESTO?

Breve historia de la Constitución vigente en cinco actos

“Así como el colapso del sistema imperial fue imperceptible, el surgimiento de un orden nuevo fue equívoco. Ambos se enmarañaron en una nebulosa jurídica constitucional que ocultó el sentido y alcance de lo que en realidad estaba ocurriendo”. Alfredo Jocelyn Holt2.

1. Primer acto. Orígenes. 1973-1980.

El lunes 24 de septiembre de 1973, sin que hubieran pasado ni dos semanas desde el martes 11, se reunió por primera vez la comisión a cargo de redactar una nueva constitución. La Junta de Gobierno que había llegado al poder tuvo entre sus primeros objetivos reemplazar la Constitución de 1925 que, a ojos de muchos, había sido una de las causantes de la ruptura institucional3.

A esa primera sesión asistieron Enrique Ortúzar, quien fue elegido presidente. También Sergio Diez, Jaime Guzmán y Jorge Ovalle. Actuaría de secretario Rafael Eyzaguirre. Algunas semanas después, el 9 de octubre, se sumarían Alejandro Silva, Gustavo Lorca y Enrique Evans. Y, al año siguiente, Alicia Romo.

Todos eran abogados comprometidos políticamente. Ortúzar y Guzmán tenían clara cercanía con Jorge Alessandri. Sergio Diez y Gustavo Lorca eran entonces parlamentarios; el primero, senador recientemente electo por el Partido Nacional, y el segundo, diputado por el Partido Liberal desde 1964. Alejandro Silva y Enrique Evans eran dos destacados juristas democratacristianos. Sin duda Silva Bascuñán era, por esos años, el constitucionalista más importante del país. Había publicado en 1963 un contundente tratado sobre la Constitución de 1925 y era entonces presidente del Colegio de Abogados. Jorge Ovalle había sido radical y luego candidato al parlamento por la Democracia Radical, facción escindida del PR y contraria a la Unidad Popular. Solo Alicia Romo, la única mujer en los primeros años de funcionamiento de la Comisión, carecía de vínculos directos con la política.

Esa fue la integración que se mantuvo hasta 1977, cuando tres de sus integrantes abandonaron la Comisión. En marzo partieron Evans y Silva Bascuñán. Este último explica que el decreto de disolución de los partidos políticos dictado ese mes motivó su partida. Luego, en mayo, fue el turno de Jorge Ovalle, quien debió renunciar por su cercanía con el general Gustavo Leigh. Y en junio ingresaron tres nuevos integrantes: los constitucionalistas Luz Bulnes y Raúl Bertelsen, y Juan de Dios Carmona, quien había sido ministro de Eduardo Frei Montalva y senador DC hasta 1973.

Tras cinco años de trabajo y 417 sesiones, la Comisión Ortúzar entregó la propuesta de una nueva constitución. El texto luego fue revisado por el Consejo de Estado, institución presidida por el expresidente Jorge Alessandri y que integraban también Gabriel González Videla y un grupo de personalidades designadas por la Junta de Gobierno. El Consejo de Estado revisó nuevamente todo el texto y propuso diversos cambios, algunos de ellos sustantivos. En las actas de su discusión se aprecia la influencia de Jorge Alessandri y muchas de las modificaciones tenían en él su principal inspirador.

Finalmente fue el turno de la Junta Militar, que comparó ambos textos y tomó las definiciones más relevantes. Primero, un grupo liderado por el ministro Sergio Fernández revisó cada una de las discrepancias, que luego fueron siendo definidas con los integrantes de la Junta de Gobierno y otros invitados de confianza. Según narra Sergio Carrasco, en el articulado permanente se hicieron 175 modificaciones, de las cuales 59 fueron fundamentales. También cambió el articulado transitorio que había propuesto el Consejo de Estado, extendiendo el proceso para el retorno a la democracia4.

El 11 de agosto de 1980 se convocó a un plebiscito para treinta días después, el 11 de septiembre. Ese día la ciudadanía debía aprobar o rechazar el nuevo texto constitucional. Como es sabido, el acto careció de garantías mínimas: sin registros electorales, sin plena libertad de expresión, con un período de campaña excesivamente breve y con un acto eleccionario organizado por los propios alcaldes designados. Para votar, cada persona concurría a las urnas con su carnet de identidad, al que se le cortaba una de sus esquinas5. Estas y otras irregularidades no debieran sorprendernos demasiado. Después de todo, nunca una constitución chilena había nacido en épocas de plena normalidad democrática —no, al menos, como la entendemos hoy— y la de 1980, dictada en el marco de un régimen autoritario, no fue la excepción.

En estas circunstancias el triunfo del apruebo era esperable. Recibió el 67,04% de los votos mientras que el rechazo 30,19%. El resto fueron votos nulos. Finalmente, las cláusulas transitorias de la Constitución, que eran entonces lo relevante, entraron en vigencia el 11 de marzo de 1981.

2. Segundo acto. De la resignación al acuerdo constitucional de 1989.

La pregunta sobre qué hacer con la Constitución rondaba una y otra vez en las mentes de los opositores al régimen de Augusto Pinochet. Era evidente, decían muchos, que no podían validarla, que tenía defectos insaneables. Pero muy temprano la visión de algunos líderes empezó a cambiar. Las violentas protestas de 1982 no hicieron caer al Gobierno, como algunos esperaban, y promover la violencia solo traería más violencia. Por eso, Patricio Aylwin en 1984 fue el primero en dar el paso y reconocer que el tránsito a la democracia debía hacerse siguiendo las reglas de la Constitución de 1980.

 

Dejemos que sea el mismo Aylwin quien narre su posición: “Tanto el Grupo de los 24 como la Alianza Democrática sostuvimos sistemáticamente que no reconocíamos la Constitución como legítima. Hasta que se efectuó un seminario en 1984 en el Hotel Tupahue, organizado por el Instituto Chileno de Estudios Humanísticos, cuyo Director Ejecutivo era Gutenberg Martínez. Participamos Pancho Bulnes, por su sector, Carlos Briones, por el mundo socialista, Enrique Silva Cimma, por el mundo radical y yo por el democratacristiano. Lo que se debatía era cómo salía Chile, desde el punto de vista constitucional, del problema en que estaba. Ahí sostuve que debíamos abandonar la tesis de la ilegitimidad de la Constitución del 80. Textualmente dije: ‘(…) lo que debemos estudiar es, sin entrar a discutir la legitimidad de la Constitución, qué reformas son necesarias para que sea aceptable para nosotros. Entonces, acepto la legitimidad para el solo efecto de reformarla’. Desde aquel seminario quedó flotando esa tesis, que fue la que inspiró posteriormente la política de la Alianza y luego de la Concertación”6.

El liderazgo de Aylwin es indudable. Su realismo, que hoy llamaríamos pragmatismo, combina ponderadamente con la búsqueda de un objetivo preciso. No hay utopía en sus proyecciones sino una estricta planificación política que, con la perspectiva de hoy, solo lo hacen crecer. No deja de ser una paradoja que la figura de Aylwin se debilite ante los ojos de la izquierda al mismo tiempo que esta empieza a adquirir rasgos propios de un utopismo político peligroso.

Poco a poco entonces comenzó a estructurarse la oposición que vencería a Pinochet en el plebiscito de 1988. Jugaron con las propias reglas transitorias de la Constitución de la que desconfiaban y ganaron limpiamente en un plebiscito ejemplar en términos de garantías electorales y participación ciudadana.

Tan solo semanas después del plebiscito empezó a circular la idea de reformar la Constitución. Cuentan que, al dejar el Ministerio del Interior tras la derrota, Sergio Fernández le habría dicho a su sucesor, Carlos Cáceres, que no modificara la Constitución, que esa sería una concesión inaceptable. Pero Cáceres tuvo una visión más precisa. Se dio cuenta de que la reforma a la Constitución permitiría reducir la presión por el cambio constitucional durante el nuevo Gobierno que se avecinaba. La forma de reforzar la Constitución era modificándola. Y así empezó un largo diálogo con diversos actores que, para sorpresa de muchos, terminó en un acuerdo tan relevante como olvidado en el Chile de la transición.

Cáceres lo relata en detalle. Desde otro ángulo también lo narra Ascanio Cavallo. Ambos muestran cómo el acuerdo pendió de un hilo durante casi todas las negociaciones. A las desconfianzas profundas entre los bandos, se sumaba la tensión interna entre duros y blandos. Tanto en el Gobierno como en la oposición había “duros” que se oponían a cualquier acuerdo y “blandos” que los promovían. El ministro Cáceres narra un intenso intercambio de visiones con Hugo Rosende frente a Pinochet. Rosende sostenía que la reforma era una claudicación innecesaria7. En el otro bando, Cavallo cuenta un tenso encuentro que enfrentó a Aylwin con Lagos. También este último sostenía que la reforma era insuficiente8. Visto con perspectiva, hay que agradecer a Aylwin, Cáceres y tantos otros que vieron en ese paso un camino hacia una transición que tendiera a acercar a quienes antes eran enemigos. Todos ellos permitieron superar las críticas fundamentales a la Constitución, dando inicio a las décadas más prósperas de la historia de nuestro país.

El apoyo que recibió la reforma en las urnas fue contundente: más de seis millones de personas, que representaban al 85% de los votantes la ratificaron. Esta masividad del voto y la densidad de las reformas hicieron que este acto electoral fuese un punto de quiebre en nuestra historia constitucional9. Su contenido fue profundo: se introdujeron 54 modificaciones para afirmar el pluralismo político, robustecer libertades y fortalecer el principio democrático, además de modificar los mecanismos de reforma de la Constitución10. Y su simbolismo fue mucho más profundo aún: Silva Cimma, vocero de la Concertación, afirmó que se trataba de “un segundo hito que marca nuestro camino ascendente hacia la recuperación democrática”; Francisco Cumplido, futuro Ministro de Justicia de Aylwin, destacaba que la “aprobación de las reformas en el plebiscito significa el éxito de una transición a la democracia gradual, pacífica y moderada”11, y Silva Bascuñán escribió que las reformas favorecían “la marcha hacia la democracia sobre la base de un estatuto constitucional de indiscutible admisión ciudadana”12.

Una experiencia en torno a este último da cuenta del cambio que generó la reforma frente a sus antiguos críticos. Silva Bascuñán, tal vez el constitucionalista chileno más relevante del siglo XX, dejó de enseñar el curso de Derecho Constitucional en la Universidad Católica el año 1980. Le parecía que hacerlo implicaba validar un texto que consideraba ilegítimo. Tras la reforma de 1989, retomó su cátedra, pues ese acto había transformado la Constitución en un pacto político que, pese a ser perfectible, había adquirido legitimidad democrática.

3. Tercer acto. Gobernando con la Constitución. 1990-2009.

Los tres primeros gobiernos de la Concertación, de los presidentes Aylwin, Frei y Lagos, fueron gobiernos realizadores que adhirieron al discurso reformista y no al refundacional. La Constitución entonces no fue un impedimento programático sino una regla más del juego, que a veces favorecía y otras complicaba.

Estos fueron años donde todavía estaba demasiado cerca la profunda división que había marcado al mundo: el muro de Berlín, que dividía a la Europa libre de la dictadura comunista, recién cayó el 89 y la Unión Soviética lo hizo poco después. Chile entonces iniciaba la década de los noventa no solo con la recuperación de la democracia, sino también con su expansión por el mundo. La única excepción en la región se llamaba Cuba.

El cambio entonces fue paulatino. La democracia protegida que caracterizaba el texto original ya podía liberarse de algunos de sus temores. La izquierda —lo estaba demostrando en el Gobierno— había dejado de creer en la revolución y en la lucha armada como la vía para alcanzar el poder. La socialdemocracia vestía incluso al Partido Socialista, ahora renovado. Este había dejado atrás los sueños revolucionarios para volver a creer en la democracia como forma pacífica de alcanzar el poder. Solo un pequeño grupo reivindicó las armas y algunos incluso las tomaron para intentar desestabilizar y esparcir el miedo. El hito inolvidable de esta prédica es el aún impune asesinato del senador Jaime Guzmán.

En este contexto, Chile empezaba una época de regularidad que se encarnaba en la política de los acuerdos, en la reivindicación del diálogo y el gradualismo, en la más absoluta invalidación de toda forma de violencia y en el ejercicio de los cargos con dignidad y conciencia de responsabilidad. Mucho se ha vapuleado a esta época. Más allá de sus claroscuros inherentes al fenómeno humano, la historia se encargará de recordarla como años buenos, quién sabe si los mejores. Quien quiera reivindicarla políticamente y hacerla parte de su relato fundacional, probablemente sacará frutos de ello. Hoy esto último parece una herejía: que gobiernos de centroizquierda con la oposición responsable de la centroderecha hayan sido capaces de transformar el país es, curiosamente para cierta izquierda, algo de lo que debe renegarse. Todavía tienen que pasar algunos años para ello, pero lo paradójico es que hoy la figura de Aylwin parece desplegarse más cómodamente en el ideario de centroderecha que entre sus antiguos aliados.

Desde la perspectiva jurídico constitucional fueron años de múltiples reformas. En los noventa hubo doce proyectos aprobados que modificaron la Constitución. Entre otros, la reforma a los gobiernos regionales y municipales, la creación del Ministerio Público, la modificación a la integración de la Corte Suprema y la que estableció la igualdad entre hombres y mujeres. La década siguiente se inició con el ingreso durante los primeros meses del Gobierno del presidente Lagos de dos mociones que planteaban amplias modificaciones a la Constitución. Ambas, una suscrita por senadores de la Alianza y la otra por algunos de la Concertación, iniciaron la discusión de lo que más tarde sería la Reforma Constitucional de 2005. A ella se sumarían otras cuatro reformas que se aprobaron durante el mandato de Lagos. Luego sería el turno de la presidenta Michelle Bachelet, quien promulgó nueve reformas constitucionales, entre las que destacan la instauración del voto voluntario, la de calidad de la política y la que estableció estatutos especiales para Isla de Pascua y el archipiélago Juan Fernández. Así, bajo los gobiernos de la Concertación se modificó la Constitución en veintiséis oportunidades.

Desde la perspectiva política, la Constitución no estaba en el centro del debate. Como anota Claudio Fuentes, analizando los veinte años de gobiernos de la Concertación, el proceso de cambio constitucional fue moderado y gradual. “Incluso dentro de partidos políticos de izquierda observamos miradas moderadas sobre transformar la Constitución y hacerla más democrática”. Y concluye: “Durante el periodo de transición en Chile ni las élites políticas ni los actores sociales abordaron el tema de lleno”13.

En estos años solo cobraron relativa relevancia los llamados “enclaves autoritarios”, esto es, un conjunto de disposiciones que establecían contrapesos no democráticos extraños para el constitucionalismo contemporáneo, tales como los senadores designados, el Consejo de Seguridad Nacional y la inamovilidad de los Comandantes en Jefe. Durante el Gobierno de Aylwin se hizo un intento que no prosperó y lo mismo ocurrió en los gobiernos siguientes. Como narra Edgardo Boeninger, estas reformas se colocaron a la cabeza de las tareas de profundización de la democracia, pero de ellas no dependía la continuidad del sistema. Por eso fueron regularmente planteadas, aunque sin transformarlas en obstáculos para avanzar en las otras tareas de gobierno14. Todo esto, hasta 2005. Ese año, en la reforma constitucional más profunda desde 1989, hubo significativas modificaciones que, como se recuerda tantas veces, llevaron al presidente Lagos a indicar que estábamos ante un punto de quiebre: “Hoy Chile se une tras este texto constitucional”, dijo el día de su aprobación por el Congreso Pleno15. Y, con más entusiasmo, a repetir el día en que se firmó el texto que “Chile cuenta desde hoy con una constitución que ya no nos divide (…) una constitución para un Chile nuevo, libre y próspero”.

Respecto al Tribunal Constitucional, el ejercicio de su labor fue objeto de debate, pero sin la tenaz animadversión que vemos hoy. En 2002, por ejemplo, Patricio Zapata escribía que había insistentes llamados a reformar el TC en su composición y atribuciones. Agregaba, sin embargo, que solo Fernando Atria cuestionaba la existencia de este órgano. Y reconocía que muchas de sus sentencias habían hecho una valiosa contribución al derecho público chileno16.

¿Fueron años de una constitución que impedía la obra realizadora de los gobiernos? ¿Fue una camisa de fuerza que impedía llevar adelante los deseos más profundos de las mayorías? Todo indica que no. La Constitución fue continuamente reformada y los gobiernos pudieron llevar adelante sus programas políticos. La política optó por el gradualismo y el consenso como la regla para la toma de decisiones. También, por un modelo de desarrollo de mercados abiertos y promoción del crecimiento que pocos discutían en esos años. La propia izquierda, no obstante la confrontación de las visiones de autoflagelantes y autocomplacientes, mostraba orgullo por la tarea realizada y se insertaba con altura en las esferas de la socialdemocracia.

No parece justo hoy culpar a la Constitución de esas convicciones cuando la política era la que las mostraba. En cualquier caso, lo cierto es que hoy esos tiempos se leen con algo de nostalgia y su recuerdo nos evoca años de prosperidad y de una política que aún reivindicaba su dignidad.

4. Cuarto acto. Una nueva Constitución para unir a la izquierda. 2009-2019.

La pregunta que inaugura este acto sigue sin respuesta: ¿por qué razón la izquierda desechó tan rápidamente la Constitución que había nacido en 2005? En vez de transformarla en una propia, prefirieron sepultarla bajo el eslogan, tan ambicioso como ambiguo, de la “nueva constitución”17. No hay que olvidar que, como ha escrito el prestigioso profesor de Derecho de la Universidad de Yale, Bruce Ackerman, los cambios constitucionales se producen no solo cuando se escribe un nuevo texto sino también cuando se produce un “momento constitucional”, esto es, un acontecimiento políticamente significativo para la ciudadanía que transforma las bases de aquello que entendemos por “constitución”. No hay que ir muy lejos para encontrar un ejemplo. El año 1925 todos quienes participaron de los debates constitucionales pensaban que estaban escribiendo una reforma constitucional a la Constitución del 33. Pero al poco andar esa reforma se transformó en una nueva constitución.

 

La reforma de 2005 pudo haber configurado una nueva constitución. Al menos esa parecía ser la idea de algunos. El hecho de que Lagos y sus ministros firmaran el nuevo texto no era solo un formalismo; definitivamente, buscaba generar un punto de quiebre con el pasado al eliminar los artículos que habían regulado la transición y las firmas de la Junta de Gobierno y sus ministros18. Que el día elegido para la firma fuera el 17 de septiembre tampoco fue una casualidad; da cuenta de la búsqueda de símbolos que dan vida a un relato: no era solo en vísperas de las Fiestas Patrias sino también el día que había sido suscrita la Constitución de Estados Unidos en 1787. Y, en fin, el acto estuvo cargado de solemnidades y gestos republicanos que reflejan con más fuerza la intencionalidad. Una de ellas es esta frase que dijo el expresidente Lagos: “Tener una constitución que nos refleje a todos era fundamental para todas las tareas que los chilenos tenemos por delante, puesto que ello consolida el patrimonio de lo que hemos avanzado en lo económico, en lo social y también en lo cultural”. ¿Alguien podría negar, tras oírla, que en ese acto se pretendía empezar a tejer un nuevo futuro que consolidaba lo que los gobiernos de la Concertación habían hecho?

Pero nada de esto ocurrió y muy prontamente la izquierda volvió a descreer de la Constitución, esta vez de aquella firmada por Lagos. ¿Qué fue lo que cambió?

Creo que, en el origen, todo se reduce a una cuestión electoral. Como lo ha demostrado tantas veces la historia, no siempre son las grandes teorías ni las nobles causas lo que inspiran las conductas, sino que los esquivos votos.

Se acercaba el término del Gobierno de Bachelet y no se veía ciudadano alguno del oficialismo que pudiera tomar la posta presidencial. Por la entonces oposición, en cambio, Sebastián Piñera había tenido un buen resultado electoral en 2005 y, aprendiendo la lección de Lavín de 1999, había decidido esperar en silencio la llegada de la nueva oportunidad. Así las cosas, todo indicaba que tras veinte años la centroizquierda dejaría el poder. En este escenario las cartas ya conocidas empezaron a tomar posiciones. Tanto Frei como Lagos mostraron su disponibilidad para un nuevo período. Y es Frei el que enarbola la consigna de la “nueva constitución”. ¿Por qué lo hace?

Frei, incluso antes de la reforma de 2005, ya venía hablando de “nueva constitución”19. Pero es después de ella cuando el tema se articula con más fuera, principalmente por dos razones. La primera es para diferenciarse de Lagos; había que encontrar una cancha en la que Lagos quedara en deuda con su electorado o, al menos, tuviera que dar explicaciones. Qué mejor cancha que la Constitución que Lagos había purificado con su firma, pese a no estar precedida del acto refundacional que cierta izquierda añoraba. La segunda razón era para unir a la izquierda en torno a su figura. Frei, un DC que hoy muchos miran como un hijo del neoliberalismo, tenía que conseguir el apoyo de la izquierda, adecuarse a los nuevos tiempos. La DC ya no era el partido hegemónico que había dado vida y eje a la política de la centroizquierda en los noventa. En 2008 era un partido menos relevante en votos, liderazgos e ideas. El relato de una nueva constitución entonces era un buen escenario para distinguirse de su probable rival, Ricardo Lagos, y para unir a la izquierda. Dicho de otra forma, tras veinte años de democracia, la Constitución era lo único que permitía volver al clivaje Sí-No que, con algo de justicia, tanto rédito había prestado a la izquierda.

La propuesta de nueva constitución de Frei, con todo, no es la que abrazó más tarde la izquierda. Frei, inspirado en esto por un jurista de gran profundidad, Pablo Ruiz-Tagle, propuso diversas modificaciones constitucionales. Con todo, siempre sostuvo que los cambios debían ser realizados en el Congreso Nacional, a fin de “prevenir los problemas de la Asamblea Constituyente”20. Fue Jorge Arrate, el candidato del Partido Comunista, el que en esto fijó la pauta de la izquierda al sostener que el cambio debía hacerse en una asamblea constituyente21.

Con el triunfo de Sebastián Piñera en 2010, la Concertación pierde el poder y con él el elemento que la había aglutinado y moderado por tantos años. En el Congreso comienza el desbande y la antigua socialdemocracia empieza a desconocer sus reformas. La presión de la calle agrava la tendencia: la Revolución Pingüina de 2006 había sido un adelanto de lo que vendría el año 2011, con el movimiento estudiantil universitario. Ese año casi nadie desde la izquierda se atrevió a inyectar razonabilidad a los gritos de la movilización. Con eso, en cámara lenta, se fueron derrumbando la Concertación, el orgullo por la transición, la política de los acuerdos, la defensa del modelo y también la Constitución y sus reformas. Y, a igual velocidad, surgieron la Nueva Mayoría, la retroexcavadora, el igualitarismo chato (“los patines”) y el grito por una Asamblea Constituyente (AC).

Pero hay más: al adherir a la AC, la propia izquierda en el Congreso empezó a renunciar a la política regular. Asumieron acríticamente que el liderazgo político ya no estaba radicado en el Congreso sino en alguna otra parte que llamaron la calle o la AC. Muchos incluso se negaron a participar del diálogo en el Congreso o lo boicotearon.

En este escenario cobró nueva fuerza el reclamo por una nueva constitución y una asamblea constituyente. La rendija que había abierto Frei para un cambio institucional y gradual saltó en mil pedazos, dejando pasar los aires refundacionales que antes había predicado el candidato comunista. Y, entonces, toda la centroizquierda asumió esa bandera. Tanto así que en la elección de 2014 todos los candidatos, salvo Evelyn Matthei, propusieron una nueva constitución. Y, de ellos, todos propusieron una asamblea constituyente pese a sus comprobados riesgos22. La única que avanzó en la ambigüedad fue Michelle Bachelet quien, tironeada desde adentro, no descartó nunca la asamblea y solo adhirió convenientemente a decir que el proceso debía ser “democrático, institucional y participativo”.

5. Entreacto. Las críticas a la Constitución.

Es en ese momento que la Constitución empezó su despedida. No hay forma de que una norma tan fundamental se mantenga en pie cuando la mitad de la política le da la espalda. La pregunta principal, con todo, seguía pendiente: ¿de qué estaba enferma la Constitución? ¿Por qué se necesitaba una nueva constitución y no solo reformas? ¿Por qué no era el Congreso el lugar para hacerla y se requería un órgano que reclamaba una pureza especial, como una asamblea constituyente? Varias fueron las respuestas que se ensayaron en esos años.