Once escándalos para enamorar a un duque

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Z serii: El amor en cifras #3
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La arrogancia que destilaban sus palabras era casi asfixiante.

—Es un duque —dijo ella con sarcasmo.

Leighton la ignoró.

—Exacto. Y usted es…

—Alguien que está muy por debajo de usted.

El duque enarcó una ceja dorada.

—Lo ha dicho usted, no yo.

Juliana dejó escapar el aire como si la hubieran golpeado en el vientre.

El duque necesitaba una sagaz y enérgica lección. Una que arruinara la reputación de un hombre para siempre. Una que solo una mujer podía proporcionar.

Una lección que Juliana deseaba darle desesperadamente.

—Es un… asino. —Los labios del duque trazaron una delgada línea al oír el insulto, y Juliana hizo una exagerada y socarrona reverencia—. Le pido disculpas, su excelencia, por haber recurrido a un lenguaje tan vulgar. —Lo miró a través de sus oscuras pestañas—. Permítame que se lo repita en inglés, esa lengua tan superior. Es usted un idiota.

—Acérquese —dijo él con los dientes apretados.

Juliana lo obedeció, tragándose la ira que amenazaba con dominarla, y Leighton le clavó los fuertes dedos en el hombro, encarándola hacia la sala de baile. Cuando volvió a hablar, lo hizo a escasos centímetros de su oído, con voz grave y enfurecida:

—Cree que su valorada pasión la convierte en alguien mejor que nosotros, cuando en realidad solo pone en evidencia su egoísmo. Tiene una familia que se esfuerza por conseguir que la acepten en la sociedad y, a pesar de eso, lo único que le interesa a usted es satisfacer todos sus deseos.

Juliana sintió cómo el odio se apoderaba de ella.

—No es verdad. Me preocupo mucho por ellos. Jamás haría nada que… —Se detuvo. Jamás haría nada que pudiera incomodarlos.

Aquello no era del todo cierto. Al fin y al cabo, ahora mismo estaba en un oscuro balcón en compañía de un hombre.

El duque pareció intuir sus pensamientos.

—Su imprudencia será su ruina… y posiblemente también la de su familia. Si se preocupara por ellos, intentaría comportarse como una dama y no como una…

Leighton se detuvo antes de pronunciar el insulto. Pero Juliana lo oyó de todos modos.

Y entonces percibió que la calma se aposentaba en su interior.

Deseaba humillar a aquel hombre perfecto y arrogante.

Si la consideraba una imprudente, se comportaría como tal. Lentamente, Juliana apartó el brazo de él.

—¿Realmente cree que está por encima de la pasión? ¿Que su mundo perfecto puede regirse únicamente por normas estrictas y experiencias indolentes?

El duque dio un paso atrás ante el desafío que destilaban sus palabras.

—No lo creo. Lo sé.

Juliana asintió.

—Inténtelo. —Leighton enarcó una ceja, pero no dijo nada—. Permítame que le demuestre que ni siquiera un duque frígido puede sobrevivir sin pasión.

Leighton continuó inmóvil.

—No.

—¿Tiene miedo?

—No, falta de interés.

—Lo dudo.

—Realmente le importa un comino su reputación, ¿verdad?

—Si tanto le preocupa la suya, su excelencia, le recomiendo que traiga una carabina.

—¿Y si me resisto a su vida tempestuosa?

—Entonces se casará con la uva y todo estará bien.

Leighton parpadeó.

—¿Uva?

Lady Penelope. —Se produjo una larga pausa—. Pero… si no puede resistirse… —Se acercó a él, su aliento era una tentación en el frío aire de octubre.

—¿Entonces, qué? —preguntó él con voz grave y oscura.

Ya era suyo. Conseguiría que se arrodillara. Y su mundo perfecto con él.

Juliana sonrió.

—Entonces su reputación estará en serio peligro.

El duque guardó silencio; el único movimiento era el lento espasmo del músculo de su mandíbula. Un momento más tarde, Juliana pensó que podía dejarlo allí, con su amenaza cerniéndose en el frío aire nocturno.

Y entonces Leighton dijo:

—Le doy dos semanas. —Juliana no tuvo tiempo de disfrutar de la victoria—. Pero será usted quien aprenda la lección, señorita Fiori.

El recelo se impuso.

—¿Qué lección?

—Que la reputación siempre triunfa.

4

«Caminar o trotar es adecuado.

Las damas delicadas jamás galopan».

Tratado sobre las damas más exquisitas

«La hora de moda es cada vez más temprano…».

El Folleto de los Escándalos, octubre de 1823

A la mañana siguiente, el duque de Leighton se levantó con el sol.

Se aseó, se puso ropa de lino fresca y piel de ante tersa, se calzó sus botas de montar, se anudó su pañuelo al cuello e hizo que le trajeran su montura.

En menos de un cuarto de hora, cruzaba el gran vestíbulo de su palacete, donde aceptó un par de guantes de montar y una fusta de manos de Boggs, su atento mayordomo, y salió de la casa.

Llenándose los pulmones de aire matinal, fresco y henchido de los olores del otoño, el duque subió sin ayuda a la silla de montar, como hacía cada mañana desde el día en que asumió el ducado, quince años atrás.

En la ciudad o en el campo, lloviera o hiciera sol, en invierno o en verano, el ritual era sagrado.

Hyde Park estaba prácticamente vacío a aquella hora tan intempestiva; eran pocos los interesados en montar a caballo sin la oportunidad de que otros los vieran, y aún eran menos los interesados en salir de sus casas tan temprano. Precisamente por eso Leighton disfrutaba tanto de los paseos matinales: el silencio roto solo por los cascos, por el sonido de la respiración de su caballo fundida con la suya mientras recorrían a medio galope los largos y solitarios senderos, que unas horas más tarde se llenarían con los miembros de la alta sociedad que todavía no se habían ido de la ciudad y que deseaban estar al tanto de los últimos cotilleos.

La sociedad elegante comerciaba con la información, y Hyde Park en un hermoso día era el lugar ideal para el intercambio de semejante producto.

Era solo cuestión de tiempo antes de que su familia se convirtiera en el producto del día.

Leighton se recostó sobre su caballo, incitando al animal a avanzar más deprisa, como si con aquello pudiera dejar atrás las habladurías.

Cuando se descubriera el escándalo que rodeaba a su hermana, los cotilleos circularían como la pólvora y su familia se quedaría sin nombre ni reputación que proteger. El ducado de Leighton se remontaba a once generaciones atrás. Habían luchado al lado de Guillermo el Conquistador. Y los que ostentaban el título y la venerable posición muy por encima del resto de la sociedad tenían grabada a fuego una regla inexcusable: que nada mancille el nombre.

Durante once generaciones, aquella regla había sido cuidadosamente respetada.

Hasta ahora.

Durante los últimos meses, Leighton había hecho todo lo posible para asegurarse de que su nombre continuara siendo inmaculado. Había dejado a su amante, se había dedicado con entusiasmo a su trabajo en el Parlamento y había atendido multitud de recepciones cuyos anfitriones dominaban la percepción que tenía la sociedad elegante del decoro. Había bailado danzas campestres. Había tomado el té. Había asistido a Almack’s. Había visitado a las familias más respetadas de la aristocracia.

Había difundido el respetable y aceptado rumor de que su hermana se encontraba en el campo durante el verano. Y después durante el otoño. Y dentro de poco durante el invierno.

Pero no era suficiente. Nada lo sería.

Y esa certidumbre —la aguda evidencia de que jamás podría proteger del todo a su familia del curso natural de los acontecimientos— amenazaba su serenidad.

Solo le quedaba una opción.

Una esposa adecuada e intachable. Una futura niña mimada de la sociedad elegante.

Aquel mismo día debía encontrarse con el padre de lady Penelope. El marqués de Needham y Dolby se había aproximado a Leighton la noche anterior y le había sugerido un encuentro para «hablar del futuro». Leighton no tenía motivos para dilatar la cuestión, pues cuanto antes tuviera la aprobación del marqués, mejor preparado estaría para enfrentarse a las lenguas viperinas cuando se destapara el escándalo.

Una sonrisa tímida acudió a sus labios. El encuentro era una mera formalidad. De hecho, el marqués había estado a punto de hacer la proposición él mismo.

No había sido la única proposición que recibió aquella noche.

Ni la más tentadora.

El duque se enderezó sobre la silla y tiró de las riendas para hacerse de nuevo con el control del caballo. Una imagen apareció en su mente: Juliana enfrentándolo como una guerrera en el balcón de Weston House, lanzando su desafío como si se tratara de un simple juego.

«Permítame que le demuestre que ni siquiera un duque frígido puede sobrevivir sin pasión».

Las palabras resonaron a su alrededor con su cantarín acento italiano, como si Juliana estuviera allí, susurrándole nuevamente al oído. «Pasión».

Cerró los ojos para deshacerse del pensamiento y volvió a espolear a su caballo, como si el viento cortante en sus mejillas combatiera las palabras y el efecto que tenían sobre él.

Juliana lo había provocado. Y había sentido tal ira ante la arrogancia de su tono de voz —por su convencimiento de que todos los principios sobre los que se asentaba su vida eran despreciables— que en aquel momento lo único que deseaba era demostrarle que se equivocaba, que su insistencia en la vacuidad de su mundo era algo tan ridículo como su estúpida apuesta.

Le había concedido dos semanas.

No era un plazo arbitrario. Le había dado dos semanas para llevar a cabo su tentativa, pero al final sería él quien le demostrara a ella que la reputación estaba por encima de todo. Cuando concluyera el plazo, enviaría el anuncio de su compromiso nupcial al Times, y Juliana aprendería que la pasión era un camino tentador…, pero tremendamente frustrante.

 

No le cabía duda de que, de haber rechazado su ridículo desafío, Juliana habría embaucado a otro hombre para sus grotescos planes, alguien que no estuviera en deuda con Ralston y que no tuviera el más mínimo interés en evitar su ruina.

En realidad, le había hecho un favor.

«Que haga lo que quiera».

Esas maliciosas palabras fueron un fogonazo, y después la tentadora visión de Juliana. Sus largos y desnudos miembros enredados en las sábanas de lino, su cabello extendido como satén sobre la almohada, sus ojos del color de zafiros de Ceilán, prometiéndole el mundo mientras sus carnosos labios se curvaban y susurraban su nombre, cada vez más cerca.

Durante un instante cedió ante la fantasía —pues no pasaría de eso— e imaginó cómo sería tenderse a su lado, abrazar su largo y exuberante cuerpo, y sumergirse en su pelo, en su piel, en sus cálidas y acogedoras caderas, y dejarse llevar por la pasión que ella tanto estimaba.

Sería como estar en el paraíso.

La había deseado desde el mismo día en que la conoció: joven, lozana y tan distinta de las muñecas de porcelana obligadas a desfilar delante de él por madres que apestaban a desesperación.

Y durante un breve instante pensó que podría ser suya. A sus ojos, le había parecido una exótica joya extranjera, precisamente el tipo de esposa que se ajustaba a las necesidades del duque de Leighton.

Hasta que descubrió su auténtica identidad y el hecho de que carecía completamente del honor exigible a la futura duquesa. Incluso entonces había considerado la posibilidad de hacerla suya. Pero no creía que Ralston aceptara de buen grado que su hermana se convirtiera en la amante de un duque, y mucho menos de uno a quien repudiaba.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos —afortunadamente— por el enérgico sonido de otros cascos de caballo. Leighton se enderezó sobre la silla, ralentizando de nuevo el ritmo del animal, y, al mirar hacia el otro lado del prado, distinguió a un caballo y a su montura cabalgando a galope tendido, que se dirigía hacia él a una imprudente velocidad incluso para un jinete obviamente experimentado como aquel. Leighton se detuvo, impresionado ante el movimiento sincronizado de amo y bestia. Sus ojos recorrieron las largas y gráciles piernas y los fuertes músculos del negro corcel para después pasar a evaluar el cuerpo del jinete, que formaba un mismo ser con el caballo, inclinado sobre el cuello de la criatura, susurrándole palabras de ánimo. Simon buscó los ojos del jinete para mostrarle su reconocimiento con un asentimiento, de un jinete experimentado a otro, y entonces se quedó petrificado.

Los ojos que encontró eran de un azul intenso y relucían con una mezcla de desafío y satisfacción.

Tuvo la certeza de que acababa de conjurarla, puesto que no cabía ninguna posibilidad de que Juliana Fiori estuviera allí, en Hyde Park, al amanecer, vestida con una indumentaria masculina y cabalgando a una velocidad suicida, como si estuviera en la mismísima pista de Ascot.

Detuvo su montura de forma inconsciente, incapaz de hacer nada más que observarla progresar hacia él, ignorando o menospreciando el descrédito y la ira que amenazaban con dominarlo, dos emociones que se enfrentaban en un combate poderoso y perturbador por el control de su mente.

Juliana llegó finalmente a su lado y detuvo su avance con tal precisión que Simon supo inmediatamente que no era la primera vez que montaba con semejante energía y velocidad. La observó boquiabierto mientras ella se quitaba uno de sus guantes negros para acariciar el largo cuello de su caballo y le susurraba palabras de aliento en un italiano suave y jadeante; y entonces el animal reaccionó al contacto de su mano desnuda. Juliana dobló los largos dedos sobre el pelaje de la bestia, rascándolo enérgicamente para recompensarlo.

Solo entonces, tras elogiar debidamente al caballo, Juliana se volvió hacia él, como si aquel fuera un encuentro totalmente normal y apropiado.

—Buenos días, su excelencia.

—¿Está usted loca? —Sus palabras sonaron duras y severas, extrañas incluso para él mismo.

—He decidido que si Londres… y usted… están tan convencidos de mi cuestionable personalidad, no existe ningún motivo por el que deba preocuparme en exceso, ¿no le parece? —Agitó una mano, como si estuviera evaluando la posibilidad de que los sorprendiera la lluvia—. Desde que llegué aquí no había podido montar a Lucrezia como es debido. Y a ella le encanta…, ¿no es verdad, carina? —Volvió a inclinarse sobre su cuello y a murmurar al oído de la yegua, que se pavoneó ante las cariñosas palabras de su ama y resopló de placer por ser tan adecuadamente alabada.

No podía culpar a la bestia.

Simon se deshizo de aquel pensamiento.

—¿Qué está haciendo aquí? ¿Tiene idea de lo que podría ocurrirle si la descubrieran? ¿Qué lleva puesto? ¿Qué estaba pensando…?

—¿Qué pregunta desea que conteste primero?

—No me ponga a prueba.

Juliana no parecía muy intimidada.

—Ya se lo he dicho. Hemos salido a cabalgar. Usted sabe tan bien como yo que el riesgo de ser vistos a esta hora es mínimo. El sol apenas ha salido. Y respecto a mi indumentaria… ¿No cree que es mejor que vaya vestida como un caballero? De ese modo, si alguien me viera, no se detendría a mirarme dos veces. Y eso no ocurriría si me hubiera puesto un vestido de montar. Además, estoy segura de que estará de acuerdo conmigo en que montar como una mujer no es tan divertido.

Con la mano desnuda, Juliana trazó la larga extensión de su muslo para destacar su atuendo, y Simon no pudo evitar seguir el movimiento con la vista, apreciando la torneada curva de su pierna, pegada en el flanco del animal. Tentándolo.

—¿Lo está, su excelencia?

Simon levantó la vista para mirarla a los ojos, y reconoció en estos un regocijo petulante que no le gustó nada.

—¿Si estoy qué?

—¿Está de acuerdo conmigo en que es menos divertido montar como una mujer? Es tan adecuado. Tan… tradicional.

El duque volvió a sentirse invadido por una irritación muy familiar, y con esta recuperó la cordura. Echó un vistazo a su alrededor para comprobar que en la amplia extensión del prado no hubiera más jinetes. Estaba vacío. Gracias a Dios.

—¿Qué la ha llevado a cometer una locura como esta?

Juliana sonrió, lentamente, con la satisfacción de una gata al sumergir por primera vez los bigotes en un cuenco lleno de leche.

—Porque es una sensación maravillosa, ¿por qué iba a ser?

Sus palabras fueron como un golpetazo en la cabeza, suaves, sensuales e inequívocas.

Y completamente inesperadas.

—No debería decir esas cosas.

Juliana frunció el ceño.

—¿Por qué no?

—No es apropiado. —Simon fue consciente de la necedad del comentario incluso antes de verbalizarlo.

Juliana emitió un suspiro exagerado y doliente.

—¿No hemos superado eso ya? —Cuando él no respondió, ella continuó—: Reconozca, su excelencia, que no está aquí montado en su caballo, cuando el cielo aún está velado de oscuridad, porque considere que cabalgar es simplemente agradable. Está aquí porque para usted también es una sensación maravillosa. —Apretó los labios hasta formar una fina línea y después emitió una corta risita cómplice que provocó en Leighton un escalofrío de reconocimiento. Juliana volvió a ponerse el guante, y él observó sus movimientos, paralizado por la precisión con que la piel se adaptaba a la delicada red de sus dedos—. Niéguelo si quiere, pero lo he visto.

El duque no pudo resistirse.

—¿Qué ha visto?

—La envidia. —Juliana le señaló con uno de sus largos dedos en un gesto que debería haber considerado insolente—. Antes de reconocerme sobre este caballo…, deseaba estar en mi lugar. Dar rienda suelta a su montura y cabalgar… con pasión. —Tirando de las riendas, situó a su yegua encarada hacia la amplia extensión del prado, vacío y tentador.

Simon la observó detenidamente, incapaz de apartar la mirada de ella, del modo en que resplandecía con energía y poder.

Sabía lo que iba a ocurrir. Y estaba preparado.

—Lo desafío a una carrera hasta el Serpentín. —Sus palabras tenían una suave cadencia italiana y quedaron flotando en el aire, detrás de ella, cuando espoleó su montura. Al cabo de pocos segundos, cabalgaba a galope tendido.

Simon fue tras ella sin pensárselo dos veces.

Aunque su montura era más rápida, más fuerte, Simon mantuvo a la criatura bajo control mientras observaba a Juliana. Cabalgaba como una experta, moviéndose con el animal, inclinada sobre el cuello de la yegua. Aunque no la oía, supo que estaba hablándole a la bestia, animándola, alabándola…, dándole la libertad para que corriera tan rápido como deseara.

Desde su posición, unos metros por detrás, Simon se dedicó a trazar con la mirada la larga y recta espalda de Juliana, la generosa curva de su trasero, el modo en que sus muslos se constreñían y separaban de los costados de su montura, dando órdenes silenciosas e irresistibles a la bestia debajo de ella.

El duque se sintió invadido por un intenso deseo. Que rechazó casi inmediatamente.

No era ella. Era la situación.

Entonces Juliana miró por encima del hombro, y sus ojos azules relucieron al comprobar que él la había seguido. Que le iba a la zaga. Soltó una carcajada, y el sonido viajó con el viento penetrante y con los primeros rayos del sol, envolviéndolo completamente mientras ella se centraba de nuevo en la carrera.

Simon dio rienda suelta a su caballo, confiriéndole el control. La superó en pocos segundos e inició la amplia curva que reseguía la zona densamente arbolada del parque, atravesando el prado y encaminándose al borde del lago del Serpentín. Simon se dejó llevar por el movimiento, por el modo en que el mundo se balanceaba y deslizaba, dejando tras de sí solo al hombre y su corcel.

Juliana tenía razón.

Era una sensación maravillosa.

Simon echó la vista atrás, incapaz de apartar la vista de ella durante mucho tiempo, y la vio, a varios metros de él, desviarse del sendero que él había elegido y adentrarse sin disminuir la velocidad en el denso follaje.

¿Adónde demonios se dirigía?

Simon tiró de las riendas y su caballo se encabritó para obedecer su orden, dándose la vuelta prácticamente en el aire. Espoleó al animal, y este se adentró en el bosque a escasos metros detrás de Juliana.

El sol matinal aún no había alcanzado la línea de árboles, pero la falta de luz no le impidió a Simon cabalgar desbocado por el tenebroso sendero apenas visible desde el prado. La agitación se le trabó en la garganta, en parte provocada por la rabia, en parte por el miedo. El sendero serpenteaba delante de él, lo que solo le permitía distinguir brevemente a Juliana y su montura.

Después de un giro especialmente brusco, se detuvo en la parte superior de una larga y sombría recta, por la que Juliana apremiaba a su yegua en dirección a un enorme tronco caído que bloqueaba el sendero.

Simon entendió su propósito con alarmante claridad. Iba a saltarlo.

La llamó por su nombre con un grito severo, pero ella no redujo la marcha ni se dio la vuelta.

Por supuesto que no.

Se le detuvo el corazón cuando caballo y amazona se levantaron del suelo grácilmente y superaron el obstáculo con varios palmos de margen. Volvieron a posarse en el suelo y giraron en redondo en el extremo más alejado del árbol. Simon, lívido y furioso, perjuró y se inclinó sobre su montura, desesperado por llegar a su lado.

Alguien debía atar en corto a aquella muchacha.

Superó el tronco caído sin mayores dificultades, mientras se preguntaba cuánto tiempo más persistiría Juliana en aquella estúpida persecución. Su ira aumentaba con cada nueva zancada de su caballo.

Tras una curva, tiró con fuerza de las riendas.

En mitad del sendero estaba la yegua de Juliana, serena y relajada.

Y sin su amazona.

Simon bajó del caballo antes de que este se detuviera del todo. Llamó a Juliana por su nombre, quebrando el sosegado aire matinal, y entonces la vio apoyada en un árbol a un lado del sendero, con las manos apoyadas en las rodillas, tratando de recuperar el aliento, las mejillas encendidas por culpa del esfuerzo y el frío, los ojos brillantes por la agitación y algo más que en aquel momento no tenía la paciencia de identificar.

 

Simon corrió a su encuentro.

—¡Es usted una insensata! —bramó—. ¡Podría haberse matado!

Juliana no se amedrentó ante su ira; todo lo contrario, su rostro se iluminó con una sonrisa.

—Tonterías. Lucrezia ha superado obstáculos más altos y traicioneros.

El duque se detuvo a escasos centímetros de ella, con los puños apretados.

—Como si se trata del mismísimo corcel del diablo. Ha hecho todo lo posible por sufrir un accidente.

Juliana descruzó los brazos y los desplegó a ambos lados de su cuerpo.

—Y, pese a todo, estoy ilesa.

Sus palabras no sirvieron para tranquilizar a Simon. De hecho, lo enfurecieron aún más.

—Ya lo veo.

Juliana arqueó la comisura de los labios, un gesto que muchos hombres encontrarían atractivo. A él le resultó molesto.

—Estoy más que ilesa. Me siento alborozada. ¿No le había dicho que tenemos doce vidas?

—Sin embargo, no puede sobrevivir a doce escándalos, y su cuenta no hace más que aumentar. Podría haberla descubierto alguien. —El duque fue consciente del enojo que destilaban sus palabras y se odió por ello.

Juliana soltó una carcajada, y el radiante sonido de su voz iluminó la umbría arboleda.

—Solo han sido un par de minutos.

—Si no la hubiera seguido, podría haber acabado en manos de ladrones.

—¿A esta hora?

—Para ellos sería tarde.

Juliana meneó la cabeza lentamente y dio un paso hacia él.

—Pero me ha seguido.

—Cosa que usted no sabía que ocurriría. —No supo por qué aquello era tan importante. Pero lo era.

Juliana se acercó un poco más, cautelosamente, como un animal salvaje.

Él se sentía como uno. Fuera de control.

Respiró hondo y se sintió inundado por su aroma.

—Por supuesto que iba a seguirme.

—¿Por qué piensa eso?

Juliana encogió elegantemente uno de sus hombros.

—Porque quería hacerlo.

La tenía al alcance de la mano. Simon flexionó los dedos a ambos lados de su cuerpo, deseando tocarlo, atraerla hacia él y demostrarle que tenía razón.

—Se equivoca. La he seguido para evitar que se metiera en más problemas. —Juliana lo miraba con esos ojos brillantes y esos labios carnosos en una tímida sonrisa que prometía secretos infinitos—. La he seguido porque su impulsividad es un peligro para usted misma y para los demás.

—¿Está seguro?

La conversación se le estaba yendo de las manos.

—Por supuesto que sí —dijo esforzándose por encontrar pruebas que lo demostraran—. No tengo tiempo para sus juegos, señorita Fiori. Hoy he de encontrarme con el padre de lady Penelope.

Juliana desvió la mirada una décima de segundo, pero volvió a centrarla en él.

—Será mejor que se vaya, entonces. No querrá perderse una cita tan importante.

Simon percibió el desafío en sus ojos.

«Vete».

Quería hacerlo.

Iba a hacerlo.

Un largo mechón de cabello negro se había soltado de su sombrero, y Simon alargó el brazo de forma instintiva. Debería haberse limitado a apartarlo de su rostro —de hecho, ni siquiera debería haberla tocado—, pero en cuanto lo tuvo entre los dedos, no pudo evitar enrollárselo una, dos veces en el puño, observar cómo formaba una franja sobre la suave piel de sus guantes de montar. Deseó sentir el sedoso mechón sobre su piel.

A Juliana se le aceleró la respiración, y Simon desvió la mirada hacia su pecho palpitante, protegido por su abrigo. La prenda masculina debería haberlo puesto aún más furioso, pero, en lugar de eso, sintió una descarga de deseo que le recorrió todo el cuerpo. Solo lo separaban de ella una ristra de botones; botones que podían arrancarse fácilmente, dejándola sin nada más que la tela de lino de su camisa, que, a su vez, podía separarse de los pantalones de montar, permitiendo el acceso a la suave piel femenina que se ocultaba debajo.

Cuando volvió a mirarla a los ojos, vio que había desaparecido el audaz desafío y la petulante satisfacción de su semblante, reemplazados por algo crudo, poderoso e inmediatamente reconocible: deseo.

De repente, Simon supo cómo recuperar el control de la situación. De sí mismo.

—Creo que deseaba que la siguiera.

—Yo… —Juliana se interrumpió, y Simon sintió el embriagador placer del cazador que detecta su primera presa—. No me importaba.

—Mentirosa. —Susurró la palabra, con voz grave y contundente en el pesado aire matinal. Tiró del mechón de cabello, atrayéndola hacia él hasta que ambos quedaron a escasos centímetros el uno del otro.

Juliana abrió la boca para coger aire, atrayendo su atención. Y cuando Simon vio aquellos labios embriagadores ligeramente abiertos, reclamándolo, no pudo resistirse. Ni siquiera lo intentó.

«Sabe como la primavera».

El pensamiento estalló dentro de él al rozar los labios de Juliana con los suyos, levantar las manos para acoger con ellas sus mejillas y ladearle ligeramente la cabeza. Tuvo la sensación de que susurraba su nombre…, un sonido terso, susurrante e increíblemente embriagador. La atrajo más hacia él, presionándola con su cuerpo. Ella no opuso resistencia, se contoneaba pegada a él como si supiera lo que deseaba antes incluso que él.

Y tal vez lo sabía.

Simon le recorrió el carnoso labio inferior con la lengua, y cuando la oyó jadear, no esperó más: volvió a tomar su boca, a jugar con su lengua, a no pensar en nada más que no fuera ella. Y entonces ella le devolvió el beso, reproduciendo sus movimientos, y Simon se dejó llevar por la sensación. Las manos de Juliana recorrieron sus brazos con tortuosa lentitud hasta que finalmente alcanzaron su cuello, sus dedos juguetearon con su cabello, la suavidad de sus labios y los enloquecedores, maravillosos sonidos que brotaban de su garganta cuando él la reclamaba.

Y la reclamaba de manera primitiva y perversa.

Juliana se pegó más a él, y al notar el volumen de sus pechos presionándole la parte superior del suyo, sintió una oleada de placer. La besó con más ímpetu y deslizó las manos por su espalda para acercar su cuerpo a donde más la deseaba. Los pantalones de montar le permitían una movilidad que las faldas le hubieran negado, y le recorrió con la palma de la mano su largo y glorioso muslo, levantándole la pierna hasta acunar su palpitante extremidad en su cálido núcleo.

Simon interrumpió el beso con un suave gruñido, y Juliana se meció pegada a su cuerpo con un ritmo que inflamó su deseo.

—Es una hechicera. —En aquel momento no era más que un joven inocente intentando descubrir por primera vez qué se esconde bajo una falda; el deseo, la excitación y algo mucho más primitivo colisionaban en su interior en un cúmulo de sensaciones.

Deseaba que se tendiera completamente desnuda allí mismo, en el sendero de tierra en el centro de Hyde Park, sin importarle que alguien pudiera verlos.

Cogió el suave lóbulo de su oreja entre los dientes, tanteando la tierna carne que lo conformaba, hasta que ella gritó alto y claro:

—¡Simon!

El sonido de su nombre interrumpiendo el silencio de la mañana lo devolvió a la realidad. Se separó de ella y le soltó la pierna como si de repente hubiera empezado a arder. Retrocedió jadeante y observó cómo la confusión sustituía al deseo en su semblante.

Juliana dio un traspié en cuanto dejó de contar con su apoyo, incapaz de sustentar su propio peso sin previo aviso. Simon avanzó para sostenerla y ayudarla a recuperar el equilibrio.

En cuanto lo consiguió, Juliana renunció a su brazo auxiliador y dio un paso atrás. Un velo cubrió sus ojos y la emoción que trasmitía su mirada se enfrió. Simon deseó besarla de nuevo para traer de vuelta el deseo.

Juliana dio media vuelta antes de que pudiera hacerlo y se dirigió hacia su montura, que aún seguía en mitad del camino. Observó, incapaz de moverse, cómo Juliana subía a la silla con desenvoltura y lo miraba desde arriba con la gracia de una reina.

Debería disculparse.

Acababa de acosarla en mitad de Hyde Park. Si hubiera aparecido alguien…

Juliana interrumpió su pensamiento.

—Parece ser que no es tan inmune a la pasión como cree, duque.