Lady Hattie y la Bestia

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Capítulo 5

Ya que había lle­ga­do al 72 de Shel­ton Street con la in­ten­ción de que la arr­ui­na­ran, Hattie de­be­ría haber con­si­de­ra­do la po­si­bi­li­dad de que el asunto de perder la vir­gi­ni­dad fuera pla­cen­te­ro.

Nunca lo había visto así. De hecho, siem­pre había pen­sa­do que sería un asunto poco tras­cen­den­tal. Algo ru­ti­na­r­io. Un medio para con­se­g­uir un fin. Pero, cuando aquel hombre la tocó, mis­te­r­io­so, guapo e in­q­u­ie­tan­te y más bien­ve­ni­do de lo que le gus­ta­ría ad­mi­tir, no pudo pensar en nada más que en los medios.

Medios muy pla­cen­te­ros.

Medios tan pla­cen­te­ros que se apro­p­ia­ron de todos sus pen­sa­m­ien­tos cuando él le su­gi­rió que podía ser quien la ayu­da­ra a perder su vir­gi­ni­dad.

Pero la com­bi­na­ción de un grave gru­ñi­do y una lenta ca­ri­c­ia con el pulgar sobre su labio in­fe­r­ior hizo que Hattie pen­sa­ra que podría hacer más que eso. Que podría que­mar­la. Que ella iba a per­mi­tír­se­lo, que aquel fuego la con­de­na­ría.

Y luego hizo que Hattie pen­sa­ra so­la­men­te una pa­la­bra: «Sí».

Había lle­ga­do con la pro­me­sa de en­con­trar un hombre ex­tre­ma­da­men­te mi­nu­c­io­so que de­mos­tra­ría ser un asis­ten­te es­te­lar. Pero ese hombre, con sus ojos ámbar que lo veían todo, con su tacto que lo en­ten­día todo, con su voz que lle­na­ba sus más os­cu­ros y se­cre­tos rin­co­nes, era más que un asis­ten­te.

Ese hombre era puro do­mi­n­io, del tipo que Hattie no había ima­gi­na­do, pero que ya no podía dejar de ima­gi­nar. Y se estaba ofre­c­ien­do a hacer re­a­li­dad todo lo que ella anhe­la­ba.

«Sí».

Estaba muy cerca. Era muy grande, lo su­fi­c­ien­te­men­te grande como para que ella se sin­t­ie­ra pe­q­ue­ña y guapa, lo bas­tan­te guapa como para que no pu­d­ie­ra pensar más que en una noche em­br­ia­ga­do­ra, in­cre­í­ble y ca­l­ien­te en aq­ue­lla fría ha­bi­ta­ción.

Él iba a be­sar­la. No a cambio de dinero, sino porque quería. «Im­po­si­ble». «Nadie nunca había…».

—¿Tú… —Él le des­li­zó la mano por el ca­be­llo ha­c­ien­do que aq­ue­lla idea se es­fu­ma­ra antes de asi­mi­lar­la. Si­len­c­io— … me ayu­da­rí­as… —Él con­tra­jo los dedos— … con… —La man­tu­vo como a una rehén con su con­tac­to y su si­len­c­io. Le estaba ha­c­ien­do ol­vi­dar lo que estaba pen­san­do, ¡mal­di­ción! La frase… ¿En qué estaba pen­san­do?— … eso?

—Te ayu­da­ría con todo —con­tes­tó él con un gru­ñi­do, un sonido que ella no habría en­ten­di­do si no es­tu­v­ie­ra tan em­be­le­sa­da. Si no es­tu­v­ie­ra tan an­s­io­sa por… todo.

Hattie cerró los ojos. ¿Cómo podía un hombre con­ver­tir solo dos letras en tanto placer? Se­gu­ra­men­te iba a be­sar­la. Así era como se em­pe­za­ba, ¿no? Pero no se movía. ¿Por qué no se movía? Se su­po­nía que debía mo­ver­se, ¿no?

Abrió los ojos de nuevo, él estaba allí, muy cerca, y la ob­ser­va­ba. La miraba. La veía. ¿Cuándo fue la última vez que al­g­u­ien la había visto? Se había pasado toda su vida siendo la mejor en el arte de es­con­der­se: nunca la veían.

Pero este hombre… la veía. Y des­cu­brió que lo odiaba tanto como le gus­ta­ba. No, lo odiaba más. No quería que él la viera. No quería que enu­me­rar sus in­con­ta­bles de­fec­tos. Sus me­ji­llas llenas, sus cejas de­ma­s­ia­do anchas y su nariz de­ma­s­ia­do grande. Su boca, que otro hombre com­pa­ró una vez, como si le es­tu­v­ie­ra ha­c­ien­do un favor, con la de un ca­ba­llo. Si aquel hombre veía todo eso, podría cam­b­iar de opi­nión.

—¿Po­de­mos em­pe­zar ya? —dijo Hattie con cierto des­ca­ro, ani­ma­da por aq­ue­llas ideas.

Un pro­fun­do gru­ñi­do de asen­ti­m­ien­to anun­ció su beso, un sonido tan glo­r­io­so como el choque de sus bocas cuando él posó sus labios sobre los de ella y le dio justo lo que ella quería. Más que eso. No de­be­ría ha­ber­le sor­pren­di­do la sen­sa­ción de te­ner­lo contra ella, lo había besado con va­len­tía en el ca­rr­ua­je antes de echar­lo, pero ese había sido su beso.

Este era de los dos.

Él tiró de ella in­cli­nán­do­la de tal manera que que­da­ron per­fec­ta­men­te em­pa­re­ja­dos, hasta que su her­mo­sa boca estuvo ali­ne­a­da con la de ella. Y en­ton­ces le en­ce­rró la cara entre las manos, le aca­ri­ció la me­ji­lla con el pulgar mien­tras asal­ta­ba su boca con pe­q­ue­ños besos, uno tras otro, una y otra vez, mien­tras ella creía en­lo­q­ue­cer. Él le cap­tu­ró el labio in­fe­r­ior y se lo lamió; su lengua ca­l­ien­te y áspera, con sabor como a limón azu­ca­ra­do le pro­vo­có…

«Hambre». Eso fue lo que sintió. Como si nunca hu­b­ie­ra comido antes y ahora se pre­sen­ta­se frente a ella un ban­q­ue­te sa­bro­so, solo para ella.

Aq­ue­llos la­me­ta­zos la vol­v­ie­ron sal­va­je. No sabía cómo so­por­tar­los. Cómo ma­ne­jar­los. Todo lo que sabía era que no quería que se de­tu­v­ie­ran.

Lo agarró por el abrigo para acer­car­lo, se apretó contra él, anhe­lan­do sentir el con­tac­to de aq­ue­llas manos en cada cen­tí­me­tro de su piel. Quería me­ter­se dentro de él. Lanzó un pe­q­ue­ño sus­pi­ro de frus­tra­ción que él en­ten­dió; sus brazos la ro­de­a­ron como si fueran de acero, y la le­van­tó, la forzó a en­tre­gar­se al tiempo que las manos de ella se des­li­za­ban sobre sus enor­mes hom­bros y al­re­de­dor de su cuello. Sobre los mús­cu­los tensos y muy ca­l­ien­tes.

Ella jadeó al sentir el calor de su cuerpo, y él se separó. ¿Se había de­te­ni­do? ¿Por qué se había de­te­ni­do?

—¡No! —Por Dios, ¿había dicho eso en voz alta?—. Es que… —Sus me­ji­llas se en­cen­d­ie­ron al ins­tan­te—. Eso es… —Él arqueó una ceja a modo de pre­gun­ta si­len­c­io­sa—. Pre­fe­ri­ría…

—Sé lo que pre­fe­ri­rí­as. Y te lo daré. Pero antes… —dijo aq­ue­lla bestia si­len­c­io­sa.

Re­cu­pe­ró el al­ien­to. Antes, ¿qué?

Whit le agarró la mano que tenía sobre su hombro; Hattie mostró su miedo a que se de­tu­v­ie­ra antes de que tu­v­ie­ran la opor­tu­ni­dad de em­pe­zar, mien­tras él la apar­ta­ba sin llegar sol­tar­la.

¿Qué estaba ha­c­ien­do? Él le giró la muñeca y posó los dedos en la línea de bo­to­nes del guante que le cubría el brazo.

—Es usted muy hábil con los bo­to­nes. —Lo miró. Él lanzó un gru­ñi­do con­cen­tra­do en su tarea—. Ni si­q­u­ie­ra tiene gancho para bo­to­nes —dijo ella con tor­pe­za y deseó poder re­ti­rar las pa­la­bras antes de que hu­b­ie­ran salido de su tonta boca.

Le quitó el guante que dejó a la vista la muñeca cu­b­ier­ta de man­chas de tinta, re­c­uer­do de su tarde en las ofi­ci­nas exa­mi­nan­do los libros de con­ta­bi­li­dad. Ella re­tor­ció la mano para ocul­tar aq­ue­llas feas marcas, pero él se lo im­pi­dió. En vez de eso, las es­tu­dió du­ran­te un mo­men­to, las aca­ri­ció con temor con su pulgar, como si que­ma­ran como una llama, antes de volver a poner la mano en su hombro. Sus dedos, ahora des­nu­dos, al­can­za­ron el lugar donde su cuello se en­con­tra­ba con la cálida piel de su nuca. De­ses­pe­ra­do por sentir sus dedos, soltó un gru­ñi­do de placer cuando la piel de ella rozó la de él. Se olvidó de la tinta.

—Antes, esto —dijo Whit.

Al­g­u­ien más debió re­pli­car, porque con se­gu­ri­dad no fue ella quien hundió los dedos en su pelo negro y rizado, ti­ran­do de él.

—¿Y ahora me darás lo que quiero? —exigió ella a la vez.

Pero fue ella quien lo re­ci­bió, su beso la re­cla­mó mien­tras des­li­za­ba una mano para apre­tar­la contra él, le le­van­tó un muslo hasta su cadera, apre­tán­do­le la es­pal­da contra el grueso poste de ébano.

Su lengua la aca­ri­ció, la in­va­dió, y ella la re­ci­bió con an­s­ie­dad, acom­pa­san­do sus mo­vi­m­ien­tos con los de él, apren­d­ien­do. Ab­sor­bién­do­lo todo. Debió de ha­cer­lo bien, porque él gruñó de nuevo —un sonido que le pa­re­ció un puro tr­iun­fo—, y se apretó contra ella, rudo y per­fec­to, en­ca­jan­do sus muslos, ha­c­ien­do que se fijara en un ex­tra­ño dolor justo allí, un dolor que, estaba segura, él podía curar. Ojalá él…

Le arrasó la boca con una mal­di­ción, una pa­la­bra que la atra­ve­só y la hizo sentir pro­vo­ca­do­ra, ma­ra­vi­llo­sa e in­men­sa­men­te po­de­ro­sa. Una pa­la­bra que no le hizo querer dejar de hacer lo que estaba ha­c­ien­do. Y no lo hizo, así que empujó sus ca­de­ras contra las de él de nuevo y au­men­tó la pre­sión, de­se­an­do que sus faldas de­sa­pa­re­c­ie­ran.

—¿Aquí? —su­su­rró Whit des­pués de su­bir­le la bar­bi­lla con el pulgar para le­van­tar­le el rostro y posar sus labios sobre la suave piel del cuello. Luego la besó desde la parte in­fe­r­ior de la man­dí­bu­la hasta la oreja. «Sí»—. Mmm. ¿Aquí? —Con­ti­nuó ba­jan­do por el cuello. Un viaje glo­r­io­so. Un de­li­c­io­so la­me­ta­zo. «Sí»—. ¿Más?

«Más». Se es­tre­chó contra él. ¿Había sol­ta­do un que­ji­do?

—Po­bre­ci­ta… —gruñó él. La apretó un poco más y elevó sus pies del suelo. «¿Cómo era tan fuerte?». No im­por­ta­ba. Le rozó el borde de su ves­ti­do, la tela estaba de­ma­s­ia­do tensa. De­ma­s­ia­do ti­ran­te. De­ma­s­ia­do apre­ta­da—. Esto parece in­có­mo­do. —Pasó la lengua sobre la curva ca­l­ien­te y llena de sus pechos, po­nién­do­los, si cabe, aún más ca­l­ien­tes; si cabe, aún más llenos. Ella jadeó.

—Hazlo. —Aq­ue­lla per­so­na, que no era Hattie, habló de nuevo. Él no dudó en obe­de­cer­la: la colocó sobre el alto borde de la cama y acercó sus po­de­ro­sos dedos al borde del cor­pi­ño. Ella abrió los ojos, miró hacia abajo y vio las fuer­tes manos de él sobre la bri­llan­te seda.

Re­gre­só la cor­du­ra. Se­gu­ra­men­te no era lo su­fi­c­ien­te­men­te fuerte para…

El ves­ti­do se rasgó como si fuese papel al con­tac­to con sus manos, el aire frío la atrapó, y en­ton­ces…

 

Fuego.

Labios. Lengua.

Placer.

No podía dejar de mirar. Nunca había visto nada pa­re­ci­do. El hombre más bello que hu­b­ie­ra visto jamás de­di­ca­do por com­ple­to a su placer. El aire salió de sus pul­mo­nes mien­tras lo miraba, sin saber qué era lo que más le gus­ta­ba: verlo o sen­tir­lo…

Verse a sí misma su­je­tán­do­lo por el pelo, atr­a­yén­do­lo. Guián­do­lo con sus manos para que le diera placer.

O el sonido de su ex­ci­ta­ción, de su deseo.

Había ido más allá de lo que había ima­gi­na­do. Aquel hombre había ido más allá de lo que ella había ima­gi­na­do. Al pen­sar­lo, lo atrajo de nuevo, sus dedos as­ie­ron su pelo, tiró de él hasta que vol­v­ie­ron a be­sar­se. Esta vez, sin em­bar­go, fue ella la que lamió sus labios. Fue él quien se abrió a ella. Ella la que saqueó. Él el que se so­me­tió.

Y fue glo­r­io­so.

Las manos mas­cu­li­nas lle­ga­ron a sus pechos, sus pul­ga­res bus­ca­ron sus eri­za­dos pe­zo­nes, que aca­ri­ció y pe­lliz­có hasta que ella jadeó y se re­tor­ció contra él, per­di­da en él.

Y ni si­q­u­ie­ra sabía su nombre.

La idea la pa­ra­li­zó.

«Ni si­q­u­ie­ra sé su nombre».

—Espera. —Se apartó de él, la­men­tan­do la de­ci­sión al se­gun­do, cuando la soltó sin du­dar­lo; su con­tac­to de­sa­pa­re­ció como si nunca hu­b­ie­ra exis­ti­do. Él dio un paso atrás.

Se cerró el cor­pi­ño sobre los pechos, que pro­tes­ta­ron, y cruzó los brazos, su hambre re­gre­só con un gran pin­cha­zo de dolor en todos aq­ue­llos lu­ga­res en que se habían tocado. Sus labios co­men­za­ron a hor­mi­g­ue­ar, su beso pa­re­cía un fan­tas­ma. Se lamió los labios y la mirada ámbar de él se posó en su boca. Tam­bién pa­re­cía ham­br­ien­to mien­tras la es­cu­cha­ba.

—No sé tu nombre.

—Bestia. —Por una vez, no dudó.

—¿Perdón? —Había es­cu­cha­do mal.

—Me llaman Bestia.

—Eso es… —Sa­cu­dió la cabeza. Buscó la pa­la­bra—. Ri­dí­cu­lo.

—¿Por qué?

—Porque… tú eres el hombre más guapo que he visto jamás. —Hizo una pausa—. Eres el hombre más per­fec­to que cual­q­u­ie­ra haya visto jamás. Em­pí­ri­ca­men­te ha­blan­do.

—No es normal que una dama diga cosas así. —Arqueó las cejas, alzó una mano y se la pasó por el ca­be­llo hasta llegar a la nuca. ¿Era po­si­ble que es­tu­v­ie­ra sin­t­ien­do ver­güen­za?

—Pero es que es obvio. Como el calor o la lluvia. Pero su­pon­go que la gente señala lo evi­den­te cada vez que te llaman con ese ab­sur­do apodo. Me ima­gi­no que se supone que es iró­ni­co.

—No lo es —dijo, ba­jan­do la mano.

—No lo en­t­ien­do. —Par­pa­deó.

—Lo harás.

—¿Lo haré? —La pro­me­sa la re­co­rrió cau­sán­do­le in­q­u­ie­tud.

—Los que me roban, los que ame­na­zan lo que es mío, ellos co­no­cen la verdad. —Se acercó de nuevo y le cubrió la me­ji­lla con la palma de la mano, ha­c­ien­do que ella qui­s­ie­ra en­tre­gar­se al calor de él.

Su co­ra­zón co­men­zó a ace­le­rar­se. Se re­fe­ría a Augie. Este no era un hombre que cas­ti­ga­ra a medias. Cuando fuera a por su her­ma­no, no ten­dría ningún reparo. Su her­ma­no era un ver­da­de­ro im­bé­cil, pero ella no quería que su­fr­ie­ra. O algo peor. No, lo que fuera que Augie hu­b­ie­ra hecho, lo que fuera que hu­b­ie­ra robado, ella se lo de­vol­ve­ría. Y en­ton­ces se dio cuenta de que el beso que aca­ba­ban de com­par­tir, la oferta que él le había hecho, no había sido porque la de­se­a­ra.

Había sido porque de­se­a­ba ven­gar­se.

«No ha sido por mí». Por su­p­ues­to que no.

Des­pués de todo, aquel hombre, con su pasión con­tro­la­da y su ob­ser­va­ción si­len­c­io­sa, no era el tipo de hombre que de­se­a­ra a Hen­r­iet­ta Sedley, sol­te­ro­na re­gor­de­ta con man­chas de tinta en las mu­ñe­cas.

No, a menos que ella pu­d­ie­ra en­tre­gar­le algo. Podía ser que aquel hombre no qui­s­ie­ra una dote, sin em­bar­go, algo de­se­a­ba.

Ignoró la pun­za­da de tris­te­za que la in­va­dió al en­ten­der­lo, fingió no notar el es­co­zor en los ojos ni el in­di­c­io de una emo­ción no de­se­a­da en su gar­gan­ta. Cruzó con más fuerza los brazos sobre el pecho y pasó por de­lan­te de él hasta donde se había dejado el chal.

Una vez en­v­uel­ta en la rica tela de color tur­q­ue­sa, se volvió hacia él, que miró al lugar donde el chal cubría el ves­ti­do des­ga­rra­do que ella misma le había exi­gi­do rasgar.

Hattie res­pi­ró hondo. Si podía decir una cosa, tam­bién podía decir otra.

—Me parece, señor, que usted pre­fe­ri­ría hablar de ne­go­c­ios. —El arqueó una de sus os­cu­ras cejas con cu­r­io­si­dad—. No negaré que sé quién ha tenido algo que ver con la «si­t­ua­ción» de esta noche. Los dos somos de­ma­s­ia­do in­te­li­gen­tes para jugar al gato y al ratón.

Él asin­tió con un gru­ñi­do.

—Iré a buscar lo que ha per­di­do. Se lo de­vol­ve­ré. Por un precio —le ofre­ció.

—Tu vir­gi­ni­dad. —La ob­ser­vó du­ran­te un largo ins­tan­te.

—Usted quiere un cas­ti­go; yo quiero un futuro. Hace dos horas, estaba pre­pa­ra­do para una es­pe­c­ie de tran­sac­ción, así que ¿por qué no ahora? —Hattie hizo un gesto de asen­ti­m­ien­to que él no res­pon­dió, así que le­van­tó la bar­bi­lla ne­gán­do­se a dejar que viera su de­cep­ción—. No hay ne­ce­si­dad de fingir que de­se­a­ba ha­cer­lo por la bondad de su co­ra­zón. No soy una in­ge­n­ua. Tengo ojos y un espejo.

Sin em­bar­go, lo había sido por un mo­men­to. Casi la había en­ga­ña­do para que hi­c­ie­ra ese papel.

—Y usted no es un ca­ba­lle­ro de bri­llan­te ar­ma­du­ra, an­s­io­so de cor­te­jar­me. —Si­len­c­io. Mal­di­to si­len­c­io—. ¿Verdad?

—No lo soy. —Whit se apoyó en el poste de la cama y cruzó los brazos.

El hombre podría al menos haber fin­gi­do. Pues no. No quería fingir. Pre­fe­ría la sin­ce­ri­dad.

—¿Y en­ton­ces? —La ob­ser­vó du­ran­te un largo rato; aq­ue­llos ojos in­fer­na­les que lo veían todo se ne­ga­ban a qui­tar­le la vista de encima —. ¿Quién eres?

—Hattie —dijo en­co­g­ien­do le­ve­men­te los hom­bros.

—¿Tienes un ape­lli­do?

—Todos te­ne­mos ape­lli­dos. —No iba a de­cír­se­lo.

—Mmm. —Hizo una pausa—. Así que me ofre­ces el nombre de mi ene­mi­go, aunque no el tuyo, a cambio de un polvo.

—Si piensa que me va a aco­bar­dar con su len­g­ua­je, no fun­c­io­na­rá. —No se es­can­da­li­zó por sus pa­la­bras—. Crecí en los mue­lles. —Había jugado en los apa­re­jos de los barcos de su padre.

—No eres del arroyo. —La miró en­tre­ce­rran­do los ojos—. ¿O sí? ¿Quién eres? —No se sor­pren­dió de que no le res­pon­d­ie­ra.

—No im­por­ta. El hecho es que me cre­c­ie­ron los dien­tes es­cu­chan­do el len­g­ua­je soez de los ma­ri­ne­ros y los es­ti­ba­do­res, así que no me sor­pren­de. —Apretó el chal con fuerza sobre su torso y es­tu­dió a aquel hombre, al que había en­con­tra­do atado en su ca­rr­ua­je, que pen­sa­ba que su her­ma­no era un ene­mi­go y que se lla­ma­ba a sí mismo Bestia. De manera iró­ni­ca.

De­be­ría irse. Ter­mi­nar la noche antes de que fuera más lejos. Volver en otro mo­men­to y re­a­nu­dar el Año de Hattie con otro hombre.

Pero no de­se­a­ba a otro hombre, no des­pués de que este la besara tan bien.

—No le daré un nombre. Pero le de­vol­ve­ré lo que haya per­di­do. —Iría a su casa, re­sol­ve­ría el papel de Augie en este asunto, re­co­ge­ría lo que fuera que le hu­b­ie­ra qui­ta­do a aquel hombre y se lo de­vol­ve­ría.

—Pro­ba­ble­men­te sea lo mejor.

—¿Por qué? —Alivio, luego in­cer­ti­dum­bre.

—Si me das el nombre, serás la res­pon­sa­ble cuando lo des­tru­ya.

Su co­ra­zón pal­pi­tó con aq­ue­llas pa­la­bras. Des­tr­uir a Augie era des­tr­uir el ne­go­c­io de su padre. Des­tr­uir su ne­go­c­io.

De­be­ría ter­mi­nar con aq­ue­llo. No volver a ver a aquel hombre. Ignoró la de­cep­ción que le causó la idea.

—Si no le in­te­re­sa mi oferta, en­ton­ces de­be­ría irse. Tengo una cita. —Tal vez aún pu­d­ie­ra salvar la noche.

No era que ella de­se­a­se a Nelson. No im­por­ta­ba. Era un medio para un fin.

—No. —Un mús­cu­lo se movió en la per­fec­ta y cua­dra­da man­dí­bu­la mas­cu­li­na.

—En­ton­ces, ¿qué?

—No estás en po­si­ción de ha­cer­me una oferta. —La al­can­zó una vez más, sus largos y cá­li­dos dedos se des­li­za­ron por su nuca, de­ses­ta­bi­li­zán­do­la lo su­fi­c­ien­te para que ella ap­o­ya­se las manos en su pecho para no caer—. Yo con­si­go todo… —Atrapó su res­pi­ra­ción con sus labios, en un firme y cálido tor­be­lli­no de placer. Rompió el beso—… lo que es mío —gruñó.

Lo que fuera que su her­ma­no hu­b­ie­se robado.

—Sí. —Ella se en­con­tró con sus labios de nuevo. Sus­pi­ró cuando sus len­g­uas se en­re­da­ron en una larga y lenta danza. Él se retiró—. Lo que es suyo. —Su vir­gi­ni­dad—. Sí —su­su­rró, po­nién­do­se de pun­ti­llas para otro beso.

—¿Y el nombre? —Casi se rindió a ella.

—No. —Nunca. Hattie sa­cu­dió la cabeza. Lo acer­ca­ría de­ma­s­ia­do a todo lo que le im­por­ta­ba.

—Yo no pierdo, amor. —Arqueó una de sus cejas os­cu­ras.

—¿Ne­ce­si­to re­cor­dar­te que te eché de un ca­rr­ua­je en marcha? Yo tam­po­co pierdo. —Ella sonrió, le des­li­zó las manos por el pelo y tiró de él para atra­er­lo. Lo besó pro­fun­da­men­te. Estaba dis­fru­tan­do al máximo.

No estaba segura de si él sentía o es­cu­cha­ba un es­tr­uen­do en su pecho. Tam­po­co estaba segura de que fuera una risa, pero quería que lo fuera cuando la le­van­tó en el aire y se volvió hacia la cama una vez más. «Para cum­plir con su trato».

La dejó en el col­chón y se in­cli­nó sobre ella para apo­de­rar­se de sus labios de nuevo; Hattie no pudo con­te­ner su sus­pi­ro de placer antes de que la sol­ta­ra y la besara en la me­ji­lla, junto a la oreja.

—¿Ne­ce­si­to re­cor­dar­te que te he en­con­tra­do? —su­su­rró él. Le rozó el lóbulo con los dien­tes y ella jadeó—. Una aguja en el pajar de Covent Garden.

—Casi una aguja. —Ella bri­lla­ba como un faro. Desde el prin­ci­p­io.

—Es­pe­ran­do a un hombre que cum­pl­ie­se tus… ¿cómo los lla­mas­te? ¿Re­q­ui­si­tos? —La ignoró.

Sus re­q­ui­si­tos habían cam­b­ia­do. Y él lo sabía.

—Me han dicho que Nelson es ex­tre­ma­da­men­te mi­nu­c­io­so.

Ella giró la cabeza, su mirada se en­con­tró con la de él, llena de fuego.

—Mmm… —dijo él—, pero yo te en­con­tré pri­me­ro.

—En­ton­ces es­ta­mos en paz. —Apenas re­co­no­ció sus pa­la­bras en­tre­cor­ta­das.

—Mmm… —La besó, pro­fun­da y mi­nu­c­io­sa­men­te, mo­v­ien­do sus manos hasta el chal que cubría su ves­ti­do ras­ga­do; ella con­tu­vo la res­pi­ra­ción, sa­b­ien­do lo que estaba por venir. Más besos. Más roce. Y todo lo demás. Todo.

Pero, antes de que pu­d­ie­ra desha­cer el nudo que la ocul­ta­ba, sonó un golpe claro y firme en la puerta.

Se que­da­ron in­mó­vi­les.

La puerta se abrió justo lo su­fi­c­ien­te para que una cabeza se aso­ma­ra. Lo su­fi­c­ien­te para que las pa­la­bras se co­la­ran.

milady, su ca­rr­ua­je ha re­gre­sa­do.

«Mal­di­ción». Nora. ¿Ya habían pasado dos horas?

—Tengo que irme. —Lo empujó.

Bestia se movió al se­gun­do, se alejó de ella de­ján­do­le el es­pa­c­io que le había pedido y no quería.

—¿Vas a algún sitio? —Sacó los re­lo­jes del bol­si­llo y los revisó con tanta ra­pi­dez que Hattie se pre­gun­tó si sabía que lo había hecho.

—A casa.

—Qué es­c­ue­ta —dijo.

—No es­pe­ra­ba una con­ver­sa­ción bri­llan­te. —Hizo una pausa—. Aunque la con­ver­sa­ción no es algo que prac­ti­q­ues a menudo, ¿verdad? —Des­pués de un largo rato de si­len­c­io, sonrió, in­ca­paz de de­te­ner­se—. He dado en el clavo. —Cruzó la ha­bi­ta­ción, re­co­gió su capa y se volvió hacia él—. ¿Cómo te en­con­tra­ré? Para… —Co­brar­me. Casi dijo cobrar. Sus me­ji­llas se en­cen­d­ie­ron.

La co­mi­su­ra de su her­mo­sa boca se movió, apenas se elevó antes de volver a su lugar. Sabía lo que ella había estado pen­san­do, sin duda.

—Yo te en­con­tra­ré a ti —dijo él.

Era im­po­si­ble. Nunca la en­con­tra­ría en May­f­air. Pero ella podría volver al Garden. Lo haría. Se habían hecho pro­me­sas, des­pués de todo, y Hattie pre­ten­día que se cum­pl­ie­ran.

Pero no tenía tiempo de ex­pli­car­le todo aq­ue­llo. Nora estaba abajo, con el ca­rr­ua­je, y Covent Garden no era un buen lugar para pasar la noche. Augie sabría cómo en­con­trar­lo. Dejó que su son­ri­sa re­la­ja­ra su sem­blan­te.

 

—¿Se trata de otro reto, quizá?

Vio algo pa­re­ci­do a sor­pre­sa en sus ojos, ahu­yen­ta­da por otra cosa: ad­mi­ra­ción. Ella se alejó de él y puso la mano en la manija de la puerta mien­tras el placer la atra­ve­sa­ba. Placer, emo­ción y…

—Siento ha­ber­te tirado del ca­rr­ua­je —dijo, dán­do­se la vuelta.

—Yo no lo siento. —Su res­p­ues­ta fue ins­tan­tá­nea.

La son­ri­sa per­ma­ne­ció en sus labios mien­tras se abría camino por los os­cu­ros pa­si­llos del 72 de Shel­ton Street, el lugar donde había pen­sa­do em­pe­zar de nuevo. Para rei­vin­di­car­se a sí misma y re­cla­mar al mundo lo que le co­rres­pon­día por de­re­cho.

Tal vez lo había hecho. Aunque no de la manera que ella es­pe­ra­ba. Algo su­su­rra­ba en su in­te­r­ior. Algo que in­si­n­ua­ba li­ber­tad.

Hattie salió del edi­fi­c­io y se en­con­tró a Nora ap­o­ya­da en el coche, con la gorra sobre la frente y las manos en los bol­si­llos del pan­ta­lón. Sus dien­tes blan­cos bri­lla­ron cuando Hattie se acercó.

—¿Cómo ha ido? —Hattie se ade­lan­tó a su amiga al hablar.

—En­con­tré un dandi para una ca­rre­ra y le ali­ge­ré los bol­si­llos. —Nora se en­co­gió de hom­bros. Hattie sa­cu­dió la cabeza con una pe­q­ue­ña risa.

—¿Y lo tuyo? —Fingió estar es­can­da­li­za­da. Cuando Hattie se rio, Nora in­cli­nó la cabeza—. No me dejes con el sus­pen­se, ¿cómo fue?

—Muy ines­pe­ra­do. —Hattie eligió su res­p­ues­ta cui­da­do­sa­men­te mien­tras Nora abría la puerta del ca­rr­ua­je y des­ple­ga­ba el es­ca­lón.

—Eso es un gran elogio. ¿Cum­plió con tus re­q­ui­si­tos?

Hattie se detuvo al poner un pie en el es­ca­lón. «Cua­li­da­des». Se dio unas pal­ma­di­tas en los bol­si­llos de la falda.

—Oh, no…

—¿Qué? —Nora se in­cli­nó—. Hattie, has usado pro­tec­ción, ¿no? —su­su­rró con cierta dureza—. Me ase­gu­ra­ron que te darían.

—¡Nora! —Hattie apenas pudo decir su nombre. Estaba de­ma­s­ia­do ocu­pa­da en­tran­do en pánico. No tenía su lista. La re­cor­da­ba en la mano. Y en­ton­ces…

El hombre lla­ma­do Bestia la había besado.

Y había de­sa­pa­re­ci­do.

Se volvió y miró hacia las ven­ta­nas fe­liz­men­te ilu­mi­na­das del 72 de Shel­ton Street. Allí estaba, en una her­mo­sa y gran ven­ta­na ab­ier­ta del tercer piso. Ahora estaba ab­ier­ta al mundo, así que todos podían verlo, una sombra re­tr­oi­lu­mi­na­da, un es­pec­tro per­fec­to en la os­cu­ri­dad.

Le­van­tó su mano y pre­s­io­nó algo contra la ven­ta­na. Un rec­tán­gu­lo que iden­ti­fi­có al ins­tan­te.

«Bestia, en efecto».

—Llé­va­me con mi her­ma­no. —Se volvió hacia Nora. En­tre­ce­rró los ojos. Había ganado aquel asalto, y a Hattie no le im­por­ta­ba.

—¿Ahora? Es de noche.

—En­ton­ces, es­pe­re­mos no arr­ui­nar su sueño.