Lady Hattie y la Bestia

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Capítulo 3

—¿Lo has em­pu­ja­do a la calle? —La sor­pre­sa de Nora fue evi­den­te tras aso­mar­se al in­te­r­ior del ca­rr­ua­je, vacío des­pués de que Hattie se bajara—. Creía que no de­seá­ba­mos su muerte.

Hattie posó los dedos sobre la más­ca­ra de seda que se aca­ba­ba de poner.

—No está muerto.

Se había aso­ma­do por la puerta del ca­rr­ua­je el tiempo su­fi­c­ien­te para ase­gu­rar­se de ello, el tiempo pre­ci­so para ma­ra­vi­llar­se por la forma en que había rodado antes de po­ner­se en pie, como si es­tu­v­ie­ra ha­bi­t­ua­do a ser ex­pul­sa­do a em­pu­jo­nes de todo tipo de ca­rr­ua­jes.

Supuso que podría ser una prác­ti­ca ha­bi­t­ual en él. No obs­tan­te, lo había mirado con­te­n­ien­do la res­pi­ra­ción hasta que se le­van­tó ileso.

—¿Se des­per­tó, en­ton­ces? —pre­gun­tó Nora.

Hattie asin­tió con la cabeza, acercó los dedos a sus labios, donde la sen­sa­ción de su firme y suave beso era un eco per­sis­ten­te, junto con el sabor de algo… ¿limón?

—¿Y?

—¿Y qué? —dijo mi­ran­do a su amiga.

—¿Que quién es? —Nora puso los ojos en blanco.

—No lo dijo.

—No, su­pon­go que no lo hizo.

«No, pero daría cual­q­u­ier cosa por sa­ber­lo».

—De­be­rí­as pre­gun­tar­le a Augie. —Hattie miró a su amiga. ¿Había ha­bla­do en voz alta? Nora sonrió—. ¿Ol­vi­das que co­noz­co tu mente tan bien como la mía?

Nora y Hattie eran amigas de toda la vida, o más de una, como decía la madre de Nora, que las había visto a las dos ju­gan­do debajo de la mesa en su jardín tra­se­ro, con­tán­do­se se­cre­tos. Eli­sa­beth Ma­de­well, du­q­ue­sa de Holy­mo­or, y la madre de Hattie habían sido amigas cuando no per­te­ne­cí­an aún a la aris­to­cra­c­ia. A nin­gu­na de las dos les habían dado una cálida bien­ve­ni­da, ya que el des­ti­no había in­ter­ve­ni­do para con­ver­tir a una actriz ir­lan­de­sa y a una de­pen­d­ien­ta de Bris­tol en du­q­ue­sa y con­de­sa, res­pec­ti­va­men­te. Así que ambas mu­je­res habían estado des­ti­na­das a ser amigas mucho antes de que el padre de Hattie re­ci­b­ie­ra su título vi­ta­li­c­io. Eran dos almas in­se­pa­ra­bles que lo hacían todo juntas, in­clu­yen­do a sus hijas, Nora y Hattie, que na­ci­das con se­ma­nas de di­fe­ren­c­ia y cr­ia­das como si fueran her­ma­nas, nunca tu­v­ie­ron la opor­tu­ni­dad de no amarse como tales.

—Diré dos cosas —añadió Nora.

—¿Solo dos?

—Está bien. Dos por ahora. Me re­ser­va­ré el de­re­cho a decir más —rec­ti­fi­có Nora—: Pri­me­ro, espero que tengas razón y que no ha­ya­mos matado a ese hombre por ac­ci­den­te.

—No lo hi­ci­mos —dijo Hattie.

—Y, en se­gun­do lugar —Nora con­ti­nuó sin pausa—, la pró­xi­ma vez que su­g­ie­ra que de­je­mos a un hombre in­cons­c­ien­te en el bir­lo­cho y usemos mi tíl­bu­ri, usa­re­mos el mal­di­to tíl­bu­ri.

—Si hu­bié­ra­mos uti­li­za­do tu tíl­bu­ri, po­drí­a­mos haber muerto —se burló Hattie—. Lo con­du­ces de­ma­s­ia­do rápido.

—Siem­pre tengo con­trol total sobre el ca­rr­ua­je.

Cuando sus madres mu­r­ie­ron con meses de di­fe­ren­c­ia —in­clu­so en eso iban a la par—, Nora acudió a ella en busca del con­s­ue­lo que no pudo en­con­trar en su padre ni en su her­ma­no mayor, pues eran hom­bres de­ma­s­ia­do aris­to­crá­ti­cos para per­mi­tir­se el lujo del dolor. Pero los Sedley, per­so­nas co­mu­nes que habían as­cen­di­do en la escala social, no se con­si­de­ra­ban para nada aris­to­crá­ti­cos y no tenían tal pro­ble­ma. Le habían hecho un hueco a Nora en su casa y en su mesa, y poco tiempo des­pués, ella empezó a pasar más noches en Sedley House que en su propia casa, algo que su padre y su her­ma­no no pa­re­c­ie­ron notar; del mismo modo que no se dieron cuenta de que empezó a gastar su dinero en bir­lo­chos y tíl­bu­ris para ri­va­li­zar con los con­du­ci­dos por los dandis más os­ten­to­sos de la so­c­ie­dad.

A Nora le gus­ta­ba decir que una mujer que tomaba las rien­das de su propio ca­rr­ua­je era una mujer que tomaba las rien­das de su propio des­ti­no.

Hattie no estaba del todo segura de eso, pero no negaba que valía la pena tener una amiga con una es­pe­c­ial ha­bi­li­dad para con­du­cir, sobre todo en las noches en las que no de­se­a­ba que los co­che­ros ha­bla­ran, algo que haría cual­q­u­ier co­che­ro si con­du­cía a dos hijas sol­te­ras de la aris­to­cra­c­ia hasta el ex­te­r­ior del 72 de Shel­ton Street. No im­por­ta­ba que el 72 de Shel­ton Street no pa­re­c­ie­ra, a pri­me­ra vista, un burdel.

«¿Se­g­ui­rí­an lla­mán­do­se bur­de­les si eran para mu­je­res?».

Hattie supuso que eso tam­po­co im­por­ta­ba mucho; el her­mo­so edi­fi­c­io no se pa­re­cía en nada a lo que ella ima­gi­na­ba que debían de ser sus ho­mó­lo­gos mas­cu­li­nos. De hecho, pa­re­cía cálido y aco­ge­dor, bri­lla­ba como un faro, con ven­ta­nas llenas de luz dorada y ma­ce­tas que col­ga­ban a cada lado de la puerta y arriba, en ma­ce­te­ros, en cada al­féi­zar, en las que ex­plo­ta­ban todos los co­lo­res oto­ña­les.

A Hattie no se le es­ca­pa­ba que las ven­ta­nas es­ta­ban cu­b­ier­tas, algo bas­tan­te ra­zo­na­ble, ya que lo que su­ce­día dentro era de na­tu­ra­le­za pri­va­da.

Le­van­tó una mano y com­pro­bó la po­si­ción de su más­ca­ra una vez más.

—Si hu­bié­ra­mos venido en el tíl­bu­ri, nos ha­brí­an visto.

—Su­pon­go que tienes razón. —Nora se en­co­gió de hom­bros y le brindó a Hattie una son­ri­sa—. Bueno, en­ton­ces, lo em­pu­jas­te fuera del ca­rr­ua­je…

—No de­be­ría ha­ber­lo hecho. —Hattie se rio.

—No vamos a volver para dis­cul­par­nos —dijo Nora, se­ña­lan­do la puerta con una mano—. ¿En­ton­ces? ¿Vas a entrar?

Hattie res­pi­ró hondo y se volvió hacia su amiga.

—¿Es una locura?

—Ab­so­lu­ta­men­te —res­pon­dió Nora.

—¡Nora!

—Es una locura de las buenas. Tienes planes, Hattie. Y así es como se al­can­zan. Una vez que se llevan a cabo, no hay vuelta atrás. Y, fran­ca­men­te, te lo me­re­ces.

—Tú tam­bién tienes planes, pero no has hecho nada así. —La voz de Hattie trans­mi­tía una ligera va­ci­la­ción.

—No he tenido que ha­cer­lo. —Nora guardó si­len­c­io y se en­co­gió de hom­bros.

El uni­ver­so había dotado a Nora de ri­q­ue­za, pri­vi­le­g­ios y de una fa­mi­l­ia a la que no pa­re­cía im­por­tar­le que usara ambos para coger la vida por los cuer­nos.

Hattie no había tenido tanta suerte. No era el tipo de mujer de la que se es­pe­ra­ba que di­ri­g­ie­ra su propio des­ti­no. Pero, des­pués de esa noche, pre­ten­día mos­trar al mundo que tenía la in­ten­ción de ha­cer­lo. Aunque antes debía desha­cer­se de la única cosa que la re­te­nía.

Así que, allí estaba. Se volvió hacia Nora.

—Estás segura de que esto es… —dijo.

Un ca­rr­ua­je que se acer­ca­ba la in­te­rrum­pió, los ca­ba­llos y el ruido de las ruedas re­tum­ba­ron en sus oídos mien­tras se de­te­nía. Un trío de ri­s­ue­ñas mu­je­res des­cen­dió con her­mo­sos ves­ti­dos de seda, que bri­lla­ban como joyas, y más­ca­ras de ar­lequín casi idén­ti­cas a la de Hattie. Po­se­í­an un cuello largo y una cin­tu­ra es­tre­cha, así como bri­llan­tes son­ri­sas, era fácil decir que eran her­mo­sas.

Hattie no lo era.

Dio un paso atrás, cho­can­do contra el la­te­ral del ca­rr­ua­je.

—Bueno, ahora sí estoy segura de que este es el lugar —dijo Nora se­ca­men­te.

—Pero ¿por qué…? —Hattie miró a su amiga.

—¿Por qué lo hacen? —com­ple­tó Nora.

—Es que po­drí­an tener a… —«Cual­q­u­ie­ra que les gus­ta­ra».

—Tú tam­bién po­drí­as. —Nora la miró ar­q­ue­an­do una de sus os­cu­ras cejas.

No era cierto, por su­p­ues­to. Los hom­bres no la re­cla­ma­ban. Aunque dis­fru­ta­ban de su com­pa­ñía, eso sí. Des­pués de todo, le gus­ta­ban los barcos y los ca­ba­llos y tenía cabeza para los ne­go­c­ios y era lo su­fi­c­ien­te­men­te lista para di­ver­tir­se du­ran­te una cena o un baile. Pero cuando una mujer miraba y ha­bla­ba como lo hacía ella, los hom­bres eran más pro­pen­sos a darle pal­ma­di­tas en el hombro que a abra­zar­la apa­s­io­na­da­men­te. La buena y vieja Hattie, y había sido así in­clu­so cuando dis­fru­ta­ba de su pri­me­ra tem­po­ra­da y no era vieja en ab­so­lu­to.

No dijo nada; Nora rompió el si­len­c­io.

—Tal vez ellas tam­bién están bus­can­do algo… sin ata­du­ras. —Vieron a las mu­je­res gol­pe­ar en la puerta del 72 de Shel­ton Street, donde una pe­q­ue­ña ven­ta­na se abrió y se cerró antes de que lo hi­c­ie­ra la puerta, y ellas de­sa­pa­re­c­ie­ran dentro, de­jan­do la calle en si­len­c­io una vez más—. Tal vez esas mu­je­res tam­bién están in­ten­tan­do di­ri­gir sus pro­p­ios des­ti­nos.

Un rui­se­ñor cantó y fue res­pon­di­do casi in­me­d­ia­ta­men­te por otro, a dis­tan­c­ia.

«El Año de Hattie».

—Muy bien, en­ton­ces de ac­uer­do.

—Per­fec­to. —Su amiga sonrió.

—¿Estás segura de que no deseas entrar?

—¿Para hacer qué? —pre­gun­tó Nora con una risa—. Dentro no hay nada que me in­te­re­se. He pen­sa­do en dar una vuelta en el ca­rr­ua­je para ver si puedo su­pe­rar mi marca en Hyde Park.

—¿Vuel­ves dentro de dos horas?

—Aquí estaré. —Nora in­cli­nó la gorra de co­che­ro en un saludo y sonrió a Hattie—. Dis­fru­te, milady.

Aquel había sido el plan de Hattie desde hacía meses, ¿no? Dis­fru­tar la pri­me­ra noche del resto de su vida, cerrar la puerta al pasado y atra­par el futuro con las manos. Des­pués de ha­cer­le un guiño a su amiga, se acercó al edi­fi­c­io con los ojos cla­va­dos en la pe­q­ue­ña ranura en medio de la enorme puerta de acero, que se abrió justo en el mo­men­to en el que llamó, por donde apa­re­c­ie­ron un par de ojos os­cu­ros que la eva­l­ua­ron al ins­tan­te.

 

—¿Con­tra­se­ña?

—Regina.

La ranura se cerró. La puerta se abrió. Y Hattie entró.

Le llevó un mo­men­to ajus­tar sus ojos al oscuro in­te­r­ior del edi­fi­c­io, un cambio bas­tan­te brusco, pues el ex­te­r­ior estaba bien ilu­mi­na­do, algo que ins­tin­ti­va­men­te le hizo to­car­se la más­ca­ra.

—Si se la quita, no podrá que­dar­se —le ad­vir­tió la mujer que le había ab­ier­to la puerta. Era alta, es­bel­ta y her­mo­sa, con el pelo oscuro, los ojos más os­cu­ros to­da­vía y la piel más pálida que Hattie había visto jamás.

—Soy… —Bajó la mano de la más­ca­ra.

—Sa­be­mos quién es usted, milady. No hay ne­ce­si­dad de nom­bres. Su ano­ni­ma­to es una pr­io­ri­dad para no­so­tros. —La mujer sonrió.

Hattie pensó que era la pri­me­ra vez que al­g­u­ien le decía que ella era una pr­io­ri­dad. Y le gustó bas­tan­te.

—Oh… —res­pon­dió sin saber qué añadir—. Qué amable…

La mujer se dio la vuelta, atra­ve­só una gruesa cor­ti­na y entró en la sala prin­ci­pal, donde estaba la re­cep­ción. Las tres mu­je­res que Hattie había visto fuera de­ja­ron de char­lar para es­tu­d­iar­la. Hattie co­men­zó a mo­ver­se hacia un sofá cer­ca­no que estaba vacío, pero su es­col­ta la detuvo para gu­iar­la a través de otra puerta.

—Por aquí, milady.

—Pero han lle­ga­do antes que yo —dijo mien­tras la seguía.

—No tienen cita. —Una pe­q­ue­ña son­ri­sa asomó en los car­no­sos labios de aq­ue­lla be­lle­za. La idea de que al­g­u­ien pu­d­ie­ra apa­re­cer en un lugar como este sin previo aviso le pa­re­ció una locura. Des­pués de todo, eso sig­ni­fi­ca­ría que fre­c­uen­ta­ban el local… ¿cómo sería ser el tipo de mujer que no solo tenía acceso, sino que acudía re­gu­lar­men­te? Sig­ni­fi­ca­ría que las veces an­te­r­io­res lo había dis­fru­ta­do.

La emo­ción la re­co­rrió cuando en­tra­ron en la ha­bi­ta­ción de al lado, más grande y ova­la­da, de­co­ra­da con ricas sedas de color rojo in­ten­so y bro­ca­dos do­ra­dos, exu­be­ran­tes ter­c­io­pe­los azules y ban­de­jas de plata car­ga­das de cho­co­la­tes y petits fours.

A Hattie le gruñó el es­tó­ma­go; no había comido antes porque estaba de­ma­s­ia­do ner­v­io­sa.

—¿Le gus­ta­ría tomar un re­fri­ge­r­io? —le pre­gun­tó su her­mo­sa es­col­ta vol­vién­do­se hacia ella.

—No. Me gus­ta­ría ter­mi­nar con esto cuando antes. —En cuanto lo dijo, abrió los ojos como platos—. Esto es… quiero decir…

—Lo en­t­ien­do. Sígame. —La mujer sonrió.

Y la siguió a través de los la­be­rín­ti­cos pa­si­llos del edi­fi­c­io que, desde fuera, pa­re­cía en­ga­ño­sa­men­te pe­q­ue­ño dado lo amplio que era el in­te­r­ior. Su­b­ie­ron una gran es­ca­le­ra, y Hattie no pudo re­sis­tir­se a pasar los dedos por los re­ves­ti­m­ien­tos de las pa­re­des de seda color zafiro pro­fun­do con re­l­ie­ves de vides bor­da­dos en hilo de plata. Todo el lugar des­ti­la­ba lujo, aunque no de­be­ría ha­ber­se sor­pren­di­do por ello, ya que, des­pués de todo, había pagado una for­tu­na por dis­fru­tar del pri­vi­le­g­io de una cita.

En aquel mo­men­to había pen­sa­do que estaba pa­gan­do por el se­cre­to, no por la ex­tra­va­gan­c­ia. Sin em­bar­go, estaba claro que ambos es­ta­ban in­cl­ui­dos en el precio.

—¿Eres Dahlia? —dijo mien­tras miraba a su acom­pa­ñan­te llegar al final de la es­ca­le­ra y bajar por un pa­si­llo bien ilu­mi­na­do donde todas las puer­tas es­ta­ban ce­rra­das.

El 72 de Shel­ton Street era pro­p­ie­dad de una mis­te­r­io­sa mujer, co­no­ci­da por las damas de la aris­to­cra­c­ia como Dahlia. Era con Dahlia con quien Hattie había man­te­ni­do co­rres­pon­den­c­ia du­ran­te varias noches. La que le había hecho un montón de pre­gun­tas sobre sus deseos y pre­fe­ren­c­ias, pre­gun­tas que Hattie apenas había podido res­pon­der por el ardor de sus me­ji­llas. Des­pués de todo, las mu­je­res como ella rara vez tenían la opor­tu­ni­dad de ex­plo­rar el deseo o tener pre­fe­ren­c­ias.

«Ahora tengo pre­fe­ren­c­ias».

El pen­sa­m­ien­to llegó con una imagen; la del hombre del ca­rr­ua­je, guapo, in­cons­c­ien­te y, luego, ya des­p­ier­to, in­ne­ga­ble­men­te bello. Aq­ue­llos ojos color ámbar que la habían eva­l­ua­do y es­tu­d­ia­do pa­re­cía que veían dentro de ella. No pudo evitar re­cor­dar la on­du­la­ción de sus mús­cu­los mien­tras lu­cha­ba contra las ata­du­ras. Y su beso…

«Lo besé yo».

¿En qué había estado pen­san­do?

Sen­ci­lla­men­te no había estado pen­san­do.

Y aun así…, estaba agra­de­ci­da por el re­c­uer­do, por el eco de su aguda inha­la­ción cuando ella pre­s­io­nó los labios contra los suyos, por ese suave gru­ñi­do que había se­g­ui­do, ese sonido que ella ate­so­ra­ba, porque era la señal de apro­ba­ción que él se había dado a sí mismo. Como si se hu­b­ie­se so­me­ti­do a su deseo. Como si se hu­b­ie­se con­ver­ti­do en su pre­fe­ren­c­ia.

Se le ca­len­ta­ron de nuevo las me­ji­llas. Se aclaró la gar­gan­ta y miró a su acom­pa­ñan­te, cuyos labios car­no­sos se cur­va­ban en una son­ri­sa se­cre­ta.

—Soy Zeva, milady. Dahlia no está en la re­si­den­c­ia esta noche, pero no se pre­o­cu­pe. Hemos pre­pa­ra­do todo para usted a pesar de su au­sen­c­ia —con­ti­nuó la be­lle­za—. Cre­e­mos que en­con­tra­rá todo a su gusto.

Zeva abrió una puerta in­vi­tán­do­la a entrar.

El co­ra­zón empezó a la­tir­le con fuerza mien­tras miraba la ha­bi­ta­ción. Se le formó un nudo en la gar­gan­ta e in­ten­tó re­pri­mir que los ner­v­ios la do­mi­na­ran, a pesar de que, lo que una vez fue una idea des­ca­be­lla­da, se había con­ver­ti­do en algo con­cre­to.

Aq­ue­lla no era una ha­bi­ta­ción cual­q­u­ie­ra. Era un dor­mi­to­r­io.

Un dor­mi­to­r­io be­lla­men­te de­co­ra­do, con sedas y satén y un cu­bre­ca­ma de ter­c­io­pe­lo de color azul vi­bran­te que bri­lla­ba contra los ela­bo­ra­dos postes ta­lla­dos de la pieza cen­tral de la ha­bi­ta­ción: una cama de ébano.

El hecho de que las camas fueran siem­pre el punto de re­fe­ren­c­ia de los dor­mi­to­r­ios pa­re­cía, de re­pen­te, algo com­ple­ta­men­te irre­le­van­te, y Hattie estaba segura de que nunca en su vida había visto una cama así. Lo que ex­pli­ca­ba por qué no podía dejar de mi­rar­la.

—¿Hay algún pro­ble­ma, milady? —Era im­po­si­ble ig­no­rar la di­ver­sión que trans­mi­tía la voz de Zeva cuando le pre­gun­tó.

—¡No! —dijo Hattie, sin querer re­co­no­cer que aquel tono agudo solo los usaba con sus sa­b­ue­sos. Se aclaró la gar­gan­ta, el cor­pi­ño de su ves­ti­do le pa­re­ció de re­pen­te de­ma­s­ia­do apre­ta­do y se palpó—. No. No. Todo es per­fec­to. Todo es como lo había es­pe­ra­do. Como lo había ima­gi­na­do. —Se aclaró la gar­gan­ta de nuevo, to­da­vía fas­ci­na­da por la cama—. Gra­c­ias.

—¿Que­rría, quizás, un mo­men­to de in­ti­mi­dad antes de que Nelson se una a usted? —le pre­gun­tó Zeva a su es­pal­da.

«Nelson».

Hattie se giró para mirar a la otra mujer.

—¿Nelson? ¿Como el héroe de guerra?

—Así es. Es uno de los me­jo­res.

—Y por «uno de los me­jo­res» se re­f­ie­re a…

—Además de las cua­li­da­des que pidió, es en­can­ta­dor, ex­pe­ri­men­ta­do y su­ma­men­te mi­nu­c­io­so. —Zeva arqueó las cejas.

«Ha que­ri­do decir que es su­ma­men­te mi­nu­c­io­so en la cama», pensó.

Hattie se ahogó con la arena que pa­re­cía al­ber­gar en su gar­gan­ta.

—Ya veo. Bueno… ¿Qué más se puede pedir?

—¿Por qué no le dejo unos mo­men­tos para fa­mi­l­ia­ri­zar­se con la ha­bi­ta­ción? —Zeva apretó los labios.

«Ha que­ri­do decir con la cama».

—Toque la cam­pa­na cuando esté dis­p­ues­ta. —Con un ligero mo­vi­m­ien­to de la mano señaló un ti­ra­dor en la pared.

«Ha que­ri­do decir para la cama».

—Sí. Eso suena bien —asin­tió Hattie.

Zeva salió flo­tan­do de la ha­bi­ta­ción, el si­len­c­io­so chas­q­ui­do de la puerta fue la única evi­den­c­ia de que había estado allí.

Hattie res­pi­ró hondo y se giró hacia la ha­bi­ta­ción vacía. Exa­mi­nó el resto sola: el bri­llan­te papel dorado, la chi­me­nea de azu­le­jos y los gran­des ven­ta­na­les que, sin duda, re­ve­la­ban la red de te­ja­dos de Covent Garden du­ran­te el día, pero ahora, en la noche, eran es­pe­jos en la os­cu­ri­dad, que re­fle­ja­ban la luz de las velas de la ha­bi­ta­ción y a ella en el centro.

Ella, lista para co­men­zar su vida de nuevo.

Se acercó a una gran ven­ta­na tra­tan­do de ig­no­rar su re­fle­jo e in­ten­tan­do, en cambio, vis­lum­brar algo en la os­cu­ri­dad que la ro­de­a­ba, ili­mi­ta­da, como sus planes. Sus deseos. La de­ci­sión de dejar de es­pe­rar a que su padre se diera cuenta de su po­ten­c­ial y, en su lugar, tomar lo que ella quería. Pro­bar­se a sí misma que era lo su­fi­c­ien­te­men­te fuerte, lo su­fi­c­ien­te­men­te in­te­li­gen­te, lo su­fi­c­ien­te­men­te libre.

Y tal vez un poco im­pru­den­te.

Pero ¿qué era el camino al éxito sin un poco de im­pru­den­c­ia?

Esa im­pru­den­c­ia la des­car­ta­ría de la ca­rre­ra hacia el ma­tri­mo­n­io con cual­q­u­ier hombre de­cen­te y haría im­po­si­ble que su padre le negara lo que re­al­men­te quería.

Un ne­go­c­io propio. Una vida propia. Un futuro propio.

Res­pi­ró hondo y se volvió hacia una mesa cer­ca­na, car­ga­da con su­fi­c­ien­tes man­ja­res como para ali­men­tar a un ejér­ci­to: sánd­wi­ches de té, ca­na­pés y petits fours. Una bo­te­lla de cham­pán y dos copas co­lo­ca­das junto a la comida. No de­be­ría sor­pren­der­se, la en­c­ues­ta sobre sus pre­fe­ren­c­ias para la noche había sido bas­tan­te com­ple­ta, y había pedido un re­fri­ge­r­io así, porque le gus­ta­ba el cham­pán y la comida de­li­c­io­sa —¿a quién no?— y, además, porque sentía que era el tipo de cosas que una mujer con ex­pe­r­ien­c­ia haría en una oca­sión como esta.

Y por eso, es­pe­ra­ba a su pareja ante una mesa en­ga­la­na­da, como si aquel lugar fuera una posada en el Gran Camino al Norte y la ha­bi­ta­ción hu­b­ie­ra sido pre­pa­ra­da para unos recién ca­sa­dos. Hattie sonrió con aq­ue­lla tonta y ro­mán­ti­ca idea. Pero esa era la mer­can­cía que se vendía en el 72 de Shel­ton Street, ¿no? El ro­man­ce a la carta, com­pra­do y en­va­sa­do.

Cham­pán y petis fours y una cama de cuatro postes.

De re­pen­te todo pa­re­cía muy ab­sur­do.

Rio por lo bajo de manera ner­v­io­sa. No había forma de que co­m­ie­ra ca­na­pés o petis fours. Su es­tó­ma­go ham­br­ien­to los vo­mi­ta­ría al ins­tan­te. Pero el cham­pán… tal vez el cham­pán era justo lo que ne­ce­si­ta­ba.

Se sirvió una copa y se la bebió como si fuera li­mo­na­da. El calor la in­va­dió más rápido de lo que es­pe­ra­ba, su­mi­nis­trán­do­le el coraje su­fi­c­ien­te para im­pul­sar­la a cruzar la ha­bi­ta­ción y tirar de la cam­pa­na para in­vo­car a Nelson. Nelson, el héroe de guerra más com­ple­to que exis­tía.

Supuso que había peores nom­bres para el hombre que la li­bra­ría de su vir­gi­ni­dad.

Hattie tiró de la cam­pa­na —que no se oyó en la ha­bi­ta­ción, pero que sonó en algún lugar lejano del mis­te­r­io­so edi­fi­c­io— e ima­gi­nó un montón de hom­bres guapos que es­pe­ra­ban para pro­por­c­io­nar una mi­nu­c­io­si­dad mi­nu­c­io­sa, como los ca­ba­llos en la salida de una ca­rre­ra. Sonrió ante aq­ue­lla imagen sal­va­je, viendo a un Nelson sin rostro ves­ti­do con un uni­for­me com­ple­to y un som­bre­ro de al­mi­ran­te, no podía que­jar­se de no tener una ima­gi­na­ción cre­a­ti­va; lo vio po­nién­do­se en mo­vi­m­ien­to al oír el sonido, co­rr­ien­do, largas pier­nas su­b­ien­do las es­ca­le­ras de dos en dos, quizás tres a la vez, per­d­ien­do el al­ien­to en la ca­rre­ra para llegar hasta ella.

¿Cómo de­be­ría estar dis­p­ues­ta cuando él lle­ga­ra? ¿De­be­ría es­pe­rar en la ven­ta­na? ¿Que­rría verla de pie para eva­l­uar­la mejor? No le en­tu­s­ias­ma­ba esa idea.

¿Y si ponía una silla junto a la chi­me­nea o junto la cama?

Dudaba mucho que él qui­s­ie­ra con­ver­sar. De hecho, estaba segura de que no le in­te­re­sa­ría con­ver­sar con ella. Des­pués de todo, era un medio para un fin.

Así que… La cama estaba allí.

«¿Debo acos­tar­me en ella?».

Eso pa­re­cía bas­tan­te atre­vi­do, aunque, la verdad, ya no había marcha atrás des­pués de que, meses atrás hu­b­ie­ra bus­ca­do el 72 de Shel­ton Street y hu­b­ie­ra en­gan­cha­do el bir­lo­cho esa noche. A eso se añadía que había cru­za­do cual­q­u­ier límite al besar a un des­co­no­ci­do en el ca­rr­ua­je.

 

Por un mo­men­to sal­va­je, no fue un al­mi­ran­te sin rostro el que corría hacia ella. Fue un tipo de hombre com­ple­ta­men­te di­fe­ren­te. Con una cara her­mo­sa. Con rasgos per­fec­tos, ojos de ámbar, cejas os­cu­ras y labios que eran más suaves de lo que ella había ima­gi­na­do que podían ser unos labios.

Se aclaró la gar­gan­ta y apartó esa idea, vol­v­ien­do a la pre­gun­ta en cues­tión. Acos­tar­se sería un error, al igual que sen­tar­se con los to­bi­llos cru­za­dos en esa cama. ¿Quizás había un punto medio? ¿Una pose se­duc­to­ra de algún tipo?

Argg…, si no había sido se­duc­to­ra en su vida…

Se situó en la es­q­ui­na menos ilu­mi­na­da de la cama y se re­cli­nó hacia atrás, ro­de­an­do el poste con un brazo para man­te­ner­se firme, de­se­an­do pa­re­cer­se al tipo de mujer que hacía este tipo de cosas de forma ha­bi­t­ual. Una se­duc­to­ra que co­no­cía sus deseos y sus pre­fe­ren­c­ias. Al­g­u­ien que en­ten­día ex­pre­s­io­nes como «su­ma­men­te mi­nu­c­io­so».

Y, en­ton­ces, la puerta se abrió y el co­ra­zón latió con fuerza cuando entró una gran figura en­v­uel­ta en som­bras; no lle­va­ba som­bre­ro de al­mi­ran­te ni uni­for­me. Nada tan re­mo­ta­men­te se­duc­tor. Iba ves­ti­do de negro. De pies a cabeza.

Ya dentro, la luz ilu­mi­nó su rostro per­fec­to con un cálido y dorado res­plan­dor.

Su co­ra­zón se detuvo y se puso rígida de golpe, per­d­ien­do el eq­ui­li­br­io hasta casi caerse de la cama.

Él se movía con gracia sin­gu­lar, como si no hu­b­ie­ra estado in­cons­c­ien­te en el ca­rr­ua­je una hora antes. Como si ella no lo hu­b­ie­ra em­pu­ja­do a la calle. Hattie posó la mirada en él, bus­can­do ras­gu­ños o mo­ra­to­nes, do­lo­res o mo­les­t­ias por la caída. Nada.

—Tú no eres Nelson —dijo, tra­gan­do saliva con di­fi­cul­tad y agra­de­ci­da por la poca luz.

Él no res­pon­dió. La puerta se cerró a su es­pal­da.

Es­ta­ban solos.