La Red

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Tomó el azadón y con desgano se puso a trabajar. La tierra era dura y llena de piedras, por lo que estaba claro que la petición de removerla era una provocación. Siguió adelante con flojera por unos veinte minutos, luego el mango de madera comenzó a dolerle en las manos: le estaban saliendo ampollas del porte de una nuez y no había cubierto ni un metro cuadrado de tierra. Cuando sacaba una piedra, siempre había otra debajo. “Es un trabajo totalmente inútil, no se puede hacer”, se justificó renunciando.

Dejó pasar inerte el resto de la tarde. Practicó un rato unos disparos con la honda, apuntando a los troncos de los árboles. Recogió otro poco de leña y se terminó ese asco de ensalada. Le costó quedarse dormido, por el hambre y por el rencor; se hacía mala sangre y seguía maldiciendo a su padre y a ese bastardo. De momento no tenía ni idea de cómo salir de ahí, pero de seguro, una vez fuera de esa pesadilla, se la iba a hacer pagar, a cada uno. Los iba a denunciar y hacer meter a la cárcel, como mínimo. Se adormeció con el estómago medio vacío, pero degustando al menos el sabor de aquella vendetta imaginaria.

A la mañana siguiente cuando se despertó, Daniel se apuró en mirar la pared. El papel no había sido cambiado, ahí seguían las mismas palabras del día anterior. Salió para ver qué le había dejado de comer esta vez el bastardo. Junto al azadón no había nada, ni agua ni comida. Casi se desmaya; lo había dado por sentado. Sin embargo, el mensaje era claro: sin trabajo, no hay comida. Imaginó a su carcelero observándolo a escondidas, muerto de la risa. Masticando la rabia, agarró el azadón y retomó esa empresa sin sentido. Con cada golpe, un garabato. Estaba como embriagado de frustración y trabajó un buen rato, con la cabeza gacha, casi sin sentir el hambre o la fatiga. Con cada golpe se imaginaba estar golpeando al bastardo, que se burlaba de él en complicidad con su padre.

Luego de varias horas de aquella labor inútil, se sentó en el suelo sin aliento. Observó el montón de piedras que había arrancado del campo y se sorprendió de ver que era muy grande. Tenía las uñas negras y rotas, las palmas de las manos cubiertas de ampollas, la espalda molida y las sienes sudadas y palpitantes. Hedía asquerosamente. Un rugido devorador atascado en la garganta y de nuevo el mordisco feroz del hambre en el estómago.

Se arrastró hasta la cabaña con la intención de dormir dos días de corrido: no había trabajado tanto en toda su vida. En el suelo, junto a la estufa, estaba la conocida lata de garbanzos, con la botella de agua, siempre insuficiente, y un pedazo de pan viejo. Al lado, un balde con agua y un overol azul. Le sorprendía, más que nada, que el hombre se hubiera acercado tanto a él sin hacerse escuchar o ver de forma alguna. ¿Cómo lo hizo para transportar ese balde sin dejar rastro de su paso? Dejó en un rincón la ropa sucia, se lavó las manos, la cara y el cuerpo, secándose, tiritando, al calor tibio de la estufa. Sentado con las piernas cruzadas sobre el suelo, consumió aquella cena frugal, que pocos días antes hubiera lanzado a la cara a quien se la hubiera ofrecido. Mojaba el pan en el agua de los garbanzos, para no romperse un diente y darle algo de sabor. Estaba malísimo, pero no se dejaría doblegar por la situación. Aunque afuera todavía había luz, decidió que por ese día había trabajado suficiente. Se sentía como un estropajo y no tardó más de tres segundos en dormirse.

Esa noche, su seguridad empezó a vacilar. Desde la tarde había comenzado a sentirse extraño. Había comido poco y mal y se había deslomado decididamente mucho. Además, todo ese sudor que se le había enfriado encima y el haberse sacado la hediondez con esa agua fría, delante de una estufa medio apagada… Se sentía afiebrado. Al principio fue un leve malestar, la cabeza pesada, las piernas débiles. Luego empezó a tiritar y a castañetear los dientes. No era médico y no tenía un termómetro, pero no necesitaba ni uno ni otro para saber que la cabeza le iba a explotar y que tenía la frente hirviendo. “La última vez que estuve enfermo estaba en la básica”, pensó. Se había agarrado un virus y hasta se había desmayado en el baño. Su madre lo había atendido como a un príncipe oriental, hasta le había dado de comer y él la había agarrado a garabatos, primero porque no se sentía bien, y después porque se había mejorado y sus atenciones le crispaban los nervios. Sí, su madre era decididamente demasiado pegote. Pero en ese momento habría querido tenerla ahí, porque se sentía pésimo y tenía terror de desmayarse, quedar tirado en el piso frío y morir congelado sin que nadie lo supiera. Ahí no había remedios y seguro que el bastardo ni siquiera se había dado cuenta de que estaba enfermo.

Aunque estaba al borde de sus fuerzas, se obligó a salir a buscar leña para la estufa. Luego, tuvo que ceder entrar el balde del pipí: no iba a poder salir como lo había hecho los otros días. Cuando sintió que estaba a punto de desmayarse, cerró la puerta y se tiró en el colchón con la chaqueta y los zapatos puestos. La frazada no le bastaba para mantenerse caliente.

Se despertó en medio de la noche gritando por una pesadilla. Había hecho un hoyo enorme con el azadón y había terminado dentro, después la tierra había comenzado a desmoronarse sobre él, y él gritaba, pero no había nadie que pudiera escucharlo. Entonces la tierra había empezado a entrarle en la boca y él había sentido que se ahogaba. Con esa sensación, de no tener más aire y de estar sepultado, se encontró sentado sobre el colchón. Abrió y cerró los ojos y esperó a que la pieza dejara de girar: el fuego en la estufa había sido atizado y en el suelo había una caja de metal, junto a una cuchara y una pastilla redonda. La pastilla resaltaba sobre el negro del suelo como un botón. Daniel estiró la mano y vio que temblaba. Luego tomó el contenedor de metal, que estaba caliente. Se calentó las manos gélidas sobre él; se sacó los zapatos y se calentó también los pies. Luego sacó la tapa y un olor a hospital le invadió la nariz. Sopa de fideos. Sin embargo, le pareció que era la cosa más deseable y buena en aquel momento. Se la tomó, lentamente, con dificultad, todavía con la sensación de tener un saco de tierra en la garganta. El caldo le alivió el estómago y lo relajó. Con el concho del caldo se tomó la pastilla. “No creas que te voy a dar las gracias”, le dijo mentalmente al bastardo: “es tu culpa que esté así”. Se echó de nuevo a dormir sin lograr controlar los tiritones de la fiebre.

En la mañana se despertó tarde, completamente sudado. Pensaba que iba a encontrar otra cosa caliente para el desayuno, pero no había nada de nada. Sin saber por qué, le dieron ganas de llorar. ¡Se sentía mal, por la cresta! ¿Por qué no venía nadie a ayudarlo? Hubiese apostado que era ilegal tratar a la gente así. Se fue a sentar sobre el colchón; se sentía hecho pedazos. El cartel seguía ahí, siempre el mismo, dándole órdenes. Decidió que ese día no iba a mover un dedo. No era justo, y quienquiera que lo hubiera puesto ahí tenía que darle otra comida, porque él no tenía fuerzas para hacer nada. Se puso de nuevo a dormir. Para el almuerzo, ojalá, habría aparecido algo de comer.

Su estómago le decía que la hora de la comida ya tenía que haber pasado: primero empezó a hacer ruidos, luego a retorcerse como una serpiente. En el suelo no había nada. Por lo menos se sentía algo mejor. Se levantó del colchón y echó un vistazo afuera, para ver si a lo mejor había alguna cosa junto a la cabaña. ¡Pero cómo! Tendría que habérselo esperado. Lívido de rabia, tomó el azadón y volvió a cavar. “No es posible”, se decía mordiéndose los labios. “No es posible”, pero entretanto, cavaba.

Volvió a la cabaña hecho un trapo. Hedía, pero no tenía ganas de sacarse el overol sucio y lavarse. Delante de la estufa apagada, la habitual lata de garbanzos. “Este tipo no tiene imaginación”, pensó. Y ni un poco de compasión. Aunque él, después de todo, nunca había querido la compasión de nadie. De hecho, una vez le había puesto el puño en la cara a una profe que lo había mirado de una forma que no le había gustado nada. De cualquier modo, pensó abatido, si hubiera estado en su casa, de seguro su madre le hubiera preparado un bistec de un kilo, a punto, para devolverle las fuerzas después de la fiebre, con un buen acompañamiento de papas fritas y kétchup… Se dio un golpe en la cabeza, porque al pensar en esas cosas su estómago había dado una especie de tirón, pero al mismo tiempo la otra mano soltó la lata, que le cayó sobre el pie. El dolor por un instante le hizo ver todo negro. ¿Por qué diablos se había sacado los zapatos? Se fijó que su dedo estuviera todavía pegado al pie: del dolor pensó que la lata se lo había rebanado. Se quitó el calcetín: el dedo seguía ahí, pulsante. Le había achuntado medio a medio. La uña se iba a poner negra y después se iba a despegar, pensó; una vez le había pasado a su padre. Se estremeció de la impresión. Se agarró el dedo con las manos, como si pudiera alejar el dolor, pero no funcionó ni un poco. Ya se le habían acabado los garabatos. Esta enésima desgracia, aunque en el fondo no era nada, terminó de abatirlo. De nuevo le dieron ganas de llorar. Por el dolor, el hambre, el cansancio y la sensación de encontrarse en una situación sin salida. Tragó un par de veces para mantener dentro las lágrimas. No había nadie que pudiera verlo, era cierto, pero sabía que no debía llorar, porque habría querido decir que tiraba la esponja, que cedía al chantaje del bastardo que lo tenía ahí, que no era capaz de seguir para ver el fin de esta absurda historia.

–Ya lo decía yo, que los garbanzos hacen mal –se dijo en voz alta, y logró hacerse reír.

Abrió la lata abollada y se comió esa bazofia lentamente, hasta provocarse arcadas. Eran asquerosos, asquerosos y más asquerosos.

Había perdido la cuenta de los días. La uña del pie se le había puesto negra, como previsto, y esa había sido la única exaltante novedad en sus jornadas todas idénticas. Lo sentía, aunque no quisiera admitirlo: se estaba desalentando. Quizá hubiera debido al menos intentar, al principio, salir del bosque. Ahora era demasiado tarde, nunca hubiera tenido la fuerza. Desganadamente seguía amontonando piedras, hora tras hora: no tenía sentido, pero tenía que hacerlo si no quería morir de hambre. ¿Qué había sido de sus padres? ¿Era posible que no se preocuparan ni un poco por él? Se sentó en el cúmulo de piedras con la cabeza entre las manos, sin un pensamiento, totalmente vaciado.

 

Esa noche en la cabaña, junto a los garbanzos encontró un pedazo de pan. No era el usual mendrugo rompe dientes, viejo y reseco; este estaba fresco y perfumado de harina y horno a leña. Lo tomó en sus manos como si fuera algo único, lo partió y el crujido de la corteza le llenó de saliva la boca. Se acordó de cuando era chico y acompañaba a su mamá a la panadería y ella, en la calle, llevándolo de la mano, sacaba un pedazo de pan recién horneado y se lo daba de comer, guiñándole un ojo cómplice como si estuvieran haciendo algo prohibido. Arrancó de un mordisco el primer pedazo y lo masticó ávidamente. Nunca el pan le había parecido tan bueno; de hecho, le parecía estar saboreándolo de verdad por primera vez. ¿Pero qué clase de pensamientos eran esos? El pan era pan, punto. Sin embargo, por un momento se sintió como en casa. Fue solo una sensación pasajera, pero después de todo el trabajo y el cansancio de esos días, comer algo fresco y rico le dio un ánimo inesperado: era totalmente absurdo, pero le pasó por la mente que había incluso algo bello en estar ahí, mirando el fuego, masticando un pan fresco, vestido con ropa limpia, y el cuerpo, molido por el cansancio, que finalmente reposaba. No era una vida que pudiera llevarse para siempre, pero, se dijo, él nunca había sido de los que hacen planes para el futuro. Que durara lo que tenía que durar. No lograba irse de ahí, pero al final, después de todo, lo importante era tener algo decente que echarse a la boca, porque el hambre era la peor cosa que había probado hasta ese momento.

Se tumbó sobre la cama y durmió profundamente como no recordaba haberlo hecho en su vida.

Durante otra semana siguió sacando piedras de la mañana a la noche, comiendo garbanzos insípidos y tibios dos veces al día y haciendo en un balde. Había vuelto a intentar atrapar in fraganti al hombre misterioso, pero no lo había logrado y ya ni siquiera le importaba, después de todo. Echaba de menos los cigarros y la presencia reconfortante del celular, pero después de los primeros días de abstinencia, casi lo encontraba razonable. Más que nada, ¿cómo hacían lo suyos para estar tanto tiempo sin saber nada de él, si realmente lo querían tanto como decían? ¿Y sus amigos? ¿El Chepa no sospechaba nada, sin verlo ni oír de él en días? Quizá ya lo había reemplazado. Quizá qué diablos estaba sucediendo afuera de ese bosque. De contarlo, nadie habría creído su historia: “mi viejo me abandonó en un bosque, dormí dos noches afuera, después encontré una cabaña y saqué piedras de la tierra por semanas, comiendo cosas que salían de la nada y meando en un balde”.

Era la cosa más estúpida que alguien pudiera oír.

Cuando el terreno estuvo por completo vacío de piedras, apareció un nuevo cartel.

GRACIAS, ÓPTIMA LABOR.

ARAR EL TERRENO, POR FAVOR.

Daniel no tenía idea de qué cosa quería decir la palabra “arar”, pero más que nada lo sorprendió la primera frase. En diecisiete años, nadie le había dicho que había hecho una óptima labor. Se sintió satisfecho consigo mismo, aunque no supiera quién era el desconocido que le asignaba esas estúpidas tareas ni cuál era su finalidad. Para él era un trabajo sin sentido: equivalente a estudiar historia o gramática. La geografía no, se había medio convencido; por experiencia había entendido que esa, por lo menos, de algo servía. “Y, además, ¿qué me puede importar lo que dice alguien que ni conozco?”, se repetía. Por eso, le mandó todas las desgracias posibles, lo apostrofó con las peores palabras que conocía y finalmente le auguró la muerte más dolorosa. Era una cuestión de orgullo: no podía admitir ni siquiera por un segundo que sí le importaba un poco su opinión; que leyendo aquellas palabras había sentido una especie de placer.

Con el pasar de los días, la comida también cambió. Con frecuencia, junto a la estufa había pescado, como previsto. Pero no era para nada como el que ponía en la mesa su madre. No tenía forma de bastoncito. Este era pescado-pescado, casi vivo, digamos, o apenas muerto, que al final es lo mismo. La primera vez, estremeciéndose de asco, había tratado de cocerlo sobre la estufa así tal cual, tocándolo lo menos posible. Era desagradable: los interiores eran amargos y habían vuelto incomible todo el resto. Entonces, por necesidad, se había armado de valor: con una piedra afilada, le había abierto el vientre y lo había vaciado por completo. Una operación vomitiva, pero esa vez por lo menos el resultado había sido comestible, aunque el pescado seguía sin gustarle y seguía siendo demasiado hediondo, en la boca y en los dedos.

No tenía idea de qué podía significar “arar”, pero no tenía intención alguna de preguntar. Preguntar era admitir que necesitaba ayuda, y eso, ni hablar: una cosa era aceptar trabajar para poder sobrevivir y comer, otra era someterse a preguntar. “Solo los débiles preguntan”, se dijo; “los fuertes toman sin preguntar”. Entonces se puso a reflexionar y al final juntó dos más dos: había despejado un rectángulo de tierra de piedras y no había recibido otras herramientas además del azadón. No podía ser cierto, pero al parecer el tipo tenía la intención de hacerse un huerto privado en el bosque, en esa miseria de tierra. Hay gente bien rara. Tomó el azadón y se puso a asesinar el terreno, rompiéndolo y revolviendo el suelo. Era un buen modo de evitar asfixiarse con la rabia que a ratos lo devoraba por dentro.

“Me parece que he acertado”, se dijo envalentonado después de algunos días: el desconocido evidentemente no había encontrado nada que decir y había seguido proveyéndolo de comida, incluso un poco más abundante que de costumbre.

¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Había perdido la cuenta hacía rato. ¿Entonces qué sentido tenía seguir preguntándoselo? Estaba claro que nadie vendría a buscarlo. Al menos no por el momento. Parecía que todos se habían olvidado de él. A veces la soledad se volvía insostenible, sobre todo por la noche, cuando se sentía sobrepasado por el silencio misterioso del bosque y se sentía la última persona sobre la tierra. Una mañana, sin embargo, sucedió algo hermoso. Una criatura vino a llenar su soledad.

Sobre el techo de su refugio, andaba un gato. No era un animal bonito: le faltaba un ojo, tenía una oreja hecha pedazos y el pelaje rojo y ralo. Era probablemente el gato más feo y pulgoso del universo.

–Minino… –lo llamó despacio, por miedo a que se escapara.

Pero no huyó y Daniel logró incluso acariciarlo. El calor del pelaje bajo los dedos y el movimiento de los huesitos le dieron una sensación extraña, que nunca había experimentado. Nunca había tenido un animal doméstico; en realidad, nunca lo deseó siquiera. Habría tenido que ocuparse de él y no hubiera tenido tiempo, con todo lo que tenía que hacer. Pero en la vastedad infinita y silenciosa de ese lugar, ese gato le pareció lo más bello que podría haberle pasado y lo hizo sentir menos solo. Al final, le puso Minino; nunca tuvo mucha imaginación.

Minino era un buen amigo; lo miraba trabajar, pero no con la expresión altanera que tienen de costumbre los gatos. Daniel sentía que entendía su fatiga. Lo acompañaba mientras él comía y se restregaba para recibir su parte. Aunque era feo y medio pelado, era muy preocupado por la higiene y se lamía con cuidado hasta excesivo las patas y se arreglaba las orejas. Lo ponía de buen humor, ese despojo de gato. Cierto, nunca lo habrían elegido para hacer el comercial de croquetas, pensaba riéndose Daniel, pero para él era el bicho más lindo del mundo. Lo hacía reír y, a su manera, sentirse amado, como solo puede hacerlo un animal que te considera su amo. Sin embargo, Minino era una bestia independiente; a Daniel le parecía el animal perfecto para él. De un modo imposible y misterioso, se parecían.

Le hizo cariño en la cabeza con la mano áspera y el gato cerró los ojos y lo siguió restregándosele. En la cama, esa noche, fue a acurrucarse sobre su vientre y Daniel se durmió observándolo subir y bajar con su respiración.

En arar la cancha de fútbol, como la llamaba él, se demoró probablemente un siglo. Sin embargo, su cuerpo había agarrado el ritmo del sol: abría los ojos apenas el cielo estaba claro, con calma se daba una lavada y se calentaba la leche en una taza de metal, una placentera novedad que había sido agregada cuando comenzó a arar. Cruzaba dos palabras con Minino y después salía a trabajar. Proseguía con la cabeza gacha hasta que el sol ya no le llegaba directo sobre la cabeza, entonces paraba, porque sabía que debía haber aparecido el almuerzo. Seguía sin entender cómo lo hacía el desconocido para no dejarse ver nunca, pero había dejado de intentar atraparlo, porque las dos o tres veces que lo intentó, se había quedado sin comer. Al final, se decía, ¿qué le importaba verle o no la cara?

Después de almuerzo se concedía una pausa, tumbado sobre el colchón o jugando con Minino. El bosque empezaba a hacérsele familiar, a pesar de estar lejos de gustarle. Tenía la impresión de que escondía algo amenazante, aunque en el día lograba ser casi bello, con sus colores y los pájaros que revoloteaban sobre su cabeza. Había dejado la honda colgada en el clavo: había concluido que, aun si lograba darle a alguno, después no habría tenido el valor de desplumarlo ni de cocinarlo. Ya era duro con los pescados; con los pajaritos hubiera sido aún peor.

En la tarde retomaba el arado, pero con menos ímpetu; su cuerpo ya estaba cansado. Cuando el cielo empezaba a ponerse rosado y naranjo, Daniel empezaba a sentirse ligero, pero seguía otro poco, porque había hecho una especie de desafío consigo mismo: cada día llevaba un poco más al límite sus fuerzas, para ver si resistía y hasta dónde podía empujar. Sentía que se había vuelto fuerte y resistente, capaz de soportar la fatiga. Lo notaba además por cómo habían cambiado sus brazos: así musculosos le gustaban mucho más. Se imaginaba cuando fuera capaz de salir del bosque: las niñas iban a hacer fila para ganárselo.

Luego en la noche dejaba el azadón, iba a lavarse, se ponía la ropa limpia y era como cambiar de piel.

Cenaba, se perdía desganadamente en algún pensamiento estúpido y acariciaba al gato hasta que los ojos se le cerraban solos.


EXCLENTE TRABAJO, GRACIAS.

PLANTAR, POR FAVOR.

¿Hacía cuánto estaba el nuevo cartel ahí? Imposible decirlo. Daniel salió de la casa seguido por Minino.

Detrás de la cabaña encontró una serie de cajas plásticas con plantas. No tenía idea de qué cosa fueran. Había también un dibujo, explicando cómo se hacía este trabajo: tenía que cavar y plantar distanciando las plantas de un palmo y medio. “Me hacen un dibujo porque dan por descontado que soy un imbécil que no sabe hacer un hoyo en la tierra y poner una planta dentro”, pensó.

A estas alturas, se sorprendió, ya se le hacía natural seguir las ordenes sin preguntar ni el cómo ni el porqué. Tanto más porque no había nadie ahí a quien hacer preguntas ni con quien pelear. No sabía cómo volver a su casa, y en cualquier caso era evidente que a nadie le importaba él: ¿a qué iba a volver? Estar ahí o en cualquier lado era lo mismo, después de todo, con la diferencia de que donde se encontraba ahora, paradójicamente, era menos agotador que su casa, con el colegio, las peleas con sus viejos y el trabajo de mantener alta la reputación en el grupo de amigos y entre los extraños. La vida era una larga y extenuante guerra y cada día había que sostener muchas batallas. En cambio, en el bosque, Daniel sentía una especie de tregua y concordó consigo mismo que cada tanto era necesario hacer una pausa.

Le tiró un pedazo de hígado a Minino, que lo devoró de esa forma suya tan graciosa y después fue a agradecerle, restregándose contra sus zapatos embarrados. Daniel miró el que estaba roto, que actualmente se mantenía cerrado con un pedazo de madera y cuerda que había encontrado en la cabaña. Estaba muy orgulloso de esa reparación. Minino se limpió las patas con la lengua y lo miró agradecido. Daniel sonrió: era un gato educado.

 

–Bien, Minino.

–Miau –respondió el otro.

–De nada.

Magdalena

Entreabrió los ojos, echó un vistazo al cielo raso y los volvió a cerrar. Se dijo que probablemente estaba todavía soñando. Se concentró en los ruidos y no sintió lo que se hubiera esperado. Abrió de nuevo los ojos para verificar. Sí, lo que tenía sobre la cabeza era decididamente un horrible cielo de tablas de madera. Insólito. Con dificultad se sentó y miró a su alrededor con el ceño fruncido; la única señal de vida era una estufa encendida que calentaba esa pieza demasiado chica, y nada más. Se tumbó de nuevo, distendida, con la frente arrugada por el esfuerzo de recordar cómo había ido a terminar ahí. Recolectó en su memoria los últimos recuerdos que tenía.

Como cada jueves les había dicho a sus padres que se iba a dormir donde Elisa; en lugar de eso, habían ido donde siempre a bailar hasta las cuatro de la mañana y luego habían tomado la micro hacia el centro. Ahí vagaron por dos horas en el frío, esperando a que abriera algún café para tomar desayuno. Después, estaba segura de haber llegado al colegio: se acordaba perfectamente del comentario de la profe de inglés, que le había dicho que tenía un aspecto terrible. Y de la mirada de desaprobación de sus compañeras de curso. Después, nada más. De lo que sucedió luego no tenía memoria. ¿Entonces por qué se sorprendía de encontrar sobre su cabeza un techo de madera? ¿Qué tenía que haber visto, dónde tenía que estar? De momento memoria y cerebro estaban desconectados. Cerró los ojos una vez más, esforzándose por encontrar otros detalles. Recordaba, pero como en un sueño, el olor y el calor del hospital, y con casi absoluta certeza el bip de las máquinas cerca de ella. Tenía que haber estado ahí, hospitalizada, pero ¿cuándo y por cuánto tiempo? ¿Qué día era y cuántos habían pasado desde el viernes?

Cayó de nuevo en una suerte de duermevela. No soñó nada. Solo sentía, como adherida, la oscura sensación de que algo no andaba bien en su cuerpo. Le parecía estar en un viaje al interior de sus venas; percibía, como si estuviera en su interior, ruidos singulares de fluidos en movimiento, tubos digestivos, vísceras que se contorsionaban como serpientes. Debían ser los restos de la pastilla que se había tirado en el local, junto con algún vaso de más. La sensación era la misma, conocida y desagradable, de no pertenecerse más, junto con la imposibilidad de poner un fin a todo esto. Con los sentidos potenciados, le parecía que la realidad, revuelta y distorsionada, le bombardeaba los sesos. La cabeza le daba vueltas sin parar, incapaz de elaborar ni comprender. El corazón se le aceleraba fuera de control. Parecía que iba a explotar. Negro.

Se despertó cubierta de sudor frío. A través de la niebla que le cubría los ojos, vio de nuevo el techo de madera. Entonces no lo había soñado: esta era la realidad. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué le habían hecho? Le dieron ganas de llorar. Le faltaba el aliento y su cuerpo no le respondía; parecía hecho de piedra. No tenía voz en su garganta para llamar, ni un poco de fuerza para levantarse de esa cama horrible e irse. ¿Pero llamar a quién? ¿Y para ir adónde?

No lograba pensar, estaba agotada, consumida desde dentro. Se adormeció de nuevo y en el duermevela tuvo una especie de sueño, o un nuevo recuerdo que afloraba, finalmente, para dar luz sobre el presente. Estaba de vuelta en el hospital, despierta en la cama; pero tenía los ojos cerrados, porque no quería que nadie se diera cuenta de que estaba escuchando. Tenía terror de las preguntas, que antes o después de seguro llegarían. Los grandes querían saber siempre todo y, por lo general, era ese tipo de “todo” que no podía decirse porque ellos lo consideraban equivocado. No era la mejor mintiendo, por lo menos sobre ciertas cosas y en ciertas situaciones. Le salía súper bien decirle a su madre que se iba a estudiar a la biblioteca y en lugar de eso pasar la tarde en la cama de su pololo; pero, si las cosas se ponían feas, como por ejemplo ahora que estaba débil bajo las sábanas ásperas del hospital, no podía mirar a su padre a la cara y negar que se había tomado una pastilla.

Ahora también se sentía mal, porque escuchaba a alguien llorar y, aunque no la veía, reconocía el llanto de su madre. Detrás del rincón, ahí donde debía estar la puerta de la pieza, unas personas hablaban. Una era precisamente su madre, que lloraba y punto. Magdalena podía percibir su desesperación en los sollozos sofocados por el pañuelo. El que hablaba era un hombre, probablemente un médico. Tenía una linda voz, joven, pero el tono era muy serio y decididamente le molestaba.

–¿Están seguros? –preguntó el desconocido en su modo grave.

–La profesora Esperanza nos ha explicado todo –dijo la voz de su padre.

Esperanza era su profe de italiano. Magdalena se preguntaba a menudo cómo lo hacía, ella que parecía inteligente, para trabajar por años en esa especie de college exclusivo, donde iban los hijitos de papi con su hermoso futuro ya entero planificado. ¿Pero qué podría haberles dicho Esperanza a sus padres? Sus notas, a pesar de su escaso empeño, eran siempre altas, porque la profe apreciaba una cosa que en el colegio miraban en menos: el sentido crítico. “Magdalena sabe pensar”, decía en las reuniones de apoderados. Aunque ella lo consideraba más un defecto que una virtud. Los que no pensaban, como sus compañeros, parecían vivir mucho mejor. Era una persona gentil, Esperanza, al menos en apariencia, y comprensiva; resultaba hasta simpática, en ocasiones, pero de todas formas era una adulta, y como tal, aliada de sus padres, no suya. Magdalena no se fiaba. ¿Y qué tenía que ver la profe con el médico? ¿De qué estaban hablando? No lograba captar el nexo.

–Tienen que saber que una vez que se da inicio, no se puede volver atrás –agregó lapidaria la voz.

–Sí, lo sabemos.

Esta vez la voz de su padre sonó extraña, como si le costara mantener a raya la emoción. Los sollozos de su madre aumentaron en intensidad. Magdalena sentía vergüenza ajena. Después de todo, su hija estaba viva, ¿qué razón había para chillar de esa forma? ¿Por qué su padre no le decía que se calmara? Hubiera querido levantarse de la cama y gritarle que la cortara de una vez con la tontera.

–Ya no sabemos qué hacer. Ya está fuera de nuestro control –prosiguió su padre–. Los médicos dijeron que esta vez tuvimos suerte, y eso ya lo habíamos escuchado antes. No creo que haya una tercera. El cielo no va a esperar más, lo puedo sentir.

Qué exageración. “¿Por qué no la cortan?”, pensó Magdalena. Su padre le parecía sinceramente demasiado dramático. Y cómo lloriqueaba su mamá… En cualquier momento le daba algo: no podía seguir así.

Después hubo un momento larguísimo de silencio. Pensó que su mamá se había sentido mal de verdad. O se habían ido todos.

–Está bien –se oyó de pronto la voz del médico–. Intentémoslo.

Magdalena se estremeció y se despertó de golpe. Ahora estaba segura de que no había soñado: estaba ciertamente en una cabaña. Se sentía completamente privada de sus fuerzas, pero por lo menos había vuelto en sí. Seguro había estado de verdad en el hospital y revivir esos momentos le había quitado toda la energía. Los sollozos de su madre retumbaban aún en sus oídos. “Intentémoslo”, había dicho el médico. ¿Qué había querido decir? No lograba entender.

Se miró las manos y estaban pálidas, pero no tenía agujas ni curitas. Se tocó la cara, el cuello, los brazos. Le parecía que sí estaba despierta. Por las tablas de la pared se filtraban una luz y unos sonidos insólitos: como un rumor de hojas y pájaros. Se sentó en la cama y tuvo la desagradable sensación de tener un hoyo negro en lugar de estómago. Además de la estufa, notó, había una fea mesita y una silla. Y sobre la mesita, fuera de lugar como la mujer desnuda en ese cuadro de Manet, sobresalía un plato, con un pastel lleno de crema y chocolate que parecía observarla intensamente. Creyó que alucinaba: era seductor y perfecto, en completo contraste con la miseria y el abandono de aquel lugar. Por un momento pensó incluso en comer un pedazo. En lugar de eso, como hacía a menudo, se dio vuelta para el otro lado, hacia la pared.

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