Invierno bajo la estrella del norte

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Supongo que inconscientemente estaba retrasando el momento de situarme ante la pared en blanco hasta que eché un vistazo al reloj. No faltaba mucho para que oscureciera… saqué un carboncillo y me quedé ahí, mirando aquel muro. Justo en el centro tenía una de esas hermosas ventanas con carpintería de pino. “¡Vaya idea! ¿no podrían haberme dado una pared lisa?”

“Tienes que pintar lo que se ve al abrir la ventana; o sea, lo que podría verse si no hubiera pared” eso dijo Olga. A mí no me convencía mucho aquello; cuando trabajé en La Alfranca también había una puerta, pero pinté por encima los álamos y los tamarices y la gran superficie del Ebro con la neblina del amanecer aún flotando sobre la corriente… había quedado bastante bien. Los niños de los colegios que visitaban el centro cada mañana y me miraban pintar preguntaban intrigados “¿a dónde se va por esa puerta?” Y yo les respondía “Por ahí, justo al dar las doce de la noche, se puede entrar al cuadro… y explorar el bosque y cruzar el río en una canoa que hay escondida entre los lirios y llegar a esas montañas azules que están muy lejos…”

Quizá un día pudiera pintar grandes lienzos, como Velázquez… pero mi momento era el presente; con sus contraventanas de madera. Las abrí y contemplé la pradera nevada. Retrocedí dos pasos y tracé una marca en la pared, a la altura donde comenzaba el bosque. Delante de mí, ante la casa, sólo había una pequeña cerca de troncos que rodeaba el edificio por detrás y algún arbusto raquítico de ramas yertas que esperaban a la primavera.

Se trataba de un gran espacio vacío. Tracé también unas pocas líneas por donde pasaría la valla de maderos al otro lado de la pared… ¿Qué gracia podría tener aquella pintura?... “¡Los corzos!” me dije de pronto. “Los corzos que saltando por los collados han salido del bosque y se acercan a la casa para asomarse a la ventana y atisbar por la celosía.”

A grandes rasgos esbocé una hembra en el centro, mordisqueando la hierba, a su derecha un macho erguido, ramoneando un espino y otro a la izquierda. Me alejé con el carbón en la mano… “demasiado simétrico, resulta aburrido” emborroné el venado de la izquierda… “mejor aquí un pino, casi de tamaño natural; el tronco, que se pierda al llegar al techo, y las primeras ramas tendidas hacia la derecha, enmarcando toda la escena…”

Seguí trabajando, encajando la composición y borrando con una bayeta húmeda del cuarto de limpieza. Me gustan los carboncillos, sobre todo esos sin tallar en los que se aprecia todavía lo que son: ramitas de sauce quemadas con mucha habilidad y en unas determinadas condiciones… sin embargo manchan los colores más delicados así que cuando tuve dibujada la escena, repasé los trazos principales con un rotulador grueso y a continuación limpié todo resto de hollín.

Ya podía ponerme a pintar, comenzando como siempre por el cielo, el plano más lejano y de matices más pálidos, para ir superponiendo los sucesivos horizontes aumentando la intensidad de los colores. Es así como trabajaría un acuarelista y aunque utilizando los acrílicos no está sometido el artista a la transparencia de la pintura, los años de oficio me habían hecho a esta disciplina que ya me resultaba familiar.

El firmamento sería de color amarillo Nápoles, con la palidez de un amanecer, aclarándose y ganado en luminosidad hacia abajo, para dar mayor sensación de profundidad y que no pareciera un telón de fondo. Primero aplicaba la pintura a rodillo y después con la brocha la iba estirando y matizando con blanco. De lejos el efecto no era malo del todo pero hubiera quedado mucho mejor pintando a pistola… si hubiese tenido más tiempo, si hubiera podido pintar en verano o a principios de otoño me habría traído el compresor y habría creado una atmósfera etérea y luminosa como sólo puede lograrla el aerógrafo.

Qué ajenos a todo esto eran mis pagadores: para ellos la realidad es la rutina burocrática de los papeles. Seguramente jamás verían mi obra que en la hoja de pedido figuraba como “2ª fase ejecución contenidos; mural pared San Juan de la Peña. 1 ud.”. Es cierto que cobraría igual, tanto si pintaba de una forma como de otra, con tal de que acabara para la fecha indicada. Ya había entregado la factura, para que pudiese estar tramitada antes de fin de año y a los tres meses (o un poco antes si cedía a los bancos parte de mi dinero) me harían el ingreso…

Pero cuando se pinta una obra de gran tamaño para un lugar público ya no se trata sólo de eso.

Cuando vemos las obras maestras de los antiguos su belleza nos fascina porque prevalece radiante, ajena a las circunstancias más o menos mezquinas del momento que las vio nacer. Una belleza misteriosa, salida de las manos de un hombre que ya murió, y que permanece como vibrando aún por encima del tiempo porque apunta más allá, a un infinito por el que sí vale la pena dar lo mejor de uno mismo… ¡Si hubiera tenido una semana más!

III

LOS HERRERILLOS CAPUCHINOS

Aquel día amaneció luminoso y frío. Muy frío. La caldera, cuyo zumbido al quemar gasoil había arrullado mi sueño, seguía funcionando pese a que había bajado el termostato a sólo diez grados.

Me levanté contento y a toda prisa, con la ilusión de un niño en la mañana de reyes, me puse las botas para salir a contemplar otra vez la pradera nevada. A las gentes de la montaña la nieve acaba por cansarles pues dificulta todas sus tareas pero a los que vivimos en la tierra llana nos produce una alegría infantil difícil de explicar.

El sol también acababa de levantarse y apenas doraba las copas de los árboles más altos, los que suben hacia la cima del monte Cuculo. La nieve del jardín crujía bajo mis botas y al abrir la cancela los goznes de la reja, que se habían helado, dieron un chasquido al quebrar aquella soldadura de cristal. Y otra vez la pradera, y aquel gran silencio que lo envolvía todo…

Pero no era un silencio opresivo sino lleno de vida: en el bosque podían leerse las últimas noticias de la noche en las huellas impresas sobre la blanca página que cubría los helechos. El zorro parecía haber estado en todas partes; a veces al trote y otras caminando indolente, arrastrando la cola que dejaba un trazo suave y ondulado como la brocha de un acuarelista. Debía tener hambre, pues se había desayunado con los frutos de un rosal silvestre en torno al que la nieve se veía pisoteada. Los escaramujos estaban en su punto, rojos y brillantes y yo también cogí unos cuantos pensando hacerme un té con ellos. En el valle el fruto de la rosera madura demasiado pronto y las lluvias del otoño los echan a perder, pero en la montaña se hacen más grandes y jugosos y la helada los conserva durante todo el invierno. Aquellos estaban bastante sabrosos, aunque como todos, tan llenos de pepitas que no resultaba agradable masticarlos.

Más apetecible hubiera resultado para el raposo la liebre cuyas huellas descubrí más adelante; había avanzado a grandes saltos entre los quejigos que con su follaje seco daban al oscuro pinar una nota de color ocre. También por allí habían merodeado los corzos, posiblemente aquel grupo del primer día que ahora trataba de retratar en mi pintura.

En efecto, debía volver a la casa y ponerme al trabajo; el sol ya se filtraba entre el ramaje y algunos pajarillos lo saludaban piando tímidamente. Los vi ejecutando cortos vuelos entre las ramas más bajas y las mesas de madera que en la linde del bosque acogen las comidas de los turistas domingueros. Me acerqué andando muy despacio. Sus voces me sonaban conocidas.

–¡Tit-tit-tit! –muy parecidas a los reclamos del carbonero o el herrerillo, tan frecuentes en los sotos de la tierra llana.

Los ingleses llaman onomatopéyicamente “Tit” a todos los páridos, anteponiendo al nombre de familia el propio de cada especie. Así el “blue tit” es el herrerillo, el “great tit” el carbonero, el más grande; al carbonero palustre le llaman “marsh tit” y “coal tit” al garrapinos.

–¡Tit-tit-tit! –se llamaban unos a otros, y revoloteaban entre el follaje, posándose en las piñas o colgándose de las ramitas más finas. ¿Serían pues carboneros garrapinos? En las arboledas del Ebro no se da esta especie así que no estaba familiarizado con su reclamo…pero no, sin duda se trataba de… ¡Herrerillos capuchinos!... Un pajarito montañés, muy aficionado a los bosques de coníferas al que había tenido la fortuna de ver sólo en contadas ocasiones.

Estuve un rato contemplando sus idas y venidas; no parecían temer mi presencia así que pude admirar la elegante cresta de plumas que les da nombre y su sofisticado diseño facial blanquinegro. No se alejaban de las mesas y a menudo se posaban sobre las tablas cubiertas de nieve, como si esperasen encontrar allí algo interesante. Mientras regresaba hacia la casa de los forestales comencé a sospechar que quizá estuviesen acostumbrados a encontrar migas o restos de comida que asociaban con la presencia de personas en aquella zona del bosque. Es decir, no sólo no los había espantado al pasearme por allí, sino que quizá incluso los había atraído.

Aquello resultaba muy interesante… cogí la cacerola para prepararme la infusión pero me encontré con que no había agua en ninguno de los grifos de la vivienda. ¡Vaya contrariedad! Salí otra vez recordando haber visto una fuente no muy lejos de la verja. En efecto, era una de fundición como las que hay en los parques, con un mando que se presiona y mana durante unos segundos. Pero no había manera de accionarlo; estaba totalmente congelada como también debían estarlo las cañerías del edificio. ¡Verdaderamente hacía mucho frío!

Llené la cacerola de nieve y volví a entrar para colocarla sobre el fogón de mi hornillo sin dejar de pensar en los herrerillos capuchinos. Ya hacía muchos años que había conseguido el permiso para capturar y marcar mediante anillas metálicas aves silvestres, pero jamás había atrapado en mis redes un “crested tit”.

 

El anillamiento científico es en España una actividad realizada de forma amateur por un buen número de voluntarios. Nuestros pájaros, una vez liberados con su anilla numerada han sido recuperados en latitudes sorprendentemente lejanas, aportando a los biólogos valiosos datos de campo.

Pero posiblemente haya que reconocer bajo este barniz de justificación científica un instinto atávico de cazador en todos nosotros.

“Quizá dejando migas en una de las mesas podría llegar a cogerlos” pensaba mientras el agua comenzaba a hervir. Machaqué los escaramujos y los eché al cacillo dejándolo todavía un rato al fuego hasta que el agua tomó un bello color anaranjado. Entre tanto me había hecho un colador agujereando medio brick de leche para filtrar aquel aromático brebaje. Había oído decir que también se prepara mermelada con el fruto del rosal silvestre… hay tantas cosas que se pueden hacer en el bosque… pero yo tenía que pintar y estaba allí pensando en pájaros y en confituras…

***

Toda la mañana estuve trabajando en el dibujo de los corzos; hubiese sido mejor continuar pintando el fondo, pero el agua del día anterior estaba muy sucia y los cubos que había llenado de nieve no acababan de fundirse.

A medida que definía líneas y contornos los iba repasando con el rotulador y borrando los trazos de carbón. Conocía bien a estos pequeños venados de grácil silueta y movimientos elegantes; mis primeros encuentros, en los umbríos hayedos pirenaicos, habían sido poco más que la visión fugaz de un cuerpo pardo rojizo desapareciendo entre la fronda. Pero con los años había aprendido a acecharlos y entre tanto su población se había extendido de tal manera que ahora no es difícil verlos incluso en las estepas que rodean Zaragoza. Durante el día se ocultan en la maleza de coscojas y lentiscos que les ofrecen barranqueras o vales sin cultivar y al anochecer se aventuran a pastar en los campos de secano. Colocando el telescopio en un ribazo con el sol de la tarde a la espalda había podido observarlos a placer y tomar en mi cuaderno de campo muchos apuntes a lápiz que tenía extendidos por el suelo. Cada uno de aquellos dibujos era una historia, una pequeña aventura.

Habitualmente son muy prudentes y desconfiados pero en cierta ocasión que bajaba en bicicleta rodando suavemente, la pendiente de un cabezo, me encontré con un corzo profundamente dormido entre amapolas y margaritas. Tuve la prudencia de frenar sin chirridos ni estridencias; desmonté y me acerqué con mucho cuidado hasta él. Ahí estaba, en un lecho de yerbas fragantes, con las patas replegadas y la cabeza apoyada sobre un costado. Cuánto tiempo estuve a su lado no lo sé, quizá unos minutos. Alzó la cabeza, me sostuvo la mirada y salió brincando ladera arriba.

Cuando así me miraba, su imagen en mis ojos imprimía y ahora podía dibujarlo de memoria: sus ojos, oscuros y expresivos, la bigotera que prolongando el negro del hocico les da esa expresión tan particular y las grande orejas, a menudo orientadas en distintas direcciones.

El trabajo avanzaba a buen ritmo sobre los bosquejos trazados en la pared el día anterior y hacia mediodía, con las manos manchadas de carbón y el cuerpo dolorido por la mala postura, decidí hacer una pausa.

Por supuesto cogí un pedazo de pan para mis amigos los capuchinos. Nada más salir noté que hacía menos frío: soplaba una ligera brisa húmeda y templada y en el tejado goteaban los carámbanos. En el bosque no había rastro de los herrerillos, pero deshice sobre una mesa el mendrugo que les había traído y continué mi paseo despreocupadamente, cruzando la pradera, sin intención de ir ninguna parte. Así llegué hasta una ermita ruinosa en cuya fachada se abría cargada de nieve, una hornacina de airosa traza renacentista. Un letrero, anunciando el “mirador de san Voto”, me animaba a caminar un poco más y me abrí paso entre bojes y enebros mojándome con la nieve que habían acumulado; mereció la pena. Se trataba un balcón de maderos encaramado sobre las rocas rojizas del escarpe que guarece el monasterio románico. Allá abajo serpenteaba, todavía cortada por la nevada, la carretera que tanto temía Melisa y bajo el blanco manto se adivinaban los tejados y arcadas del milenario cenobio asomado como un eremita al umbral de su cueva. La vista era impresionante, dominando los bosques pinatenses y más allá del puerto de Santa Bárbara, la sierra de Santo Domingo y los campos de las Cinco Villas. Ya me imaginaba a San Voto, morador del ruinoso santuario, apenas cubierta su enjuta y morena desnudez por largas barbas blancas y un faldellín de hiedras; ya lo veía paseando por aquellos parajes y asomándose cada tarde al mirador para abismarse en sus místicas reflexiones… pero ¿quién fue realmente San Voto? Su nombre, que recordaba vagamente asociado al de San Félix, hace honor a un callejón del casco histórico de Zaragoza cuya placa dice por toda explicación : “Asceta aragonés, siglo IX”.

“¿Por qué este monte es diferente de todos los otros montes? ¿Por qué vino aquí San Voto? ¿Cómo era antes de convertirse en asceta aragonés? ¿Seguía de algún modo su presencia benévola habitando entre las peñas? ¿Era por eso por lo que no me sentía yo solo en aquellas soledades?”

Ya de regreso, la llamada de mis amigos me sacó de estos pensamientos.

–¡Tit-tit-tit! –¡También los herrerillos estaban por allí!… pero no iba a dejarles migajas en la ermita; sabía por experiencia que debía mantener el comedero que había decidido; antes o después si seguía cebándolo, se aficionarían a ese lugar y entonces colocaría mis redes. Además era un sitio idóneo, cerca de la casa y con el suelo limpio de malezas.

Durante los días siguientes el tiempo fue cambiando; ya no hacía tanto frío y la nieve, más blanda cada vez, iba desapareciendo y empantanado la pradera. El cielo se veía más cubierto de día en día y el sol apenas asomaba entre claros, pero el aire se notaba más templado. El agua corriente volvió a la casa y la fuente, reventada, chorreaba alrededor del grifo. Pude seguir pintando con toda normalidad, con los grandes botes de pintura acrílica alineados junto a la pared. En algún momento llegué a plantearme la posibilidad de representar el paisaje nevado pero no quise arriesgarme: Los tubos multicolores alineados al fondo de mi retina contienen la memoria de bosques frondosos, aliagas en flor, guijarros húmedos, carrizales a contraluz, álamos del río… pero pocos paisajes nevados. No los suficientes como para mojar en su recuerdo mis pinceles. Podría haber trabajado con fotografías, pero no las tenía: ni tampoco tiempo para nuevas investigaciones pictóricas. La pradera tendría ese color pajizo de los últimos días de septiembre cuando las tardes acortan y su luz pierde la dureza del verano para volverse dorada y polvorienta.

Pintaba y me sentía dichoso. La pared, al fondo de un pasillo sin ventanas iba llenándose de vida, de luz y de color. De dónde los sacaba yo, no lo sé… ¿me habían llegado al alma?... ¿o acaso estaban en el fondo de ella?

Cada noche me acostaba contento sobre mi austero lecho y al envolverme en el saco de dormir me sorprendía sentirme tan feliz. Cuando planeaba mi estancia desde la ciudad había tenido miedo a la soledad, al aislamiento; pero ahora que estaba allí ni siquiera me pesaban. Antes de dormirme trataba de recordar aquel poema de T.S. Elliot inspirado en la gran aventura antártica del explorador Shakelton pero sólo un par de versos me venían a la memoria:

“si miro adelante por el blanco camino

siempre hay Otro que camina junto a mí”.

Ni siquiera estaba seguro de que fuesen así, pero me gustaba recitarlos en voz baja en la oscuridad del almacén, cuando vagaba por los bosques o contemplando las estrellas después de la cena.

Por las mañanas salía a dar un paseo antes del trabajo y siempre pasaba con unos mendrugos en el bolsillo por la mesa de los herrerillos capuchinos. El primer día vi con satisfacción que el pan había desaparecido… pero las huellas delataban a maese raposo. Había saltado al banco y de ahí a la mesa; se trataba del mismo individuo que había estado comiendo escaramujos dos días antes pues el muy sinvergüenza había dejado sobre la tabla sus excrementos, anaranjados y llenos de pepitas. Aquello era más de lo que podía consentir: de una patada aparté la deyección y bajándome la cremallera rocié las patas de la mesa dejando un reguero amarillento sobre la nieve. Ahora el muy bribón se lo pensaría dos veces antes de merodear por aquella zona del bosque; para un zorro aquello no era una broma, sino una amenaza explícita en su mismo idioma. Desde luego no podría montar las redes antes de haberlo expulsado. Si en sus correrías matutinas encontraba el raposo un pajarillo enredado a media altura no tardaría ni un par de segundos en engullirlo de un bocado con patas, cresta y un buen trozo de malla de nylon.

Pero además había cometido un error al desmigajar el pan a pellizcos. Debería haberlo deshecho en migas tan finas y dispersas que al raposo, que las tomaría a lengüetazos, no le mereciera la pena tragar tanta nieve por cada minúscula partícula. Sin embargo los herrerillos podrían cogerlas una a una con las pinzas de sus picos diminutos.

Tan drásticas medidas dieron resultado y a la mañana siguiente los capuchinos revoloteaban alegremente por mi recién conquistado territorio de caza, donde ya no aparecieron nuevos rastros de zorro. Bajaban a la mesa y como Pulgarcito, buscaban las migajas yendo y viniendo y llamándose con alegres voces.

–¡Tit-tit-tit!

Sin radio ni televisión, sin internet o prensa de ningún tipo, en soledad vivía y en soledad había puesto allí mi nido y las novedades cada mañana eran la helada y el merodear de las raposas y las visitas de los pájaros; mis pensamientos se hacían ingenuos y mi vida se simplificaba.

Esa noche monté la red.

El cárabo ululaba con voz lúgubre en lo profundo del bosque. No tenía linterna y en el cielo, cubierto totalmente desde primera hora, no brillaban la luna ni las estrellas. Sin embargo tenía tanta costumbre de hacer nudos con una mano, tensar vientos con la boca, poner mosquetones y calcular distancias, que la relativa claridad del suelo nevado fue suficiente para colocarla de forma satisfactoria.

Se trataba de una malla de fino hilo negro, de doce metros de largo por tres de alto tensada en sus extremos mediante los tubos telescópicos de dos cañas de pescar. Durante la noche la red permaneció plegada y cuando apenas apuntaba la primera claridad del nuevo día me levanté para dejarla extendida, prácticamente invisible, en la penumbra del pinar.

En estos días grises del invierno los pájaros no son muy madrugadores, así que me dispuse a desayunar tranquilamente para darles tiempo a caer en mi trampa. Desde luego verían en seguida las cuerdas y los palos que la tensaban, pero las aves no suelen desconfiar de los objetos inertes que se encuentran al amanecer en el lugar donde han dormido. La brisa, del sur, era muy floja y apenas movía la red; tenía muchas probabilidades de éxito y como trampero experimentado lo sabía.

Aún me entretuve fregando los cacharros del desayuno antes de salir hacia el bosque. No había mucha más luz que al alba pues el cielo estaba densamente nublado; me pareció que caían algunos copos…

Y entonces los vi: un par de siluetas humanas entre los árboles; apreté el paso en dirección a la red y al entrar en el bosque salieron a mi encuentro:

Los APNs.

–¿Es suya esa red? –Era casi más una afirmación que una pregunta. Ambos iban de uniforme, con las insignias de los correspondientes organismos autonómicos; el que había hablado podría tener mi edad y el otro, que permanecía un paso atrás, parecía muy joven.

–Sí, soy anillador, tengo los permisos ahí, en la casa. Si quieren voy a buscarlos, estoy trabajando en el centro de interpretación y había querido aprovechar…

–Vaya a buscarlos por favor –me interrumpió secamente el veterano.

Los APNs no son otra cosa que lo que antiguamente llamábamos “guardabosques”, pero como el término sonaba poco moderno, como con resonancias de cuento infantil, se lo habían cambiado por el mucho más digno de “Agentes de Protección de la Naturaleza”.

Mientras volvía a la casa vi su coche de color granate a la entrada del monasterio nuevo. La carretera estaba limpia ¿cómo no me había enterado del paso de la quitanieves?

La situación era delicada: si los guardas averiguaban que me alojaba en la casa de forestales aquello les parecería muy irregular e informarían a sus jefes. Estos, ignorantes de la situación consultarían a la oficina correspondiente en Zaragoza, que a su vez se pondría en contacto con la de Olga… que por supuesto me imaginaba durmiendo en cualquier parte menos en el museo… y estallaría toda la tensión acumulada que se deriva de tener una administración con más jefes que indios…

 

–Aquí están: éste es el de España, el del ministerio de agricultura o como se llame ahora –El agente asintió con la cabeza y se lo pasó a su compañero. Tampoco él debía saber el nombre del tal ministerio ni parecía importarle demasiado.

–Éste es el carnet de la Sociedad Española de Ornitología… y éste otro el permiso de la DGA, que supongo que es el que más os interesa.

Lo leyó entero, los dos folios por ambas caras, con mucha atención, como queriendo encontrar algo que objetar, pero su compañero intervino señalando uno de los sellos del documento.

–¿Qué organismo es ése?

–No es un organismo, son unas oficinas… no sé, debe ser una empresa que les hace el papeleo. Es un poco complicado.

Verdaderamente lo es; hay que complicar bastante las cosas más sencillas para poder crear un buen número de puestos de trabajo en la administración. Por eso resultan de mayor mérito los profesionales como aquellos agentes que a primera hora de la mañana ya están patrullando el monte, con fríos y heladas, paga escasa y poco reconocimiento.

–Bueno, por esta vez no pondremos ninguna denuncia… pero esto es un espacio natural protegido y deberías tener permiso de Jaca, o al menos informar de que estás realizando esta actividad.

Me había apeado el tratamiento pasándose al tuteo, lo que pareció relajar la situación.

–Ahora os estoy informando, antes me ha sido imposible…

Me di cuenta de mi imprudencia y me callé. No podía decir que llevaba allí varios días; era mejor dejar que pensaran que acababa de subir, poco antes que ellos, por la carretera recién despejada.

Caía una fina aguanieve, más agua que nieve.

–O sea, que tengo que avisar a alguien en Jaca, ¿No es eso?– seguí diciendo para desviar la atención.

–Sí, a la directora de la reserva –sentenció el aprendiz, que ya parecía más metido en faena.

–¿A la directora o al gerente? –pregunté con malévola candidez– Además esto no es “Reserva”, es un “Paisaje protegido” –El aprendiz miró confundido a su compañero, como si acabaran de hacerle una pregunta de examen. Pero el veterano endureció el gesto y volvió a tratarme de usted.

–Da lo mismo; de todas maneras va a retirar esa red ahora. Este sitio no es bueno porque vendrán turistas este fin de semana y no es oportuno tener esto montado tan a la vista. Han limpiado la carretera y hoy ya puede subir alguno. Además si está trabajando en la casa, haga su trabajo. Y cuando anille pájaros hágalo con responsabilidad.

–Vale, además se está poniendo de llover, la quito –Y comencé a desatar los tirantes– pensaba que a primera hora podía coger algo interesante, casi nadie anilla en montaña y quería aprovechar que estaba por aquí.

Me fui enrollando la red entre la mano y el codo manteniéndola tensa para que no se volcara.

–Sí, había un par de pajaretes; pensábamos que eras un furtivo y los hemos soltado –dijo el guarda bisoño mientras me sostenía el palo para que no tuviera que usar la boca.

–Gracias. ¿Dos pájaros? ¿Y qué eran? –pregunté ansioso mientras recogía los vientos.

–De esos carboneros marrones con un moñete que van por los pinos. Toma la otra cuerda –el veterano volvía a tutearme.

–Gracias…

–Sí el parus cristatus. De eso sí que me acuerdo, nos hacían estudiar más de cien nombres científicos para la oposición –comentó el joven, orgulloso de su buena memoria.

–¡El parus cristatus! ¡El herrerillo capuchino! –Dije con voz crispada.

–Exacto, el herrerillo capuchino, uno que hace “Tit-tit-tit”–remedó con mucha gracia; y los dos guardabosques sonrieron.

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