Herencia

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«Operaron a Irene», dice mi hermano en su mensaje. Y si no agrega nada más es porque no hace falta. Sabemos de qué está hablando. Irene tiene tres años más de los que tenía Luisa cuando entró al quirófano. Y casi treinta más que aquella mítica hermana de la abuela a la que la enfermedad familiar mató en pocos meses. La fotografía de la tumba la muestra tan parecida a mi madre que me provoca escalofríos. De pronto no recuerdo si en todos los cementerios hay fotos o sólo en los judíos.

(Quitar los adjetivos. Casi siempre están de más).

Buscan la vena, clavan la aguja en la que se ve más fuerte, sólo unos minutos, mientras se llena el tubo de ensayo, y en un par de semanas están los resultados. Listo. ¿Qué es lo que preferiría no saber? Tengo que recuperar algo de la herencia del cuerpo que no sea ese maldito gen. Alguien me escribe: «Muchos de los judíos que decían haber nacido en ciudades lo habían hecho en aldeas. Era difícil que fueran aceptados en una ciudad rusa importante en esa época». No sabemos con certeza la fecha de nacimiento y ahora tampoco el lugar. Qué frágil memoria trajeron los inmigrantes. O será que nadie quería saber. Puedo pedir una cita para el próximo martes y de ahí me voy a la comida que tengo, como si fuera algo de poca importancia. Sí, creo que eso es lo que voy a hacer. O mejor el martes de la siguiente semana. Total, he pasado tantos años sin hacerme ese análisis que no creo que las cosas cambien mucho en una semana. Hay árboles truncos. Árboles que han sido cortados para no olvidar. Así es como muchos le rinden homenaje a los suyos, a los de su sangre. La misma que llena el tubo de ensayo.

Podría intentar reconstruir algunas de esas historias. Los relatos truncos de los árboles familiares. ¿Quién fue la primera mujer? Antes de mi abuela y de cada una de sus hermanas, ¿quién? Antes de esa tía tan joven cuya foto me recuerda a mi madre. Antes de la otra, casi igual de joven, que habiendo sido testigo de la historia de la menor prefirió colgarse en una de las piezas del hotel que administraba la familia. Un regalo para los padres. ¿Qué sabrían ellos de la herencia que reaparecía no sólo en el color de los ojos o en el tono de la voz? ¿Dónde tendría que empezar el cuento de este bosque femenino? Robles de hojas rojas en otoño como el que plantamos todos juntos en un jardín que nunca más fue nuestro. O tilos tan tupidos como los que daban sombra sobre la mesita «del fondo», hecha para los deberes de la escuela, el café con leche y las siestas de verano. En las ramas del damasco leí completa la colección del Príncipe Valiente a los siete años porque la habíamos recibido en cajas desde la infancia de mi padre. Nadie ponía en duda que entre esos árboles jugarían nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos. Troncos cortados para recordar cada nombre, cada gesto, cada mueca que se repite en mi rostro.

No hay dolor. Sólo una sombra. Algo apenas perceptible en el ultrasonido. Después vienen los médicos, los quirófanos, el corte, el miedo. No todo en ese orden. El miedo siempre. Y la cadena es larga: una más de las mujeres de la familia. La culpa es del gen. Adonai. ¿Y antes? También antes el miedo, el corte, los quirófanos, los médicos. ¿Desde cuándo? O sólo un largo rezo y, ahora sí, el dolor y los hijos alrededor de la cama. Hijos para salvar cada día el universo. ¿Quién podía saber cuál era realmente el elegido por el Señor? Treinta y seis justos nos salvarán. ¿Yo? ¿Tú? Huella tan ajena, tan distante, que vuelve tanto tiempo después en otro cuerpo. Sólo una sombra que quisiéramos no reconocer.

La memoria de la sangre. La huella en el cuerpo como uno de los capítulos de la historia. Final abierto. Aunque mis colores recuerden más el calor del sur que los hielos entre los cuales cuentan que nadaba el abuelo con sus hermanos. Cada tanto una llamada y la emoción, el gusto, las novedades, la despedida. Mi madre grita como si en lugar de teléfonos –inalámbricos, digitales, ligeros– intentáramos cubrir los diez mil kilómetros con dos latitas y un piolín. Dice mi hija que yo también grito, incluso cuando alguien me llama de la misma ciudad en la que vivo. Llegó al verano porteño con trece años, ropa de lana y un violoncelo. Quizás sea lo único estrictamente cierto que cuento y provoca siempre un gesto de incredulidad. Parece una escena filmada en Staten Island para que Hollywood recuerde a sus inmigrantes. No debe de haber sido fácil viajar con semejante compañía. Menos aún para un adolescente de apenas un metro sesenta. La altura de mi hermano. También entre ellos hay un torrente memorioso. Pero no el gen aquel que durante siglos ha acompañado el inacabable balanceo frente al muro. ¿Se balancean también las mujeres al rezar? El cielo está ya anaranjado frente a la ventana que miro cuando escribo. Y es agosto. Siento siempre el frío del invierno cuando empieza agosto.

Detrás del silencio, los gritos agazapados copian una historia cualquiera. Porque cada uno recibe su herencia, aun sin quererlo o sin saberlo. La mía son esas veintidós letras; veintidós consonantes en una lengua que apenas conozco y de la que no sé cómo apropiarme. Letras que construyen el sentido de las ausencias. Un nombre y otro y otro más y es sagrada la ofrenda de la sangre. Desata a tu hijo, le dijo dios a Abraham; que el sacrificio le otorgue su propio camino y una voz única.

Hablamos poco de las historias viejas. Siempre hay algo sobre lo que es mejor callar: un rastro, una huella, una sombra de mirada esquiva. Los nombres junto a cada una de las fotos. No recuerdo si también las ponen en otros cementerios. Aquí sólo mi madre no dejó su nombre. Prefirió la ceniza, el viento, el agua y el verde. A veces no sé dónde buscarla.

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