Me dije hazlo y lo hice

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Voy a dormir, ya queda menos para que llegue el sábado. ¡Qué ganas tengo de conocer la escuela que dice Paqui! Dice que no tiene ventanas y que el techo tiene agujeros por donde entra el agua y, cuando llueve, los niños dan las clases mojados. Veremos si podemos hacer algo.

3

La niña que fui

Fueron meses de muchos errores, de mucho aprendizaje. Estábamos jugando en un terreno completamente desconocido para nosotras. Nuestra única intención era ayudar y ni por asomo sabíamos todo lo que eso conllevaba.

Recuerdo la primera vez que fui a un gestor y le pregunté qué tenía que hacer para llevar las cuentas claras: empezó a hablarme de partida doble, de exención parcial, del impuesto sobre sociedades, del modelo 060… Para mí, era como si estuviera hablando ruso. ¿Para ayudar a un niño tenía que aprenderme todo eso? Tenía dos opciones: o pagar a este señor los cien euros al mes que me pedía por llevar las cuentas (todavía no habíamos ganado ni un euro con la asociación) o aprender contabilidad. Sin duda, elegí lo segundo.

Siempre he sido muy mala estudiante. Un día, estaba en el cumpleaños de un amigo que tenía un karaoke; yo tenía diez años. Me subí al escenario y empecé a cantar una canción de Sergio Dalma. Al papá de uno de los niños que vino al cumpleaños, que era representante de actores, le hice gracia: se acercó a mi madre y le dijo que quería representarme porque me veía con capacidades para ser actriz. Mi madre le dijo que no, que era pequeña y tenía que estudiar; pero yo lo escuché y me acerqué para insistirle porque quería intentarlo. Se intercambiaron los números de teléfono y a las pocas semanas estaba haciendo un casting.

Empecé a trabajar en televisión con once años y en la interpretación encontré mi pasión, el sentido de mi vida. Esto fue muy bueno para tener claro qué querría hacer cuando fuese mayor, pero también hizo que el colegio me aburriera más de lo que ya de por sí me aburría. Cuando me ponía delante de un libro me decía a mí misma: «¿para qué necesito saber álgebra si lo que quiero es interpretar?».

Error; con el tiempo me he arrepentido. A veces nos centramos demasiado en el futuro, pensando en lo que pasará o no pasará dentro de unos años y nos olvidamos de las oportunidades que nos brinda el presente. Cada día es una oportunidad para ser mejor, para superarse, y el futuro será lo que cada día desde ahora mismo empieces a construir. No habría estado de más aprovechar aquel momento y aprender otras cosas; pero tenía tan claro que quería seguir siendo actriz cuando fuera mayor que conseguí desmotivarme con todo lo demás. Y no solo eso: si no trabajaba no me sentía valiosa.

Empecé trabajando en un programa que se llamaba Club Megatrix: iba al plató de Antena 3 dos o tres días por semana. Muchos días venía el taxi a buscarme a las seis de la mañana y terminaba de grabar a las cinco de la tarde. Eso los días que no tocaba viajar, porque si tocaba irse a Asturias, Barcelona, Málaga o Sevilla, por ejemplo, a veces dormíamos en la ciudad donde grabábamos, pero otras íbamos y volvíamos en el mismo día; por lo que muchas veces salía de mi casa a las cinco de la mañana y volvía a las once de la noche. Y, al día siguiente, al colegio.

Me encantaba cuando volvía de clase y mi madre me daba los nuevos guiones que había traído el cartero.

—Te los tienes que aprender para el jueves —me decía, por ejemplo, un martes.

Entonces, después de hacer los deberes con la profesora particular en casa, me encerraba en mi habitación y me pasaba horas estudiando y buscando el tono que mejor le podría ir a lo próximo que tenía que presentar, que podían ser catorce o quince páginas.

En el colegio, mis compañeros no llevaron bien que yo saliera en la tele y al poco tiempo de empezar a trabajar en aquel programa me quedé sin amigos. Cuando volvía a clase después de haber faltado uno o dos días, me encontraba con alguna «sorpresa» como, por ejemplo, mi mesa pintada con alguna frase como: «cara de cerdo». Recuerdo que los que habían sido mis amigos me repetían constantemente que tenía que ir a un colegio de famosos. Ahora lo recuerdo y me río, pero en aquel momento me causaba un profundo dolor, porque yo era como ellos, no era diferente por salir en la tele y no entendía que ellos me miraran de forma distinta.

Después de dos años aguantando todo tipo de insultos y desprecios, en primero de la ESO mis padres optaron por cambiarme de colegio. El problema fue que seguía saliendo en la tele y mis nuevos compañeros lo llevaban igual de mal. Bueno, creo que empeoró, porque entré en un colegio de monjas y las buenas hermanas lo llevaban casi peor que los niños.

Esto me hizo crecer con un cortocircuito en mi cabeza, pues hacía algo que me apasionaba sin hacer daño a nadie y, sin embargo, no me aceptaban. Lo peor de todo es que no solo salía en los televisores de mis amigos, salía también en los de los demás niños; por eso, cuando iba sola por la calle o a algún parque, también me sentía acosada. Solo me sentía a gusto cuando estaba grabando, rodeada de gente que me entendía y me respetaba, o cuando jugaba con mi sobrina —que solo tiene tres años menos que yo—, con mi hermano David o con la que a día de hoy sigue siendo mi mejor amiga, Susana.

El gran cortocircuito vino cuando, años después, a los veintiuno, empecé en la serie de televisión Física o Química. Me había ido de casa hacía un año, el mismo año que terminé bachillerato. Intenté estudiar comunicación audiovisual, pero no me cogieron, así que con lo que había ganado aquel verano en una serie que se llamaba Cambio de clase me fui de casa y me apunté a un curso de Dirección de cine; por las mañanas iba a clase y por las tardes trabajaba de teleoperadora. Los ahorros se acababan, así que cada vez iba viviendo más ajustada. Me llamó mi representante para decirme que tenía un casting para una serie que se llamaba Física o Química. Era un martes por la tarde y no había manera de que me lo cambiaran a por la mañana: si iba al casting, podría perder el trabajo de teleoperadora porque no tendría justificación de mi falta. Pero me la tenía que jugar, no podía dejar pasar esa oportunidad. Al día siguiente, cuando volví al trabajo, el jefe me preguntó por qué había faltado. No supe mentirle. Me despidió.

Esto fue en diciembre de 2008, casi no tenía dinero y encima me había quedado sin ingresos: pasé la Navidad gastando lo menos posible y pensando que tendría que volver a buscar trabajo pronto.

El 7 de enero recibí una llamada de mi representante:

—Te han cogido para empezar en la tercera temporada de Física o Química.

Llevaba once años trabajando, pero nunca en una serie con tanta repercusión mediática. Ahora la gente por la calle me quería, me pedía fotos y me decía cosas bonitas; la gente me miraba con admiración y me hacía sentir superior. Y tengo que confesar que no me gustaba…, porque yo nunca había sido menos que nadie y por supuesto en aquel momento no era más que nadie tampoco. No me gustó sentirme culpable por hacer lo que amaba con once años y no me gustaba que me trataran como algo superior con veintiuno porque era la misma persona, la misma.

Así que después de mi paso por aquella serie, mientras rodaba en Tierra de lobos, me dije que quería hacer algo más que interpretar, que mi valor como persona no estaba en mi trabajo, que era valiosa porque estaba viva y que, además de interpretar, iba a hacer muchas más cosas que me apasionaran tanto como la interpretación.

Estuve un par de años inquieta, buscando dentro de mí. Leía muchos libros de motivación, escribía ideas…; iba despertando en mí algo que tenía dentro, pero que no sabía escuchar. Quería hacer algo que provocara un cambio en la sociedad, aunque fuese pequeñito.

María y yo compartíamos piso y ella estaba estudiando Educación Infantil, así que cada vez que tenía examen me pedía que le preguntara la lección y me gustaba mucho lo que leía. Cuando tenía que inventarse canciones, me pedía que la ayudara y cuando veía algún documental de bebés me sentaba con ella a verlos.

Las dos teníamos mucha inquietud hacia los temas de la infancia; sabemos que la parte más importante del desarrollo de una persona es en los primeros años de vida. Llegamos a pensar en abrir una escuela infantil en Madrid, pero soñábamos con hacer algo diferente. Si la abríamos, tendría que ser una escuela infantil que se saliera de las bases del sistema y quizás no sentíamos el impulso suficiente para hacerlo.

4

Cuando viajas, nunca vuelve el que se va

Hace unos años, cuando oí por primera vez la palabra visualizar, lo primero que pensé fue que era algo de gente que estaba mal de la cabeza. La pregunta que me hacía era: «¿Cómo voy a dedicar tiempo a imaginarme las cosas que quiero?». No le encontraba sentido. De hecho, me decía que, si cerraba los ojos y pensaba en cosas buenas, entonces a lo mejor no pasaban; como si fuese una superstición. Prefería la idea de ponerme siempre en lo peor, así estaría preparada para todo lo malo que viniera. Pero había algo dentro de mí, mucho más abajo de todas mis creencias, que me decía: «Bueno, siéntate diez minutos, cierra los ojos e inténtalo». Y eso hacía: me metía en mi habitación, me ponía música relajante y cerraba los ojos. Cuando llevaba dos minutos, me había dicho todo tipo de cosas para creerme que estaba verdaderamente colgada y que estaba perdiendo el tiempo, así que me quitaba los cascos y salía de la habitación como si nada hubiera pasado. Tanto era el prejuicio que tenía que lo mantenía como un secreto y no se lo contaba a nadie: «A ver si se van a dar cuenta de que no estoy a gusto conmigo, que necesito hacer cosas para encontrarme y me van a ver vulnerable».

Lo curioso es que cada vez veía más veces la palabra visualizar en internet, en libros…, incluso oía a la gente hablando de ello; así que seguí haciéndolo porque, a pesar de todo lo que pudiera decirme, confiaba en que algún día todo ese tiempo cerrando los ojos e imaginándome dentro de unos años cómo me gustaría ser, habría tenido sentido.

 

Y es cierto que visualizar no es magia: no significa cerrar los ojos, decir que quieres ser una gran empresaria y quedarte en tu casa viendo películas de Netflix, esperando a levantarte un día y tener una megaempresa con quinientos empleados. Pero ¿cuántas veces de forma natural te encuentras pensando en todo lo que no quieres que te pase? Muchas, ¿verdad? Y si esto, que nos hace sufrir tanto, lo aceptamos, ¿por qué no darle la vuelta y empezar a pensar en lo que sí queremos que nos pase? Puedes decir: «Ya, claro, pero eso no me sale de forma natural, eso es muy difícil». Cierto, porque le hemos dado tantas veces la razón al miedo que nos hemos acomodado a vivir con él, pero ¿nos aporta felicidad? Ni un poquito. Así que, ¿qué tal si hacemos algo de gimnasia neuronal cada día y trabajamos en ver lo que sí queremos?

Una tarde, con Idea Libre ya registrada, a María se le ocurrió la gran idea de «repartirnos los departamentos». Esto fue muy gracioso porque desde el primer día nos tomamos todo tan en serio que nos creíamos una gran asociación y solo éramos María y yo trabajando en el salón de casa. Pero aquí entraban en juego todas mis visualizaciones: sabía que, si quería conseguir algo en la vida, tendría que empezar por creérmelo, por tener claro mi objetivo, verlo e ir a por él. Al final, el noventa por ciento del éxito de cualquier persona se consigue gracias a su actitud.

Nos repartimos las tareas: María llevaría las redes sociales, el diseño, la administración y la formulación de proyectos y yo llevaría los eventos, los socios, la contabilidad y las relaciones públicas. Luego, las dos aportamos siempre en todo, pero era importante que desde el principio cada una dirigiera actividades en concreto.

Empezamos a estudiar temas relacionados con nuestros «departamentos»: María empezó con un curso de Cooperación al desarrollo y yo con uno de Recaudación de fondos para ONGs a la vez que aprendía contabilidad.

No nos habían dejado llevar a cabo nuestro proyecto en el orfanato, pero la asociación ya estaba registrada y nos habíamos prometido que iríamos a ayudar a los niños y niñas que hiciera falta donde hiciera falta. Y en el viaje en el que conocimos el orfanato habíamos vivido mucho más.

Haré un repaso de aquella aventura que nos despertó tantas inquietudes.

En enero de 2014, María y yo decidimos hacer un viaje diferente. Siempre nos ha gustado viajar de una forma alternativa, evitando lugares turísticos y conociendo más a fondo las costumbres de cada lugar al que vamos. Mi primer viaje con María fue con dieciocho años con Interrail por Italia. En aquella época, comprabas un billete de tren con el que podías coger los trenes que quisieras por la zona de Europa que eligieras durante un número determinado de días; nosotras elegimos Italia y Grecia durante quince días. Decidimos irnos del 16 al 31 de agosto, con una mochila que pesara muy poco y casi nada de dinero. Para no ir a hoteles, viajábamos por las noches en los trenes, y así poder dormir, e íbamos de un extremo del país al otro. Un día estábamos en Florencia, al día siguiente en Calabria y al siguiente en Verona. Comprábamos latas de atún, pan, alguna vez un trozo de pizza y era lo único que comíamos en todo el día. Conocimos muchísima gente, estábamos siempre en la calle y nos relacionábamos con todo el mundo.

Con veinte años nos fuimos las dos solas a Egipto y a Marruecos habíamos ido varias veces también solas, corriendo algún que otro peligro; pero esta vez queríamos algo donde no solo fuéramos a aprender, sino donde pudiéramos aportar. Así que buscando por internet, encontramos una plataforma que te vendía «viajes solidarios». Ofrecían una programación en la que durante las dos semanas que estuviéramos allí iríamos a la escuela del poblado a hacer diferentes actividades, excursiones a los alrededores y un día, si querías, podías visitar un orfanato. Nos gustó la idea: María había terminado de estudiar Educación Infantil y a mí los niños me apasionan, así que contactamos con la chica que lo llevaba. Nos cobró trescientos cincuenta euros a cada una, más los costes del viaje. Nosotras entendimos que estábamos pagando eso porque haría un seguimiento y estaría atenta de nosotras durante nuestra estancia: nos habíamos imaginado que llegaríamos a Marruecos y nos llevarían a una «casa de voluntarios» donde habría más personas con las mismas ganas que nosotras. Un día antes del viaje, María me dijo:

—Sandra, tengo miedo. ¿Y si no hacemos bien el trabajo? —Ahora lo recuerdo y me río.

Al día siguiente, llegamos a Marrakech y Mohamed, un chico de unos treinta años, nos esperaba en el aeropuerto; pensamos que sería nuestro guía y que nos llevaría a la «casa de voluntarios». Este chico, que hablaba algo de español, nos empezó a contar que tenía una ONG local junto con dos amigos y que a la mañana siguiente cogeríamos un autobús para ir a su pueblo. Así fue: a la mañana siguiente hicimos doce horas de autobús de camino a Errachidia, una ciudad al sureste de Marruecos.

Éramos las únicas extranjeras del autobús y, aunque no entendía nada ni a nadie, me sentía en total armonía con la gente y con el momento. En realidad, no tenía ni idea de dónde estaba yendo, pero sabía que era donde tenía que ir. Haber estado en cualquier otra parte del mundo en aquel momento habría sido un error. Ese era mi lugar.

Disfruté del paisaje mientras la música de mis cascos me permitía soñar. El sol, las carreteras llenas de gente a los lados, de bicis, de burros, de niños jugando…: iba absorbiendo todo lo que mis ojos captaban, como una niña pequeña cuando se asombra por algo maravilloso.

Llegamos de noche a Errachidia y cogimos otro autobús que nos llevaba al poblado. Estaba lleno, así que nos pusimos en la parte de atrás, de pie, y dejamos las mochilas en el suelo. En un momento, el autobús giró dejando la ciudad atrás y se metió por un camino cada vez más oscuro. El autobús iba parando en medio de la nada y la gente se iba bajando. María, intrigada, me preguntó:

—¿Dónde irá esta gente? Es imposible que vean algo.

Tenía razón. En la parada siguiente, Mohamed, que se había quedado en la parte delantera del autobús, se acercó y nos dijo:

—Chicas, hay que bajar, es aquí.

—¡¿Aquí?! ¡Pero si no hay nada! —nos decíamos entre nosotras sin que el chico nos oyera.

Empezamos a caminar, alumbrándonos con la luz del móvil, siguiendo a este chico que no conocíamos más que de unas horas. Yo no paraba de pensar en lo que nos podría pasar si se le iba la cabeza. Ni María ni yo sabíamos dónde estábamos: lo máximo que llegábamos a alumbrar con el móvil era la tierra del camino, pero era imposible ver un cartel o cualquier cosa para tener como referencia. A los cinco minutos, que a mí me parecieron cinco horas, empezamos a ver algo de luz. Ya estábamos entre casas de adobe cuando llegamos a una de la que salió una mujer a recibirnos.

—Bienvenidas a mi casa —nos dijo el chico.

Veinte minutos más tarde, estábamos en un salón con sus cuatro hermanas, tres hermanos, los padres, una cuñada y un sobrino. Todos alrededor de una mesa, comiendo con la mano de un plato que había en el centro: tajín de pollo y verduras que habían preparado las mujeres de la casa.

Esta familia no hablaba nada de español, el chico más o menos, y María y yo no teníamos ni idea de árabe. Nos mirábamos los unos a los otros haciendo esfuerzos por entendernos a través de gestos. Serían nuestra familia durante los próximos quince días, pero no tuvimos problemas, sabíamos que la sonrisa era el idioma internacional.

Ni casa de voluntarios ni programación ni volvimos a saber nada de la chica de la plataforma de internet: lo único que había hecho era asegurarse de que Mohamed nos recogería en el aeropuerto y nos llevaría a su casa, ¡y por ello le pagamos setecientos euros!

A pesar de aquel engaño, los siguientes días fueron muy enriquecedores: vivir con una cultura tan diferente a la nuestra nos abrió mucho la mente. Ya habíamos estado más veces en Marruecos y, aunque siempre de mochileras, no habíamos dejado de estar en zonas turísticas. Ahora estábamos en un pueblo donde no había ni tiendas ni coches ni bares, solo casas de adobe, calles sin asfaltar y campo. La primera mañana, cuando nos despertamos y lo vimos de día, las dos coincidimos en que parecía que estuviéramos en un belén viviente.

Todas las mañanas las mujeres hacían pan en un horno de piedra y lavaban la ropa en barreños que después tendían en el corral, donde tenían un burro. Por las noches, cuando llegábamos a la casa, nos poníamos con ellas a cocinar, a lavar los cacharros y ayudar en la tarea que hiciera falta. Eran maravillosas.

Un día, la mamá de Mohamed se puso malita, muy malita. María y yo estábamos asustadas porque no sabíamos qué le pasaba. Tenía fiebres muy altas y estuvo tumbada en el salón cuatro días mientras las hijas cuidaban de ella. Una tarde, María iba al baño y Mohamed la frenó.

—¿A dónde vas? —le preguntó.

—Al servicio —respondió María.

—Lo siento, no puedes pasar al salón —Para ir al baño había que atravesarlo—, le están leyendo el Corán a mi madre y vosotras no podéis oírlo, no sois musulmanas. Dentro de un rato te aviso. Lo siento.

Nos impresionó mucho, pero, por supuesto, lo respetamos. Yo pensaba que la mujer estaba muriéndose y que por eso le rezaban, pero unos días después se recuperó. Entendí que ir a rezar a un enfermo era normal.

En aquel viaje conocimos también una escuelita; bueno, realmente era una sala con cuarenta niños y niñas y una mujer sin estudios que no cobraba por trabajar y que les entretenía por las mañanas. La sala no tenía luz y carecía de material escolar. Estuvimos yendo por las mañanas. Íbamos a la ciudad a comprar cartulinas o lo que ese día se nos ocurriera y se lo llevábamos a la profesora para que pudiese hacer actividades con ellos. Era enero y hacía mucho frío, por lo que los niños daban la clase con el abrigo y la bufanda puestos.

Durante aquellas horas en la escuela, lo que más hice fue observar. Ni María ni yo queríamos entrometernos en el trabajo de aquella profesora, no éramos quiénes para decidir qué o cómo había que hacer las cosas. Alguna vez propusimos juegos, pero la mayor parte del tiempo lo pasé apoyada en la puerta, observando el comportamiento de aquellos niños que se estaban criando de una manera tan diferente a como me había criado yo.

Había un descanso a media mañana y el que tenía suerte y había llevado un trozo de pan o una pieza de fruta aprovechaba para comérselo. Una de las veces una niña de unos cuatro años sentada en su pupitre sacó una mandarina y la niña que había al lado, dos años mayor que ella, se la quitó de las manos y empezó a pelarla. Quise meterme y explicarle a la de seis que eso no se hacía, que la mandarina era de la pequeña y que tenía que devolvérsela. No sé por qué razón no hice nada, solo me quedé mirando. Sentí bastante rabia, porque en seguida pensé en lo injusta que estaba siendo la situación. No todos los niños podían permitirse el lujo de comer algo a media mañana; de hecho, la mayoría no llevaban nada. Pero si la pequeña había llevado una mandarina, nadie tenía por qué quitársela. Cuando la mayor terminó de pelar la mandarina, se la devolvió pelada a la pequeña, se levantó y se fue a jugar. En un momento, algo dentro de mí se hizo añicos. Se me puso un nudo en la garganta y me sentí imbécil. Esa niña me acaba de dar una lección. Cuánto me alegré de no haberle dicho nada mientras ayudaba a su compañera, y qué tonta fui por pensar mal antes de saber lo que estaba pasando verdaderamente.

28 de enero del 2014

Ya me he metido en la cama, si se puede llamar así…: un colchón en el suelo, lleno de mantas (menos mal). Casi no escribo porque con el frío me duelen las manos. Esto es difícil. Cenamos con el abrigo puesto y para lavarnos es una locura. ¡No hay ducha! Hoy por la mañana me ha ayudado la cuñada de Mohamed. Hemos calentado agua, la hemos echado en un barreño y ella me ha ido aclarando el pelo mientras yo me lo frotaba.

Ahora pienso mucho en ella. La veo muy triste… Tiene diecinueve años y un marido de cuarenta y tres. Cuando le he preguntado a Mohamed si se casan por amor, me ha contado que a su hermano le buscaron la esposa él y sus otros hermanos. Buscan chicas que creen que pueden ser buenas para su hermano y le llevan fotos. Entonces, el hermano elige.

 

Mientras me aclaraba el pelo, tenía muchas ganas de hablar con ella, de decirle que es preciosa y de proponerle una huida…; qué peliculera soy. O no. El caso es que no me entiende y no puedo hacer otra cosa más que sonreírle y mirarla con todo mi amor y respeto. Me cuesta entender cómo una mujer, solo por el hecho de haber nacido en esta parte del mundo, carece de valor como persona. ¿Dónde está su derecho a elegir? ¿Dónde está su libertad? Y lo que es peor, ¿dónde se quedan sus sueños? Pensaré mucho sobre esto.

Mañana iremos a una escuela por la mañana y por la tarde aprovecharé para lavarme la ropa en el corral, que es donde lavan las mujeres de la casa.

Voy a dormir, que mañana quiero dar todo de mí.

Cuando creamos la asociación, dijimos que nuestra ayuda sería a través de la educación y como el hombre del orfanato nos había dado largas, decidimos centrarnos en la escuelita para mejorarla.

Hablamos con la asociación local de Mohamed y les propusimos hacer una escuela nueva. Nos dijeron que sí, que colaborarían con nosotras buscando una tierra donde poder construir; pero en la búsqueda, se nos ocurrió una idea mejor, y bastante más asequible: alquilar una casa. El precio del alquiler era de sesenta y cinco euros al mes y tenía tres habitaciones. Cada habitación la arreglaríamos y la acondicionaríamos para que fuese una clase, poniendo todo el mobiliario y el material necesario, y escolarizaríamos a setenta y dos niños. Elegiríamos a tres mujeres del poblado que quisieran trabajar y contrataríamos a una profesora para que las formara como educadoras. En cuanto los chicos de la asociación local se vieran capaces, se quedarían con el proyecto, siendo ellos los que lo gestionaran de forma independiente.

5

Si no te entienden, cambia tu discurso,

pero no cambies tu objetivo

Organizamos un evento en Madrid para recaudar fondos: un evento de pádel en un pueblo que se llama Daganzo de Arriba. Para conseguir que nos dejaran las pistas gratis, tuvimos que negociar con el dueño del club de pádel. Nos sentamos delante de él y le contamos cómo vivían aquellos niños y niñas; no me cabía duda de que una vez que lo escuchara, se sumaría a la iniciativa.

—Perdona, tú sales en una serie de Antena 3, ¿verdad? Te dejo las pistas gratis si me traes famosos —me respondió.

Cogí aire, todo el que pude, y le sonreí:

—No te preocupes, intentaré que venga algún actor o actriz a colaborar, pero déjame las pistas gratis, por favor, porque estos niños necesitan una escuela.

Salí de allí muy triste, mucho. María y yo llevábamos un mes organizando el evento, pensando qué podíamos ofrecer para que viniera gente a jugar, a comer un bocadillo o a comprar alguna camiseta de Idea Libre, que habíamos estado haciendo en la fábrica donde trabaja el padre de María; todo para recaudar el máximo dinero posible y poder ofrecer a unos niños la oportunidad que se merecen. ¿Y a este hombre solo le importaba que viniera una persona famosa?

Desgraciadamente, no solo a él le importaban poco nuestros niños. Una mañana, salimos a buscar patrocinadores cerca de donde íbamos a realizar el evento, a hablar con pequeños comercios y a pedirles que colaboraran con cincuenta euros a cambio de ponerles en el cartel. Cuando llevábamos cinco comercios que nos habían dicho que no después de que les enseñáramos fotos de los niños de Marruecos y las condiciones en las que vivían, se me ocurrió cambiar el discurso. En el próximo comercio, les diríamos que íbamos a hacer un evento al que vendrían actores y actrices, y después les diríamos que el dinero sería para unos niños que no tienen escuela, pero esto muy por encima. Parecía mentira, pero como por arte de magia los siguientes comercios empezaron a colaborar. Esto me provocó mucha rabia. ¿No es suficiente que te cuente que un niño necesita tu ayuda y que con cincuenta euros vas a patrocinar tu empresa en un evento y encima puedes mejorar su vida de forma directa? ¿Si viene un actor sí que tienes cincuenta euros, pero si un niño te necesita no? ¿Qué está pasando?

Finalmente, al evento vinieron cuatro amigos actores y actrices para echarme una mano. Muchas personas se interesaron por el proyecto, les gustó la iniciativa y se unieron a lo que ya era un sueño hecho realidad: gente involucrada con el objetivo de hacer más fácil la vida de todos los niños y niñas a los que alcanzáramos.

En aquel evento recaudamos tres mil doscientos euros; ya teníamos para empezar. Así que alquilamos la casa del poblado que haría de escuela, un concesionario de coches nos prestó una furgoneta y nos dio dinero para poder pagar el viaje; una caja de ahorros nos donó mesas y sillas, a las que a muchas de ellas les cortamos las patas en un taller de coches donde nos dejaron una radial para tener mesas para los más pequeños; conseguimos pizarras, material escolar, mochilas, juegos de aprendizaje, y, en septiembre de 2014, cargamos la furgoneta desde la puerta de casa hasta la que iba a ser la escuela. Mil cuatrocientos kilómetros.

Tengo claro que un ingrediente indispensable para conseguir aquello fue la responsabilidad que adquiere cualquiera cuando va detrás de un sueño. A lo mejor lo he escrito un poco engorroso, pero me voy a explicar. Desde el día en que María y yo empezamos a buscar dinero para poder escolarizar a setenta y dos niños marroquíes, vinieron todo tipo de preguntas de personas incapaces de entendernos. Preguntas como: «¿Con la pobreza que hay en España tenéis que ayudar a niños de fuera?» o «¿Creéis que vais a poder cambiar el mundo o qué?» o «Con todo el dinero que se quedan las asociaciones, ¿por qué voy a tener que dar dinero a una?». Mil y una preguntas, intentando poner en duda nuestra idea, y nosotras con muchas ganas de pararnos a responderles e intentar cambiar su opinión. Pero entonces, me dije: «¿Cuántas horas tiene el día? Veinticuatro horas, ¡solo veinticuatro! ¿Voy a perder cinco minutos de ese tiempo con una persona que no me interesa?». Teníamos que ser responsables y no podíamos perder el tiempo. En el mundo hay millones y millones de personas, así que, si unas no nos entienden, habrá que buscar a las que lo hagan, que verdaderamente las hay, y son la mayoría.

Otra de las partes de esa responsabilidad que adquirimos fue aprender a adaptarnos a muchas circunstancias que no nos gustaban, sabiendo que detrás había una recompensa hacia nuestro sueño. En mi propuesta no entraba ni de broma tener que llevar actores a un evento para que me dejaran las pistas gratis, pero si pasaba por el aro, iba a ganar mucho más. A veces, creemos que solo hay una manera de llegar a donde queremos y nos obcecamos en que tiene que ser de esa manera y todo lo que se salga de ahí lo tachamos y lo desechamos; pero tenemos que estar bien despiertos y abiertos a muchas otras posibilidades porque, por suerte, y digo por suerte porque me encantan los retos, las cosas no siempre son como queremos. Así que, siempre y cuando no perjudique a nuestros valores principales, podemos ser flexibles y adaptarnos a las circunstancias, aceptar que no siempre va a ser de la forma que queremos y que quizás hasta es positivo que no sea así porque seguro que aprenderemos algo de ello.

Y la parte más importante de la responsabilidad que adquirimos fue no cambiar nunca nuestro foco: si había que cambiar el discurso o buscar la manera de compensar a la persona que pudiera aportar algo, lo haríamos; pero nunca cambiando nuestro objetivo.

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