Ecumenismo

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Desafíos que persisten en el movimiento ecuménico en Brasil

Los límites del diálogo ecuménico en Brasil también se hacen notar. Existen elementos divergentes en la comprensión de la unidad de la iglesia, lo que significa diferencias tanto eclesiológicas como variaciones en las exigencias para la unidad según la doctrina de las iglesias en diálogo. La verificación de los elementos constitutivos de la unidad eclesial (como la fe, los sacramentos y los ministerios) no significa consenso sobre la naturaleza teológica de estos y el modo de expresarlos en las instituciones eclesiásticas. Por esas razones, en cuanto el ideal de la unidad aparece como algo confirmado, el “modo” de concretarlo no encuentra aún consenso, exigiendo un discernimiento apurado y perseverancia en el diálogo teológico.

Los desafíos que más se manifiestan son: ad intra al movimiento ecuménico, la centralización más en personas que en las instituciones y los conflictos entre carismas e instituciones; las tensiones inherentes al posicionamiento ecuménico de las iglesias y las dudas sobre las reales intenciones ecuménicas de algunos liderazgos eclesiásticos; la tensión entre la perspectiva cristiana de la unidad y el diálogo interreligioso; las diferentes concepciones de unidad cristiana, a veces demasiado ligadas al confesionalismo; la tensión entre la defensa de las identidades y la apertura a lo diferente, aun cuando existe la afirmación de elementos comunes en la fe, como en el Credo y en las “notas” de la iglesia, lo que no significa consenso en su interpretación y su aplicación a nivel práctico. Ad extra del movimiento ecuménico los principales desafíos son la realidad social y la pluralidad del campo religioso brasilero; el proselitismo, sobre todo en el medio pentecostal; la frágil unidad interna de algunas comunidades; la pérdida de sentido de pertenencia eclesial y la privatización de la práctica de la fe de los cristianos; el tránsito de los cristianos de una confesión a otra en búsqueda de una experiencia religiosa satisfactoria; el reciente posicionamiento dogmático de algunas iglesias, que avalan el clima de apertura, respeto y transparencia en el diálogo.

Caminos por recorrer

La superación de los desafíos verificados en el ecumenismo en Brasil exige, entre otros:

1) La intensificación de los esfuerzos ecuménicos en todas sus direcciones, estrechando el diálogo entre los liderazgos eclesiásticos y organismos ecuménicos, entre el camino teológico/doctrinal y el pastoral, entre la búsqueda de la unidad cristiana, el diálogo interreligioso y los esfuerzos por la promoción humana. Esto implica renovar y fortalecer el diálogo ecuménico en Brasil, de modo de hacer compatibles creativamente tanto la necesidad de estructuración y funcionamiento como la capacidad de innovación y cambio. Además, implica que las iglesias y organismos realicen un esfuerzo decidido por explicitar las convicciones teológicas que fundamentan su compromiso ecuménico.

2) Tal hecho exige que la práctica del ecumenismo sea sustentada por motivaciones de fe consistentes. De este modo, se vuelve clara la especificidad de la acción ecuménica de los cristianos y cómo esta se relaciona con su condición de ciudadanos. Se crea así una visión ecuménica como principio de vida, radicada en la vivencia comunitaria de la fe. De aquí la importancia de explicitar también los principios epistemológicos que pueden guiar la comprensión de la unidad cristiana en Brasil.

3) Las diferentes formas de participación en el movimiento ecuménico necesitan estar fundamentadas en la conciencia de los elementos ya comunes entre las iglesias. Esa conciencia posibilita la comprensión de la unidad como un constitutivo original de la fe cristiana, de las causas de división y de los modos de superarlas, así como la comprensión de que lo que es diferente en los demás implica respetarlo, aunque aún no sea posible compartir su posición, y el rompimiento con toda pretensión de superioridad. Concretamente, esto es posible si son fortalecidas las iniciativas ecuménicas sobre todo en lo cotidiano de los cristianos, en las iniciativas oficiales de las iglesias, en la conjugación entre los caminos teológicos y pastorales.

El movimiento ecuménico en Brasil no abordó todas las cuestiones relativas a la unidad cristiana deseada, e incluso en aquellos elementos tratados existen lagunas. Por supuesto, esto no compete solo al diálogo local, sino también a la universalidad de la fe cristiana vivida por comunidades cristianas de otras latitudes. El análisis del diálogo local muestra que ya es un gran paso presentar la conciencia del valor del ecumenismo para la vida cristiana y eclesial. Aunque los resultados de los esfuerzos ecuménicos en Brasil sean pocos aún y no muy consistentes, ofrecen una contribución que puede ser importante para el movimiento ecuménico del ámbito internacional. Muestran que la unidad va más allá de la convivencia pacífica de diferentes concepciones y estructuras de la fe cristiana. No se admite un minimalismo ecuménico. La unidad es entendida dentro del horizonte de la koinonía, que expresa una real y visible comunión entre todos los hijos e hijas de Dios.

En los caminos hacia la unidad cristiana en Brasil es mayor el número de las preguntas que de las respuestas. Muchos caminos son recorridos a tientas, entre tensiones, conflictos mal entendidos, incluso rupturas. El camino aún es largo y es necesario recorrerlo con realismo y con la perseverancia de la fe. Es necesario que se desarrollen estructuras a favor de la unidad. Sin embargo, la fuerza del movimiento ecuménico local está en el desarrollo de una mística de la unidad, en la súplica humilde para que el Espíritu Santo suscite en la iglesia, como signo del reino ya en acción en la historia, el don de la plena unidad y comunión entre todos los discípulos de Cristo para la gloria de Dios Padre. Además de los obstáculos, existen condiciones para cultivar la semilla del diálogo, afirmando los elementos comunes ya constatados y creyendo que la unidad es, por sobre todo, don de Dios. Dios ofrece siempre nuevas oportunidades para estructurar sus proyectos para realizar la unidad de su pueblo. El movimiento ecuménico es un medio privilegiado para esto.

Notas:

1 Miembro del Programa de Posgrado en Teología de la Pontifícia Universidad Católica de Paraná (Brasil) y líder del Grupo de Investigación Teología, Ecumenismo e Diálogo Interreligioso (PUCPR).

2 Entre los estudios más destacados del diálogo ecuménico en Brasil —todavía no todos publicados— se destacan: E. W. Seibert, Busca da Unidade na Confissão de Fé – Um estudo comparativo entre o Credo Niceno-Constantinopolitano e declarações de fé cristã recentes no Brasil, Dissertação de Pós-Graduação em Ciências da Religião, na Universidade Metodista - SP, 1995; G. Tiel, O Ecumenismo na perspectiva do reino de Deus – Uma análise do movimento ecumênico de Base, São Leopoldo, Sinodal, 1998; J. Alves, Macroecumenismo – Gênese e trajetória de uma idéia, Dissertação de Pós-Graduação em Ciências da Religião, na Universidade Metodista – SP, 1999; C. G. Bock, O Ecumenismo Eclesiástico em Debate – Uma análise a partir da proposta ecumênica do Conic. São Leopoldo, Sinodal, 1998; E. Abumanssur, A Tribo Ecumênica – Um estudo do ecumenismo no Brasil nos anos 60 e 70, Dissertação de Mestrado em Ciências Sociais – PUC/SP, 1991; E. Wolff, O Ecumenismo no Brasil. Uma introdução ao pensamento ecumênico da CNBB. São Paulo, Paulinas, 1999; Caminhos do Ecumenismo no Brasil, São Paulo: Paulus, 2002; R. Colet, Rede Ecumênica da Juventude – Memória, identidade e atuação no movimento ecumênico brasileiro. Dissertação de Mestrado, PUCPR, 2016.

3 J. F. Hauck, “A Igreja na emancipação”, en J. O. Beozzo (ed.), História da Igreja do Brasil, Tomo II/2. São Paulo, Paulinas, Rio de Janeiro, Vozes 1985, 128.

4 Tal fue, por ejemplo, el objetivo de la Sociedad Brasilera de Tratados Evangélicos, creada en 1883, por Eduardo Carlos Pereira. Cf. A. G. Mendonça, O Celeste Porvir – A inserção do protestantismo no Brasil. São Paulo, Paulinas, 1984, 86.

5 E. Braga - K. J. Grubb, The Republic of Brasil – A Survey of the Religious Situation, Londres, World Dominion Press, 1932.

6 Como la influencia jansenista, la escasez de obispos, la prohibición de la entrada de novicios en la orden religiosa de los jesuitas, en 1855, entre otros.

7 Cipriano, Epistula 73, 21, citado por J. Quasten, Patrologia – I primi due secoli, vol. I, Casale, 1995, 603. En el n.º 14 de la LG el Concilio Vaticano II permite formular positivamente esa expresión, afirmando tres aspectos de la misma: toda salvación viene de Cristo a través de la Iglesia; la iglesia es cuerpo de Cristo; esta iglesia peregrina es necesaria para la salvación.

8 A nivel continental, el metodista J. de Santana divide el movimiento ecuménico en tres períodos: el interdenominacional protestante (1913-1929); el surgimiento de los movimientos eclesiales: la toma de consciencia latinoamericana (1929-1961); la opción por los sectores populares (1961…). Cf. “Il movimento ecumenico in America Latina”, en SIAL 16-17 (1994) 41-43.

9 Para las iglesias protestantes, este hecho tiene origen en la intensificación de las actividades ecuménicas a nivel continental después de la Conferencia de Panamá (1916). Se destacan las Conferencias de Montevideo (1925), Habana (1929) y la creación del Consejo Mundial de Iglesias – CMI (Amsterdan, 1948). Cf. O. E. Costas (ed.), De Panamá a Oaxtepec, Quito, CLAI 1982. Para los católicos, fue decisivo el Concilio Vaticano II (1962-1965), por el cual la Iglesia católica se manifestó más intensamente sintonizada con el movimiento ecuménico. Cf. F. Lepargneur, “O Ecumenismo Católico após a Terceira Sessão”, en REB 24 (1964) 976-986; E. Wolff, Caminhos do Ecumenismo no Brasil, cap. II.

 

10 Se creó la llamada “Linha 5” de las Directrices Pastorales, dedicada a la promoción del ecumenismo. E. Wolff, O Ecumenismo no Brasil, 41-42; E. Wolff, Caminhos do Ecumenismo no Brasil, 103-118.

11 Se sitúan aquí la creación de importantes organizaciones ecuménicas, que existen hasta el día de hoy, como Serviço de Aconselhamento Interconfessional – SICA (1969), Conselho de Igrejas para Estudo e Reflexão – CIER (1970), Coordenadoria Ecumênica de Serviços – CESE (1973), Comissão Nacional Católica – Luterana (1974), Encontros de Dirigentes de Igrejas – EDI (1975), Centro Ecumênico de Serviço à Evangelização e Educação Popular – Cesep (1982).

VI

El episcopado peruano posconciliar y el ecumenismo: un desafío pastoral pendiente (1960-2010)


Juan Miguel Espinoza1

En este artículo se desarrollan las dificultades que ha tenido el episcopado peruano para acoger en la práctica las directrices del Concilio Vaticano II sobre el ecumenismo al tener que renunciar a muchos de los privilegios que el ordenamiento social le ha concedido tradicionalmente a la Iglesia católica. Pero ha evolucionado positivamente la situación, en la medida en que la población cristiana no católica crece y se instala en la esfera pública. Otra dificultad para el desarrollo del ecumenismo ha sido que la preocupación social ha concentrado de tal manera todos los esfuerzos del episcopado peruano en las décadas de dictaduras y pobreza que no ha sido el ecumenismo una prioridad pastoral.


Introducción

En abril de 1990, el Ing. Alberto Fujimori, hijo de inmigrantes japoneses y un verdadero desconocido en la escena política, logró catapultar su candidatura a la presidencia del Perú y pasar a disputar la segunda vuelta electoral frente al reconocido novelista Mario Vargas Llosa. En un escenario en el que el país “parecía al borde del abismo” por la confluencia de terrorismo, hiperinflación, narcotráfico y pobreza extrema, que se potenciaban como “los cuatro jinetes de un apocalipsis bíblico”2, Fujimori había logrado capitalizar el desgaste de las fuerzas políticas más importantes de la década de 1980: el APRA (el partido de gobierno) y la izquierda (fragmentada por conflictos ideológicos). Además, logró explotar los temores contra el ajuste estructural neoliberal planteado por los partidos de derecha, representados por Vargas Llosa.

Las iglesias evangélicas fueron uno de los baluartes fundamentales del conglomerado variopinto que apoyó la candidatura de Fujimori. Desde el inicio de la conformación de su movimiento político, Cambio 90, estuvieron con él y 50 evangélicos integraron su lista parlamentaria3. Por ello, el ascenso de este candidato fue percibido por varios actores políticos y por la propia Conferencia Episcopal Peruana, como un uso político de lo religioso en la coyuntura electoral. Los obispos del Perú, en un mensaje posterior a la primera vuelta, afirmaban que “no es honesto manipular lo religioso para servir a fines políticos”. Justificaban esta crítica en el hecho que, a diferencia de la Iglesia católica, que “se ha mantenido ajena institucionalmente en apoyar cualquier candidatura”, otras organizaciones religiosas habían “caído en el proselitismo político”4.

Sin embargo, lo que podría haber pasado como una reflexión ética acerca de los límites de la práctica política de las organizaciones religiosas en el espacio público, derivó en una “guerra santa” entre católicos y evangélicos5. La polarización religiosa quedó retratada en dos actos públicos de parte de dos obispos de gran prestigio en el país. El 13 de mayo, mons. Luis Bambarén S. J., obispo de Chimbote y gran ícono de la pastoral social desde fines de los años sesenta, publicó una orientación pastoral donde criticó fuertemente a los evangélicos y “apeló a todas las personas de buena voluntad, católicos o no, a no sacralizar lo político ni politizar la religión”6.

Por su parte, mons. Augusto Vargas Alzamora S. J., arzobispo de Lima y primado del Perú, difundió un texto a su feligresía bajo el título “Los grupos evangélicos no responden a la tradición cristiana. Así afirma la iglesia”, en el cual exhortaba al pueblo peruano a una actitud combativa de “defensa del mayor tesoro de nuestra peruanidad: nuestra fe católica” frente a quienes calificaba como “hermanos en el error”. Por si fuera poco, Vargas Alzamora decidió organizar, “a modo de reparación pública” frente a lo que consideraba ataques desde el evangelismo, una gran procesión del patrono de la ciudad de Lima, el Señor de los Milagros7.

Este episodio de la historia de la iglesia peruana puede ser leído como un síntoma de las dificultades del ecumenismo en América Latina. Veinticinco años después del Concilio Vaticano II el esfuerzo por edificar la unidad de los cristianos aún encontraba sus obstáculos en el episcopado peruano. El episodio reflejaba la fragilidad del movimiento ecuménico en un país en donde la mayoría de la población era católica y en el que costaba alcanzar aún ese nivel mínimo de fraternidad de “eliminar palabras, juicios y obras, que no respondan a como son los hermanos separados según equidad y verdad, y que por tanto hagan más difíciles las mutuas relaciones con ellos”8.

Para la teóloga Véronique Lecaros, quien ofrece la investigación más pormenorizada y reciente sobre el tema, las elecciones de 1990 inauguraron una etapa decisiva en las relaciones entre las iglesias católica y evangélicas9. En los siguientes veinticinco años el número de los evangélicos se ha duplicado y ocupan un lugar en los terrenos público y político. Desde entonces, los partidos políticos incorporan candidatos evangélicos, los políticos se vinculan con pastores y asisten a celebraciones publicitadas. Esto ha cuestionado el monopolio del catolicismo y su papel como religión pública, por lo que los obispos han respondido intentando preservar los privilegios que les otorga el Estado y, sobre todo, impidiendo que los evangélicos puedan obtener un tratamiento comparable al de la Iglesia católica. Su objetivo es “conservar su supremacía, otorgando a los evangélicos un lugar secundario”10.

No obstante, en la lectura de Lecaros, el problema pareciera empezar recién en 1990, cuando, en realidad, las relaciones entre las denominaciones cristianas son el fruto de una larga y compleja historia, que puede remontarse hasta los inicios de la República peruana y que se desarrolla, con particular intensidad, durante el siglo XX. No es mi intención hacer un recuento detallado del proceso, aunque sí anotar que, a pesar de algunos ensayos de algunos investigadores, su sistematización es una tarea aún pendiente11. Más bien, quiero reparar en que las dificultades para el movimiento ecuménico en el Perú, que acertadamente identifica Lecaros, se comprenden mejor al incorporar una más amplia perspectiva histórica.

Para ello me concentraré en las actitudes del episcopado y en los lenguajes que construyeron, o dejaron de construir, para definir su identidad y marcar sus diferencias ante el protestantismo y el evangelismo. Mi aproximación empezará con las repercusiones del Concilio Vaticano II en la pastoral y la presencia pública de la iglesia peruana, que constituyó un punto de quiebre con el discurso católico que identificaba al protestantismo como una amenaza real para el catolicismo y para la nación peruana. Sin duda, con el Concilio germinarán experiencias de ecumenismo práctico que no han sido revisadas teológica e históricamente ni incorporadas a la memoria de las iglesias y, por tanto, han tendido a caer en el olvido.

Sin embargo, llamaré la atención sobre la poca atención que los obispos otorgaron al tema y que, por tanto, se tradujo en un frágil soporte institucional y un superficial discernimiento pastoral que no facilitó la maduración de estas formas de colaboración. Finalmente, discutiré el porqué del aparente “retroceso” del que da cuenta Lecaros, entre la década de 1990 y la primera del siglo XXI. Este contexto, caracterizado por procesos de diversificación religiosa, ha traído como correlato conflictos interreligiosos en el espacio público en torno a la representación política de iglesias, la libertad religiosa y la igualdad de oportunidades y la incidencia en la sociedad civil y las políticas públicas. Ubicar este escenario servirá para encuadrar los desafíos actuales del ecumenismo en el Perú y reflexionar sobre las limitaciones del camino recorrido.

Desde mi lectura mirar el caso peruano contribuye a reconocer que, en buena parte, el ecumenismo en América Latina está íntimamente vinculado al debate sobre religión, política y espacio público. En un continente en el que la religión sigue teniendo un papel vertebrador de identidades colectivas a través de la construcción de repertorios culturales que nutren la movilización de actores sociales y las reivindicaciones políticas, es en el terreno de lo público donde se construyen las relaciones entre las denominaciones cristianas12. Y, simultáneamente, constatarlo es reconocer una de sus principales dificultades y riesgos, pues en países como el Perú, el tema se pierde en disputas por hegemonizar el ámbito de lo religioso en el espacio público, sin madurar y potenciar las experiencias de entendimiento y colaboración.

En este artículo sostengo que el episcopado peruano tiene parte de responsabilidad en este esquema competitivo intercristiano, en la medida en que su magisterio no ha complejizado su reflexión sobre el rol de lo religioso en el espacio público desde una perspectiva ecuménica que cuestione estos excesos. Esto se ahonda cuando, en sus discursos sobre cuestiones sociales y políticas de la realidad nacional, no hay un reconocimiento del proceso de diversificación religiosa que viene atravesando el Perú debido al aumento sostenido de la migración de católicos a las iglesias evangélicas u a otras formas de espiritualidad no institucionalizadas.

El Concilio Vaticano II y el germen del ecumenismo en el Perú

La reforma constitucional de 1915, que legalizó la libertad de cultos en el Perú,, legitimó la actividad pastoral y social de las iglesias protestantes, aunque con las barreras propias de intervenir en una nación de mayoría católica13. Desde entonces se constituyó un esquema de competencia religiosa entre el catolicismo y protestantismo que desplegó estrategias proselitistas de las iglesias para cimentar su peso demográfico y su participación en el espacio público. El estudio del protestantismo ha recibido mayor atención, siendo menos conocidas las reacciones de los actores y organizaciones católicas ante el desafío de la diversidad religiosa. Pero lo que sí constituye un vacío significativo es la ausencia de investigaciones que den cuenta de experiencias de encuentro y cooperación. Por ello, en esta sección quiero situar históricamente el germen del camino del ecumenismo desde la perspectiva de la Iglesia católica peruana y, más concretamente, desde el aporte de sus obispos. Luego explicaré las dificultades y ambigüedades surgidas desde este escenario.

 

Es indudable que el Concilio Vaticano II (1962-1965) fue el momento crucial para el despertar de la cuestión ecuménica entre los católicos peruanos. Pero esta apareció en un contexto en que su comprensión y práctica se hacían difíciles. Las décadas previas a 1960 se caracterizaron por relaciones intercristianas tensas y combativas. Como ejemplo de ello, en el XVIII Sínodo Arquidiocesano de Lima, convocado por el arzobispo Juan Landázuri en 1959, se hablaba de la “infiltración protestante” “cada vez más amenazadora” y “tan perjudicial a nuestra fe católica para precaver estos males y apartar a los fieles de las asechanzas contra la fe”14.

La iglesia peruana llegaba al Concilio con una conciencia remozada de su rol en el espacio público en la cual acogía los procesos de modernización y los cambios sociopolíticos en curso en el país15. Sin embargo, en este momento de tránsito, este diálogo con la cultura moderna no le hizo poner en duda su hegemonía en el espacio público, sino, más bien, buscar los medios para reforzar su presencia en escenarios claves y, en ese camino, recortar el crecimiento del protestantismo que ponía en riesgo el monopolio religioso. En otras palabras, el reconocimiento de la diversidad religiosa no fue parte de esta nueva conciencia eclesial que fue cristalizando en la década de 1950.

Un texto de la edición de agosto de 1960 del boletín del Arzobispado de Lima significaría el primer gesto para tomar distancia de esta actitud confrontacional. En ese, el obispo auxiliar, José Dammert Bellido, celebraba “el próximo concilio” y su búsqueda del “restablecimiento de la unidad cristiana”16. Allí, Dammert explicaba que el tema implicaba asumir en serio la “universalidad de la iglesia” y recoger la experiencia de convivencia y colaboración intercristiana durante la Segunda Guerra Mundial, en donde “el sufrimiento común de todos los cristianos por el predominio de las ideologías contrarias, como el nazismo y el comunismo, ha avivado la unión de los creyentes en Cristo, el Señor”17.

El aporte más interesante del texto estaba en cómo debía entenderse ese camino. Haciendo eco del jesuita Boyer, profesor de la Universidad Gregoriana, Dammert afirmaba que, sin negar que la “doctrina más perfecta” era “la de nuestra Iglesia católica”, la unión de los cristianos no podía pasar solo por la “aceptación unilateral de la verdad católica”. Debía implicar “un intercambio de riquezas, una comunicación recíproca hacia la realización, por una y otra parte, de una misma plenitud”18. En el fondo, “la vuelta de nuestros hermanos separados atraería nuestra atención sobre tesoros espirituales de la iglesia que nosotros no utilizamos bastante”, como un sentido más profundo de la gratuidad de la gracia desde el luteranismo y la importancia del estudio bíblico desde el calvinismo19.

Dammert planteaba una intuición clara: el ecumenismo no pasaba por una asimilación a través de la imposición, sino por un proceso de diálogo y enriquecimiento, en el que la Iglesia católica alcanzaría una mayor plenitud al integrar las virtudes de los grupos cristianos separados. Sin embargo, esto igual presuponía la incorporación de las iglesias protestantes en el seno del catolicismo, en un proceso de integración que, aunque respetaba las particularidades, reafirmaba la primacía de la doctrina católica como la verdad auténtica. Otro elemento es que mons. Dammert no se adentraba a pensar la cuestión ecuménica en América Latina, sino que su reflexión reproducía más bien el debate en el contexto europeo, centrándose en la aproximación al luteranismo y anglicanismo.

Por lo dicho, como parte de la preparación del Vaticano II, el ecumenismo ingresaba al discurso del episcopado peruano como una inquietud de la iglesia “universal”, pero sin implicancias locales directas. La consecuencia de esto sería que el lenguaje de su magisterio abandonaría la diatriba y la confrontación para pasar a la tolerancia y el mutuo conocimiento. Sin embargo, esta nueva actitud frente a la diferencia religiosa no representaría un retroceso en la posición del episcopado de afirmar la presencia del catolicismo como religión pública. En otras palabras, y como resultaba comprensible, la convocatoria del Concilio no representó un cambio de mentalidad radical e inmediata entre los obispos peruanos respecto a la diversidad religiosa en el espacio público.

Un signo temprano de ello fue la carta pastoral de los obispos del Perú con motivo de las elecciones de 1962, en la que se nota la permanencia de la idea de que el catolicismo es un factor cohesionador que permitiría forjar el porvenir de la nación. En ese sentido se decía que “para que la autoridad pueda asegurar la colaboración decidida de todos los ciudadanos en la realización de estas tareas, es necesaria la más profunda comunidad de sentimientos e ideas, cual es la que nace de la comunidad en la fe”20. La unidad religiosa constituía una necesidad para la convivencia social. En ese sentido, la vigencia del mandato constitucional, que protegía al catolicismo como la religión de la mayoría de los peruanos, “tiene no solo el imperativo de una disposición legal, sino, más aún, la exigencia de un reclamo vital”21.

Con todo, a pesar de este discurso ambivalente, la participación en el Vaticano II acentuó en el episcopado peruano una actitud de tolerancia y respeto hacia las otras iglesias cristianas. El Concilio alentó un trabajo modesto pero significativo para promover el diálogo intercristiano a través del Secretariado Nacional para el Ecumenismo, que estaba dentro de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe. Bajo la dirección del padre Gerardo Alarco Larrabure, sacerdote diocesano de Lima y profesor de Filosofía en la Universidad Católica, el esfuerzo se concentró en la organización anual de la “Semana de Oración de la Unidad Cristiana”. De hecho, esta se había empezado a celebrar en 1960, bajo la iniciativa de Lucio Suttor, laico católico peruano-francés, quien se convirtió en el responsable de ecumenismo de la Acción Católica Peruana. En 1965, fue asumida oficialmente como una iniciativa de la Conferencia Episcopal Peruana22.

La edición más antigua de la “Semana de Oración de la Unidad Cristiana” que he podido documentar data del 24 de enero de 1964. Consistió en una misa, en la iglesia de San Pedro, presidida por el cardenal Landázuri. A pesar de ser un ritual católico, sin embargo, contó con la asistencia de los líderes luteranos, ortodoxos y anglicanos, sentados en “puestos de honor” en el crucero de la iglesia, además de la presencia de católicos y cristianos de otras confesiones23. Considerando que este evento fue anterior a la implementación de la reforma litúrgica de Sacrosanctum concilium, la misa mantuvo el rito tridentino; por ello, como gesto de fraternidad, el sacerdote jesuita Jesús Cánovas fue explicando a los no católicos las diversas partes y símbolos de la misa y les hizo participar en el rezo del Padre Nuestro.

Como se desprende del ejemplo anterior, en sus inicios la oración por la unidad de los cristianos coincidía con la conmemoración internacional del evento, del 18 al 25 de enero. Sin embargo, hacia los años setenta se decidió trasladarla a la semana de pentecostés o a la inmediatamente posterior. La anterior fecha coincidía con el verano, momento del año en que la actividad decaía y no recibía la suficiente atención. Asimismo, el Secretariado para el Ecumenismo fue tomando conciencia de que la celebración de una misa no era una práctica realmente ecuménica, pues los protestantes no la reconocían como un acto de culto, por lo que asistían solo como un “gesto de cortesía”, sin poder participar plenamente de la liturgia. Por ello, se decidió cambiar el planteamiento en el que el momento central fuese una asamblea de predicación y oración24.

De este espíritu más claramente ecuménico da cuenta la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos de 1974. Ya celebrada en torno a la fiesta de pentecostés, consistió en un “acto” en el que participaron el padre Alarco y representantes de las iglesias ortodoxa, anglicana, luterana y metodista, el cual fue transmitido por la televisión. De la misma manera, se realizó una “asamblea ecuménica” en un local de una asociación civil laica y en una parroquia limeña se celebró una “actuación religiosa” en la que participó el obispo anglicano. Finalmente, con ocasión de Navidad, se publicó en el diario La Prensa una reflexión ecuménica en la que intervinieron representantes de las iglesias mencionadas, pero que no he podido ubicar en dicho periódico25. Con todo, la nota que informa de este evento presenta una descripción vaga de las actividades, que quizás dé cuenta de la dificultad para encontrar un lenguaje adecuado para hablar claramente de una actividad litúrgica interconfesional.

En la investigación no he logrado documentar exhaustivamente la labor del Secretariado Nacional para el Ecumenismo, salvo por algunas notas sueltas en el boletín de la Conferencia Episcopal Peruana. No tengo claridad si se produjeron materiales y, adicionalmente, el mismo Alarco no parece haber escrito algo sobre su labor a la cabeza de ese comité. Un informe sobre la situación del ecumenismo del año 1976 es el material más detallado que he logrado ubicar. En este documento, el padre Alarco destaca algunos espacios en los que se realizan reuniones ecuménicas de oración y reflexión teológica, como son el Movimiento por un Mundo Mejor, la YMCA y los colegios metodistas26. Destaca, también, la colaboración interinstitucional a nivel de justicia, paz y educación. Por ejemplo, se refiere a la creación de la Comisión Ecuménica de Ayuda Social, conformada por miembros católicos y protestantes, bajo la presidencia del obispo del Callao Ricardo Durand Flórez, que han brindado asistencia a los refugiados chilenos que huían de la dictadura militar de Augusto Pinochet. Asimismo, se destaca la presencia de capellanes católicos y protestantes en la asociación de los boy-scouts y la participación en comisiones de la reforma educativa destinadas a pensar una educación religiosa que respetase la libertad de credo y aportase a la formación integral de la niñez y juventud27.

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