En busca de Cristo en América Latina

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El Cristo de la predicación protestante inicial

La tranquilidad conventual de la vida colonial en la América española fue sacudida de cuando en cuando por la presencia de piratas o corsarios ingleses y holandeses o por rebeliones de indios exasperados por el abuso de encomenderos y autoridades coloniales. En las batallas contra los piratas, caían algunos prisioneros que a veces eran juzgados, castigados o ejecutados por un tribunal inquisitorial. El proceso que era una burla a todo sentido de justicia o equidad estaba siempre presidido por un inmenso crucifijo, como si el Crucificado fuese testigo impotente de esa tenebrosa parodia, o peor aún, como si la bendijera. Durante el siglo dieciocho, la férrea censura de libros e ideas no consiguió impedir del todo que empezaran a infiltrarse las ideas revolucionarias que sacudían a Europa.

El fermento ideológico de los rebeldes tenía a veces un marcado tono antirreligioso de modo que las revoluciones libertarias que explotaron a comienzos del siglo diecinueve, aunque no eran explícitamente contrarias a la fe cristiana, sí eran críticas de la alianza entre la iglesia y el poder colonial. En medio de las tensiones del movimiento emancipador que va de 1810 a 1824, hacen su aparición los primeros ejemplares de la Biblia que fueron distribuidas por viajeros como el escocés Diego Thomson, en puertos como Buenos Aires, Valparaíso o el Callao.1 Compradas por curiosos ávidos de novedades o por cristianos cansados de las contradicciones de la religión oficial, estas Biblias precedieron a los misioneros protestantes. Así para los lectores audaces que se atrevían a comprar y leer estos libros prohibidos, las páginas de los Evangelios iban a empezar a propagar la imagen y el mensaje de un Cristo diferente al que había predominado en tres siglos de vida colonial.

Cristología de la misión protestante

Los colportores que hicieron largos viajes de propaganda bíblica durante buena parte del siglo diecinueve, fueron seguidos después por los misioneros que muchas veces venían a formar comunidades empezando por los lectores de la Biblia con los cuales se había mantenido contacto. Estos misioneros eran artesanos o personas de una clase media emergente en Gran Bretaña y Estados Unidos. Poseedores de entusiasmo evangelizador y de la espiritualidad del pietismo, no eran teólogos capaces de articular una comprensión de su fe que respondiese a un análisis cultural del contexto. Más que la paciencia del estudioso tenían el sentido de urgencia del convertidor, pero generalmente expresaban su fe de una manera cristocéntrica, en la cual Cristo ocupaba un lugar central como objeto de fe, ejemplo de vida y centro de su mensaje.

En esta mirada al Cristo que fue anunciado en América Latina por las generaciones iniciales de misioneros y predicadores evangélicos, tenemos que reconocer la limitación de nuestro estudio. Estamos recién en los comienzos de una investigación amplia y detenida en fuentes primarias desde mediados del siglo diecinueve, tales como crónicas, relatos e informes de misioneros, libros, folletos, artículos y sermones en revistas evangélicas. Historiadores como el alemán Hans Jürgen Prien,2 o el suizo Jean Pierre Bastián3 y el argentino Pablo Deiros4 abrieron el camino de trabajo paciente y crítico en fuentes primarias, aunque sin un interés específico en la teología de los misioneros. Una nueva generación de investigadores latinoamericanos como los mexicanos Rubén Ruiz Guerra5 y Carlos Mondragón6 y el peruano Juan Fonseca7 nos ayudarán a comprender mejor el desarrollo histórico de la teología en América Latina.

Por el momento ofrecemos este capítulo tentativo, conscientes de su selectividad y limitación. Tomamos figuras que nos parecen representativas, utilizando las fuentes escritas que han alcanzado ya el nivel de una articulación meditada, y limitándonos al siglo veinte. Nos referiremos a tres misioneros que representan estilos muy diferentes de predicación y literatura, cuyo trabajo por momentos se concentró en un país, pero alcanzó luego resonancia continental. En el siguiente capítulo consideraremos a las generaciones iniciales de evangélicos latinoamericanos. Tanto para unos como para otros vale recordar que el fervor misionero protestante surge en círculos pietistas de la Europa central, cuya influencia se amalgama con el fervor renovador del movimiento wesleyano y los llamados avivamientos en el mundo de habla inglesa. Esta marca «pietista-puritano-evangélica» señalada por el historiador Latourette8 iba a perdurar en el movimiento misionero y conformaría las notas de la cristología de los misioneros.

La Cristología de un colportor

El ítalo-uruguayo Francisco Penzotti (1851-1925) recorrió las Américas distribuyendo la Biblia y luego atendiendo pastoralmente a algunas comunidades metodistas que se habían ido formando. La prensa evangélica en inglés de fines del siglo diecinueve y comienzos del veinte daba cuenta de sus viajes de manera que se hizo famoso, especialmente cuando entre julio de 1890 y marzo de 1891 estuvo preso en la cárcel Casas Matas del Callao, puerto de Lima, por acusaciones instigadas por el clero católico limeño. Las memorias de algunos de sus viajes se publicaron en forma de libro9 y nos ofrecen un interesante cuadro de costumbres sobre las condiciones de vida del pueblo latinoamericano en las décadas finales del siglo diecinueve. Se expone también en ellas las prácticas piadosas propias de la espiritualidad evangélica del colportor, la lectura que hace de la realidad espiritual de las personas y algunas de las notas del mensaje con que acompañaba su distribución de la Biblia.

Penzotti había emigrado de Italia a Uruguay a los trece años de edad en 1864 y el trabajo duro y el ahorro le habían dado una medida de éxito.10 Traía del hogar materno las prácticas piadosas de un catolicismo popular sencillo, pero algunas decepciones por la conducta de un sacerdote lo llevaron a una actitud de rechazo de la religiosidad formal y de rebeldía ante lo religioso. Mientras estaba en una fiesta recibió de un colportor un ejemplar del Evangelio de Juan, cuya lectura empezó a inquietarlo a él y a su esposa Josefa en una búsqueda espiritual. En 1875, en el templo de la calle Treinta y Tres en Montevideo escuchó la predicación del elocuente pastor Juan F. Thomson, ya famoso en Argentina, lo cual lo llevó a una experiencia de conversión y seguimiento de Cristo. Inmediatamente se convirtió en un propagador entusiasta de la recién hallada fe, y el contacto con los misioneros Andrés Milne y Tomás Wood lo llevó finalmente a dejar su trabajo para entregarse por entero a la propagación del Evangelio, emprendiendo largos y penosos viajes de distribución de la Biblia y predicación, primero por la Argentina, Bolivia, Chile y Perú y más adelante por América Central.

Al narrar sus viajes por Bolivia y su llegada a la ciudad de Sucre, Penzotti describe sus encuentros con dos niños indios a quienes tiene oportunidad de explicar su mensaje de salvación personal por fe en Cristo. Los niños empiezan a hacerse propagandistas de las Biblias a su manera y Penzotti cuenta que cierta noche se arrodilló a orar por el resultado de su trabajo de ese día:

Estaba por terminar cuando repentinamente la puerta fue abierta desde afuera, sin ceremonia alguna y una mujer bañada en lágrimas, penetró gritando –«¿Hay salvación para mí?». Era la madre de los dos indiecitos. La hice sentar al tiempo que le decía –«Sí, doña Carmen, hay salvación para usted.» Pero ella insistió: «Ah, pero es que usted no me conoce. ¡Yo soy una gran pecadora!» Con paciencia y dulzura le expliqué que Cristo vino al mundo justamente para «salvar a los pecadores» y que los que no se salvan son únicamente los que no quieren reconocerse pecadores o los que reconociéndose como tales, buscan salvación en alguna otra persona o cosa que en Cristo. El resultado fue que aquel hogar, si tal nombre pudiera darse a la miserable chocita en que vivían los tres indios, se convirtió en algo que hacía alegrar a los ángeles. Allí Cristo se hizo dueño y Señor de cada uno de aquellos sencillos corazones, y por consiguiente resplandeció la luz y reinó la paz que Dios da a la conciencia del perdonado, y el testimonio que el Espíritu Santo da al alma salvada. Aquel rancho fue desde entonces un foco de luz. No digo que eran teólogos que podían enseñar las profundidades de las Escrituras a sus vecinos, pero sí podían darles testimonio del poder que Cristo tiene para salvar al que le acepta y para transformar por completo sus vidas.11

Cristología de un misionero independiente

Representante típico de los misioneros protestantes de juntas «independientes»12 fue Juan Ritchie (1878-1952). Empezó sus labores en el Perú bajo los auspicios de la Misión al Perú Interior13 y más tarde con la Unión Evangélica de Sudamérica. Sus esfuerzos de evangelización personal de casa en casa, de pueblo en pueblo, y por medio de la literatura se unieron a los de pequeños núcleos de evangélicos que ya existían, culminando en la formación de la Iglesia Evangélica Peruana, una de las más extendidas en el Perú actual. Más tarde trabajó con la Sociedad Bíblica Americana en el área andina y del Pacífico, y dedicó tiempo a las actividades ecuménicas a nivel continental y a la reflexión sobre metodologías misioneras. Sus prácticas y énfasis en la labor misionera siguieron principios que han quedado plasmados en dos de sus libros.14 Ritchie fue una de las voces más articuladas de su tiempo, especialmente en centenares de artículos y editoriales que preparó para las dos revistas que fundó y difundió ampliamente: El Heraldo y Renacimiento. Del examen de este caudal de periodismo evangélico podemos colegir los rasgos más destacados de su cristología.

Se trata en primer lugar de una Cristología que se define en relación con la salvación. Es una nota que el pietismo y los avivamientos evangélicos tomaron de la herencia protestante destacando la significación de la experiencia personal en la apropiación de la verdad para la vida: «Creemos que Jesús de Nazaret es el Cristo, el Hijo de Dios, que Él es el único Salvador de los pecadores y el único Mediador entre Dios y los hombres; y que por su muerte expiatoria en el Calvario el perdón perfecto y la vida eterna se ofrecen gratuitamente a todos los que confían en Cristo y obedecen sus mandatos».15

 

Una convicción evangélica predominante que se encuentra en toda la literatura misionera de la época era que en América Latina había un gran desconocimiento de Cristo. El primer editorial de El Heraldo, al trazar su programa de acción decía:

Emprendemos esta obra porque creemos que las doctrinas de Jesucristo y sus apóstoles son muy poco conocidas en el país. Y esto no quiere decir que lo que no es conocida es nuestra doctrina, ni aun nuestra interpretación de la cristiana. Sabemos que son muy pocas las personas que han leído siquiera uno de los cuatro Evangelios que conservan la enseñanza de Jesucristo. Y no sólo esto sino que los mismos sacerdotes de la Iglesia Romana no los han estudiado. De allí que entre los sermones que se predican en los templos romanos rarísismo es él (sic) en que se ocupa seriamente de explicar la enseñanza de Cristo.16

Para estos misioneros, la dimensión social del mensaje cristiano, encarnado en la persona misma de Jesús, adquiría pertinencia en la crítica a la realidad socio religiosa. En el mismo editorial mencionado Ritchie explicaba por qué su revista iba a utilizar el término «romanista» y pedía por adelantado perdón a quienes se sintiesen ofendidos. Creía que ese término era el más adecuado para describir el Catolicismo Romano. Puede percibirse un dato cristológico favorito dentro de la ironía del siguiente comentario:

En verdad el calificativo correcto sería «Papista» desde que la autoridad papal es la distintiva. Pero por razones que cada uno puede proveer sin que las señalemos no les gusta el nombre. Cristo vivió pobre y sin eclat, sin embargo somos orgullosos de llamarnos cristianos, mientras que el Papa vive en esplendor, con ejército, séquito y palacio, y nadie quiere que se le llame «papista».17

Del trasfondo evangélico y pietista de su formación misionera Ritchie tenía una perspectiva conversionista del evangelio como llamado al arrepentimiento y la fe personal en Cristo y también una esperanza transformadora acerca del impacto que podría causar el Evangelio en la sociedad. De esa esperanza se alimentaba la militancia y el afán evangelizador llevado hasta el sacrificio. Así lo expresa en otro editorial de su revista en ocasión del año nuevo de 1912. Habiendo dedicado unas líneas a describir la situación nacional en el Perú, Ritchie expresaba luego:

En nuestro concepto la bendición más grande que puede venir al país sería un aumento poderoso de la influencia de Jesucristo, su ejemplo y su enseñanza entre todas las clases de la república...He aquí la mejor obra que puede emprender el patriota cristiano, llevar a sus compatriotas a Jesucristo. Al lado de ésta desciende a la insignificancia la fortuna, la posición social, la comodidad de la vida, y todo lo que queda a este lado de la tumba.18

El relato de Penzotti al igual que los escritos de Ritchie, ilustran bien lo que podemos llamar la teología del movimiento misionero inicial que trajo el protestantismo a América Latina y que ha sido identificada con gran precisión por el teólogo argentino José Míguez Bonino. En su libro Rostros del Protestantismo latinoamericano, Míguez plantea el resultado de su investigación en forma de tesis:

Y aquí mi tesis es que hacia 1916 el protestantismo misionero latinoamericano es básicamente «evangélico» según el modelo del evangelicalismo estadounidense del «segundo despertar»: individualista, cristológico-soteriológico en clave básicamente subjetiva, con énfasis en la santificación. Tiene un interés social genuino, que se expresa en la caridad y la ayuda mutua pero que carece de perspectiva estructural y política excepto en lo que toca a la defensa de su libertad y la lucha contra las discriminaciones; por lo tanto tiende a ser políticamente democrático y liberal pero sin sustentar tal opción en su fe ni hacerla parte integrante de su piedad.19

Esta Cristología del Protestantismo inicial se definía básicamente en los términos de la polémica contra el catolicismo, pero la observación de Mackay acerca del docetismo de la cultura ibérica llevaba el debate más atrás, al proceso de definición cristológica de los primeros siglos de la historia cristiana. Un elemento importante a tomar en cuenta es que esta Cristología se construía fundamentalmente sobre el dato bíblico y se comunicaba muchas veces como comentario al texto de los Evangelios y las Epístolas.

Cristología de la proclamación misionera a las élites

En contraste con Penzotti y Ritchie que se mueven, por así decirlo, a ras del suelo entre el pueblo latinoamericano, Juan A. Mackay concentra su atención en las élites. Crea un colegio en Lima al que trae como profesores a los jóvenes inquietos que había conocido en la Universidad de San Marcos, en la cual obtuvo su segundo doctorado y actuó luego como profesor. Ya se ha señalado el valioso análisis de la religiosidad latinoamericana ofrecido por Mackay en El otro Cristo español. En las últimas páginas de esa obra el filósofo misionero escocés trazaba un programa para la evangelización del continente, con una nota cristológica bien definida: «La suprema tarea religiosa que espera ser realizada en América Latina, es la de reinterpretar a Jesucristo ante pueblos que nunca lo han considerado en forma alguna significativa para el pensamiento o para la vida.»20 Mackay especifica bien algunos aspectos fundamentales del programa que le parece necesario y urgente:

El movimiento religioso que tenga porvenir en Sudamérica necesita saber discernir la significación de Jesús como «Cristo» y de Cristo como «Jesús» en relación con la vida y el pensamiento en su totalidad. Debe basarse en un mito que sea más que mito, la realidad histórica de la aproximación de Dios al hombre en Cristo Jesús, no sólo bajo la forma de la verdad para iluminación del ideal humano y del significado del universo, sino en forma de gracia para la redención y para equipar a los hombres para la realización del plan divino de las edades.21

Con estas palabras queda planteado lo que ha de ser un punto de tensión de la Cristología protestante en nuestro continente, y que no ha sido adecuadamente tratado todavía. Por un lado el anuncio de Jesús como modelo de humanidad y ejemplo de vida, como Maestro cuyas enseñanzas revelan el amor de Dios y el designio divino para la vida, es decir: «forma de la verdad para iluminación del ideal humano y del significado del universo». En Europa y Estados Unidos esta dimensión de la predicación acerca de Jesús era recalcada por el Protestantismo liberal y resultaba atractiva a los latinoamericanos inquietos de los medios intelectuales y estudiantiles. Pero por otro lado, como Mackay bien señala, los seres humanos necesitan «gracia para la redención y para equipar a los hombres para la realización del plan divino». Esta dimensión redentora, que recalca el poder de Dios disponible para el ser humano en el nombre de Jesucristo, es la nota distintiva de los misioneros evangélicos que anunciaban también la regeneración y demandaban la conversión.

El Maestro Jesús de Galilea

Durante seis años (1926-1932) Mackay residió en Montevideo y luego en México, y desde esas bases recorrió el continente como evangelista auspiciado por la Asociación Cristiana de Jóvenes. Había comenzado esa tarea años antes, cuando todavía trabajaba en Lima como director de su célebre «Colegio AngloPeruano». Sus informes misioneros demuestran que la apertura que encontró en la juventud y entre intelectuales inquietos lo convenció de la urgente necesidad de una renovación espiritual profunda que alcanzara a las élites latinoamericanas, y decidió dejar su tarea educativa y dedicarse por completo a viajar predicando y escribiendo. El libro Mas yo os digo… resume la cristología del mensaje que su autor había proclamado a cientos de auditorios juveniles por los caminos de América.22 El libro se concentraba en la personalidad de Jesús como Maestro y el autor decía en su prólogo:

A las personas sinceras y libres que deseen unirse a la búsqueda de Jesús y sus palabras, que nuestra generación ha intensificado, dedico esta obra modesta. No pretendo en ella hacer un retrato completo de la imponente figura del Galileo, ni ofrecer un estudio completo de sus enseñanzas. La tarea que me he propuesto es mucho más humilde. Quisiera dibujar aquel aspecto de su personalidad en que resalta el maestro por excelencia, introduciendo en seguida a mis lectores a algunas de aquellas parábolas maravillosas en que Aquél consignara algunos de sus más bellos y profundos pensamientos.23

La personalidad docente de Jesús

El primer capítulo del libro traza la personalidad docente del Maestro, y de esa manera nos aproximamos a esa «humanidad» de Jesús desconocida en América Latina. Al ir describiendo el estilo y el método pedagógico del Maestro, Mackay va trazando los rasgos de una persona concreta que se nos presenta como modelo de humanidad. En primer lugar destaca su autoridad moral: «Algo había en el porte del Maestro que imponía el respeto y obligaba la atención...La sensación de autoridad que Jesús comunicaba a sus oyentes se debía en parte indudablemente a esa cualidad tan misteriosa y difícil de analizar que llamamos personalidad».24

Aquí Mackay pone énfasis en la correspondencia perfecta entre las ideas y la persona del Maestro: «Lo que Él era iba ejerciendo paulatinamente tal influjo sobre los que le conocían que les resultaba lo más natural acatar sus enseñanzas». 25 La personalidad y las palabras de Jesús no eran sólo información frente a la cual se podía permanecer neutral sino que enfrentaba a las personas consigo mismas: «La reacción que el encuentro produzca marca siempre la hora decisiva en la historia del individuo, pues, ante la luz de la verdad desnuda no hay neutralidad posible».26

La cualidad que luego se destaca en Jesús es la de una simpatía imaginativa: «amaba las cosas y los hombres sintiéndose ligado por tiernos lazos a unas y otros».27 Mackay destaca esta simpatía de Jesús por lo concreto, por los pequeños, por la creación: «El Maestro leía constantemente el libro de las cosas, y el terruño palestino ha quedado inmortalizado en sus palabras. Él no pensaba abstracciones sino cosas. Era más bien el artista que sentía y retrataba la realidad, que no el filósofo que la analizaba y razonaba sobre ella»:28

De Jesús con mayor razón que de cualquiera podría decirse que «nada humano le era ajeno». Quizás sería más exacto decir de Él que «ningún humano le era ajeno», puesto que no pensaba en términos de rasgos humanos sino de almas humanas. Sin dejar de preocuparse por las muchedumbres en masa, se preocupaba especialmente por los individuos.29

Era evidente la sensibilidad de Jesús hacia los pobres y marginados, pero también hacia los ricos y poderosos, esclavizados por su riqueza o su apego al poder.

El método pedagógico de Jesús es analizado luego como revelador de su personalidad. La universalidad de su atractivo se relaciona con la sencillez de su enseñanza:

Como era su propósito que el alcance de sus enseñanzas fuese tan universal como la idea que la inspirara, hablaba en tal forma que no hubiera hombre, por humilde que fuese, que no la escuchara con agrado y con entendimiento. De allí que los Evangelios no han perdido nada de su fuerza ni encanto en los ochocientos idiomas aproximadamente a que se han traducido.30

Mackay asignaba importancia al hecho de que Jesús no hubiese sistematizado sus ideas, «dejándolas verdes y lozanas en el seno del tiempo como la naturaleza reposa en perpetua juventud en el seno del espacio, para que cada generación las ordenara para sí con igual entusiasmo y emoción».31 La capacidad de Jesús de adaptar sus ideas a las circunstancias de sus oyentes y de aunar la máxima claridad con la mayor brevedad era otra evidencia de su cercanía a las personas de toda clase y condición y su sentido del tiempo y la ocasión.

Los temas centrales de la enseñanza de Jesús

Al concentrar su presentación del mensaje de Jesús en una exposición de las parábolas, Mackay seleccionó temas centrales que le parecían pertinentes. En primer lugar el tema del Reino de Dios que para Jesús era «su concepto de lo que constituye la realidad suprema en la vida del individuo y en la historia de la sociedad».32 Aquí se examinan tres series de parábolas. La primera destaca la existencia de valores absolutos que confrontan al ser humano con opciones y decisiones de manera que en el contexto de nuestro tiempo puede entenderse así el Reino de Dios: «Significa la soberanía de Dios en todas las esferas de la vida humana, así individual como doméstica, como social e internacional, interpretándose concretamente esta soberanía en el sentido del acatamiento de Cristo como Señor de la vida, y de la aplicación de sus enseñanzas a todos los problemas de aquélla». 33

 

La segunda serie examina la manifestación del Reino en la historia, la idea de crecimiento del Reino a partir de lo pequeño o aparentemente insignificante, como el grano de mostaza que va germinando. La tercera serie examina la idea de «fermentos», especialmente el fermento moral con sus posibilidades de transformación del mundo:

Así que llegamos a la conclusión de que la fermentación moral en su más alta potencia se produce por el afecto inspirado por un amigo superior. Ernesto Renán dijo que fue el Cristo de San Lucas el que conquistó al mundo. Lucas es el escritor que supo presentar al Cristo amigo de los publicanos y pecadores. Y el cristianismo ha alcanzado grandes triunfos morales a lo largo de los siglos en la proporción en que Cristo mismo se ha presentado como el eterno amante de las almas.34

El segundo gran tema es el del amor de Dios, es decir que Jesús tenía un concepto «del amor sin límites como expresión de lo que Dios es y de lo que el hombre debe ser».35 Este tema también es examinado en tres series de parábolas a cada una de las cuales se dedica un capítulo.

Para Jesús el amor de Dios no se reduce a la benignidad general; es una cualidad que individualiza. Dios no se limita a amar al hombre, en el sentido de la raza; ama a hombres, y a éstos no los ama a causa de sus buenas cualidades, sino a pesar de sus malas cualidades. Tal amor es mucho más que sentimiento; es un principio activo, que se preocupa, que busca, que redime, que salva, que restaura, sea lo que fuere la palabra que se emplee para designar la verdad suprema que, tras de la tenue cortina de las apariencias, hay Uno cuya actividad amorosa se siente de modo efectivo en la experiencia de los hombres.36

El tercer tema que Mackay encara en otras tres series de parábolas es el que apunta al meollo ético de la enseñanza de Jesús: «Su concepto de los principios de justicia que constituyen la economía moral del universo».37 Recordemos que la falta de relación entre religiosidad y ética era una preocupación fundamental de la crítica protestante al catolicismo latinoamericano. Lo notable de la cristología de Mackay es que no entra en la cuestión ética sin haber examinado primero el campo teológico más amplio, en los dos temas que señalábamos en los párrafos anteriores. Con ello sienta un principio que la cristología evangélica de hoy nunca debiera olvidar, porque no se puede demandar una ética cristiana a un pueblo que desconoce el poder redentor de Jesucristo. Por ello los evangélicos no parten a priori de la afirmación de que América Latina sea ya un continente cristiano. En este punto expresan un contraste abierto con los teólogos católicorromanos. Comentando la parábola del Buen Samaritano, Mackay concluía:

Hace falta algo más para que se traduzca el espíritu del Buen Samaritano en la filantropía que requiere una época que tiene a su zaga cerca de veinte siglos de cristianismo. No basta la caridad esporádica, ni aun la caridad sistemática, para el alivio del sufrimiento; corresponde ante todo a los buenos samaritanos de hoy manifestar su pasión humana en forma que contribuya a que desaparezcan las causas evitables del sufrimiento. He aquí una caridad mucho más difícil, más complicada y prosaica que el auxilio directo a favor de los necesitados. Muy necesario será siempre disponer de aceite y vino que cicatricen heridas y de brazos que carguen con infortunados caminantes, pero más necesaria aun es la caridad que estudie el problema que ofrecen las crueles manos que hieren y la insensibilidad de aquellos capaces de presenciar el dolor humano sin sentir responsabilidad alguna.38

Al igual que otros misioneros evangélicos, Mackay traía una visión pietista, atenta a la conversión personal y al cultivo de la relación con Dios en una vida de piedad disciplinada. Pero el trasfondo reformado de Mackay lo llevaba más allá, a formular la necesidad de una ética social de manera que los discípulos del maestro no se limitaran a servir a las víctimas de la injusticia sino a corregir las estructuras injustas. Ese era el Cristo Salvador y Señor que Mackay proclamaba a las juventudes universitarias allá por la tercera década del siglo veinte, cuarenta años antes de que empezara a avizorarse la posibilidad de un redescubrimiento del Cristo de las Escrituras y una teología de la liberación. Años más tarde en su comentario a la Epístola a los Efesios, Mackay desarrolló su Cristología con las notas escatológicas de la visión paulina que enriquecían toda una visión de la historia en la que se advertía «el orden de Dios y el desorden humano».

Así la Cristología del Protestantismo inicial representa una corriente de agua fresca en medio del desierto que reinaba en la vida religiosa y espiritual del continente a comienzos del siglo veinte. Todos los aportes posteriores que consideraremos no hubiesen sido posibles sin esta labor pionera de los fundadores de iglesias que se expresaron en un lenguaje pastoral sencillo como Penzotti y Ritchie, o los teólogos evangelistas que como Mackay hicieron resonar el Evangelio de Jesucristo en el mundo estudiantil y en los círculos culturales de iberoamericanos.

El Congreso Evangélico Hispanoamericano de la Habana

Un indicador del avance evangélico en Iberoamérica fue el Congreso que se realizó en La Habana del 20 al 30 de junio de 1929. Era la tercera reunión continental luego de la primera que se había celebrado en Panamá en 1916, y la segunda que se había realizado en Montevideo en 1925. En la secuencia de estas reuniones se había dado una progresiva latinoamericanización del Protestantismo. En los tres casos el Comité de Cooperación en América Latina fue auspiciador pero mientras en Panamá la iniciativa era de las agencias misioneras de habla inglesa y las reuniones fueron en inglés, en Montevideo el encuentro fue bilingüe y en La Habana se realizó en castellano. En La Habana hubo 169 delegados que representaban a 13 países; 86 eran latinoamericanos, 44 eran misioneros y hubo 39 representantes de juntas y especialistas. Como lo dice Gonzalo Báez-Camargo, el cronista del evento: «El de la Habana fue un congreso organizado y dirigido por latinoamericanos. Desde el comienzo de los trabajos de organización, durante las sesiones y hasta su clausura los evangélicos de Estados Unidos dejaron la responsabilidad de la dirección en hombros de los latinoamericanos».39 Era una señal de que ya había un protestantismo latinoamericano vigoroso de modo que Alberto Rembao podía decir unos años más tarde: «Hay ya un protestantismo criollo por contraste con el protestantismo ‘exótico’ congregado en torno a misioneros de afuera como hace cincuenta años… el hecho cultural religioso, palpable y tangible es que ya se es protestante en español. El mensaje ya brota del suelo…»40

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