En busca de Cristo en América Latina

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El Cristo ibérico que cruzó los mares

Para cualquiera que se interese por la historia espiritual de Iberoamérica, visitar la Catedral católica de la ciudad del Cuzco en el Perú es una experiencia de valor singular. Esa monumental iglesia barroca tiene un techo con doce pequeñas cúpulas, una por cada uno de los apóstoles. En el claroscuro de su interior, entre el humo del incienso y el resplandor de las velas de los devotos, parecería que estamos en alguna iglesia del sur de España o de Portugal. Uno de los cuadros más fascinantes en esta iglesia es el que representa la llamada «Última Cena» de Jesús con sus discípulos. Está pintado siguiendo el modelo de los grandes maestros europeos de la época, pero si prestamos atención notaremos algunas características especiales. El color de la piel de Jesús y sus apóstoles es cobrizo o aceitunado, y en algunos, los rasgos físicos son indígenas o mestizos. Sobre la mesa de la cena no hay un cordero sino un cuy o conejillo de Indias gigante, animal cuya carne era muy apreciada por los indios. En la fina vasija de cristal que aparece a un costado de la mesa no parece haber vino sino chicha, la bebida de maíz de los incas. En la bandeja de frutas, algunas son las que trajeron los españoles pero junto a ellas aparecen también las frutas propias de la América. Estamos ante un ejemplo singular de lo que los estudiosos de la comunicación del mensaje cristiano llaman contextualización, el proceso en el cual un texto interactúa con el nuevo contexto en que se lee.

Las señales de una presencia vigorosa de Cristo en la cultura latinoamericana son innegables. Dos caminos nos permiten explorar esa presencia: el arte y la literatura popular. Hay que prestar especial atención a la pintura y la escultura. En ellas tenemos manifestaciones que, aunque fueron fruto del talento de una élite, alcanzaron aceptación casi universal en la mentalidad popular. Pocas décadas después de la llegada de los españoles a territorio americano, habían surgido escuelas de pintura como la cusqueña, de Cusco en el Perú y la quiteña, de Quito en Ecuador, cuyas expresiones todavía pueden apreciarse en las iglesias coloniales de la región andina. En los cuadros de estas escuelas puede observarse cómo el texto recibido ha adquirido las dimensiones del contexto que lo recibe. El artista parece haber entendido la historia de Jesús, pero de alguna manera la ha traducido a los términos de su propia vida y cultura. En otras palabras, se ha apropiado de la verdad a su manera, no como un simple calco del mensaje traído por el misionero sino entendiendo la universalidad de ese mensaje en los términos de la particularidad de la vivencia del pueblo receptor.

Esto parece comprobarlo la devoción popular a esas imágenes morenas, como una de la llamada «escuela cusqueña», conocida como el Señor de los Temblores, o mejor aun como dicen hasta hoy los indios, «Taitacha Temblores». En esta expresión mestiza se capta la percepción de Jesús como «Señor» o «Padre», en quechua «Taita». Más aun, el sufijo que se agrega «taitacha», indica respeto, cariño, expectativa de compasión y comprensión. «Temblores» alude a los constantes movimientos telúricos propios de la zona andina donde la vida diaria se ve interrumpida de cuando en cuando por esas inesperadas instancias de pánico en las cuales la gente acude a Dios.

Hay algunas evidencias de que en el proceso misionero del siglo XVI hubo momentos y lugares en que se llegó a trasmitir la verdad acerca de Jesucristo y el Evangelio, que ha persistido a través de los siglos porque alcanzó una medida de arraigo popular. Así por ejemplo en Chile existe lo que se llama «Canto a lo divino», una forma versificada de recordar y cantar escenas de los evangelios y de la vida, pasión y muerte de Jesucristo que ha ido trasmitiéndose desde el siglo XVI, usando la métrica de las décimas. Dice Miguel Jordá respecto a la obra de los misioneros: «El pueblo no sabía leer y escribir y el único medio que estaba a su alcance era repetir y memorizar. Pronto se dieron cuenta que la décima podía ser un recurso valiosísimo para transmitir el mensaje cristiano. La catequesis en aquellos años era cantada e incluso bailada».1 Los misioneros tradujeron episodios bíblicos al lenguaje poético criollo, y posteriormente «los mismos catequizados, por su propia cuenta, empezaron a versificar la predicación de los misioneros, centrando su atención en los puntos bíblicos que a ellos les parecieron más importantes. Con ello, aunque la ortodoxia de los versos principiaba a peligrar, la tradición del canto arraigaba más y más en el alma del pueblo».2 Al tiempo de escribir su obra, Jordá había detectado la presencia de unos 560 cantores populares en todo Chile que practicaban el «Canto a lo divino», sobre todo en áreas rurales. Es una actividad espontánea no controlada por la Iglesia y que se va trasmitiendo por iniciativa popular de una generación a otra. Veamos unas muestras:

Nacimiento

Del tronco nace la rama

y de la rama la flor

de la flor nació María

y de María el Señor…

Nació el Misericordioso

en el portal de Belén

y con ser del cielo el rey

al mundo llegó dichoso.

La Virgen dijo con gozo

ya nació este querubín

y con ser tan chiquitín

es el Salvador del mundo

y con gozo muy profundo

adoraba a Manuelín.3

Jesucristo

Practicaba la humildad

El Mesías verdadero

Se alojaba en un pajero

Por no haber otro lugar.

Cansado de caminar

Convertía a chico y grande

Derramó gotas de sangre

En el árbol de la cruz

Recordando yo a Jesús

No siento fatiga ni hambre.4

Si bien es innegable que hay un Cristo de Iberoamérica, no se puede desconocer que para comprenderlo es necesario conocer al Cristo que trajeron los españoles y portugueses en el proceso de la conquista-evangelización. Fuesen nobles o plebeyos estos conquistadores e inmigrantes tenían su propia religiosidad, su manera de vivir la fe católica e interpretarla, y la trasplantaron al Nuevo Mundo de la misma manera que trasplantaron las instituciones sociales y económicas del feudalismo, sus costumbres y actitudes. Así fue como durante la época colonial se desarrolló una imagen de Cristo conformada fundamentalmente por esos componentes ibéricos medievales que a veces han permanecido hasta hoy en el folklore o la religiosidad popular. En otros casos pasaron por un proceso de contextualización dando lugar a imágenes y devociones propiamente americanas, mientras en otros se superpusieron a la religiosidad nativa predominante dando lugar a una extraña amalgama sincrética.

El análisis de Juan A. Mackay

En el esfuerzo por comprender este proceso todavía resultan acertadas las grandes líneas del análisis emprendido por Juan A. Mackay en El otro Cristo español. Sin embargo, durante las décadas más recientes la investigación histórica y antropológica ha acumulado un acervo notable de hallazgos que nos ayudan a matizar los juicios de Mackay sobre la historia religiosa de las Américas y a comprender mejor las formas de cristianismo que surgieron y que han persistido hasta nuestro tiempo. Mackay articuló una crítica coherente de la obra misionera ibérica, con sus monjes guerreros y sus encomenderos. Al mismo tiempo, sin embargo, reconoció de manera explícita que de Iberia vinieron también «Cristóforos», portadores de Cristo cuyo estilo de vida y acción misionera eran muy diferentes: «Muchos de los sacerdotes, frailes y monjas católicos que vinieron a Sudamérica de los países maternos, así como muchos otros nacidos en las tierras nuevas, eran almas puras y consagradas que vivían en estricto acuerdo con su conciencia y su visión de Cristo».5

Hay que insistir en que el análisis de Mackay evitó caer en las exageraciones de la Leyenda Negra, esa tendencia a denigrar todo lo español, que se desarrolló especialmente en Inglaterra y Francia, utilizando la propia autocrítica de españoles como Bartolomé de las Casas. Mackay se había familiarizado con la historia de España y las Américas, pues al término de sus estudios teológicos fue a residir un año en España, a formarse en la famosa Residencia de Estudiantes. Ello le ayudó a evitar una presentación unilateral de la realidad histórica. Los estudiosos protestantes se han acercado muchas veces a este tema con las categorías de la Leyenda Negra al comparar la conquista ibérica de América en el sur con la anglosajona en el norte, para explicar las diferentes formas que adquirió la vida religiosa y social. Aunque Mackay evitó la Leyenda Negra, no dejó de utilizar para su análisis la comparación entre las misiones católicas en Iberoamérica con la colonización protestante en Norteamérica y aun con la misión católica de origen francés en lo que hoy es el Canadá.6

La mención de la Leyenda Negra nos mete de inmediato en el campo de las polémicas que han hecho tan difícil la comprensión de la compleja y traumática experiencia del encuentro entre el Cristo ibérico y el alma americana. Mucho se puede aprender de la historiografía católica que surgió para contrarrestar la leyenda negra y exaltar lo hispánico,7 presentando la misión ibérica bajo una luz más favorable, o de trabajos que, sin intención polémica, han sistematizado la investigación histórica.8 Se podría decir que buena parte de la literatura generada por la celebración (o lamentación) de los 500 años de la llegada de Cristóbal Colón tuvo un tono de abierta crítica.

Un caso interesante de revisionismo favorable a la evangelización hispana del siglo dieciséis es el de Virgilio Elizondo, misiólogo de origen hispánico, muy conocido en su patria, Estados Unidos, quien sostiene que existe una diferencia importante que hay que tener en cuenta al comparar las formas de misión ibérica y anglosajona. Elizondo dice que en Iberoamérica apareció una forma de cristianismo autóctona, arraigada y mestiza, mientras que en Norteamérica sólo se dio el trasplante de la forma europea, sin que surgiera un cristianismo autóctono.9 Es que Elizondo ha profundizado en el problema del mestizaje y es dentro de ese marco que nos ofrece su reflexión misiológica. El mestizaje nos lleva a otra cuestión candente: la del sincretismo. En el capítulo siguiente consideraremos este asunto de manera más detenida.

 

El Cristo español del siglo XVI

El juicio general contemporáneo acerca de la forma que había tomado el cristianismo en la Iberia del siglo XVI, muestra un cuadro de luces y sombras que confirma algunas de las observaciones críticas de Mackay. Estudios posteriores, tales como los trabajos de Américo Castro y de Marcel Bataillon acerca de la vida religiosa en la España de los siglos quince y dieciséis, han provisto abundante información que confirma el bosquejo interpretativo de Mackay. Un libro del conocido historiador católico estadounidense Stanley Payne acerca del catolicismo español, emite el siguiente juicio global sobre la religión medieval de la península:

Cuando tratan de la religión medieval los historiadores dan casi siempre malas notas al clero, cosa que, por todo cuanto sabemos, bien merecían. Los clérigos medievales eran en casi todos los niveles, ignorantes y estaban mal preparados...Gran parte del clero no se comportaba de modo muy diferente al del resto de los miembros de la sociedad, y se entregaba a los vicios y excesos populares. Aunque el clero no tenía la reputación de ebriedad de que gozaba el de otros países, no le cedía a nadie en concupiscencia. Eran comunes las concubinas y los bastardos de clérigo y no se desconocían entre los frailes...10

Prueba de que Payne no exagera en su juicio es el hecho muy conocido de que los grandes místicos españoles como Santa Teresa de Ávila o San Juan de la Cruz se caracterizaron no sólo por la riqueza de su experiencia espiritual, acerca de la cual nos han dejado una valiosa literatura, sino también por su esfuerzo en reformar moralmente a las órdenes de las cuales eran miembros. La persecución que sufrieron como consecuencia de sus esfuerzos reformadores revela bien el bajo grado de vida espiritual y moral al que habían llegado esas instituciones religiosas.

Por otra parte, durante ocho siglos los españoles habían experimentado la presencia árabe y judía en la península, y la interacción con estos pueblos había marcado su historia y su cultura. En las décadas anteriores al descubrimiento de América la lucha por expulsar a los moros tomó las características de una cruzada religiosa en la cual el catolicismo medieval proveyó una ideología guerrera. Ésta se iba a reflejar luego en el sentido de cruzada que también adquiriría la conquista de América. Después de señalar la baja moral del clero medieval español, Payne agrega:

Las condiciones de lucha propias de Hispania pudieron agravar algunos de esos problemas. Los clérigos de todos los rangos tomaban parte en las campañas militares contra los musulmanes, con lo que se creó la famosa tipología del prelado medieval que vivía «a Dios rogando y con el mazo dando». Muchos clérigos no hacían remilgos a llevar armas, práctica que costó muchas generaciones eliminar.11

Tomando en cuenta este cuadro de costumbres se puede entender mejor el origen de los males sociales vinculados a la religión colonial que persistieron en las sociedades latinoamericanas, y que algunos grandes autores de la literatura latinoamericana desde el siglo diecinueve se atrevieron a describir críticamente, una vez que hubo desaparecido el poder de censura de la Inquisición.

Payne expone y evalúa también la tarea misionera que España desarrolló en el siglo XVI, la cual le merece un juicio muy equilibrado. Su estudio histórico hace un resumen de la evolución de la religiosidad española que resulta especialmente valioso para nuestra comprensión de la cristología predominante, desarrollada en el espíritu de la Contrarreforma española.

Importa señalar la dificultad de separar la influencia de la Contrarreforma de la intensificación de la religiosidad, que había empezado ya en España a fines del siglo XV y principios de XVI...Una de las nuevas expresiones y de las más pronunciadas, era el creciente énfasis en Cristo, el crucifijo y la pasión en general. Aunque esto había comenzado desde hacía acaso un centenar de años, hubo un nuevo resurgimiento de la devoción a Cristo y por la Pasión, a medida que avanzaban las reformas de la Contrarreforma en los últimos años del siglo XVI. Esta devoción fue propagada de forma asidua por los franciscanos, que formaban la orden monástica más numerosa, con mucho, en el campo. La mariolatría seguía siendo fuerte, pero ahora subrayaba con mayor frecuencia el papel de María en la Pasión de Cristo. Además aumentaron en número las cofradías de flagelantes, que se azotaban imitando los sufrimientos de Cristo.12

Aquí se encuentra el origen de la persistencia de la figura de Cristo crucificado en la imaginería que nos han dejado las crónicas de la conquista y la pintura colonial tanto española como mestiza. Cuando se visita, por ejemplo, las iglesias y museos de Extremadura en España, especialmente de lugares como Guadalupe, Trujillo o Cáceres, de donde provenían muchos de los primeros conquistadores, las imágenes de las iglesias son iguales a las de las viejas iglesias latinoamericanas: los rostros contraídos por el dolor del Cristo víctima sufriente, la ropa de color morado, la abundancia de sangre.

El Cristo español latinoamericanizado

Lo que Mackay llama «el Cristo criollo» viene a ser una réplica del Cristo traído por la conquista y evangelización ibéricas. Aunque este estudioso no entró a una consideración en profundidad del proceso de transformación del Cristo español en el Cristo iberoamericano, sus intuiciones han resultado muy acertadas. En las décadas siguientes a Mackay, las ciencias sociales en América Latina han avanzado mucho en la comprensión del proceso de conquista y colonización, y dentro de ese avance los estudiosos de la evangelización católica del siglo XVI han acumulado material de observación y análisis que nos permite entender mejor esos procesos. Mackay caracterizó al Cristo criollo con algunas notas que derivan de su percepción del Cristo español, unida a la observación de la vida latinoamericana.

En el análisis de Mackay hay dos notas importantes de la cristología latinoamericana durante las primeras décadas del siglo XX: la falta de humanidad del Cristo popular y la ausencia de una visión del Cristo resucitado. «Lo primero que salta a nuestra vista en el Cristo Criollo es su falta de humanidad. Por lo que toca a su vida terrenal, aparece casi exclusivamente en dos papeles dramáticos: el de un niño en los brazos de su madre y el de una víctima dolorida y sangrante».13 La imaginería y las devociones populares latinoamericanas confirman la observación de Mackay. Es verdad que las dos imágenes mencionadas nos remiten a aspectos muy importantes de la persona de Cristo. En su crítica a Mackay, el teólogo puertorriqueño Orlando Costas señalaba que el misionero escocés no alcanzó a entender la profunda significación de esas dos imágenes predominantes, en relación con el valor y dignidad de la niñez o con la dimensión de humanidad que la figura de la Virgen evoca.14 Sin embargo, el defecto profundo de la Cristología limitada dentro de estos dos momentos, a los cuales se presta atención excluyente, es que le falta coherencia y efectividad para la vivencia de la fe cristiana. Mackay es clarísimo al respecto:

¿Por qué es que los únicos momentos de la vida de Jesús a que se da importancia son su niñez y su muerte? Porque las dos verdades centrales, responde alguien, del cristianismo son la Encarnación y la Expiación. Y así es, pero la encarnación es sólo el prólogo de una vida y la expiación su epílogo. La realidad de la primera se despliega en la vida y se garantiza viviendo; la eficacia de la segunda se deriva de la clase de vida que se vivió.15

El efecto de este tipo de Cristología para la vida es que nos ofrece un Cristo que se presta para que los hombres lo apadrinen o lo compadezcan. La manipulación social de la fe y la ausencia de un Cristo que sea modelo de vida pasan a ser una marca de la forma de cristianismo resultante. Aquí la realidad se vincula con la otra marca de la Cristología latinoamericana que Mackay analizaba: la falta de una visión del Cristo resucitado.

Ni se concibe ni se experimenta Su señorío soberano sobre todos los detalles de la existencia, Rey Salvador que se interesa profundamente en nosotros y a quien podemos traer nuestras tristezas y perplejidades. Ha sucedido algo sumamente extraordinario. Cristo ha perdido prestigio como alguien capaz de ayudar en los asuntos de la vida. Vive en exclusión virtual, en tanto que la gente se allega diariamente a la virgen y a los santos para pedir por las necesidades de la vida. Es que se los considera más humanos y accesibles que Él.16

Cristo en cuentos y poemas peruanos

Una incursión en el terreno de la literatura latinoamericana de principios del siglo veinte ilustra bien la predominancia de estas notas cristológicas destacadas por Mackay. Entre los escritores latinoamericanos que Mackay examina no figuran dos que mencionamos aquí porque a nuestro parecer expresan los aspectos de la cristología popular a la que hemos venido haciendo referencia: el cuentista y ensayista Ventura García Calderón (1886-1959), y el poeta César Vallejo (1892-1938), ambos peruanos.

García Calderón fue uno de los primeros escritores peruanos que trataron de incorporar la realidad indígena y la mestiza a su literatura. Su visión del indio era externa a la realidad indígena en sí misma, ante la cual se colocaba en papel de observador desde fuera. Sin embargo, retrató muy bien algunos aspectos del alma popular. Tres de sus trabajos en el volumen titulado Cuentos Peruanos (1952) llaman la atención por su contenido cristológico. En el cuento «Fue en el Perú», pone en labios de una anciana negra de la costa, «masticando un cigarro apagado», el relato del nacimiento de Jesús, como si éste hubiese nacido en el hogar de una pareja de peruanos pobres: «La virgen que era indiecita y San José que era mulato» pero el nacimiento saludado por muchos atemorizó a los blancos, y «la pobre india doncella tuvo que fugarse a lomo de mula, muy lejos, del lado de Bolivia, con su esposo que era carpintero». El relato salta bruscamente del nacimiento a la muerte, y la vieja negra sentencia: «Su Majestad murió y resucitó después y se vendrá un día por acá para que la mala gente vean que es de color capulí, como los hijos del país .Y entonces mandarán a fusilar a los blancos, y los negros serán los amos, y no habrá tuyo ni mío, ni levas, ni prefetos, ni tendrá que trabajar el pobre para que engorde el rico...»17

En «Viernes Santo Criollo», García Calderón describe una fiesta popular en la época de Semana Santa mostrando cómo se manipula la imagen del Cristo rubio, el Bermejo, en la dramatización de la historia del Calvario. La trágica y solemne ceremonia va seguida luego de una celebración en la cual el pueblo se entrega a la más descontrolada libación alcohólica. «Cólera de Cristo» es una historia ubicada también durante la celebración de Semana Santa «en una aldehuela donde se renueva cada año escrupulosamente, con un magnífico realismo sanguinario, la Pasión de Cristo».18 El escritor muestra el espectáculo tragicómico en que había venido a parar el recurso teatral utilizado por los misioneros católicos a fin de ganar la atención de los indígenas, «colgando de la cruz a un hombre de carne y hueso, a un cuerpo que padece y se lamenta como los demás.» El relato se centra en la historia de uno de esos Cristos de carne y hueso que un día decide tomar una lanza de sus victimarios y atacarlos con ella. El escritor pone en labios del relator esta observación: «Los soldados romanos, el Calvario, todo eso está muy lejos, es bastante confuso y poco interesante, en suma, para esta raza dolorida que ha escalado mascando coca, todos los calvarios eventuales».19 Lo común en estas tres viñetas o relatos es que Cristo aparece bien como el niño o bien como la sangrante víctima. No hay en la memoria popular ni en el folklore o las fiestas alguna referencia a la vida misma de Jesús. La resurrección apenas si se toca de pasada, sólo como anuncio de una breve nota escatológica.

Acercándonos al poeta César Vallejo, lo que caracteriza su poesía es una nota constante de búsqueda religiosa y metafísica, en la cual aparecen muchas veces metáforas relativas a la simbología cristiana propia de la religiosidad popular: el jueves santo, la cruz, el calvario, el sudario, las manos clavadas. Vallejo utilizaba la figura del Cristo sufriente como metáfora de su propio sufrimiento interior y del drama humano. En su primer libro Los heraldos negros, el poema «Los dados eternos» resume bien lo que parece haber sido su extraño combate con Dios:

 

Dios mío, si tú hubieras sido hombre,

hoy supieras ser Dios;

pero tú, que estuviste siempre bien,

no sientes nada de tu creación.

Y el hombre sí te sufre: ¡el Dios es él!20

Aquí estamos frente a lo que suena al mismo tiempo como un clamor y una protesta. La protesta contra un Dios que no puede comprender a la humanidad porque no sabe lo que es la condición humana, y el clamor por un Dios encarnado. El trasfondo es el de una cristología carente de lo que debiera ser precisamente su mensaje central, la verdad fundamental de la encarnación: «El Verbo se hizo carne.»

La perspectiva crítica de Miguel de Unamuno

Salta a la vista del lector de Mackay que éste recibió una profunda influencia del escritor español Miguel de Unamuno, y que en su apreciación de lo que sea el Cristo de la religiosidad española seguía las intuiciones del maestro vasco de Salamanca, quien había exclamado:

¡Oh Cristo pre-cristiano y post-cristiano,

Cristo todo materia,

Cristo árida carroña recostrada

con cuajarones de la sangre seca,

el Cristo de mi pueblo es este Cristo

carne y sangre hechos tierra, tierra, tierra!...

Porque él el Cristo de mi tierra es sólo

tierra, tierra, tierra, tierra,

carne que no palpita…

¡Y tú, Cristo del Cielo,

redímenos del Cristo de la tierra!21

Para Mackay esta exclamación final de Unamuno «arroja un rayo de luz profética a través de la vida e historia religiosas de España y Sudamérica». Sin embargo conviene recordar que con ese gusto por la paradoja que le caracterizaba, Unamuno en otros escritos parece contradecirse. Así en determinado momento afirma que prefiere quedarse con ese Cristo español de su tierra. En uno de sus ensayos cuenta que un sudamericano le había manifestado repugnancia por las imágenes españolas de un Cristo sanguinoso, y afirma entonces: «le contesté que tengo alma de mi pueblo, y que me gustan esos Cristos lívidos, escuálidos, acardenalados, sanguinosos, esos Cristos que alguien ha llamado feroces. ¿Falta de arte? ¿Barbarie? No lo sé. Y me gustan las Dolorosas tétricas, maceradas por el pesar».22

Unamuno concluye este ensayo precisamente con palabras en las que hace suya una cristología que se afirma en los sufrimientos del Cristo de la tierra, dejando para el mañana escatológico la resurrección y sus consecuencias.

Sí, hay un Cristo triunfante, celestial, glorioso; el de la Transfiguración, el de la Ascensión, el que está a la diestra del Padre, pero es para cuando hayamos triunfado, para cuando nos hayamos transfigurado, para cuando hayamos ascendido. Pero aquí, en esta plaza del mundo, en esta vida que no es sino trágica tauromaquia, aquí el otro, el lívido, el acardenalado, el sanguinolento y exangüe.23

Puede decirse sin embargo, que la cristología del cristianismo agónico de Unamuno no se queda paralizada por este amor de la imagen del crucificado. En la larga meditación teológica que Unamuno ofrece en su poema «El Cristo de Velásquez», la contemplación de Cristo lleva a la dimensión ética, a la riqueza espiritual renovadora, a la esperanza y la alegría.

No se había equivocado Mackay al valorar positivamente la obra de Unamuno desde una perspectiva evangélica, puesto que éste criticaba acerbamente muchas de las características del catolicismo español que cualquier protestante también criticaría. El valor de Unamuno estaba en haber sacado la reflexión teológica a la palestra cultural y literaria de su tiempo, el haberse atrevido a pensar su fe en voz alta en medio de un ambiente en el cual la religión oficial se aceptaba sin discutir, aunque no se tomaba en serio. Aun en sus posiciones paradójicas, Unamuno como encarnación del carácter español estaba intentando vivir su cristianismo en el contexto de las luchas profundas que han caracterizado la vida española. Como en el caso de los místicos del siglo dieciséis y el de tantos espíritus liberales del diecinueve y el veinte, la España que representaba Unamuno fue una y otra vez aplastada por la España medieval guerrera e inquisitorial que forjó la América española. Con Mackay podría decirse que así el Cristo norafricano desplazó al que había nacido en Belén.

El abismo entre la religión y la ética

La observación de las notas de la imagen de Jesús en la cultura latinoamericana llevaron a Mackay a la reflexión teológica. Dentro del marco de la teología sistemática Mackay formulaba su observación de que en Iberoamérica predominaba una Cristología docética. En la historia de la doctrina cristiana el docetismo era la postura de quienes si bien afirmaban la presencia de Dios en Cristo negaban la realidad de su existencia humana. Se les conocía como los ‘docetas’, término proveniente de una palabra griega que significa «apariencia.» Para ellos el carácter humano de Jesucristo era sólo una vestimenta o apariencia externa. Pero no se trataba únicamente de ponerle nombre teológico a una realidad sino de examinar las profundas consecuencias que tenía para la vida práctica. Mackay señala que como resultado de una Cristología que se concentra en el Jesús niño y en el Jesús crucificado y muerto, hay un abismo entre la profesión religiosa y la ética:

El Cristo muerto es una víctima expiatoria. Los detalles de su vida terrenal hacen muy poco al caso y se tiene relativamente poco interés en ellos. Se le considera como un ser puramente sobrenatural, cuya humanidad, siendo sólo aparente, tiene muy poco que ver en materia de ética con la nuestra. Ese Cristo docetista murió como víctima del odio humano, y con el fin de otorgar inmortalidad, es decir, la continuación de la presente y carnal existencia.24

Ese Cristo no cambia la vida de las personas que le siguen aquí y ahora, sino que apenas garantiza un más allá feliz. La forma en que opera esta Cristología se percibe en la manera popular de considerar el sacramento de la comunión o Eucaristía. Dice Mackay: «El Sacramento aumenta la vida sin transformarla. Lo ético se halla ausente y la magia ritualista usurpa su lugar».25 Por ello puede decirse que: «Hablando en términos filosóficos el catolicismo español ha pasado directamente de la estética a la religión salvando de un salto la ética. El Cristo tangerino, y la religión que se formó en derredor de él, tienen valores estéticos y religiosos, pero carecen ambos de ética».26

José Luis L. Aranguren, un lúcido filósofo español del siglo veinte, que se especializó en el estudio de la Ética, señaló lo mismo al estudiar el tema de la moral y la sociedad en la vida española del siglo diecinueve. Describió lo que él llamaba la disociación entre la religiosidad pública exigida por la presión social de guardar las apariencias, y por otro lado el escepticismo interior, y señala que varios factores «hicieron imposible que la religión informara de verdad, la existencia entera». Las contradicciones de conducta resultaban escandalosas:

...grandes damas, la Reina a la cabeza, sumamente devotas y aun supersticiosas, cuya moral privada en materia sexual, no tenía nada que ver con la predicada por el cristianismo; y asimismo caballeros cuya respetable y aun solemne religiosidad apariencial se aliaba fácilmente con la corrupción de los mores político financieros.27