Inclusión constitucional de los pueblos originarios en Chile

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Inclusión constitucional de los pueblos originarios en Chile
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© LOM ediciones Primera edición, noviembre de 2021 Impreso en 1000 ejemplares ISBN Impreso: 9789560014580 ISBN Digital: 9789560014887 RPI: 2021-A-10502 imagen de portada: Paulo Slachevsky <https://www.flickr.com/photos/pauloslachevsky/> Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56–2) 2860 68 00 lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina Registro N°: 410.021 Impreso en los talleres de gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile

Introducción

El asesinato del joven Camilo Catrillanca, en noviembre de 2018, fue un hito que conmocionó al Pueblo Mapuche, a todos los pueblos originarios, así como a la sociedad chilena y a la comunidad internacional. El dolor profundo que nos ha embargado no tiene que ver sólo con las características singulares del caso, como las mentiras de Carabineros, los cambios de posición del gobierno de Piñera o la directa vinculación de dicha muerte con la criminalización reforzada que han venido promoviendo importantes sectores políticos. Se trataba de un síntoma repetitivo y permanente de las formas en que se relaciona la sociedad chilena con los pueblos originarios, pero que fue leída como una señal de que el sistema político, en lugar de satisfacer las demandas de justicia de sus ciudadanos y naciones, las desconoce y emplea sus recursos en oprimirlos y reprimir su protesta, cueste lo que cueste. Con ello protegía a la constitución material del país; a saber, el conjunto de grandes poderes económicos que se benefician a costa del deterioro de la calidad de vida de las grandes mayorías y el sacrificio de vastos territorios.

La respuesta institucional fue la de siempre: promesas incumplidas y luego un receso breve en la represión policial, para retomar con fuerza desde 2020.

Esto fue una de las señales más claras del agotamiento del modelo chileno, y que ya no resistiría con meras reformas cosméticas la grave pérdida de legitimidad que le había venido afectando crónicamente. Eso es precisamente lo que acontecerá con el rechazo a la consulta indígena en 2019 y el estallido social del 18/O.

Por otra parte, ya se había instalado en buena parte del mundo indígena que solo una reformulación constitucional de las bases del país sería el único camino que permitiría una salida político-institucional para las relaciones con el Estado. Ad portas del estallido, el reconocimiento constitucional adeudado, desde su promesa en 1989, llegó a parecer un cuento, toda vez que su fundamentación lo comprendió siempre como un punto de partida o paso inicial para una nueva relación que nunca ha sido dado y, es más, se había retrocedido a rasgos más parecidos a una etapa de la afirmación violenta de la dominación racial de lo chileno sobre lo indígena.

Sin embargo, el país ha emprendido un nuevo camino con el estallido social y su consecuencia más relevante, el proceso para construir una nueva constitución, en condiciones no previstas por el mundo indígena, las más favorables que pudieron resultar, instalándose un órgano constituyente, la Convención Constitucional, que se está comprometiendo con la plurinacionalidad del país real.

Este ensayo buscará aclarar el sentido de un cambio constitucional desde la plurinacionalidad, esclareciendo sus orígenes y contenidos, lejos de los miedos, confusiones y extremismos que han oscurecido permanentemente esta discusión. Con ello pretende ser un aporte modesto a la vida común, a la igualdad que debe existir en los proyectos de ser indígena o no indígena dentro de un Estado democrático y plural.

La comunidad se hizo país? La comunidad se hizo República? No confundir estado con Pueblo-Nación ni robo con inclusión Ni AD MAPU con constitución. David Aniñir (AD MAPU Constituyente, 2017) Mi mano se negó a escribir aquello que no me pertenecía. Me dijo: «debe ser el silencio que nace». Leonel Lienlaf (Rebelión, 1989)

1. El constitucionalismo del silencio

El Estado chileno reclama el atributo de la soberanía y el monopolio de la legitimidad política. La forma de representarse el Estado es que constituye la única fuente de autoridad política en el país. Ello implica que, en la teoría, todas las demás fuentes de autoridad pasan a ser agrupaciones intermedias entre el Estado y el individuo.

Sin embargo, la autoridad del Estado, en la práctica, está sujeta siempre a una crisis de legitimación. Anthony De Jasay indica que las tendencias inherentes de la autoridad política de dominar y colocarse por sobre las sociedades encuentran dificultades, pues «no es más fácil para un Estado alcanzar una legitimidad completa que para un camello pasar a través del ojo de la aguja» (Jasay, 1998: 79).

El poder del Estado se funda en una violencia fundacional que quiere constituir un ámbito donde su dominio tenga significado, a la vez que reunir los medios necesarios para ejercer sin complicaciones ese dominio. La Constitución del Estado consiste, en el sentido antiguo de la noción de constitución, en la construcción simbólica y material de la comunidad política.

Uno de los rasgos del Estado chileno consiste en que su constitución negó y continúa silenciando la existencia y participación de los pueblos originarios, en tanto que la construcción del poder estatal incluyó una serie de procesos de violencia que continuaron y consumaron la empresa colonial sobre los indígenas.

En ese sentido, el Estado chileno mantiene un silencio simbólico sobre los pueblos originarios (interpretando a Leonel Lienlaf, «debe ser el silencio que nace»), de manera que éstos no pertenecen como sujetos colectivos –sino apenas como individuos– a la comunidad política del Estado; mientras que los subordina y agrede para construir y mantener su poder.

Los pueblos originarios son extraños a la comunidad política del Estado y quedan sometidos a su poder desnudo a través de su anexión violenta, a la vez que marginados por las consecuencias de larga duración de esa anexión; a saber, la exclusión, marginación, desprecio y minusvaloración.

Esta situación contrasta con el imaginario moderno de lo que significa la constitución de un Estado. Los indígenas no son ciudadanos como indígenas, sino que sólo son ciudadanos individuales que se diluyen –que deberían o debieron diluirse– en la comunidad política de la nación chilena. Pero sus condiciones materiales quedaron marcadas por la mano visible e intencionada del Estado para producir el despojo –o a veces simplemente robo– de sus tierras y recursos, la asimilación forzada a la cultura chilena nacional, y el desprecio por sus lenguas, culturas e identidades. Esta ciudadanía teórica, en la realidad, es de segunda categoría para los indígenas, nominal y simbólica en un sentido peyorativo, sólo formal y pobre en oportunidades y en significado para sus supuestos titulares (interpretando a David Aniñir, «No confundir estado con Pueblo-Nación ni robo con inclusión»).

Dicha situación es una de las grandes brechas de legitimidad política del Estado chileno y determina la ajenidad de sus estructuras y lógicas con aquellas que les son propias a los pueblos originarios, por más que los individuos indígenas se desenvuelven en espacios interculturales e híbridos –mestizos dirán algunos–, pero donde lo indígena está subordinado y colonizado.

Jorge Pinto caracteriza la creación del Estado chileno como un proyecto donde se pasa de una visión incluyente, determinada por la convivencia y complementariedad e intercambio en la sociedad regional fronteriza del sur entre Pueblo Mapuche y el Estado colonial, hacia una visión excluyente, donde la ambición de las élites agrarias y comerciales del valle central por tomar control de las tierras indígenas era acompañada por un proyecto de imposición del aparato burocrático y militar del Estado, como de sus instituciones educativas, con el fin de imponerse en un territorio y a la vez de crear una nación chilena leal al Estado, en todo lo cual no existía lugar para los Mapuche, su cultura y sus instituciones propias.

La articulación fronteriza entre la sociedad colonial y la sociedad mapuche del tiempo colonial se estabilizó, según la visión de Pinto, a pesar de las rebeliones y confrontaciones, intermitentes, formando circuitos que conectaban los intercambios locales con flujos más grandes con el resto del imperio español, donde el sistema de los parlamentos regulaba las relaciones interétnicas manteniendo la paz (Pinto, 2003: 53).

La primera fase de la construcción del Estado independiente de Chile tendrá un componente de valoración del mapuche –por ejemplo, en O`Higgins– para incluirlo en el proyecto de nación que se estaba fundando, «para construir con él y sus territorios el nuevo país que surgía de las ruinas del mundo colonial». (Pinto, 2003: 67).

Comentando las palabras del cacique Coñoepan, quien estaba en el bando de los republicanos en la guerra en el sur contra los realistas durante el período inmediatamente posterior a la independencia –recogidas por Claudio Gay– y que animaban a los mapuche a unirse al gobierno chileno «y pasemos a gozar de la casa grande que se está fabricando» (Citado por Pinto, 2003: 70), el historiador Jorge Pinto apunta al imaginario estatal de la primera mitad del siglo XIX, como una comunidad inclusiva, en la cual las diferentes naciones culturales formarían una sóla nación cívica, pero sin negar sus identidades e instituciones. Señala Pinto:

 

El Estado, que involucra territorio y población, fue imaginado, en lo que al territorio se refiere, como una casa que debía construirse con el esfuerzo de todos los pobladores que la habitaban, desde el despoblado de Atacama hasta el Cabo de Hornos; y, desde el punto de vista de la población, como una hermandad o gran familia a la que debían integrarse todos los habitantes del mismo territorio. Esa gran familia pasaría a ser la nación política, sujeta a las normas que dentro de la casa impondrían las autoridades del país. La nación política resultaba, así, de la unión de diferentes naciones culturales, entre las cuales se encontraría el mundo indígena. Su inclusión al proyecto nacional no merecía dudas. (Pinto, 2003: 72).

En la visión de Pinto, dicha situación cambiará radicalmente a mediados del siglo XIX, desde la creación de la Provincia de Arauco y después de la crisis económica de 1857, cuando las élites del Estado deciden alterar los arreglos que se habían mantenido hasta entonces y el aparato estatal comienza a avanzar hacia la ocupación de la Araucanía, bajo el discurso de la necesidad de terminar con la barbarie de los indígenas (Pinto, 2003: 150). El desprecio hacia lo mapuche y el designio para la ocupación y apropiación de sus tierras se conectan como los factores que hacen que el Pueblo Mapuche no será incluido en la nación cívica. La gestación de una conquista legitimada en un discurso de exclusión de lo indígena hizo imposible que se construyera un nacionalismo cívico como base de una posible identidad constitucional de Chile, y no quedará sino la imposición del dominio de la nación cultural mestiza sobre las naciones originarias.

Según Rolf Foerster, la república de mediados del siglo XIX inició el reemplazo del pacto colonial por un pacto republicano en las relaciones entre la sociedad chilena poscolonial y los mapuche (2018). El pacto colonial tuvo diversas instituciones de mediación que eran interpretados por los hispano-criollos como pactos de subordinación, en tanto los mapuche los vivían y tematizaban como pactos entre sociedades iguales, mediante espacios ritualizados de negociación como los parlamentos, donde las autoridades españolas pagaban sus deudas con los mapuche. El pacto republicano mantuvo inicialmente esas condiciones, pero las abandonará por un sistema de imposición de la soberanía monolítica y de pérdida cultural y reducción de las tierras indígenas, donde las autoridades estatales chilenas no saldan sus deudas con los mapuche –al mantenerlos en pura subordinación–, manteniéndose abiertas como deuda histórica, en tanto sólo se les ofrece «pactos de sumisión» y nada que pueda ser interpretado seriamente como un «pacto de sociedad».

Más allá de los elementos económicos que destaca Pinto, como indica el historiador mapuche Héctor Nahuelpán, el proceso de ocupación de la Araucanía se basaba en imaginarios coloniales muy arraigados de índole racista, donde los mapuche son representados como subhumanos y bárbaros para legitimar la violencia y el despojo de sus tierras y recursos (Nahuelpán, 2012: 151). Se construyó a un otro como un enemigo sobre el cual no se podía dudar en tomar acciones de despojo y violencia (Marimán, 2017: 44).

Estos procesos tendrán un profundo impacto en la construcción política de Chile. Generarán una actitud de las élites a la cual permanecerán aferradas hasta el día de hoy, a la vez que determinarán una historia constitucional donde los pueblos originarios no existen.

Precisamente una de las características singulares del debate constitucional sobre los pueblos indígenas y su lugar en el Estado constitucional consiste en la separación entre el mundo de las élites políticas y el movimiento indígena, donde el mundo indígena reflexiona constantemente sobre cómo se podría efectuar una inclusión constitucional, en tanto las élites eluden la discusión o proponen medidas unilaterales.

El problema básico del debate constitucional sobre los pueblos indígenas en Chile fue enunciado ya en las discusiones del Congreso Constituyente de 1828. En la sesión 42.ª, el 9 de junio de 1828 del congreso constituyente, que estaba discutiendo la constitución liberal de 1828 bajo la presidencia de Francisco Ramón de Vicuña, tuvo lugar la siguiente discusión:

El señor Presidente. –Los araucanos como he probado antes no componen nacion diferente. La República chilena solo vino a ocupar este rango al tiempo que declaró su independencia. Cuando aquellas tribus errantes que aun no han salido del estado de barbárie se civilicen i entre ellos se funden villas i ciudades, sucederá lo mismo que hemos visto en aquellas grandes masas de indíjenas que sembradas de Coquimbo, hasta Concepción, en pequeñas poblaciones que se llamaron encomiendas, disfrutan hoi de todos los derechos de ciudadanía i componen una sola familia i nación. Concluyo pues, diciendo que el artículo que hoi se discute está bien redactado en el proyecto.

El señor Marín. –Los araucanos i demás indíjenas se han reputado como naciones estranjeras; con ellos se han celebrado tratados de paz i otras estipulaciones i lo que es mas, en los parlamentos se han fijado los límites de cada territorio, cosas que no se practican sino entre naciones distintas i reconocidas, i no puedo comprender que al presente el Congreso se proponga darles leyes, no como a nación i sí como a hombres reunidos, sin esplorar su voluntad, sin preceder una convención i sin ser representados en la Lejislatura1.

Lo que se estaba discutiendo era la identidad del soberano constitucional, esto es, la definición de la nación. Su artículo 1º identificará a la nación con la reunión política de todos los chilenos naturales y legales. Su artículo 2º indicaba que el territorio de Chile comprende de Norte a Sur, desde el desierto de Atacama hasta el Cabo de Hornos.

Ramón de Vicuña aseguraba la existencia de una nación chilena monolítica, en la cual se fundirían las poblaciones indígenas dentro de su proceso de civilización. El problema planteado por el diputado Marín es que la nación así creada como soberano constitucional constituye una imposición para las naciones indígenas, en cuanto ellas no habían concurrido con su consentimiento o su representación al cuerpo político que se proponía regularlas mediante una constitución y sus leyes. La existencia de naciones indígenas, diferentes a la chilena, Marín la atestigua desde la práctica de los tratados y parlamentos que regían las relaciones entre Chile y los pueblos indígenas.

La legitimidad constitucional consiste en el conjunto de motivos de justificación capaces de servir como criterios normativos para evaluar si tenemos un deber de obedecer una determinada constitución. Kalyvas, para determinar estos criterios de legitimidad, señala que «el contenido normativo del soberano constituyente es uno de participación» y este contenido exige que «aquellos que están sujetos a un orden constitucional lo co-constituyan» (2005: 238), es decir, que presten su consentimiento a las reglas constitucionales que los rigen.

El corazón del debate constitucional siempre ha sido este que se enuncia en la discusión constituyente de 1828, cual es que las constituciones políticas de Chile se han construido en procesos que, en cuanto a los sujetos que intervienen en ellos, y en cuanto a los contenidos normativos que resultan de ellos, no han tenido nunca participación de los pueblos indígenas, es decir, que no tienen originalmente legitimidad para ellos.

En ese sentido, la experiencia de los pueblos originarios de la convivencia dentro del Estado de Chile ha sido la de una exclusión constitucional, que refrenda, a la vez que produce, las exclusiones que han acompañado las relaciones entre el Estado y los pueblos indígenas: despojo, desconocimiento de derechos, humillación e invisibilización.

En ese sentido, la historia el constitucionalismo chileno lo inscribe como un caso clásico de «constitucionalismo de colonos», en el cual el diseño de las instituciones estatales y del proceso político limitan cualquier oportunidad legítima de acción de los pueblos indígenas dentro del espacio del gobierno de los descendientes de los colonizadores. Esto sucede porque el proyecto de las élites se sobrepone, deniega y procura destruir las instituciones previas de los pueblos originarios.

En el constitucionalismo de colonos, la soberanía es, en la práctica, titularidad de los descendientes de los colonizadores y marca la subordinación estructural de los pueblos originarios a ellos. El lenguaje de la «soberanía», dentro de la comprensión de dicho constitucionalismo, según Taiaiake Alfred, ha limitado las formas en que podemos pensar, sugiriendo siempre un problema conceptual y de definición centrado en el alojamiento de los pueblos originarios dentro de un marco «legítimo» del gobierno del Estado de los colonos (Alfred, 2005). Allí, los pueblos originarios deben ajustarse a los criterios derivados del Estado, asumiendo identidades atribuidas para acceder a sus derechos legales (Alfred, 2005: 43). De esta manera, las voces de los indígenas sólo serán registradas si se someten a la imposición constitucional que siempre los considerará como ajenos a la comunidad política que la constitución fundamenta.

El silenciamiento de las voces de los pueblos originarios o su alejamiento de la lealtad a aquella comunidad política son los resultados esperables –e incluso originalmente deseados– para el constitucionalismo de colonos.

1 <https://es.wikisource.org/wiki/Sesiones_de_los_Cuerpos_Lejislativos_de_la_República_de_Chile/1828/Sesión_del_Congreso_Constituyente,_en_9_de_junio_de_1828>.

2. Plurinacionalidad: los pueblos del Estado constitucional democrático

La noción de soberanía nace siendo completamente unitaria e identificada con el Estado, de modo que cualquier división o fragmentación del poder se considera causa de inestabilidad y separación política (Benoist, 1999).

La soberanía es la más alta, última y suprema autoridad política y legal dentro de un sistema de gobierno. Ser soberano significa ser la fuente última de poder político dentro de un Estado. Una autoridad que es suprema puede regular todas las demás fuentes de autoridad (Morris, 2000).

En Chile, la soberanía es atribuida a la nación. El art. 5º de la Constitución Política de 1980 señala que la «soberanía reside esencialmente en la Nación». Este texto reproducía el art. 3º de la Constitución de 1833.

El Tribunal Constitucional ha definido este concepto de nación como «[a]quella agrupación de personas, unidas por vínculos materiales y espirituales, que los hace tener conciencia de poseer caracteres comunes que les permite diferenciarse de otros grupos nacionales, y en que los individuos manifiestan y demuestran tener la voluntad de conservar esos lazos de unidad. Se comprenden en este concepto, las generaciones pasadas, presentes y futuras» (STC R. 346-02).

En el Diccionario Constitucional Chileno, Gonzalo García y Pablo Contreras describen la nación como un concepto que «ha servido funcionalmente al Estado-nación centralizado creando y manteniendo un vínculo de fidelidad entre los ciudadanos y su organización política. En este sentido, la nación se convierte en la ideología de un tipo de Estado determinado. Además, genera la idea de cohesión social bajo un proyecto ideológico de pasado común y de un grupo social homogéneo» (García & Contreras, 2014: 667-668).

La Comisión que preparó la Constitución de 1980 durante la dictadura militar indicó que su meta era generar una constitución nacionalista, «inspirada en los auténticos valores y características de nuestra propia nacionalidad» (Comisión Constituyente I, 1973: 27). De esta manera, la comprensión de la soberanía nacional no es aquella de una nación abstracta, inclusiva de todos los ciudadanos, sino de un determinado proyecto valórico, de un colectivo específico con una identidad unificada.

 

En dicho colectivo nacional no han tenido cabida los pueblos originarios. Desde el regreso a la democracia, pese a la promesa formulada en el acuerdo de Nueva Imperial (1989) entre el entonces candidato presidencial Patricio Aylwin y los dirigentes indígenas allí presentes, no se ha materializado.

Desde 1990 y hasta 2017 se habían presentado diez propuestas de reconocimiento constitucional para los pueblos originarios: Boletines Nos 513-07; 2.360-07; 2.511-07; 2.534-07; 4.069-07; 5.322-07; 5.324-07; 5.427-07; 8.438-07; 11.289-07 (Millaleo, 2017). En 2018, se presentaron otras tres propuestas: Boletines No 11.617-07, No 11.873-07; No 11.939-07. El primero corresponde al proyecto de Nueva Constitución de Bachelet, que contenía una cláusula de reconocimiento, en tanto los dos últimos corresponden a proyectos de los parlamentarios mapuches, el senador Francisco Huenchumilla y la diputada Emilia Nuyado, respectivamente.

Estos dos últimos proyectos se diferencian profundamente de los anteriores, pues reivindican el concepto de plurinacionalidad como eje de sus propuestas.

Precisamente, recogen un concepto que viene siendo defendido hace años por diversos referentes organizacionales indígenas, dentro de los que se destaca la Asociación de Municipalidades con Alcaldes Mapuche (AMCAM). Dicha asociación, constituida en 14 de enero de 2014, señala en su autodescripción creer en un estado plurinacional que dé cuenta de la diversidad existente en nuestro país. Dicha organización ha realizado un constante llamado a construir un Estado plurinacional e intercultural2.

En 2014, la Comisión Asesora Presidencial en Descentralización y Desarrollo Regional formuló, como una de sus propuestas en su informe final, la creación de regiones plurinacionales. En dicho informe, se propone:

declarar regio ́ n plurinacional y multicultural a la regio ́ n actualmente denominada «de la Araucani ́ a», incorpora ́ ndola en el arti ́ culo 126 bis de la Constitucio ́ n y habilita ́ ndola asi ́ tambie ́ n, para establecer su propio estatuto, en las siguientes materias:

a) La denominación de la región y de sus autoridades.

b) Gentilicios.

c) Símbolos regionales.

d) Idiomas, uso oficial y promoción de las lenguas oficiales.

e) Reconocimiento y garantía de la multiculturalidad.

f) Reconocimiento de las formas de organización y participación indígenas en la institucionalidad política regional.

g) La aprobación de un porcentaje de escaños reservados para ciudadanos indígenas, por un lapso no inferior a 20 años, en las elecciones de concejales, consejeros regionales, diputados y senadores.

h) Reconocimiento del derecho indígena.

i) Establecimiento y aprobación de municipios indígenas.

j) Establecer niveles de organización política-administrativa, adecuada a la región, mediante la agrupación de municipalidades limítrofes.

Se propone perfeccionar la norma constitucional, de manera de establecer también que dicho Estatuto será elaborado por el Consejo Regional, conforme los estándares del Convenio 169 de la OIT, se autorice la proporción de escaños reservados para ciudadanos indígenas, y sea aprobado como ley por el Congreso Nacional.

El mismo procedimiento para elaborar un estatuto con las características señaladas, podrá extenderse a otras comunas, provincias y regiones, para reconocer su carácter plurinacional y multicultural. (Comisión, 2014: 35).

Estas propuestas sobre la plurinacionalidad en Chile parecen a algunos una mera extensión a la situación chilena de los procesos llevados a cabo en los cambios constitucionales ocurridos en Ecuador y Bolivia.

En un tono muy despectivo, el entonces intendente de la IX Región, Luis Mayol, refiriéndose a la propuesta de Francisco Huenchumilla sobre plurinacionalidad, señaló que «casi le preguntaría si vamos a traer a Evo Morales para que nos diga cómo hay que instalarlo»3.

Para otros, el proyecto plurinacional es redundante, porque se resuelve en los derechos colectivos que los pueblos originarios han demandado –y obtenido, al menos en el derecho internacional de los derechos humanos–, sin agregar nada. O bien, si el plurinacionalismo constituye un proyecto político descolonizador del Estado, que quiere sustituir su matriz liberal colonial, habría fracasado en este empeño en las experiencias políticas en que se ha querido implementar (Mamani, 2017: 177).