El reino prometido

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—Sí, conocía a vuestra madre —reconoció Oriol. Se llevó las manos a la cara y se la frotó con fuerza—. A vuestro padre únicamente le vi una vez.

Román se sintió engañado al escuchar aquella revelación.

—¿Por qué nunca me habéis dicho nada?

—Así lo quiso ella—explicó el cantero con la mirada perdida en el fondo de su escudilla humeante—. He intentado en la medida de lo posible cuidar de ti desde la distancia. Así me lo pidió. Solo debía esperar el despertar de tu curiosidad. Sabía que esta conversación llegaría tarde o temprano.

—¿Cómo era?

La voz de Román sonaba temblorosa.

—La mujer más hermosa que he conocido en mi vida —rememoró el cantero en voz baja. No quería que su mujer escuchase aquello.

Román recibió las primeras lágrimas acumuladas en sus ojos pese al esfuerzo por evitarlo. Soltó un suspiro y siguió escuchando a Oriol.

—Su pelo era del color de los trigales, siempre bien cuidado y perfumado. Sus ojos eran hermosos, atractivos y sensuales. Su mirada parecía atravesar tus pensamientos. Estuve durante muchos años enamorado de ella hasta la perdición, Román. Pero el amor no era correspondido. Se había enamorado de la persona equivocada, pues un soldado de Cristo no puede cometer semejante falta. Nunca cuidó de vosotros, pues sus obligaciones le tenían demasiado ocupado. Un día marchó para no volver jamás. Aquello no lo superó tu madre. Sola, desamparada y con la dignidad perdida, decidió la mejor solución para los dos. No la culpes de nada ni la juzgues, pues no tienes derecho alguno.

—Pero eso no explica por qué me abandonó —comentó Román con un nudo en la garganta debido a la emoción—. En la carta dice que yo era lo único que tenía en la vida.

Explotó en un llanto tan doloroso que dejó apenado a Oriol.

—Román, debes comprender que lo hizo por vuestro bien. Vivíais en la más extrema pobreza. Pasaba muchos días sin comer, pues la única prioridad eras tú. La ayuda de una anciana ya fallecida que vivía muy cerca de vosotros y lo poco que yo os podía aportar no era suficiente. Como bien dicen esas letras, tuvo que vender su cuerpo para poder sobrevivir. No imaginas el sufrimiento que padeció y lo injusta que fue la vida con ella. ¿Acaso eres consciente de lo que tuvo que escuchar cuando la noticia de su embarazo llegó a oídos de los que un día fueron sus amigos? —preguntó el cantero con el recuerdo aún presente—. No sabes lo cruel que puede llegar a ser la gente, Román.

—¿De verdad creéis que el monasterio es el mejor sitio donde criar a un niño? —recriminó Román mientras secaba sus lágrimas.

—Lo desconozco por completo, pero te veo bien alimentado, ilustrado y versado a pesar de tu edad… La vida no ha sido tan cruel contigo.

A Román le daba vueltas la cabeza. Había esperado aquella explicación durante años, pero la verdad se le presentaba más trágica y desgraciada de lo que había pensado. Durante años la había culpado por haberle abandonado, hasta que Zacarías le entregó aquella carta que ahora apretaba con fuerza en una de sus manos. Como buen cristiano, la supo perdonar. Ahora, escuchada una versión más cercana, solo podía admirarla, pues ningún rastro de amor materno albergaba en su interior.

—Cuéntame más cosas sobre ella.

Oriol sonrió.

—Tenía un próspero negocio que era propiedad de tu abuelo. Pero la cosa acabó mal.

—¿Su nombre era Beatriz? Así lo he imaginado siempre.

Oriol lo miró extrañado.

—No, no… Casilda.

—¿Casilda? —preguntó Román un tanto dubitativo—. Al final de la carta firma como B.G.

—Pues os puedo asegurar que se llamaba Casilda.

—No entiendo…

—Posiblemente sean las iniciales de vuestro padre. La carta indica que no sabe cómo decirte su nombre… es una buena forma de facilitarte una pista.

El mucho asintió. Aquello tenía lógica.

—¿Sabes dónde puedo encontrarla?

—Lo único que sé es que marchó a Francia.

Román se sentía frustrado. Apenas tenía por dónde empezar con aquellos datos que le había proporcionado el bueno de Oriol.

—Román, sé que en un futuro no muy lejano partirás en busca de alguno de los dos. Elige la opción más sensata y busca a tu padre. Tu madre sufriría de elegir lo contrario. Verte sería lo más doloroso y vergonzoso que la podría pasar y nadie merece semejante castigo. Además, Francia es muy grande y no tienes por dónde empezar a buscar.

—¿Y por dónde empiezo con mi padre? —preguntó Román con desgana.

Oriol resopló con fuerza.

—Tu madre me comentó algo acerca el castillo de Montalbán, cercano a la ciudad de Toledo. Es la encomienda más importante de la Orden en toda Castilla. Tal vez allí encuentres respuestas, pero ya te aviso que será prácticamente imposible averiguar nada. ¿Qué dirías una vez allí?

Román asintió.

—Muchas gracias, Oriol —dijo mientras se ponía en pie.

—No las merece, Román.

Oriol revoloteó el pelo castaño de Román en un gesto cariñoso.

—Cuando decidas marchar, avísame con antelación. Yo te ayudaré.

Se despidieron con un fuerte abrazo.

ALCÁZAR REAL, SEVILLA

15 de septiembre del año del Señor de 1266

Los primeros meses de reinado habían pasado plácidos a pesar de algunas revueltas que aplacó con presteza. Al fin le había sido concedido el sueño de infancia dos años atrás, el día más feliz de su vida. El evento se celebró en la catedral de Sevilla, un acontecimiento que congregó a miles de personas en los alrededores del templo. Su coronación ante la nobleza más sobresaliente del reino y varios representantes de las familias más destacadas de la cristiandad le hicieron sentirse el hombre más poderoso del mundo. Arrodillado, sintió la comodidad de la corona de Castilla sobre su cabeza, una responsabilidad que veía reflejada en la mirada emocionada de su madre. Supo en aquel instante que estaba bien acompañado y protegido. Su astucia y moderación más la templanza de su hermano le ayudarían a mantenerse firme ante cualquier adversidad. Eran su única familia, pues la mayor parte, los Saboya, se encontraban en Francia. Por parte de su padre solo tenía un tío, don Sancho de Molina, huido de la justicia al ser el impulsor de la muerte de su hermano Ricardo, del que apenas conservaba recuerdo alguno. Aquel hombre ávido de poder, quiso aquella preciada corona y a punto estuvo de alcanzar su objetivo. Según le contaron cuando aún era un niño, su tío no tuvo los apoyos suficientes y aquello fracasó. Desapareció y nunca más se supo de él. Pero bien sabía que muchos eran los buitres al acecho de aquel metal que adornaba su cabeza.

El sueño de algunos de los allí presentes.

La mesa se extendía todo el largo de la sala. Ambas bancadas eran ocupadas por aquellos mismos hombres de poder que habían presenciado su coronación. Muchos de ellos habían participado en las tomas de Niebla y Cádiz tres años atrás, hombres leales a su rey. Allí estaban los Castro, Manzanedos, Meneses, Froiláz y Saldaña entre otros muchos. Pero su mirada se entretuvo en los representantes de las dos familias más poderosas del reino, aquellas cuya necesidad de mantener a su lado le eran primordiales. Nuño González de Lara, regente del reino hasta aquel día y Lope Díaz, hijo del antiguo alférez real, apenas se dedicaron una mirada, pues la enemistad entre ambas familias traspasaba las fronteras de Castilla. Aquello no le importaba en absoluto, siempre que no afectara a sus intereses.

De momento sabía que los tenía de su lado.

Desvió la mirada al frente y vio a su hermano departir con el maestre de Calatrava. Se le veía feliz por su coronación y alzó la copa cuando sus miradas se cruzaron en medio de sinceras sonrisas. Un poco más apartado que el resto se encontraba Rolando, el que fuera secretario de su madre años atrás. Con los años se había convertido en uno de sus hombres de confianza. Sus consejos, gracias en parte al buen manejo de la palabra, le eran de gran utilidad. Era mezquino y déspota, pero su inteligencia y audacia superaban con creces la de todos los hombres de los que se rodeaba a diario, y era eso lo que le gustaba de él. No se andaba con rodeos.

Sus rasgos se habían acentuado con la edad, dotándole atributos parecidos a los de las aves carroñeras. La nariz, un tanto aguileña mientras sus ojos negros semejaban a los de los cuervos, siempre atentos y al acecho ante cualquier movimiento. Había perdido un poco de pelo y las canas ya comenzaban a teñirlo de blanco.

Aquel fue el día más feliz de su vida, pero pronto comenzó a saber lo que significaba ser rey y las responsabilidades que tendría que afrontar a partir de entonces.

La más grave y urgente no se hizo esperar.

Muhammad Ben Alhmar, rey de Granada, había alentado a los moros para alzarse contra el reino de Castilla. Por suerte, Córdoba y Sevilla resistieron el empuje del enemigo infiel, pero el reino de Murcia se redimió y alzó contra la tutela castellana, comenzando por Lorca, que pronto cayó en la tentación. Eran tiempos convulsos y la inexperiencia le hizo pedir ayuda a don Jaime I de Aragón, un perro viejo al que tampoco convenía una revuelta mora. Mientras ellos hacían la guerra contra el reino nazarí, el de Aragón pacificó Murcia por la astucia y su poderío militar en una rápida campaña que le supuso cierta polémica en su propio reino, habitado también por los enemigos de la fe. Los moros de Murcia emigraron en su mayoría al reino de Granada mientras otros zarparon en navíos para unirse al rey de Túnez, uno de los responsables de la revuelta. Catalanes enviados a cambio de buenas promesas, colonizaron y repoblaron Murcia, cargados con sus pertenencias y familias hacia una nueva vida colmada de privilegios.

 

Fueron los dos años más intensos de su vida.

Reunió a sus consejeros y a los principales hombres del reino para tratar asuntos que no eran prioridad alguna para él, pero que sabía necesarios para el futuro porvenir del reino. La posibilidad de una posible devaluación de la moneda y tratar el reparto y proporción de las ciudades conquistadas habían consumido la mayor parte de la tarde. El siguiente tema a debate fue el tributo llamado Décima Pontificia, que en casos extraordinarios obligaba a la Iglesia a contribuir con el diez por ciento de sus ingresos en ayuda a la guerra contra el infiel.

—Seguirán contribuyendo con el impuesto como hacían hasta ahora —manifestó Pedro mientras tomaba asiento.

La nobleza presente respiró aliviada.

—Y ahora pasemos al punto principal —continuó el joven monarca ante el asentimiento de Rolando de Ampudia—. Como todos sabéis, las revueltas y sublevaciones en el sur han sido constantes en los últimos tiempos. Aquellos con los que hemos intercambiado nuestra cultura, a los que hemos respetado durante años, incluso apoyado en sus propias guerras internas, nos traicionaron. Y es algo que no puede volver a ocurrir. Por eso he decido la inminente expulsión de todos los musulmanes de Castilla sin excepción alguna antes de tomar Granada por la fuerza.

El silencio se instaló en la sala.

—Es hora de recuperarla para la cristiandad.

Enrique observó con preocupación a los presentes.

Vivían tiempos de paz con el reino de Granada, pero su alzamiento había supuesto un gran esfuerzo económico y militar. Muchos castellanos habían sido los caídos en sangrientos combates, algunos de ellos pasados a cuchillo sin misericordia alguna. Sabía que aquella afrenta marcaría a su hermano y que el castigo sería ejemplar. Con sus aliados derrotados y a las puertas de perder Granada para siempre, Muhammad I se apresuró a solicitar una tregua a Pedro y aceptar ser vasallo de Castilla más el pago anual de un tributo que ascendía a doscientos cincuenta mil maravedíes.

Pero aquello no parecía suficiente para su hermano.

—No sería justo por tu parte —se atrevió a decir.

Todas las miradas se posaron en él.

—No todos se han revelado contra nosotros. Los musulmanes de Ávila o Madrid no han apoyado a Muhammad y sería injusto que todos pagasen por la avaricia y codicia de un solo hombre, que por otra parte, se ha rendido, hermano —recordó con voz templada—. Es el mismo hombre que apoyó a nuestro padre en las conquistas de Sevilla y Jerez, el mismo que por imprudente ha aceptado ahora ser vasallo de Castilla.

Pedro escuchaba impasible.

—¿Algo más?

—Hay familias, como los Banu Ashqilula, que se revelaron desde su bastión de Málaga contra Muhammad y nos ofrecieron su alianza y apoyo. Y las más humildes, que nada quieren saber de guerras. Solo quieren vivir en paz. Eso sin mencionar a los mejores galenos, traductores, pensadores… No puedes expulsarlos, Pedro. No sería buena idea.

Pedro se puso en pie, apoyó las manos sobre la mesa y se encaró con su hermano.

—¡¿Me estás diciendo cómo he de gobernar mi reino?!

La expectación era tal que nadie se atrevió a decir una palabra. Enrique no solía dar su opinión en público, pues su función desde niño había sido la de estar a la sombra de su hermano, un espectro cuya misión siempre había sido de vital importancia, pues todos sabían que era la mano que detenía los impulsos del joven monarca. El carácter y la valentía de Pedro habían puesto en riesgo en más de una ocasión el reino de Castilla. Y era aquella bravura la que le hacía confundir los consejos y recomendaciones que le servía de buena fe su hermano Enrique por imaginadas órdenes.

—Te estoy dando un consejo…

Rolando miró a Enrique con aquella sonrisa burlona.

—El rey tiene razón —dijo en favor de Pedro—. Es el momento de reconquistar el reino de Granada. Están debilitados, fracturados entre sí.

—Os equivocáis —intervino don Nuño González de Lara—. De expulsar a todos los musulmanes del reino antes de tomar Granada solo conseguiríamos el efecto contrario. Unirlos en una sola causa. Nada quedaría de esa fractura de la que habláis.

Pedro y Rolando se miraron sin decir ni una palabra.

—Vuestro hermano tiene razón —comentó pasados unos segundos el señor de Haro—. Sería un error irreversible y provocaría una guerra interminable.

Pedro asintió derrotado. Rara vez se ponían de acuerdo las casas de Lara y Haro. Aquello ponía por tierra sus planes por el momento.

—¿Qué opináis? —preguntó Pedro al tesorero real.

—No es el mejor momento, mi rey.

—Muy bien —dijo Pedro con resignación mientras se acomodaba de nuevo en el trono dispuesto en la sala—. Que así sea. Podéis marchar todos.

Los presentes reverenciaron a su rey y tomaron la salida. Solo permanecieron en la sala don Nuño González de Lara y Rolando de Ampudia, pues el señor de Haro debía partir a sus dominios. Aquellas eran las voces autorizadas y únicas a tomar en cuenta para Pedro.

—¡Enrique, tú quédate!

El señor de Lara observó cómo Enrique obedecía de buena gana y sonrió imperceptiblemente. Aquellos dos muchachos eran completamente diferentes desde su punto de vista. Pedro era adusto, prepotente e irascible. Igual que su madre. Enrique representaba todo lo contrario. De educación exquisita, apenas era poseído por el ímpetu y el odio. Antes de hablar, pensaba, una cualidad poco apreciada en aquellos tiempos de guerra.

Pedro fue al encuentro de Enrique, que lo miraba tranquilo.

—¡Que sea la última vez que me das una orden! —vociferó mientras daba un puñetazo sobre la mesa—. ¡Menos aún delante de mis vasallos!

Para asombro del señor de Lara, Enrique ni se inmutó. Únicamente se limitó a observar aquel mismo puño que de ser su cara habría sufrido toda la cólera contenida de su hermano. Alzó la mirada y retó a su hermano Pedro.

—Para empezar, no te he dado orden alguna, solo un consejo útil. Y para acabar con esta absurda conversación, haz que te miren esa mano. Creo que te la has roto.

—¿Lo ves? —protestó Pedro mientras se miraba la mano, que empezaba a tornarse morada—. ¡Lo has vuelto a hacer!

—No puedes pasarte la vida reaccionando así cada vez que alguien te dé un consejo u opinión contraria a la tuya.

Pedro reaccionó con toda la ira acumulada durante toda la tarde. Agarró a su hermano del pecho y lo estampó contra la pared más cercana, a punto de incrustarle la cabeza contra uno de los hachones. Rolando y don Nuño González de Lara se levantaron para intentar poner paz a un asunto que se le había escapado de las manos al joven rey.

—¡Vosotros, sentaos! Esto es entre él y yo.

—Mi rey… —intentó intervenir Rolando.

—¡Callad! —gritó este sin apartar la mirada de su hermano.

—¿Me vas a atizar con la mano rota o con la otra? —le provocó Enrique.

El sonido de la puerta interrumpió la tensa disputa entre hermanos. Pedro soltó a su hermano, pero su mirada afilada seguía puesta sobre él, la furia contenida por aquella interrupción. Únicamente había una persona que tuviese la desfachatez de entrar allí donde no había sido reclamada sin el más mínimo interés en ser presentada con anterioridad. Nada ni nadie se podía interponer en su camino dentro de aquellos muros.

Aquel día estaba especialmente hermosa.

Con paso sereno, Constanza avanzó acompañada de un semblante que nada bueno vaticinaba. Vestía de color carmesí y blanco, la cofia velando sus hermosos cabellos, que seguían manteniendo su color castaño por los tintes y cuidados que le proporcionaban regularmente sus damas. Los años no pasaban para ella.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con seriedad.

—Es… una pequeña disputa, madre —respondió Pedro.

—¿Y se puede saber por qué?

—Le he dado un consejo que se ha tomado un poco…

—Es que tú no eres nadie para darme consejos de esa índole —gruñó Pedro—. Ya tengo gente bastante más preparada para dármelos.

Constanza miró a los dos, consciente del problema que suponía intentar hacer entrar en razón a Pedro. Había luchado mucho y hecho cosas de las que no se arrepentía para que uno de sus hijos subiese al trono, pero el carácter de ambos era tan opuesto como el agua y el aceite. Aquella había sido su obra maestra en la vida y no iba a consentir que sus propios hijos pusiesen en riesgo aquel privilegio por el que muchos matarían.

Decidió intervenir.

—Como buen soberano, deberías saber escuchar a tus súbditos —recriminó a Pedro con autoridad—. Me parece inadmisible por tu parte llegar a las manos con tu propio hermano por un consejo del que seguro, lleva razón.

El señor de Lara observó la escena con pensamientos enfrentados hacia Constanza. Por un lado la admiraba. Había sido capaz de sacar a sus hijos adelante a pesar de las adversidades que se le presentaron en el momento de la muerte de Eduardo. Muchos dudaron de que fuese capaz de soportar el peso de la corona, dudas que ella misma pronto se encargaría de disipar con una voluntad inquebrantable. Tomó decisiones correctas y arriesgadas en momentos precisos que sorprendió a los más escépticos, golpes maestros, eficaces y rápidos.

Pero el episodio del infante Ricardo aún le quitaba el sueño por las noches. Dudaba que don Sancho de Molina fuese el que estaba detrás de todo aquel asunto, pues le conoció bien y sabía que adoraba a su sobrino. Jamás traicionaría a su hermano. Era un hombre poco dado a las intrigas y la ambición no era uno de sus defectos. Su desaparición y la del Capitán, un hombre leal y fiel al rey Eduardo, aún dejaban respuestas sin resolver, pues nunca se les pudo juzgar para conocer la verdad. Lo único cierto es que ahora era su hijo quien llevaba la corona en la cabeza,

Habían pasado muchos años, demasiados para su vieja memoria, pero recordaba a la perfección la fidelidad del Capitán hacia su rey, su amigo de infancia. Por eso nunca entendió que aceptase semejante encargo, comprometiendo su vida y la lealtad mostrada durante toda su vida. Pero supuso que mucho había sido el oro ofrecido, muchas las promesas por parte del ideólogo de aquel crimen, que aún se ocultaba bajo las sombras de palacio, la protección ideal donde dejar pasar los años. Sabía que el oro corrompía a las personas como el lodo a las plantas, pero conoció al Capitán lo suficiente como para creer en su perdón, pues la amenaza de muerte sería sin dudar el verdadero motivo que le llevó a ultrajar sus juramentos como buen soldado que fue y a corromper su alma para toda la eternidad por aquel crimen lleno de cobardía.

Siguió observando la escena entre madre e hijo.

—Madre, soy lo suficientemente adulto para tomar mis propias decisiones. No necesito que…

Constanza miró con atención a Pedro y le interrumpió.

—¿Cuál ha sido la causa de esta bochornosa reacción por tu parte?

—Le aconsejé que…

—¡Calla, Enrique! —cortó Constanza con brusquedad—. Quiero que me responda él.

—He propuesto expulsar a todos los musulmanes del reino para terminar de una vez con posibles revueltas y sublevaciones. Debilitados como están ahora, sería el mejor momento para reconquistar Granada. Pero Enrique no está de acuerdo y ha puesto de acuerdo a toda la nobleza en mi contra. Su excusa es que aquello los uniría.

Constanza miró de reojo a Enrique.

—Y tienen razón, Pedro.

—¡Pero no acepto órdenes de nadie!

Constanza arrugó la frente y cargó contra su hijo.

—¡Pero quién te crees que eres! ¡Durante años te he dejado en manos de los mejores profesores e instructores que había en el reino, pero veo que no has aprendido nada! Un rey ha de prestar sus oídos a la nobleza, pues ellos son el sustento del reino, los que lucharan a tu lado en la batalla. Si pierdes su apoyo, lo pierdes todo. ¿Qué crees que será de ti cuando vean que no les escuchas, que no aceptas sus consejos?

—Dejadme a solas —susurró el joven monarca con gesto serio—. Salid todos por esa puerta de inmediato.

Constanza asintió y dio media vuelta. Sabía que sus palabras habían desarmado el gélido carácter de su hijo, que había derrotado aquel orgullo que ningún bien le hacía. Pensó que la soledad le haría recapacitar y seguida de Enrique, Rolando y el señor de Lara abandonó la sala.

Una vez en el pasillo, se detuvo y miró a Enrique a los ojos.

—Hay un asunto importante que precisa urgencia, Enrique. Convéncele para ir a Navarra. Necesitamos estabilidad con nuestros reinos vecinos y sería conveniente templar los ánimos con los navarros. Sé de buena fe las intenciones de tu hermano y no es el mejor momento. El reino de Aragón y Francia apoyan a Teobaldo.

 

Enrique asintió, pues aquel mismo consejo iba a salir de sus labios durante la reunión, pero la situación y la discusión con su hermano dejaron de lado aquella cuestión por el momento.

—Así lo haré, madre.

Seguida de Rolando, Constanza enfiló el pasillo hacia sus aposentos.

—¿En qué pensáis?

Don Nuño González de Lara volvió a la realidad al escuchar al joven Enrique. Había perdido la mirada en la espalda de aquellos dos personajes que ahora desaparecían de su vista. A pesar de los años pasados, las sospechas siempre estarían ahí, pero la esperanza de encontrar justicia se esfumó mucho tiempo atrás.

—Perdonad —se excusó—. Recordaba tiempos pasados…

Enrique sonrió y le dio una palmada en la espalda.

—¿Sentís añoranza?

El señor de Lara miró a Enrique y le devolvió la sonrisa.

—Solo siento que el reino no esté en vuestras manos, Enrique.

Enrique no supo qué decir.

VALLE DEL RONCAL, REINO DE NAVARRA

2 de septiembre del año del Señor de 1268

Isabel llevaba horas encerrada en casa. Apoyaba la espalda en el cabecero de su lecho, las rodillas flexionadas mientras sus suaves brazos las rodeaban con fuerza. Las lágrimas resbalaban sin compasión por sus delicadas mejillas, sincronizadas con los espasmos que la flagelaban cada vez que recordaba las escenas de la semana anterior.

Había pasado aquella mañana sin parar. Lo primero que hizo al despuntar el alba fue recoger agua en las orillas del Esca, aprovechando la tibieza que a esas horas bañaba el valle del Roncal. El verano estaba siendo especialmente cálido, un implacable enemigo que apenas había dado tregua desde mediados de junio. Concluida la tarea, ayudó a su madre y a su hermana Leonor con las labores del hogar. La vida le había cambiado mucho desde que su hermana Auria había abandonado la casa. Se había casado y era madre de una hermosa niña a la que habían puesto el nombre de Alba, orgullo de sus abuelos y sus tías. Aquel vacío dejado era difícil de olvidar, pues habían sido más que hermanas. Eran cómplices la una de la otra.

Había terminado de comer cuando recibió la visita de Munio.

—He de hablar contigo —dijo el muchacho en el vano de la puerta.

Ella miró el interior de la casa y vio que su madre y Leonor estaban ocupadas. Salió al exterior sin cerrar la puerta.

—¿Qué ocurre? —preguntó preocupada al ver la expresión de Munio.

—No es nada grave, pero me gustaría hablar contigo a solas.

—¡Hace un calor de mil demonios! —protestó Isabel con una sonrisa.

Pero Munio apenas se la devolvió. Aquello la puso en alerta.

—Ahora vengo, madre.

—¡Os vais a calcinar ahí fuera! —protestó María sin levantar la mirada del puchero—. Tened cuidado y no vengáis tarde.

Amparados bajo las sombras de los robles, orientaron sus pasos sin rumbo fijo. El silencio era parte del paisaje, apenas interrumpido por la inagotable compañía de Cleo. Corría como un alma libre por el bosque, olfateando y rastreando todo a su camino. Pero jamás perdía de vista a Isabel, su dueña, amiga y compañera. Nunca se separaba de su lado, siempre atenta a cualquier peligro o amenaza. La docilidad que mostraba con ella y la devoción que le profesaba nada tenían que ver con los demás. Era su protectora y ningún desconocido podía acercarse a Isabel sin presentarse antes como una seria amenaza, mostrando aquellos afilados y puntiagudos colmillos que más parecían puñales. Negra como el azabache, con los años había semejado su aspecto al de los lobos, una imagen que ya desde cría se le adivinaba. Sus ojos eran extraños, pues eran de un color pálido como el de los ciegos. En la oscuridad se mostraban centelleantes, una mirada surgida del mismísimo infierno.

Sin apenas darse cuenta, llegaron al lugar misterioso que tantas veces les había recibido en la soledad del bosque. El dolmen suponía un lugar mágico para ellos, una estructura desconocida que los resguardaba de miradas curiosas. Tomaron asiento en el interior mientras Cleo revoloteaba a su alrededor en busca de sus presas favoritas. Los conejos.

—¿Qué ocurre?

La contundencia de la pregunta sorprendió a Munio. Durante todo el camino había dedicado miradas furtivas a su joven amada y había descubierto la inquietud en aquellos inmensos ojos con los que soñaba cada mañana al despertar.

—Me voy mañana.

Isabel apenas pestañeó.

—¿Dónde?

—Nos han ofrecido trabajar en la catedral de Amiens, en Francia.

Isabel asintió imperceptiblemente.

—¿Cuánto tiempo?

—Mínimo un año, tal vez dos —se excusó el joven—. Así lo ha decidido mi padre. Cree que será bueno para mi formación. Trabajaré junto a los mejores maestros carpinteros de toda Francia.

Pero la sonrisa de entusiasmo que mostró no conmovió a Isabel.

—¿Por qué tenéis que ir vosotros? —preguntó a duras penas, presa de las emociones que intentaba ocultar.

—Los carpinteros navarros tenemos muy buena fama en Francia. No somos los únicos que han contratado de estas tierras. También irán gentes de Baigorri y Pamplona. Necesitan a gente capaz, hombres con una contrastada experiencia y nosotros, sin ser presuntuoso, somos los mejores.

Isabel cerró los ojos y resopló. No quería escuchar más.

—Cuando menos te los esperes, estaré de vuelta, Isabel.

Cuando los abrió se encontró con la mirada más pura y tierna que había visto nunca. Pero aquel instante de dicha pronto se evaporó al ser consciente del tiempo que pasaría sin verle, de la soledad que sentiría apartada de su lado. Se mordió el labio inferior, gesto que precedía al llanto. Estaban muy enamorados, una situación que no había escapado a ojos de sus padres. Pero ninguna de las dos partes había pactado un futuro enlace que ambos deseaban. El respeto y la prudencia que mostraba Munio con ella aún no le había permitido disfrutar de su virilidad. Daba por seguro que él sería su futuro esposo, pues nada ni nadie se interpondría entre ellos. Los besos y caricias que se facilitaban con delicadeza en la intimidad se interrumpían en el momento en el que la pasión podía superar límites prohibidos, pues quedar embarazada sería una deshonra para sus familias y por ellos y por nadie más templaban sus impulsos primitivos y naturales.

—¿Me esperarás?

La pregunta de Munio la devolvió a la realidad.

—Hasta la muerte si es necesario —contestó ella sin vacilar.

Munio sonrió.

Aquella declaración, aquella promesa salida de sus labios, las decía desde el corazón. Huiría a su lado y dejaría todo por él, pues le amaba por encima de todas las cosas. Pero no podía abandonar a su familia de aquella manera. La necesitaban. Siempre se había considerado una mujer con determinación y decisión inquebrantable, algo que le había acarreado más de un problema con sus padres. Aún recordaba el día que rechazó en matrimonio al hijo de un hombre pudiente de Tudela, mayor que ella en ocho años y futuro heredero de un próspero taller de orfebrería. Apenas era una niña de catorce años por aquel entonces, pero su amor ya pertenecía al joven que ahora tenía delante y a nadie más. Su padre, que en un principio se sintió ofendido, pronto comprendió que no era de carácter sumiso y que solo ella elegiría a su futuro esposo.

Hacía mucho tiempo que había tomado esa decisión.

—Deberíamos volver —aconsejó Munio.

Pero ella negó con la cabeza. Sin mediar palabra, se puso a horcajadas sobre él y le llevó las manos a su cintura. El contacto de sus cuerpos hizo que se estremeciese de placer mientras le besaba apasionadamente. Sonrió al sentir la hombría despierta de Munio bajo su vestido y decidió llevar una de sus manos hasta aquel lugar desconocido.