El reino prometido

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—¡Pues sí, me molesta! —aulló ella.

Las primeras lágrimas empezaron a brotar. Munio se arrepintió en el acto de su provocación, pues sabía perfectamente que ella estaba enamorada de él. Así se lo había confesado Auria, la hermana mayor de Isabel. Pero él ya lo sabía. Ella nunca le había dicho nada, pero sus miradas y gestos la delataban. Él, por su parte, tampoco había exteriorizado sus sentimientos. Temía pronunciar aquellas palabras que todos conocían, la expresión más pura que se puede regalar a quien se ama.

Pero había sido el nombre de Inés quien había puesto en alerta a Isabel. Le habló de ella con naturalidad la primera vez que volvió a Roncal tras su nueva vida en Pamplona. Decir que era hermosa y dulce además de ser hija de la nobleza Navarra no había sido la mejor decisión. Ella torció el gesto, las palabras selladas en sus carnosos labios. Aún era demasiado joven para conocer los asuntos del amor, se decía él, pues trece eran los años que la contemplaban. El tiempo y la madurez le harían comprender que debía confiar en él, pues solo ella le arrebataba el sueño por las noches.

Sonrió para aplacar los ánimos y acarició su suave mejilla mientras ella se dejaba hacer. El pecho se le desbocó cuando sintió su aliento tan cerca de él. Pero apenas los rozó cuando un gracioso quejido asustó a Isabel, que se apartó al instante.

Iba a ser su primer beso.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó ella algo asustada.

—Creo que ha sido tu regalo.

Isabel se había olvidado por completo del regalo, centrada como había estado en los labios de Munio. Agarró la cesta y la puso entre sus piernas, retirando con cautela la manta que ocultaba el interior. Allí, acurrucado y hecho un ovillo, descansaba un pequeño cachorro que descubrió la luz con temor y se puso a tiritar. Sorprendida, le acogió entre sus brazos y lo acarició con ternura.

—¡Qué suave! ¿Es para mí?

—Sí, es para ti. Y espero que lo cuides.

—Muchas gracias —murmuró Isabel—. ¿Cómo se llama?

—Es hembra, por eso decidí llamarla Cleo.

—¿Cómo?

—Cleo. Por la gran Cleopatra, última reina de Egipto.

Isabel abrió los ojos mientras negaba con la cabeza. No entendía nada de lo que le estaba contando.

Munio suspiró con fuerza.


Don Gimeno de Irurzun le había transportado en el tiempo con sus impecables lecciones. Había descubierto a personajes fascinantes como Aníbal el cartaginés, capaz de cruzar a lomos de sus elefantes los Alpes para asediar a la temida y poderosa Roma. Descubrió el genio y la valentía de Alejandro, rey de Macedonia, al que solo la fatiga y extenuación de sus soldados frenó en sus intenciones de conquistar el mundo conocido. Había muchas más historias y leyendas que le fascinaron, pero fue la de aquella reina egipcia la que más le conmovió. Antigua aliada de Roma, se había enamorado del general romano Marco Antonio, cuyas pretensiones de llevar la capital de Roma a Alejandría hizo al senado declarar la guerra a Egipto. Engañado, Marco Antonio se quitó la vida dejándose caer sobre su propia espada cuando un informe falso declaró la muerte de Cleopatra. Ella, viéndose esclava del imperio romano tras la muerte de su amado, decidió poner fin a su propia vida con el potente veneno de una cobra egipcia, una mordedura letal que la alejaría de aquel mundo de traiciones y mentiras para compartir la eternidad al lado de su amado general.

—Es una historia un poco larga —avisó Munio—. Pero seguro que te encantará escucharla.

—Pues será mejor que me la cuentes por el camino —aconsejó Isabel—. Es muy tarde y mis padres estarán preocupados.

—Sí, será lo mejor.

El relato, las pausas y el énfasis que Munio ponía en cada palabra, hicieron emocionar a Isabel, que escuchó en silencio mientras abrazaba contra su pecho a la pequeña Cleo.

Ella le miró a los ojos antes de entrar en casa.

—Qué historia más hermosa y triste.

Munio sonrió.

—Así es la vida, Isabel.



MONASTERIO DE POBLET,

CORONA DE ARAGÓN

15 de enero del año del Señor de 1264

A sus escasos nueve años apenas había conocido mundo fuera del recinto amurallado del monasterio. La disciplina y el rigor de aquella vida se le hacían insoportables con el paso del tiempo. Se sentía prisionero entre aquellos muros, una penitencia silenciosa que él no había elegido ni deseado. Pero era en invierno cuando la vida se hacía más difícil allí encerrado. Se suprimía la cena, pues tan pronto asomaba el ocaso ya debían estar encerrados en el dormitorio. Únicamente se servía un pobre desayuno y una comida a media mañana que apenas lograban mitigar el hambre. Los rezos abarcaban la mayor parte del día, pero al menos se amenizaba con las responsabilidades que tenía que cumplir tanto en el huerto como en el scriptorium, la única actividad que le complacía de verdad, la palabra de Dios mostrada de su puño y letra sobre el pergamino.

Le distraía lo suficiente para no abandonar aún aquella prisión de oro.

Zacarías dedicó una reprobadora mirada a Román, que seguía absorto en sus pensamientos mientras el resto de hermanos rezaba. Le dio un leve codazo en señal de advertencia para que estuviese atento y dejase para otro momento aquellas preocupaciones que parecían atormentarle. Sabía que el muchacho sufría, pues ya había leído la carta que escribió su madre para él. Le fue entregada el año anterior, el tiempo que el abad Eudald creyó oportuno para dar a conocer su pasado y la verdad que revelaba. El muchacho lloró sin consuelo alguno. Siempre los había interrogado sobre el día que lo encontraron abandonado junto a la iglesia Mayor del monasterio, pero nunca le mencionaron la existencia de aquella carta, menos aún su contenido.

Aquello lo cambió todo. Román había mudado su eterna sonrisa por una mueca apenada y pensativa. Le confesaba en la intimidad del claustro durante sus largos paseos, que tarde o temprano iría en busca de su padre, el único de sus progenitores del que poseía algún dato, ya que de la madre no se sabía nada. Pensó con resignación en lo que aquello representaría para el monasterio, pues su marcha significaría la pérdida de un joya aún por pulir, pero de experiencia y nivel superior al resto. Junto a Robert, le había enseñado a la edad de cinco años el manejo de la pluma sobre los costosos pergaminos. Saber que no se había equivocado con aquel niño de mirada serena le llenaba de orgullo. Su calidad con la caligrafía apenas fue cuestión de meses. La firmeza con la que cogía la pluma con sus diminutas manos y su pulso firme y relajado demostraron con el paso del tiempo que era un niño especial. El proceso de aprendizaje le permitía copiar sin saber aún leer, cualidad que aprendió de forma ejemplar, pues absorbía las formas de las letras con una eficacia impropia de su edad. Pronto aprendió a leer, pero no copió su primer manuscrito hasta los siete años. Ahora estaba considerado como un excelente amanuense, conocedor del latín, romance y catalán.

Pero había miradas celosas por parte de algunos novicios, pues Román aún no había profesado los hábitos a pesar de tener los mismos privilegios que los monjes. Dormía, comía y trabajaba en el scriptorium como ellos, además de estar exento de ciertas obligaciones como servir las mesas o limpiar las letrinas. Para algunos, debería ser considerado como un oblato. La mayoría eran hijos de campesinos que aportaban una dote al monasterio a cambio de hacer de ellos hombres consagrados a Dios. Otros eran escogidos por el propio abad si veía que el niño tenía las facultades religiosas que se requerían.

Y Román era uno de aquellos elegidos, tan diferente y especial a los demás que aún eran incapaces de comprender sus privilegios.

Él, por su parte, le consideraba como a un hijo y no le quería perder por nada del mundo. Pedía perdón todos los días al Señor por su egoísmo, pues no quería verlo marchar de aquellos muros que le harían famoso con el paso de los años si permanecía con la escritura de manuscritos.

Pero sabía que su partida era inevitable.

Después del rezo de Maitines salieron en fila perfecta y ordenada de la capilla, enfocando sus sigilosos pasos en medio de la gélida noche y en absoluto silencio mientras bordeaban el claustro en dirección al dormitorio. Pasaron por el refectorio y el scriptorium, donde poco después del amanecer Román tendría que ocuparse de la Biblia que había encargado meses atrás Pere de Queralt, lugarteniente del Temple en Aragón. Dada la fama del monasterio para crear los más hermosos libros de todo el norte de la península, encargó una de aquellas reliquias para inmortalizar la palabra de Dios en algo bello y perdurable, no como las viejas reliquias de las que disponían en la Orden.

Entraron en el dormitorio y apagaron las velas que descansaban sobre un par de candelabros de bronce que había frente a los camastros. El frío era intenso allí dentro a pesar de los braseros encendidos que había en el suelo. Pronto, las gruesas mantas cubrieron los pasmados cuerpos de los monjes, que esperaban impacientes la sumisión del sueño interrumpido.

Román tomó asiento sobre su jergón, situado entre los de Zacarías y Robert. Se quitó las sandalias y se tumbó para taparse después con una gruesa manta de lana en espera del comienzo de la sinfonía de todas las noches. Gorgoteos, toses, ronquidos y hasta gemidos de sus hermanos más jóvenes, que incapaces de cumplir el voto de castidad, se tocaban bajo las mantas a la espera de aliviar sus instintos entre silenciosos jadeos que nadie escuchaba.

Ajeno a los ruidos, sus pensamientos seguían siendo los mismos.

 

Tarde o temprano iría en busca de su padre. Las palabras plasmadas de su madre sobre aquel paño ensangrentado decían que era un templario, que había cometido el error de yacer con una mujer y de tener así un heredero. Cada vez que veía a alguno de aquellos nobles caballeros, se le aceleraba el corazón con la esperanza de conocer a su padre. Pero ninguno de ellos parecía fijarse en él. Visitaban el monasterio cuando les cogía alguna misión de camino, ya fuese para pernoctar en él o aprovisionarse de alimentos antes de volver a marchar. Los miraba fascinado, atraído por aquella cruz paté que destacaba sobre sus vestimentas puras que ellos exhibían con orgullo y devoción.

¡Quería ser uno de aquellos soldados de Cristo!

Lo deseaba de todo corazón y tenía la esperanza de que algún día se cumpliese el sueño. Por derecho y por ser vástago de un noble podría entrar en la Orden, aunque a la dificultad de encontrar a su padre había que añadir el fallo cometido por este, ya que al haber faltado al voto de castidad era más que probable que renegara de él. Muchas veces había considerado la posibilidad de que aquel hombre no le hubiese visto nunca, de que tal vez no le fuera confesado su nacimiento. Si no sabía que existía, difícil tendría mostrar que él era su hijo.

Su mente vagó durante la noche hasta caer rendido al sueño.

Entre los rezos de Laudes y Prima silenciaron sus quejosas tripas con un par de porciones de queso de cabra y un caldo de verduras que acompañaron con una copa de vino caliente con miel que les hizo entrar en calor. Ya empezaba a despuntar el alba sobre el horizonte cuando Román enfiló sus pasos hacia el scriptorium, aquel sagrado lugar donde su habilidad era plasmada sobre el pergamino con la paciencia y la sutileza de los mejores amanuenses.

Tomó asiento en el lugar que siempre ocupaba, junto a la mesa de trabajo de Zacarías. Pidió al armarius, cuya misión era la de proveer a los copistas del material, que llenara su tintero, un simple cuerno que le rellenaron con tinta negra. Todo lo pedía por gestos, pues estaba prohibido hablar dentro de la sala. Comprobó que el resto de material estuviese en buen estado: una pluma de ganso, otro cuerno para la tinta de color rojo que se elaboraba a partir del minium, una regla para guiarse a la hora de copiar el texto y un raspador, que usaban tanto para pulir las superficies rugosas del pergamino como para borrar los errores cometidos. Descansando sobre el atril de plano inclinado, le esperaban los costosos pergaminos que tras muchos meses de trabajo pasarían a convertirse en una hermosa y esforzada Biblia.

El delicado y cuidadoso proceso del pergamino le había sido enseñado desde muy pequeño, aunque siempre a distancia, pues Zacarías y Robert solo querían ocuparle con los estudios y el manejo de la pluma. Solían usar piel de carnero, cabra o asno, menos frecuente por su alto coste. Sumergían las pieles durante varios días en cal, tras lo cual se pasaba a limpiar el vellón y se roían después con un rosarius. Se adobaban, estiraban y pulían con la maestría que únicamente sabían hacer sus hermanos del Císter.

Chascó los dedos para que no se entumeciesen por el frío mientras movía el cuello con suavidad de un lado a otro. El trabajo de amanuense conllevaba ciertos esfuerzos físicos como dolores de espalda, entumecimiento de piernas, brazos y ceguera a largo plazo según le habían avisado sus hermanos. Cuando oscurecía concluía la jornada, pues estaba prohibido utilizar velas en el interior del scriptorium por el riesgo de incendio que aquello suponía.

Copiar sin cometer un error era muy difícil, más aun a tan temprana edad. Pero sus instructores y el abad le consideraban el mejor amanuense de todos, por eso le dejaron a su cargo la Biblia encargada por el lugarteniente del Temple en Aragón. Sus manos eran pequeñas, aptas para dotar de mayor calidad a la escritura. Copiaría, ilustraría e iluminaría el libro aplicando los colores necesarios, haciendo de ese modo el trabajo de tres personas a pesar de retrasar en unos meses el encargo.

Le gustaba su trabajo, pero había ocasiones en las que sus pensamientos, aún infantiles, evocaban lugares lejanos fuera de aquellos fríos muros, donde caballeros de buena fama y prestigio combatían por el honor de sus apellidos y el reconocimiento de sus amadas. Imaginaba países como Egipto o Grecia, antiguas cunas del conocimiento actual. O Jerusalén, con sus templos sagrados y reliquias aún por descubrir. Constantinopla también se presentaba maravillosa en su imaginación, la catedral patriarcal de Santa Sofía y sus monumentales palacios ocupando las orillas del Bósforo.

Impregnó con sumo cuidado la pluma en el interior del tintero, no fuese a caer alguna gota sobre el pergamino. La deslizó con destreza y mano experta, concentrado en aquella responsabilidad que le era encomendada, pues él solía escribir más páginas al día que la mayoría de sus hermanos. Su media era de cuatro páginas en verano y tres en invierno por la falta de la luz. No levantaba la vista más allá de la Biblia que descansaba sobre su atril, de las hermosas letras que se manifestaban en aquellos rugosos y viejos escritos que debía copiar. Sus maestros ya no estaban pendientes de él, pues ínfimos eran los fallos que cometía y no tuviesen solución.

Llegada la hora del almuerzo y tras varias horas de trabajo, enfilaron en silencio hasta el refectorio. Allí ocupó su asiento habitual, y el hambre, saciada por la distracción de su labor, despertó repentinamente con rugidos que le era imposible silenciar. La escudilla vacía pronto fue colmada por un estofado de alubias con verduras que acompañaron con un mendrugo de pan y vino rebajado en agua. El hambre era tal, que rebañó el pan en el caldo sobrante, un gesto que muchos de sus hermanos le reprobaron con la mirada. Mientras daban cuenta de la comida, prestaban sus oídos a los pasajes de la regla de San Benito que leía con voz templada otro de sus hermanos situado en un atril superior.

Tras el almuerzo a media mañana, muchos decidían pasear por el claustro o leer si no tenían alguna tarea asignada. Él, por su parte, prefería aprovechar el tiempo y continuar con la Biblia encargada. Aquella vida monacal se sostenía por la pasión que sentía por la escritura, pues el resto del tiempo era triste y monótono. Le habían dicho que todo aquello era necesario para limpiar su espíritu y alma atormentada, pero a veces se preguntaba si aquello era verdad. Sabía que Dios lo había abandonado. No dudaba de Él, pero aquella existencia no iba con su sangre, noble y destacada entre las demás. Tal vez tuviese otros asuntos más importantes que atender.

Tal vez otras las personas más necesitadas.

—¿Cómo llevas el encargo? —se interesó Robert mientras caminaban encogidos por el frío hacia el dormitorio tras una intensa jornada de trabajo en el scriptorium.

—Bien —murmuró Román.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Zacarías presintiendo la respuesta.

—¡Sabéis de sobra qué me pasa! —exclamó Román, la voz baja, el estallido controlado a duras penas—. Esta no es la vida que yo quiero. Ni siquiera la he elegido yo.

Robert y Zacarías se miraron de reojo.

—Yo no valgo para esto —continuó el muchacho.

—Y, ¿por qué no? —objetó el bueno de Robert mientras se adentraban en el frío dormitorio. Estaban solos—. Tal vez sea el propósito que tiene Dios para ti, uno más de los muchos que nos tiene programado a todos y cada uno de sus fieles servidores. Confía en Él, pues nunca te dejará solo.

Román negó con la cabeza.

—Mi destino lo fraguó mi madre al dejarme aquella carta en la que menciona a mi padre, caballero del Temple por si no os acordáis. Yo debería estar entre la nobleza.

—Más bien hace un hombre culto que mil empuñando una espada.

Román no pudo evitar una sonrisa al escuchar a Robert, pues siempre había perlas en sus ilustradas palabras.

—¿Qué pretendes? —preguntó Zacarías, la voz tomada por la inquietud y la preocupación—. Solo tienes nueve años, Román. ¿Acaso conoces algo de los peligros que encontrarías ahí fuera?

—Mi vida asemeja a la de los esclavos, hermanos —aseguró Román con desánimo—. ¿Qué mundo conozco? Eso es lo que quiero. Necesito conocer, ver cosas que únicamente he descifrado en mi cabeza bajo el sustento de los escritos que he copiado y leído. No soy feliz aquí dentro.

—La vida que llevas y de la que tanto te quejas te alimenta todos los días y cultiva una mente que reconozco privilegiada, pero que de no estar aquí sería una más entre la multitud. Dios ha elegido bien, Román.

El hermano Robert siempre conseguía templar sus ánimos. Sabía que tenía toda la razón del mundo. Nunca le faltaba un plato en la mesa y había leído y copiado manuscritos que más quisieran haber tenido entre sus manos muchos de los más poderosos reyes de la cristiandad.

—¿Y cómo piensas encontrar a tu padre? —preguntó Zacarías con la duda expresada en sus cejas.

Román se encogió de hombros.

—No lo sé aún —murmuró con la mirada perdida—. Pero algo me dice que alguien cercano tuvo que conocer a mi madre. Estoy convencido de que vivíamos cerca del monasterio. ¿Qué distancia creéis que puede recorrer una mujer hambrienta y azotada por el crudo invierno mientras carga en brazos con un niño de dos años? Tal vez esa persona conocía también a mi padre.

Zacarías observó a Robert y suspiró.

—Román, no creo que tu padre se dejase ver a la luz del día. Un caballero del Temple cuidaría hasta el más ínfimo detalle. La noche sería su guardián, la protectora de aquel secreto que por su culpa ahora sufres.

Román bajó la mirada.

—Tal vez no te guste lo que te cuenten —advirtió Robert.

—Es mejor saber que ignorar, hermano Robert —respondió Román.

Zacarías evitó sonreír. Aquella situación le entristecía sobremanera, pero sabía que aquel orgullo heredado tal vez del padre no le haría cambiar de opinión. Entendía su postura, aquella que reclamaba libertad y autonomía para un muchacho que apenas conocía el mundo exterior. Él, a su edad, había jugado con otros muchachos en su niñez, contemplado catedrales y ciudades que jamás podría olvidar por su belleza y el calor de sus gentes. Muchos años habían pasado ya de aquello, pocos o insuficientes al lado de su gran amigo Robert. Llevaban más de treinta años juntos, y aún le sorprendía la delicadeza de sus palabras, que calmaban los ánimos de los más osados. Su valiosa intervención le ayudó para explicar a Román un par de meses atrás en qué consistía el oficio de su madre, aquel con el que habían sobrevivido según sus propias palabras expresadas en aquel paño escrito con sangre. Román era muy inteligente, tal vez un privilegiado, pero explicar que su madre ejercía el oficio más deshonroso para la Iglesia era demasiado difícil. La paciencia de Robert y el tacto de su explicación hicieron ver al muchacho que nada malo había en ello, pues era María Magdalena como su madre y había sido acogida por el Señor.

—Te equivocas, Román —sermoneó Robert—. A veces es mejor ignorar, pues el alma sufre menos aunque sospeches la verdad.

—¿Siempre tienes una réplica? —preguntó el muchacho algo molesto.

—Siempre que la necesites.

Román fue a replicar cuando escucharon los sigilosos pasos del resto de sus hermanos en la entrada del dormitorio.

—Aún eres un niño, Román —murmuró Zacarías—. Tienes toda la vida por delante. Espera, sé paciente.

Román observó con ternura a sus dos viejos amigos, aquellos padres cuya única preocupación en la vida era su bienestar.

Los primeros monjes fueron entrando en sigilo, ateridos por el frío que se aferraba a sus cuerpos sin piedad alguna. Las velas se fueron apagando a medida que todos ocupaban sus camastros, el silencio sembrado en el dormitorio. La oscuridad era total, pero ni el calor de las mantas consiguió que el sueño acudiera a su encuentro. Con la mirada perdida en el techo, repasó en su mente aquella conversación. Las palabras de Zacarías y Robert le hicieron dudar por primera vez.

Tal vez tuviesen razón. La vida que le esperaba más allá de aquellos protectores y seguros muros del monasterio le era desconocida por completo.

Pensó en aquella persona que le había otorgado la vida, la mujer que le había procurado un futuro mejor. Su padre era el objetivo, pues así lo pedía ella en la carta. No quería que fuese en su busca. La explicación de su oficio varios meses atrás le hicieron entender sus preocupaciones y miedos. Se avergonzaba de su pasado, la vida dedicada al consuelo de los hombres insatisfechos. Las lágrimas acudieron a sus ojos por primera vez al pensar en ella. Ningún recuerdo conservaba, ninguna caricia o simple palabra de amor materno. Aquel dolor le era extraño.

 

Rendido al cansancio acumulado, se hundió bajo las gruesas mantas con los pensamientos aún a flor de piel.

Cerró los ojos en un intento por dormirse pronto.

El sol de aquella mañana había desperezado a los habitantes de Vimbodí antes de lo habitual en aquella época del año. Acariciaba sus rostros con cálida timidez, pero en aquellos meses de heladas se agradecía en espera de la primavera. Los niños jugaban y corrían entre los puestos para desesperación de sus madres, pues mucha era la gente allí congregada y en cualquier momento les podían perder de vista. Las voces y los gritos eran la sinfonía de siempre. Los regateos y discusiones, también.

El puesto que tenían los monjes del monasterio de Poblet era uno de los más requeridos por las gentes de Vimbodí y otras villas cercanas. La competencia con otros vendedores era feroz. Pero los monjes poseían la fama por la calidad de sus productos y nadie podía rivalizar con ellos. Sus manos elaboraban con la experiencia de los años deliciosas mantequillas, mermeladas de sus árboles frutales, pastas de almendras y hogazas de pan recién horneado. Vendían los huevos que ponían sus propias gallinas y la leche de sus ovejas.

Román ayudó a primera hora de la mañana a transportar al mercado todos los productos en una carretilla tirada por una mula que gobernaba su hermano Gabriel, administrador de la cocina del monasterio y de todos los productos que allí entraban o vendían diariamente. El hermano Fermín tomaba asiento a su lado mientras él permanecía en la parte trasera al cuidado de los productos, contemplando maravillado la alfombra blanca que arropaba los campos y la perfecta silueta del monasterio que se dibujaba sobre la vasta extensión.

No era la primera vez que ayudaba a sus hermanos en el pequeño mercado de Vimbodí, pero esta vez le costó más de lo normal convencer al abad Eudald de que quería echar una mano con las ventas. Todos sus hermanos permanecían encerrados en el monasterio, enclaustrados en un mundo que nada tenía que ver con la vida de los laicos. Su vida era de armonía y meditación, y no necesitaban de los demás para satisfacer su existencia. La excepción eran Fermín y Gabriel. Cada cierto tiempo le daban permiso para salir, pero siempre en compañía de sus hermanos. Siempre que fuese monje del monasterio de Poblet llevaría aquella vida, pero ninguna ley le ataba a sus muros.

Podía marchar cuando deseara y nadie se lo impediría.

La muchedumbre se aglomeraba alrededor de ellos con la esperanza de poder conseguir el mejor género. Los más acaudalados ofrecían más monedas que sus competidores para poder conseguir el último tarro de mermelada o la última media docena de huevos, sobornos que los monjes no aceptaban. Con las ganancias del día, compraban a su vez lo necesario para no alterar su tranquila y plácida vida monacal. Pescados en salazón o ahumados, hilos y agujas con los que poder confeccionar y remendar los roídos hábitos o simples útiles de cocina o de labranza. También reponían las velas y cirios consumidos por otros nuevos a un precio justo que les dejaba un cerero conocido.

Román seguía pendiente de las ventas cuando vio a un viejo amigo. Se llamaba Oriol. Era uno de los canteros que más tiempo llevaba trabajando en la ampliación del monasterio. Siempre le saludaba con un afecto casi paternal, una de las pocas personas con las que podía conversar y reír sin que los demás le reprobaran su actitud. Oriol era muy amable y atento con él, algo que le hacía pensar desde tiempo atrás.

—Buenos días, joven —saludó Oriol con una alegre sonrisa—. ¿Todo bien?

—Demasiado bien, diría yo —contestó el muchacho mientras atendía a la clientela allí amontonada—. ¿No trabajáis hoy?

—No. Estamos escasos de piedra y mañana deberían llegar nuevos carros de las canteras. Así descanso mis entumecidos huesos y aprovecho para tomar unos vinos en la taberna. Es la sangre de Dios.

El muchacho sonrió.

Observó de soslayo a Oriol mientras este orientaba sus pasos por la calle principal hasta la taberna más cercana. Y allí plantado, la mirada perdida en aquella fornida espalda, formó una teoría en su mente. Se presentó borrosa al principio, confusa ante la probabilidad. Pero que al cabo de unos segundos se convirtió en certeza y convicción.

Oriol llevaba trabajando en la ampliación del monasterio desde que tenía uso de razón. Tal vez se acordaba de aquella mañana, pues pronto se extendió la noticia de que los monjes habían adoptado en el interior de sus muros a un niño abandonado junto a la iglesia Mayor. Tal vez la conociese o la vio salir de allí con las manos vacías.

Aquella posibilidad le puso nervioso.

—Román, atiende a la joven —le indicó Fermín.

—Ahora vuelvo.

—Pero, ¿dónde crees que vas? —protestó el monje algo sorprendido.

—¡No tardo nada! —se excusó Román mientras subía la calle y los dejaba allí plantados.

—Es joven —dijo a modo de excusa Gabriel mientras alzaba los hombros.

Un torrente de gente venía en dirección contraria a la de Román, que por unos instantes perdió de vista a Oriol. Le dio alcance en los últimos puestos del mercadillo.

—¡Román! —saludó Oriol sorprendido al ver de nuevo al joven—. ¿Ocurre algo?

—No. Bueno… sí.

—Será mejor que te decidas —dijo Oriol con una sonrisa.

—¿Podemos hablar en un sitio tranquilo?

El hombre asintió, la mirada nutrida por la preocupación. Intuía la cuestión que quería abordar Román.

—Vivo a poca distancia de aquí —aseguró Oriol mientras indicaba la dirección con el dedo—. Te puedo invitar a un caldo bien humeante mientras nos calentamos junto al fuego.

La humilde casa del cantero le recibió cálida, un refugio momentáneo que agradecían sus huesos entumecidos por el frío.

—¡Pero qué sorpresa! —exclamó la mujer de Oriol.

Aquella mujer le trataba y hablaba como si fuese su hijo, siempre preocupada por su salud y bienestar. Todos los días de mercado, se presentaba ante él con una sonrisa mientras era atendida por sus hermanos.

Les sirvió el caldo y les dejó a solas.

—Ya sé que no es el mejor sitio para un… monje, pero aquí estaremos cómodos, sin ser molestados.

—Aún no soy monje —corrigió Román—. Y no os preocupéis, tenéis una casa muy acogedora.

Oriol sonrió sin ganas.

—Tú dirás, Román.

—No sé por dónde comenzar…

—Mejor por el principio.

Román asintió, las manos húmedas por la inquietud y la esperanza.

—Como sabéis, fui abandonado hace siete años al abrigo y protección del monasterio. Estoy seguro, por no decir convencido, de que alguien cercano tuvo que conocer a mi madre o por lo menos percatarse de que me abandonó. Allí trabajáis muchos hombres y es imposible que una mujer con un niño en brazos pase desapercibida. Creo que esa persona sois vos.

Oriol observó con pesadumbre al muchacho que tenía enfrente. El recuerdo de aquella mañana y la posterior despedida lo llevaba grabado a fuego en la memoria, la imagen de una mujer desesperada por la vida de su hijo.

—¿Sabéis leer? —preguntó Román para devolverle a la realidad.

—Eh… no muy bien —expresó Oriol algo avergonzado.

Vio al muchacho extraer de una de las mangas de su hábito una tela descolorida por el paso de los años. Apenas había visto un par de libros de cerca en toda su vida, pero advirtió que las letras allí escritas no se habían hecho con tinta. Su tonalidad semejaba a la sangre seca.

Román comenzó a leer lo que debía de ser una carta escrita por su madre antes de marchar. Mencionaba las razones por las que lo abandonó, una vida llena de miseria a la que se enfrentó lo mejor que supo. Revelaba también la identidad de su padre. Aunque no su nombre.