El reino prometido

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Oteó el horizonte hasta distinguir en el camino principal varios carros que se acercaban custodiados por hombres armados. Supuso que serían parte de los ingresos anuales que el tenente recibía por derecho real. Con los años se había convertido en uno de los ricoshombres más favorecidos por parte de la corona Navarra. Los ingresos de estas rentas ascendían a sumas que él jamás había podido imaginar, riquezas logradas por su lealtad y apoyo militar al rey Teobaldo II.

Se dio la vuelta y observó a Munio un instante. Estaba arrodillado junto a los gruesos troncos de madera de roble que descansaban a su lado. Permanecía pensativo. Habían empezado a trabajar en el caserío unos días atrás, pactando el tenente sus servicios a razón de cinco dineros a la semana para él y uno para Munio. Debían cambiar todo el techo de madera, un trabajo peligroso por la altura a la que se ejecutaba y el peso de los troncos que debían soportar sobre sus hombros. Apenas era aún un aprendiz a sus quince años, pero le mostraba su valía e interés todos los días. Apreciaba en silencio la capacidad que tenía para absorber conocimientos y aquella apetencia por aprender los secretos de aquella hermosa pero exigente profesión. Era todo ingenio, una actitud que en el futuro le podría aportar grandes beneficios y una vida acomodada.

—Padre, ¿estáis bien?

Aquella voz que aún se estaba formando le sacó de sus pensamientos.

—Sí.

—Pues no lo parece —objetó Munio mientras le sonreía.

—Es la maldita espalda. Me está…

La puerta le interrumpió.

Tras ella apareció don Pedro Sánchez de Monteagudo, fastuoso en porte y vestiduras, afición que compartía junto a su esposa Elis, de la casa noble de Trainel. Era un hombre menudo y de complexión fuerte, con una expresión feroz que nada tenía que ver con la realidad.

—Buenas tardes, don Pedro —saludó Munio.

—Buenas tardes, Munio. Martín —saludó el tenente.

—Parece que este año han ido bien las cosechas y la siempre bienvenida generosidad de nuestro rey —comentó Martín con sonrisa cómplice.

Tenía la suficiente confianza con el tenente como para preguntarle por los asuntos de los que ningún otro plebeyo osaría comentar.

—La verdad es que este año ha sido algo más generoso. Nos ha subido los sueldos a los tenentes. En las carretas que esperan fuera hay cientos de cahíces de trigo, cebada y avena. Y como bien decías, parece que al fin se va a dignar a devolverme los diez mil sueldos que me adeuda.

—Este invierno no pasareis hambre —ironizó de nuevo el carpintero.

—Ni vosotros —recordó el tenente.

Munio continuaba con su tarea, pero no podía dejar de escuchar la conversación. Observó con atención al tenente, un buen hombre al que admirar y padre de su mejor amigo, Juan, al que no veía desde hacía más de un año. Don Pedro Sánchez de Monteagudo se preocupaba por las gentes del valle e impartía la ley del reino con justicia. Recaudaba los impuestos reales, un importe que debía repartir con el rey y que en ocasiones, dependiendo del deudor, se los prestaba cuando las cosechas o negocios no iban bien. Sabía por Martín que su puesto era temporal y que no tenía derechos de propiedad, aunque sí poseía heredades en Tudela, Iriberri e Irurzun.

Su padre comentaba que nadie era perfecto, pues el tenente cometía el error de ser uno de los notables del reino a los que no les interesaba una posible alianza con el poderoso reino de Castilla. Tenía enemistades por doquier, en especial con García Almoravid, otro hombre de gran poder en el reino y ferviente partidario a una futura alianza con Castilla.

—¿Cómo está Juan? —preguntó Munio cuando cesó la conversación de los adultos.

—Sigue en Champaña con nuestro buen soberano —comentó con orgullo el tenente—. Estás de suerte, Munio. En un par de días le esperamos por estas tierras en compañía de Teobaldo y su corte.

—Ya será todo un hombre —comentó Martín.

El tenente asintió.

—La verdad es que acerté confiando en la madre de nuestro soberano, doña Margarita de Borbón. Parece ser que el rebelde de mi hijo empieza a cambiar de actitud. Su instructor en la corte me informa habitualmente de sus progresos. Dice que se le ven buenas maneras con el manejo de la espada y la monta de los caballos que el reino pone al servicio de los que en un futuro serán sus soldados.

El sonido de unas lejanas campanas advirtió a Munio de que ya finalizaba la jornada. La conversación entre adultos continuaba mientras él recogía las herramientas. La tarde caía con presteza y era hora de marchar

—¿Os quedaréis un poco más mientras departimos y degustamos un buen vino de las tierras de Nájera? —preguntó el tenente esperando la aprobación de Martín.

—Gracias, señor. Pero tenía pensado madrugar para finalizar el trabajo. Apenas quedan unos remates en el techo y…

—No os preocupéis, Martín —cortó el tenente—. Mañana os podéis tomar el día libre. Tengo cosas que hacer por aquí.

—Está bien —cedió Martín.

—¿Puedo retirarme ya, padre? —preguntó Munio con expectación.

—Sí, puedes irte. Pero ten mucho cuidado, está oscureciendo.

—Don Pedro —se despidió Munio—. Le veo en casa, padre.

Y tras decir aquello, salió como alma que lleva al diablo de la sala.

Dejó las herramientas en la parte trasera de la carreta y se despidió de la mula con una palmada en el lomo. Aceleró el paso con los últimas luces de la tarde, pues no quería sorpresas desagradables por el camino. Tenía un asunto que hacer que le ilusionaba más aún que el día libre que le acababan de conceder. Tenía un regalo que entregar, un obsequio para la persona más importante de su vida.

Un par de leños ardían en el interior de la chimenea de la estancia principal. Allí, acompañados por una jarra de vino, Martín y el tenente conversaron largo y tendido, encauzando las palabras en el presente que ocupaba a sus hijos, futuros hombres que bien necesitaría el reino.

—¿Cómo le ha ido a Munio con el profesor que os recomendé? —preguntó el tenente mientras llenaba la copa a Martín.

—Es un buen hombre, paciente y gran embaucador. Ha conseguido un milagro, pues dice que nunca había tenido un alumno que apreciase tanto el saber como lo hace Munio.

—Me alegro, Martín —comentó don Pedro mientras sonreía—. Os lo merecéis, pues duro ha sido el camino.

Martín asintió con la mirada perdida en la ventana.

Después del incidente con la pequeña Isabel seis años atrás, Martín decidió a su pesar llevarse al muchacho durante una larga temporada a Pamplona. Llevaba tiempo pensándolo, pero aquel accidente irresponsable fue la gota que colmó el vaso. Siempre había sido muy travieso, pero con la edad empeoró las fechorías. De pequeño escondía sus herramientas de trabajo, algo que no tenía gracia, pues vivían de ellas. Más tarde, fueron sus vecinos los que se empezaron a quejar. Le habían visto robar algunas gallinas que después utilizaba para practicar el tiro con honda junto al hijo del tenente. Apedreaba a todos los perros y gatos que se cruzaban en su camino. Pero no eran los animales lo que le preocupaba. Hacia lo mismo con las buenas gentes que hacían el camino de Santiago. Pero lo peor llegó unos meses antes de abrir la ceja a Isabel. El párroco de la iglesia de Roncal, don Severiano, le sorprendió robando unas pocas monedas del cepillo que luego devolvió con la poca vergüenza que aún le quedaba.

Pese al arrepentimiento y las disculpas de Munio, decidió buscar trabajo en la capital del reino. Necesitaba enderezar la vida de Munio, un joven cuya disciplina se había perdido en algún momento y él no había sabido enderezar. Su fama le precedía y no le resultó difícil encontrar un buen empleo. A pesar de los años, seguía estando considerado como uno de los mejores maestros carpinteros del reino y aquello le valió para colaborar en la construcción y renovación de algunos de los palacios e iglesias de Pamplona.

Una semana después de lo ocurrido con la pequeña Isabel, cargaron sus pocas pertenencias sobre una pequeña carreta que él mismo había fabricado con sus propias manos y que aseguró a un par de mulas. Emprendieron el viaje en absoluto silencio, un trayecto marcado por la nostalgia que mostraban los ojos de Munio, pues dejaba atrás la infancia para comenzar la etapa que debía formarle como hombre.

Esperó alguna protesta o reproche por parte del muchacho, pero no hubo malas palabras o justificación alguna. Parecía reconocer sus faltas y se enfrentó a la nueva situación con entereza y honradez.

Alquilaron una pequeña y céntrica casa, propiedad de uno de los más notables hombres de la ciudad para el que ya había trabajado unos años atrás. Apenas llevaban instalados un par de días cuando recibieron la visita de un hombre de mediana edad llamado Gimeno de Irurzun, que decía venir de parte del tenente de Roncal y Salazar. Don Pedro le había comentado que era un hombre ilustrado, no en vano había cursado sus estudios en la universidad más antigua del reino; la universidad de Palencia, impulsada desde hacía años por la voluntad del obispo de la ciudad don Tello Téllez.

—Quisiera conocer al muchacho —pidió el hombre con una sonrisa.

Gimeno, un hombre paciente y que resultó clave en el cambio de actitud de Munio, le observó detenidamente sin decir palabra. Sus ojos escrutaban la mirada impasible del muchacho, un examen profundo de quien le habían dicho indisciplinado e inquieto.

—Mañana empezaremos a trabajar. Antes del amanecer me tendréis aquí, pues el tiempo es demasiado valioso como para perderlo en sueños que exceden lo recomendable.

Munio le miró y alzó las cejas.

—Me parece bien.

 

Sin más que decir, Gimeno de Irurzun salió del hogar.

Bajo la atenta mirada de su profesor, Munio pasó el año más duro que había vivido jamás, pues la disciplina y la buena conducta eran las principales reglas que había impuesto don Gimeno. Leer y escribir tanto en romance como en latín costó Dios y ayuda, días de paciencia extrema por parte de los adultos y del propio muchacho, que se aplicaba con una dedicación que a todos sorprendió. Logrado el principal objetivo tras muchos meses, don Gimeno fue atrayendo su atención con otras materias. Las matemáticas, el álgebra, la filosofía, la geografía e historia más relevante, consiguieron despertar la curiosidad de Munio, que se aplicaba sobre su nuevo escritorio con aquellas arduas enseñanzas que tan bien le eran explicadas.

Con el paso del tiempo, Munio sintió especial devoción por la filosofía, aquellos argumentos racionales que se distinguían de la mitología y la religión para abordar temas más profundos como la moral y la verdad. Con la geografía descubrió tierras y reinos de los que nunca había oído hablar, pero que algún día esperaba visitar según decían sus propias palabras. De las matemáticas, donde los números tenían su lógica bajo las explicaciones de su tutor personal, le gustaban sus enigmas e incógnitas que pronto aprendió a descifrar bajo una cabeza que Gimeno llamó privilegiada.

Lo que iba a ser una larga temporada acabaron siendo cuatro años, una nueva vida de la que Munio había sacado provecho, pues no todo eran estudios y dedicación. Al poco de instalarse, conoció a una hermosa criatura de su misma edad que pasó a convertirse en su mejor amiga. Se llamaba Inés, y era la hija del mismo hombre que les había alquilado la pequeña casa. Era una preciosa muchacha cuyas virtudes eran la inteligencia y un encanto natural que embelesó los primeros días a Munio. Se veían todas las semanas. Paseaban y jugaban los primeros años, pero la pubertad fue dejando paso a unos sentimientos que todos sabían inevitables. Munio había caído en las dichas del amor que brota sin previo aviso, emociones que no pasaron desapercibidas para Elisenda.

Pero así como llegó, volvió a marchitarse, pues era Isabel la única que ocupaba su mente. Apenas se habían visto en cuatro años, pero aquella hermosa criatura que le esperaba en Roncal era su anhelo, la impaciencia por volver a verla siempre presente.

La noticia de que volvían a su antiguo hogar hizo de Munio el muchacho más feliz del reino. Había pasado demasiado tiempo alejado de sus amistades y don Gimeno de Irurzun dio su consentimiento. El cambio de actitud había sido sorprendente, pues ahora dejaba marchar a un joven responsable y culto, educado sus modales y su mente con el saber y la escritura. Pero el trabajo no había concluido. Debía seguir aprovechando la oportunidad de seguir estudiando, pues aquello solo conseguiría mejorar su futuro.

Martín se bebió el vino de un solo trago y miró al tenete.

—Os estaré en deuda toda la vida, don Pedro —se sinceró.

El tenente sonrió.

—No me deis las gracias, Martín —comentó el de Monteagudo—. Ya me lo pagará Munio cuando sea uno de los hombres más importantes del reino.

Los dos hombres rieron el comentario y prolongaron la conversación sobre el futuro que esperaba a sus hijos. Los tiempos estaban cambiando y al tenente le preocupaba una futura alianza con Castilla. Martín le intentaba convencer de que sería lo más correcto después de la delicada situación que atravesaban las arcas del reino.

—No me convences, Martín.

—Tal vez en un futuro…

—Tal vez, pero ahora es imposible.

Munio saludó en la distancia a los almadieros, que ya se recogían hacia sus hogares y a todo aquel que se cruzaba por el camino. Antes de abrir la puerta de casa, se sacudió las ropas, llenas de virutas de madera. El olor de la cena despertó su apetito. Había un puchero que cocía a fuego lento sobre la chimenea.

Elisenda lo recibió con una sonrisa cuando sintió el beso en su mejilla.

—¿Qué tenemos para cenar? —preguntó mientras olisqueaba el delicioso aroma que salía del interior del puchero.

—¿Todas las noches preguntas lo mismo?

—Es que todas las noches llego con hambre, madre —contestó mientras se acariciaba la barriga—. Entre los estudios y el trabajo me estoy quedando en los huesos.

Elisenda sonrió. Tenía razón.

Munio siempre había sido un niño sano y fuerte, y por la gracia de Dios nunca había pasado penurias para comer. El buen hacer y la fama de Martín le conseguían todo tipo de trabajos, más aún tras los cuatro años pasados en Pamplona, donde gentes de bien reclamaban sus servicios para las construcciones de nuevos palacios o arreglos en alguna de sus haciendas. Ella misma empezó a notar el cambio el año anterior. Munio había alcanzado a Martín en altura y su cuerpo se había visto transformado en el de un joven apuesto y fornido. Aquel repentino cambio la obligó a comprar unas cuantas varas de lino y buena lana para poder confeccionarle ella misma nuevas ropas. Un par de pantalones, camisas, jubones y una buena capa con capucha que le protegería de los fríos inviernos.

—Es un guiso de setas. Después, truchas —aclaró al fin.

—¡Me encanta! —exclamó Munio mientras le regalaba un nuevo beso.

—Muy contento te veo yo.

—¡Don Pedro nos ha anunciado la inminente llegada de Juan!

La última vez que se vieron fue en Pamplona tres años atrás. Se encontraron por casualidad en la calle de los Curtidores mientras paseaba al lado de Inés. Tras un fuerte abrazo, le presentó a la muchacha, cuya belleza también pareció encandilar a su amigo. Caía nieve en abundancia y se resguardaron al abrigo de una taberna cercana. Sin una sola moneda en los bolsillos, Juan pagó las jarras de vino que se tomaron con apetencia, un caldo que sumado al calor allí acumulado los hizo emborracharse por vez primera y cuyo recuerdo aún le hacía sonreír.

—¿Dónde está Martín? —preguntó Elisenda con preocupación.

La noche ya había caído.

—No tardará en llegar. Se ha quedado conversando con el tenente.

—Hace mucho frío.

Al escuchar aquellas palabras, Munio se llevó una de las manos a la frente. Se había olvidado por completo del regalo de Isabel, que descansaba en el patio, indefenso y solo durante todo el día. Se cubrió con su nueva capa de gruesa lana y salió al patio, recibido por el intenso olor de las flores que impregnaban el ambiente con aromas dulces y delicados. Se acercó a la encina que presidía el patio para recoger el regalo que tenía preparado para Isabel. Allí, bajo una mesa de roble, se encontraba una cesta de mimbre que ocultaba su interior por una pequeña manta de lana. Cuando la retiró, sonrió al ver allí acurrucado y dormido a un pequeño cachorro de dos semanas de vida, regalo de su profesor Gimeno de Irurzun por sus buenos resultados en los estudios. Era de color negro azabache. Sus orejas eran pequeñas y aterciopeladas al tacto. Sus patas, gruesas y fuertes.

Lo cogió con cuidado y lo metió al interior de la casa.

—¡Te he dicho que no le quiero aquí dentro! —protestó Elisenda al verlo.

—Mañana se lo daré a Isabel —tranquilizó Munio con una sonrisa.

Elisenda retiró el puchero de barro de las ascuas, avivó el fuego y colgó de los ganchos un caldero de cobre que había llenado de agua. Una vez al punto, sacó el caldero con cuidado y arrojó al interior algunas flores aromáticas del jardín.

—Frótale bien y ten cuidado. ¡Eres capaz de ahogarle!

—¿Yo? —preguntó Munio, sabiendo de antemano la reacción de su madre.

—Los hombres no valéis para nada.

Sin mediar palabra, Elisenda le arrebató el cachorro de las manos.

Munio sonrió.

La vio frotar con delicadeza al cachorro mientras sus dulces manos vertían sobre él suaves cascadas de agua caliente que el can agradecía moviendo su corto rabo.

Observó la delicadeza que mostraban aquellas manos, las mismas que a él también habían tenido que bañar en la niñez. Sus cuidados y el cariño que le mostraba eran muy especiales. Pero lo que más admiraba de aquella mujer era el amor que profesaba a su esposo, el hombre con el que había decidido compartir su futuro hasta la muerte. Las miradas que se dedicaban revelaban lo enamorados que estaban pese a los años pasados juntos y la monotonía que propicia una vida tranquila. Algún día querría para sí una mujer igual de hermosa y atenta. Empezaban a asomar las primeras canas en aquel pelo negro cuyo aroma recordaba desde la niñez. Su piel era cetrina y sus ojos negros como la noche. Martín le había confesado que de joven había sido más hermosa aún.

La quería como a nadie en el mundo.

La mañana despertó con nieve. Ligeros copos caían sobre el valle para cubrirlo todo en un manto blanco inmaculado. Las ramas de los árboles, víctimas de las inclemencias del tiempo, se dejaban cubrir por aquellos coágulos transparentes con distinguida sutileza. De los tejados pendían puñales cristalinos, peligrosos adornos que regalaba la naturaleza y que muchos de sus vecinos ya empezaban a quitar con sus herramientas.

Munio desayunaba junto a sus padres en la sala principal sin apartar la mirada de aquel espectáculo que se le presentaba. Aún recordaba los días de su niñez donde nada importaba, donde las risas y los juegos junto a sus amigos de infancia ocupaban todo el tiempo. La nieve había provocado interminables batallas que ni el frío había sido capaz de finalizar, únicamente los gritos de sus madres, preocupadas por la salud de sus hijos cuando las nevadas invadían el valle.

Mordisqueó una rebanada de pan y dio buena cuenta del vino caliente con miel cuando se puso en pie.

—Voy a llevar el regalo a Isabel.

—¡Con el frío que hace tú no vas a ningún lado! —ordenó Elisenda.

—¡Madre! —protestó el muchacho —Ya no soy un niño.

—Abrígate bien —terció Martín—. Y no vengas tarde.

Sin mediar más palabras, Munio subió los escalones que conducían a su habitación de dos en dos. Se abrigó con su nueva capa de lana y bajó a toda prisa ante la disimulada sonrisa de sus padres. Cogió con sumo cuidado al cachorro, que jugaba plácidamente al abrigo de las brasas con un hueso ya roído por sus diminutos pero afilados dientes.

—Me voy.

—Munio, será mejor que lo lleves en el cesto, tapado y abrigado —sugirió Elisenda.

Munio miró el cesto y después al cachorro.

—Sí, será lo mejor.

A pesar de cómo había despertado el día, se encontró con varios de sus vecinos a los que saludó. El frío no era un impedimento en aquellas tierras, pues todos estaban acostumbrados a los crudos inviernos que sufría el reino y había que cumplir cada cual con sus quehaceres.

Distinguió en la distancia a dos personas junto a la humilde casa de los padres de Isabel. Conrado, el panadero de Roncal, tomaba asiento junto a la entrada por uno de sus pies descalzos hundido en la nieve. Poseía un gran horno comunitario para que los vecinos pudiesen hornear allí sus propias carnes o aves de corral los más pudientes.

El otro era don Severiano, el párroco de la humilde iglesia.

—Buenos días, don Severiano. Conrado —saludó Munio—. ¿Qué le ha pasado en el pie?

Tenía una fea quemadura en el empeine.

—Intentaba sacar algunos panes recién horneados cuando he arrastrado con la paleta una de las ascuas al rojo vivo que ha decidido atravesar mi pobre calzado para freírme de forma insoportable el pie. ¡Duele como mil demonios!

Munio sonrió al ver a don Severiano santiguarse por aquellas palabras.

Muchos eran los habitantes del valle de Roncal que visitaban a María para que remediase sus dolencias. La llamaban «la Pagana», pues se decía que no era devota de la doctrina católica. No creía en ella. Señalaban que era una buena creyente, una fe que había prosperado en el sur de Francia hasta la cruzada que había proclamado el papa Inocencio III, que los consideraba herejes a ojos de Dios. Los cátaros creían en dos dioses; uno del bien y el otro el del mal, y pensaban que sus cuerpos reencarnarían en la otra vida.

Pero a nadie en el valle le importaba las creencias de María, pues muchos eran los que la compartían aún por aquellas tierras. El reino de Navarra se había convertido en uno de sus refugios. El difícil acceso a las montañas, los montes y la profundidad de los bosques y aldeas perdidas hacían difícil poder cristianizar a todos los navarros. Incluso don Severiano miraba para otro lado.

Aunque no aprobaba sus creencias, jamás la delataría.

 

María los recibió con una sonrisa que mudó al ver el pie de Conrado.

—¿Qué te ha pasado?

—Una de las ascuas del horno —aclaró el hombre con ostensibles gestos de dolor—. Menos mal que don Severiano me ha servido de apoyo para llegar hasta aquí.

Después de escuchar la explicación del hornero y observar con atención la quemadura, María limpió la herida con un paño que empapó en agua tibia. Con delicadeza y mano experta, le aplicó en la herida una pasta que había elaborado en un mortero con unas raíces verdes que hirvió durante unos minutos y un líquido cuyo olor a rosas impregnó el ambiente.

Conrado apenas protestó.

—Debéis aplicaros el contenido de este tarro al menos un par de veces al día. Limpiar y aplicar.

—¿Qué es? —preguntó el hombre mientras ponía a tras luz aquel viscoso líquido que le acababa de entregar.

—Baba de caracol.

Los tres se miraron sin saber qué decir.

—Gracias, María —dijo el hornero al fin—. Así lo haré. ¿Cuánto os debo?

—La voluntad Conrado, la voluntad —contestó ella con una sonrisa.

Conrado le tendió unos dineros y se marchó con la ayuda de don Severiano, que antes de salir, le guiñó un ojo en señal de complicidad.

Munio, que había presenciado la escena en un rincón, preguntó:

—¿Quién le ha enseñado todas esas cosas?

María alzó la mirada y lo miró con una triste sonrisa.

—Mi madre, Munio —contestó con melancolía—. A la que llevo más de doce años sin ver. Y mi padre, que fue barbero cirujano.

—¿Doce años?

—Sí, Munio —murmuró María con nostalgia—. Fue por mi matrimonio con Ramón. Imagino que sabrás que no soy seguidora de vuestra fe. Me viene de herencia y todos mis antepasados son buenos creyentes, al igual que yo. Nunca entendió que me casara con un hijo de la Iglesia católica —suspiró con fuerza y pestañeó con sutileza para no derramar las primeras lágrimas que pretendían salir—. Si continúa con vida, debe de andar por tierras del reino de Aragón, donde me crie.

Munio miró a María y asintió.

—Pero no me arrepiento de nada —continuó la mujer—. Ramón me ha dado la vida que yo quería. Feliz, amada y madre de tres preciosas criaturas que sustentan mi existencia. La fe la llevo dentro, Munio. A mi madre, en el corazón.

—Pues yo venía buscando a una de aquellas preciosas criaturas —comentó el muchacho, mostrando una sonrisa para cambiar el tema que sabía demasiado doloroso para María—. He traído un regalo para Isabel.

María le devolvió la sonrisa.

—Está ayudando a Moira en el mercadillo. Allí la encontrarás.

Descendió la ladera con precaución, el terreno embarrado bajo sus pies. Se adentró en la pequeña calle, ocupada a esas horas por amigos y vecinos a los que consideraba como parte de su familia. Los puestos se ordenaban por categorías. A la diestra los alimentos. Las frutas, hortalizas y verduras se exponían en cestos de mimbre mientras los frutos secos lo hacían en vasijas de barro. Podías encontrar quesos, legumbres, miel o huevos. Pero era la carne y los pescados recién logrados del Esca los que albergaban la mayor concentración de personas. Eran los productos más caros, pues se cotizaban las piezas al mejor postor. A la siniestra podías comprar calzado, paños, útiles de cocina o leños de diferentes tamaños.

Uno de aquellos negocios era el de los padres de Moira, aquella misma muchacha a la que había odiado en su niñez, pues parecía intentar una y otra vez abortar sus opciones de conquista hacia Isabel. Pero aquellos años ya habían pasado y nada quedaba de aquel rencor inocente e infantil.

Isabel ayudaba a reponer el género, pequeños tarros de una deliciosa mermelada de frambuesas que preparaba la madre de Moira. Su perfil y aquella mirada felina hacían que su corazón se acelerase a intervalos, como si alguien tocase un tambor bajo su pecho a un ritmo suave y prolongado. Le ocurría siempre que la tenía enfrente, pero aquella mañana la veía especialmente hermosa. Sus cabellos ondulados caían con gracia hasta alcanzar su cintura, su preciosa sonrisa, expuesta a los clientes.

Suspiró.

Durante unos breves instantes, sus miradas se cruzaron, pero ella la apartó para susurrar algo al oído de su amiga, que le miró mientras manifestaba una sonrisa llena de picardía.

Moira era toda una mujer a sus catorce años. Se insinuaba y contoneaban con gracia y picardía, consciente del efecto que producía en la mayoría de los hombres. Tenía edad de casar y varios pretendientes. Pero ella suspiraba por un amor imposible por linaje, el de su amigo Juan.

—Buenos días, chicas.

—Buenos días, Munio —saludó Moira sin retirar la sonrisa.

La muchacha llevaba la capa que la protegía del frío un tanto descubierta para dejar a la vista un recatado pero sinuoso escote. Sus pechos se insinuaban firmes bajo sus ropas ajustadas mientras colocaba los tarros de mermelada con delicados movimientos.

Munio no esquivó la mirada de aquellos generosos atributos. Solo quería poner a prueba a Isabel, a la que miraba de reojo. La mirada de esta se tensó y con mal disimulo dio un codazo a su amiga en el costado para que dejase aquel juego susurrado por ella misma segundos antes.

—¿Qué tal está mi pequeña reina?

La pregunta de Munio hizo sonreír a Isabel.

No podía resistirse al encanto natural que brotaba de aquel muchacho al que adoraba con toda su alma. Era el joven con más pretendientes de todo el valle ahora que su cuerpo había tomado la decisión de empezar a hacer de él un hombre. Se había convertido en un joven atractivo y seductor y no había moza que se ruborizase ante una simple sonrisa ofrendada. Había madurado mucho en Pamplona y nada quedaba ya de aquel niño travieso que le había abierto la ceja de un certero cantazo. Allí, lejos de ella, lo habían transformado en un joven culto, educado y hasta elegante en sus andares y ademanes, algo que lo hacía irresistible.

Ella también suspiró.

—Estoy bien —contestó pasados unos segundos en tono distante.

—Me alegro. Te he traído un regalo.

Sus ojos se abrieron como alas de mariposa. Contempló el cesto de mimbre cuyo interior estaba oculto bajo una pequeña manta.

—¿Qué es? —preguntó Moira con efusividad.

—Eso lo verá ella ahora, cuando me acompañe —contestó Munio mientras guiñaba un ojo a Isabel.

La muchacha se ruborizó.

—Vete con él —comentó Moira—, ya me encargo yo de todo.

Munio se deshizo de la capa y la colocó con sutileza sobre los hombros de Isabel mientras inspiraba la dulce fragancia a flores que brotaba de su pelo azabache.

—Gracias —murmuró ella.

Munio sonrió.

El dolmen se ocultaba bajo la densidad de la maleza y los matorrales. Era su pequeña guarida, el lugar que elegían para estar solos, fuera de miradas curiosas. El valle estaba lleno de aquellas extrañas estructuras que los antiguos habitantes de aquellas tierras habían construido y dejado allí sin que nadie supiese su utilidad pasada. Compuesto por tres colosales piedras, los resguardaba del frío y el viento. La tierra en su interior permanecía seca y se acurrucaron el uno junto el otro, sus jóvenes cuerpos puestos a prueba por la intimidad del momento y el lugar.

—Destápalo —pidió Munio mientras le tendía el cesto a Isabel.

Pero aquella eterna y alegre mirada que siempre exhibía Isabel desapareció de pronto. Sus hermosos ojos esquivaban su mirada, sus manos entrelazadas sin intención alguna de coger el regalo que con tanta ilusión le había llevado.

—¿Qué te pasa? —preguntó al fin.

—¿Qué mirabas cuando Moira colocaba el género?

Munio alzó las cejas.

—Y… ¿dónde quieres que mire? —se excusó el joven—. Yo no tengo la culpa de que a tu amiga le guste mostrar «todo el género».

—Los chicos sois todos unos pervertidos.

—¿Y a ti que más te da? —provocó Munio con malicia—. No estamos prometidos. Puedo mirar lo que me plazca —sentenció en tono burlón.