El reino prometido

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Se santiguó al confirmarse sus sospechas.

Aquella carta se había escrito con sangre, una atormentada despedida como único recuerdo para su hijo. Las letras asomaban borrosas, pero una excelente caligrafía las distinguía sin problemas. Empezó a leer con la atención más absorbente, pues aquellas palabras no eran simples despedidas como había creído. Era un mensaje que decía más de lo que se podía.

Lo analizó de nuevo, pues no quería dejar escapar ningún detalle.

Román seguía con su festín de queso y pan.

Que Dios me perdone por cometer el mayor pecado que puede perpetrar una madre, abandonar al ser al que ha dado vida, la única alegría de la que he disfrutado en muchos años de desgracias. La criatura que me dio hasta hace poco las fuerzas necesarias para poder sobrevivir en este mundo sin esperanza ni futuro alguno para una mujer como yo.

Su nombre es Román, y acaba de cumplir los dos años. Como podrán comprobar con el tiempo, es un niño muy listo y despierto para su corta edad. Por eso he decidido con todo el dolor de mi corazón abandonarlo en sitio útil para su formación, puesto que por sus venas corre noble sangre. Sin querer desvelar en esta misiva el nombre del padre por miedo a represalias contra él, digan a mi pequeño que su padre es miembro de la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo. Un templario y, por lo tanto, de noble cuna, aunque él solo ha dormido sobre mugrientas mantas y paja fresca.

Román: si algún día lees esta carta, quiero que sepas que lo hice por tu futuro y por tu bien, pues no era vida para ti, mi pequeño caballero, el vivir con una mujer que se ha ganado la vida sin dignidad alguna. He metido a muchos hombres en mi cama para poder darte algo que llevar a la boca.

Espero que los monjes hagan de ti un hombre de provecho, que te enseñen a amar la vida como hice yo en mis años jóvenes.

No odies, no tomes represalias. No me busques.

Pero lo que no te negaría nunca es el nombre de tu padre, por si algún día decides buscarle. Pero no sé cómo decirlo.

Tu madre que te quiere…

B.G

Zacarías dobló el paño con inmensa pena. Por lo que se podía deducir, la madre de Román se había enamorado de un caballero del Temple pese a la prohibición de estos de mantener relaciones sexuales, un voto demasiado exigente, pero jurado antes de iniciarse. Aquel hombre tenía un hijo en la clandestinidad de su Orden y lo peor era que a lo mejor ni lo sabía. La mujer había sido una María Magdalena, una prostituta a la que él no iba a juzgar por el simple hecho de querer alimentar al hijo que describía con orgullo de madre.

Observó a Román, rendido sobre el camastro de puro agotamiento después de una jornada tan larga. Aquella era la oportunidad que estaba esperando.

El abad Eudald debía leer la carta.

Escuchó a sus espaldas el ruido de la puerta al cerrarse. Tras ella apareció un sonriente Robert cargado con un cubo lleno de agua caliente.

—¿Qué ocurre? —preguntó al ver la cara de su amigo

—Leed. Lo tenía en el bolsillo de su capa.

Robert cogió el paño y empezó a leer. Zacarías observó cómo su semblante iba mudando a cada frase. De soslayo miraba al pequeño Román, la tristeza reflejada con las primeras lágrimas que ya asomaban.

—¿Qué vamos a hacer?

Pero Zacarías no contestó.

Se puso en pie y se dirigió con presteza al despacho del abad Eudald.

—¿Cuántas personas han leído esto? —preguntó con seriedad el abad.

—Robert y yo.

Eudald se mesó la barbilla mientras pensaba.

—Está bien —se rindió al fin—. El niño se quedará con nosotros, pero yo custodiaré la carta hasta que tenga la edad suficiente de comprender. Es un asunto delicado y no es la vida del padre lo que me preocupa.

Zacarías asintió.

—Cuidaréis de él como a un hijo, Zacarías, pues en vuestras manos os encomiendo la misión de intentar hacer de él un gran amanuense, pues su sangre ya estará versada en las letras por noble e insigne.

—Haré de él un buen hombre.

Eudald lo despidió con un gesto de la mano.

Una vez a solas, buscó el lugar adecuado para esconder aquella carta que Dios había querido que ellos custodiaran con celo y eficacia.

—Debería destruirla por el bien del crío —meditó Zacarías cuando regresó al dormitorio—. Aquí tendrá todo lo necesario para ser feliz.

—A eso se le llama egoísmo, hermano —terció Robert—. Tiene todo el derecho del mundo a saber de su pasado. Y no dudéis que cuando lea las palabras de su madre querrá ir en busca de su padre.

—Pero…

—No, Zacarías. No podéis elegir el designio que nos dispone el Señor.

Zacarías sintió la frustración que crea la verdad. Sabía lo que el futuro depararía a Román. Búsquedas en vano e inciertos interrogantes. Le ayudaría en todo lo que pudiese.

Pero todo a su tiempo.

Caminaba el último, absorto en sus pensamientos mientras sus compañeros de trabajo hacían bromas y reían a carcajada limpia mientras hacían el camino de vuelta hacia sus hogares. Le ofrecieron un odre con vino que rechazó con una media sonrisa dibujada en sus labios, pues no quería mostrar signos de tristeza delante de sus amigos. Aquella misma mañana había descubierto un suceso que le apenaba, el dolor de una madre abandonando a su propio hijo por culpa de la miseria y el hambre.

Oriol seguía cincelando la piedra cuando volvió a ver al extraño personaje que se ocultaba bajo el embozo de su capa y sus ropas de abrigo. Se levantó despacio de la banqueta y abandonó las piedras que estaba esculpiendo destinadas a la iglesia Mayor cuando descubrió el perfil que tantas veces había deseado acariciar. Conocía a la perfección aquellos rasgos delicados, pues eran aquellos por los que suspiraba desde la niñez, compartida puerta con puerta en compañía de los que otrora fueron buenos amigos.

Se acercó a Casilda con paso acelerado hasta que ella lo descubrió. Apenas fue un segundo, pero adivinó en sus hermosos ojos el miedo más atroz que descubre a los culpables.

—Casilda…

Pero ella siguió su camino.

—¿Qué te pasa? —preguntó con precaución mientras la agarraba del brazo con suavidad.

—¡Déjame! —exigió ella mientras se soltaba de un fuerte tirón.

—Puedes confiar en mí. Lo sabes.

Ella se detuvo y le miró.

—He abandonado a Román junto a la iglesia Mayor.

No supo reaccionar ante la nueva.

—No puedo más, Oriol —le confesó Casilda, la pena ahogando sus palabras—. No puedo cuidar de él. No tengo nada que llevarle a la boca.

La miró fijamente y le tendió la una mano que ella aceptó con lágrimas. Sus ojos de color ámbar se unían en perfecta sintonía con su melena rubia hasta la cintura. Su nariz pequeña y sus labios carnosos hacían de ella la mujer perfecta.

Había soñado tantas veces el poder esculpir su bello rostro…

Siempre que podía acudía a su casa. Nunca con la intención de aliviar sus instintos más primitivos. Lo hacía por amor verdadero, un secreto incapaz de poder ocultar. Había intentado en numerosas ocasiones convencerla para dejar aquella vida de penurias atrás y poder comenzar una nueva los tres juntos lejos de allí. Pero para su frustración ella siempre rechazaba el ofrecimiento con una sonrisa sincera y dulce.

—Demasiado dolor he pasado por culpa de vosotros, los hombres —le decía ella con ternura y delicadeza—. No estoy enamorada de ti, Oriol. Tal vez con el tiempo…

Y ahora la tenía allí delante, a punto de concluir una locura.

—Me marcho, Oriol.

—¿Dónde?

—Lejos.

Le miró a los ojos y recapacitó la respuesta.

—No lo sé. Tal vez me dirija a Francia. Tengo familia allí.

El cantero asintió sin ánimos.

—¿Y Román?

—Aquí tendrá la formación que se merece —aseguró ella mientras secaba sus lágrimas—. Prométeme que cuidarás de él en la distancia, Oriol. Estoy segura de que algún día querrá saber la verdad. Tú le darás las respuestas.

Él asintió.

—No te preocupes.

—Ayúdale en todo lo que necesite. Te lo pido por favor.

—Así lo haré, Casilda.

Ella le besó en la mejilla.

—Gracias.

La vio marchar para siempre. No hubo una última mirada, solo dolor y pena en aquella extraña despedida.

Minutos después aparecieron dos de los monjes con los que más afinidad tenía por su simpatía y cercanía con los que allí trabajaban. En sus brazos llevaban al pequeño Román, que al verle sonrió.

—Buenos días, Oriol.

—Hermanos.

Zacarías levantó al niño hasta la altura de su cara.

—¿Lo conocéis?

Oriol sonrió al niño con el pensamiento puesto aún en su madre. Le había prometido cuidar de Román y eso es lo que iba a hacer. Por suerte, no eran muchos los que conocían al pequeño en Vimbodí. Tras quedar embarazada por un desconocido del que nadie sabía nada, Casilda pasó a ser rechazada sin compasión ni misericordia por antiguos vecinos y amigos. Era una pecadora y debía ser apartada.

Él era el único que sabía la verdad.

—No, no lo conozco —mintió.

Pero no pudo evitar acariciar las mejillas del niño, que volvió a sonreírle para mostrar así sus diminutos dientes blanquecinos.

Los dos monjes se miraron consternados.

—Gracias, Oriol —dijo Zacarías mientras revolvía el pelo de Román—. Le hemos encontrado junto la iglesia Mayor. Sospechamos que ha sido abandonado por sus padres. No entiendo aún que nadie haya sido capaz de ver nada…

—Pobre madre —murmuró Oriol con sinceridad—. Muy mal le ha tenido que ir en la vida para abandonar a tan pequeña criatura.

 

Robert asintió.

—Solo Dios conoce sus penurias, pero el pecado que ha cometido no tiene perdón.

—Hermano Robert —comenzó a decir el cantero algo molesto—, Dios sabe perdonar, pues la madre ha preferido la supervivencia de su hijo en un lugar como este a vagar entre la miseria y un futuro más que incierto.

El monje le miró con curiosidad.

—Tal vez tengáis razón, Oriol.

Los monjes se despidieron y marcharon con el niño en brazos, que le saludó con la mano mientras sonreía en brazos de aquel monje gigante.

Le devolvió el gesto y la sonrisa.

Guardó en un zurrón de cuero las pocas pertenencias que aún le quedaban. Una gruesa manta, un cuchillo, una piedra de pedernal y un vestido que había visto pasar sus mejores días. Era todo lo que necesitaba. Guardó un puñado de dineros de vellón que había ahorrado no sin esfuerzo en los últimos meses, los escondió bajo sus ropas y salió con decisión a la calle.

Iba a caer la noche cuando decidió salir, abandonar la tierra que la había visto nacer, la única que conocía. Quería evitar miradas curiosas y preguntas incómodas. Era peligroso, pero así sería durante las próximas semanas hasta alcanzar su destino final. Una mujer recorriendo los caminos sin protección ni compañía alguna no era aconsejable, pues muchos eran los peligros a los que se debía enfrentar. Pero no tenía otra opción.

Pasó junto al humilde chamizo de Adela, la única persona junto a Oriol que en algún momento se había preocupado por ella y aceleró el paso.

—¿Dónde vas?

Aquella pregunta le hizo darse la vuelta. Era ella.

—¿Y Román?

Casilda agachó la mirada y continuó su camino sin contestar cuando sintió la mano de la anciana sobre su hombro.

—¿Te he preguntado que dónde está Román? —inquirió Adela, sospechando la respuesta—. ¿No habrás hecho alguna locura?

Casilda comenzó a llorar al instante, hasta el punto de arrodillarse sin poder levantarse, dejándose llevar por las emociones y el dolor que la afligían sin piedad.

Adela se arrodillo junto a ella.

—¡Le he tenido que abandonar en el monasterio! —confesó con la voz desgarrada por el llanto—. Se iba a morir de hambre si seguía a mi lado.

Adela negó con la cabeza. Sentía una inmensa pena por aquella madre a la que la vida había tratado con injusticia.

—¿Y si no es así, cariño? —preguntó con preocupación—. ¿Y si los monjes deciden llevarlo a un hospicio u orfanato? ¿Qué será de él entonces?

Casilda, por primera vez en mucho tiempo, sonrió.

La clave de todo estaba en la carta escrita con su propia sangre que había guardado en la capa de Román. Aquella confesión sería su salvoconducto para una vida mejor, pues de algún modo el niño sería considerado como uno de los suyos, hijo de un soldado de Cristo.

—No lo harán, Adela —aseguró con decisión—. Es un niño especial.

La anciana asintió y le devolvió cómplice la sonrisa.

Casilda la vio levantarse con esfuerzo para adentrarse en su humilde chamizo para salir poco después con una pequeña cesta de mimbre que usaba para recolectar todas aquellas plantas que vendía después en el mercado semanal y se la entregó.

—Es lo único que tengo. Medio queso y una porción de tocino.

Casilda negó con la cabeza mientras se secaba los ojos con el dorso de la mano. Pero la anciana, sin prestarle atención, la obligó a coger la cesta y la ayudó a incorporarse.

—Gracias, Adela.

—Suerte, mi niña.

Y se fundieron en un fuerte abrazo.

Continuó su camino por el sendero que llevaba al norte sin dejar de pensar en su pequeño. Esperaba haber tomado la decisión correcta respecto a su futuro. Allí, en el monasterio, tendría una buena educación y no le faltaría de nada. Además, estaba convencida de que Oriol haría todo lo posible por él, pues era un buen hombre.

Ahora estaría protegido de verdad.

ALCÁZAR REAL, SEVILLA

2 de abril del año del Señor de 1262

Lope apenas concedía tregua alguna durante los exigentes ejercicios a los que sometía a los infantes, duros y extremos combates junto a escuderos e hijos de algunos de los nobles y caballeros más importantes de la ciudad. El adiestramiento se hacía con mano firme junto a otros instructores. Ni una lágrima. Ninguna protesta que escuchar. Aquellos jóvenes eran los futuros señores de Castilla, hombres que deberían lealtad a su rey durante la batalla o como consejeros, siempre a su lado, unidos con un único fin.

Proteger el reino del enemigo infiel.

Su nuevo cargo como instructor de armas de los infantes se había gestado muchos años atrás. Había demostrado en numerosas ocasiones su valía y lealtad y por eso seguía siendo el hombre en el que confiaba el secretario personal de la reina para hacer los trabajos más escabrosos e inmorales. Su silencio, prudencia y la agilidad de su puñal habían logrado devolver a las arcas del reino muchos impuestos que de otra manera nunca se hubiesen logrado. Las amenazas no servían en muchas ocasiones; la violencia como única solución.

Pero había algo que aún le atormentaba, un asunto sin resolver a pesar de los años transcurridos. Tras el asesinato del infante Ricardo, se le ordenó en boca del siempre presente don Rolando de Ampudia dar con el paradero del Capitán, algo que nunca llegó a conseguir tras muchos meses de incansables búsquedas que finalmente resultaron inútiles. Lo único que logró fue el testimonio de algunos soldados que protegían la frontera con el reino de Portugal en la ciudad de Alcántara. Uno de ellos, el más veterano, decía haber luchado a su lado en la toma de Sevilla y por eso le reconoció al verle cruzar el milenario puente romano.

—Un tipo listo —comentó Rolando cuando conoció las nuevas.

A pesar de aquella mancha en su inmaculado servicio hacia la corona, debía reconocer que había vivido años de bonanza y opulencia. Había ganado una pequeña fortuna con aquellos trabajos, pero su mala cabeza le había llevado a la ruina, culpa de la bebida, el juego y las prostitutas que frecuentaba en la zona del puerto.

El resto, según él, lo malgastó en cosas innecesarias.

Ya no era aquel joven atractivo de rubia melena que apenas hacía esfuerzo alguno para conquistar a las mujeres. Ahora estaba cojo de una pierna, causa de una mala caída mientras montaba a caballo. Además, se rompió un par de costillas y sufrió una fuerte conmoción en la cabeza. Tuvo suerte, pero las secuelas le marcarían de por vida. Aquello le hizo pasar varios meses en cama. Sin actividad alguna, engordó mientras veía consternado cómo sus cabellos comenzaban a escasear con el paso de los meses.

Jamás volvería a ser el mismo.

El patio de armas se había convertido en una pequeña contienda de jóvenes apasionados. Por doquier, los hijos de la nobleza se enzarzaban en fingidos combates junto algunos escuderos mientras escuchaban los consejos de su instructores.

—¡Mirad a vuestro oponente a los ojos, retadle y no vaciléis a la hora de asestar los golpes —pronunció Lope a viva voz.

Aquellas palabras estimulaban sus ánimos, pues era fácil perder la disciplina en aquellos años donde la adolescencia madura a los hombres. La dureza de los entrenamientos los agotaba, pero les hacía perder la energía y voluntad de la que todos presumían por sangre y distinción. Eran adiestrados por los mejores instructores en el combate cuerpo a cuerpo, veteranos muchos de ellos cuyas cicatrices mostraban la realidad de la guerra.

Todos los admiraban.

—Pedro, aflojad —aconsejó uno de aquellos veteranos que controlaban cada movimiento de los jóvenes.

El futuro señor de Écija, un muchacho enclenque pero de sobrado valor, sufría las terribles embestidas del futuro rey, una suerte que muchos preferían evitar. Le temían, pues parecía haber nacido para la lucha. Levantaba envidias y admiración por igual, adiestrado como había sido desde su más tierna infancia por aquellos duros instructores. Cuando los entrenamientos llegaban a su fin, el infante seguía hasta altas horas de la tarde mientras los demás intentaban reposar sus molidos cuerpos.

A sus trece años, apenas tenía amigos entre la nobleza de su reino pese a los consejos de Lope.

—Tenéis que ganaros su favor —le decía por su bien—. Sin ellos, un rey es igual que un barco a la deriva.

—Tranquilizaos, Lope —contestaba Pedro con aire altivo—. Me ganaré su favor a base de victorias en el campo de batalla.

Y Lope no ponía en duda su poder de persuasión, pues había heredado muchos de los atributos de su madre. Carácter, seguridad y firmeza. Aún se estaba formando bajo la atenta mirada de don Nuño González De Lara, regente del reino hasta su coronación, pues debía aprender a gobernar antes de adquirir semejante responsabilidad.

De pelo castaño y ojos azul atardecer, su estatura y fibrosa musculatura destacaban sobre los demás a pesar de su edad. Sus facciones marcadas y varoniles traían de cabeza a las mozas y, en más de una ocasión, tuvo que interceder por él. Había mentido en su favor cuando Constanza demandaba su presencia con el pretexto de encontrarse rezando en la capilla o entrenando en el patio de armas cuando en realidad estaba en sus aposentos privados con alguna joven sirvienta desfogando los ímpetus de la pubertad.

Era insurrecto desde niño.

Todo lo contrario era su hermano Enrique, de doce años. De carácter afable y cordial, era muy responsable de sus actos y en sus obligaciones. Estudiaba todos los días con los mejores profesores que podría tener, muchos de ellos venidos de fuera del reino. Le gustaba leer las sagradas escrituras y cultivarse con las matemáticas, la gramática o la filosofía. A sus oídos había llegado la noticia de que también componía en secreto bellos versos, palabras que a más de un juglar le gustaría haber compuesto. Pero tenía un serio problema con el aprendizaje que le tocaba por alcurnia y deber, aquel que algún día debía prestar a su hermano.

Odiaba luchar.

Todas las mañanas inventaba alguna excusa para librarse de las obligadas clases. Los demás muchachos reían sus disculpas y lo llamaban entre susurros afeminado o niña malcriada, todo ello fuera del alcance de los oídos de su hermano Pedro, que no dudaba en responder a tales afrentas hacia su hermano y más de uno salió mal parado por ello.

Era su protector.

—¡Enrique! —rugió Lope al ver la poca efusividad del infante—. Empuñad la espada como merece. No es una mujer. No os va a hacer daño.

Enrique continuó combatiendo sin ánimo ante el adversario que le habían puesto delante, un joven escudero que no supo si atacar o esperar las endebles envestidas del infante.

—Mi señor, será mejor que hagáis lo que os ordena el instructor —aconsejó el escudero entre susurros.

—Odio que me ponga en evidencia.

Lope no apartaba la mirada de los dos jóvenes. Sabía que el infante no soportaba aquellas humillaciones delante de los demás muchachos, pero así era su deber y obligación.

—Ninguna hembra apuesta por los débiles, Enrique —dijo ante las risas de los presentes—. ¡Atacad de una vez!

Pero Enrique ya no escuchaba. Paró la contienda y lanzó la espada de madera al suelo. Le dolían los brazos y las piernas por la tensión acumulada, las manos lastimadas.

—¡Enrique! ¿Por qué diablos paráis? —increpó Lope mientras se acercaba a él con paso amenazante.

—Estoy agotado, señor —explicó el infante mientras secaba el sudor de su frente con las mangas de la camisa de lino blanco que llevaba puesta.

—¿Está cansado el señorito?

Aquello provocó otra carcajada general entre el resto de muchachos a excepción de uno, que apartado del grupo, miraba a Lope con expectación.

Era Pedro.

—¿Pensáis que en el campo de batalla podéis decirle a vuestro adversario que os dé una tregua porque estáis demasiado cansado para continuar?

Enrique, consumido por la ira y ante la mirada de reproche de sus compañeros, que llevaban las mismas horas que él entrenando, abandonó el patio pasando por delante de Lope con lágrimas en los ojos.

—¿Dónde creéis que vais? —preguntó Lope asiéndolo del brazo.

Enrique se zafó de un fuerte tirón mientras miraba a los presentes, que seguían sonriendo de forma burlona.

Corrió a sus aposentos privados.

—Está demasiado mimado y consentido —escuchó Pedro a uno de los futuros señores del reino.

 

—Hasta mi hermana pelea con más ímpetu.

Las críticas y mofas se hicieron en voz baja, pensando que el heredero al trono no estaba en las proximidades.

Sin previo aviso, Pedro se encaró con uno de aquellos jóvenes y le propinó un cabezazo en la frente que le hizo caer aturdido sobre el terreno ante la atónita mirada del resto de muchachos, que no entendían la agresión por muy heredero a la corona que fuese.

Lope observó aquello impasible, los brazos en jarra.

—¡El próximo que vuelva a hablar así de Enrique sufrirá el castigo del látigo sobre sus espaldas! —bramó Pedro con furia.

Observó a Lope un segundo y al joven que había agredido. Lanzó su espada al suelo y cuando llegó a la altura de su instructor dijo:

—Si volvéis a poner en evidencia a mi hermano os juro que…

—Señor, yo solo intento…

—¡No me interrumpas! —increpó el heredero ante la asombrada mirada de los presentes que se encontraban a su alrededor—. La próxima vez procurad tener algo mejor que decir antes de intentar ridiculizarle delante de todos. Sabéis a la perfección que es algo… especial.

Tras lo dicho, regresó con paso firme al interior del Alcázar. Pero antes de llegar a las puertas flanqueadas por la guardia se dio la vuelta.

—Una última cosa, Lope —le advirtió con gravedad—. Que sea la última vez que ponéis vuestras sucias manos sobre él.

El aposento privado de Enrique estaba bañado por la intensa luz primaveral que se filtraba a través de los ventanales. Tomaba asiento sobre un escabel mientras las imágenes de lo acontecido en el patio de armas minutos antes le hacían llorar de rabia e impotencia. La idea de tener que luchar para conseguir aquellos objetivos que nada tenían que ver con su voluntad le provocaban sentimientos encontrados. Pero estaba convencido de que el diálogo podría conseguir la paz y la armonía entre las diferentes culturas que habitaban la península ibérica. Tenía entendido que en las ciudades de Acre y Jerusalén convivían musulmanes, judíos y cristianos sin ningún tipo de problemas. Allí había mezquitas, sinagogas e iglesias para cada religión. Así es como debería vivir Castilla; sin odios ni rencores entre las diferentes culturas que poblaban aquellas hermosas tierras, cada uno en su espacio e intimidad sin ser abordado por nadie por tener diferentes creencias a las suyas. Pero había un serio problema. Sabía quién era y la posición que debía tomar en el futuro como infante de Castilla. Sería vasallo de su hermano en unos pocos años y este era de opinión muy diferente a la suya. Pedro ambicionaba extinguir de Castilla a todo musulmán que se cruzara en su camino. En cuanto subiese al trono, proclamaría una cruzada para reconquistar Granada y el resto de territorios robados por aquellos infieles, desbaratando por completo sus ideales.

Pensó trasladarse a Toledo en cuanto cumpliese la mayoría de edad. Era la única ciudad de toda la cristiandad donde, mezcladas pero no revueltas, vivían las tres religiones sin ningún tipo de problema aparente. Además, allí estaba la afamada Escuela de Traductores, única en Europa donde los libros y el intercambio de conocimientos aplacarían sus ansias de saber.

Seguía absorto en sus pensamientos cuando escuchó la portezuela abrirse a sus espaldas. Era su hermano.

—¿Puedo pasar?

Asintió con tristeza. No tenía ganas de hablar, pero siempre eran bienvenidas para sus oídos las palabras que le regalaba su hermano, no muy dado a ellas, pues la delicadeza no era su mayor virtud.

Le vio acercarse y tomar asiento en una de las alfombras de motivos florales que ocupaban el suelo.

—¿Cómo te encuentras?

Pedro sabía del cariño que precisaba Enrique, una atención que ni su propia madre le concedía. Se mostraba demasiado severa y distante con él, culpándole del poco carácter que mostraba ante sus súbditos, pues era demasiado agradecido y condescendiente con la servidumbre y demás gentes del pueblo llano. Nunca había un mal gesto ni una mala palabra para nadie.

Pero la posición que iba a ocupar en un futuro le exigía un cambio.

—No debiste reaccionar de ese modo ante Lope —le recriminó después de un largo silencio.

—No acepto que me ponga en evidencia.

—Pero…

—No soporto tener que entrenar a diario —cortó Enrique para sorpresa de su hermano—, ni el obligado uso de la espada cuando sabe que detesto la violencia. No tolero que me priven de mis lecturas para hacer el bárbaro. No quiero que me…

—¡Vale, vale! Creo que te he entendido a la primera —cortó Pedro con una amplia sonrisa que contagió a su hermano—. Pero sabes que es necesario por nuestras obligaciones con la corona. Es la instrucción básica que todo noble ha de aprender desde su pubertad.

—¿Y a mí de qué me valdrá? —protestó Enrique—. ¿Tendré que apoyarte con mi espada y la de mis hombres en caso de que decidas revolucionar a los cristianos de la península en pos de una cruzada?

Pedro lo desafió con la mirada.

—¡Así ha sido siempre y así será! —clamó con fiereza—. ¡Hay que echar al infiel de estas tierras de una vez por todas! ¡Y espero conseguirlo con tu espada a mi siniestra en el combate, como buen vasallo que serás!

Observó con rabia contenida la desfachatez de Enrique, que le dedicó una delicada sonrisa que apenas se disimulaba en sus labios. En ese momento se dio cuenta de cuán diferentes eran entre sí. Físicamente eran muy parecidos, aunque él era algo más bajo y corpulento que Enrique. La testarudez y el empeño que ponían en favor de sus intereses los hacía enfrentar en discusiones absurdas a las que ninguno de los dos sabía poner fin. Incluso discutían cuando sabían que no llevaban razón, pero ninguno daba su brazo a torcer, el orgullo como principal aliciente.

Inspiró con fuerza para templar sus ánimos y volvió a tomar asiento sobre la alfombra.

—Tal vez deberías pensar en hacer vida monástica. Os podría hacer arzobispo en pocos años.

Enrique rio sin ganas.

—No creo que sea la mejor solución.

—¿Por qué no? Os gusta leer, escribir, estudiar y esas simplezas a las que se dedican los clérigos con tanto entusiasmo.

Enrique negó con la cabeza, se levantó del escabel y apoyó las manos sobre el alféizar de la ventana, la mirada perdida en la ciudad de Sevilla.

—La verdad es que no sé ni lo que quiero.

—Pues cuando estés al corriente de tus decisiones me lo haces saber sin ningún compromiso. Te apoyaré en todo lo que pueda. Lo sabes.

Enrique sonrió de nuevo.

Pasaron el resto de la tarde juntos, hablando de sus cosas. Pedro le contó sus hazañas de cama con las cocineras mientras Enrique reía las anécdotas. Hablaron de sus sueños para el futuro, de los rumores que circulaban por la corte y de las prácticas que realizarían por vez primera a la mañana siguiente sobre sus propias yeguas.

Se despidieron con efusivo abrazo. Pedro abrió la puerta de la habitación, pero cuando se disponía a salir dijo de espaldas a su hermano:

—¿Has pensado alguna vez qué ocurriría si me llama el Señor antes de tiempo y no dejo heredero alguno?

Dejó la pregunta suspendida en el aire mientras cerraba la puerta.

Enrique perdió la mirada en la extensión de Sevilla mientras negaba con la cabeza. Claro que lo sabía.

Y aquella posibilidad lo aterraba.

VALLE DEL RONCAL, REINO DE NAVARRA

2 noviembre del año del Señor de 1263

Martín se incorporó del suelo con los huesos entumecidos, una seria advertencia por el esfuerzo de su trabajo a lo largo de los años, una existencia dura, sin comodidades, pues aquella tierra nada regalaba. Llevaba todo el día trabajando junto a Munio en la planta superior de una de las heredades cercanas que poseía don Pedro Sánchez de Monteagudo, tenente de Roncal y Salazar, una paliza que su maltrecho cuerpo soportaba ya a duras penas.

Se asomó a uno de los ventanales mientras estiraba los músculos, contemplando arrebatado el paisaje que allí se le presentaba desde las alturas del caserón, levantado en piedra sobre un gran promontorio mientras los humildes hogares de los habitantes de aquellas tierras se esparcían más abajo. Nubes que amenazaban lluvia, aves de paso que revoloteaban el cielo en sinuosos bailes, las aguas del río Esca, tranquilas y silenciosas en la distancia. La bondad y discreción de sus vecinos y el vasto terreno donde crecían abetos, pinos, hayas y robles como un ejército a la espera de atacar al enemigo en una formación perfecta e inexpugnable. Aquella hermosa visión le recordó el porqué de su estancia allí, lejos de las multitudes y el caos que se les suponen a las grandes ciudades.