El reino prometido

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Martín suspiro con fuerza cuando le tuvo enfrente.

—¿Le has partido una ceja a la hija de Ramón?

Munio asintió. No le salían las palabras.

Cuando Martín se enojaba por sus travesuras prefería no mentir. Nunca le había puesto la mano encima, pero su atronadora voz y sermones acompañados de una mirada fría e inquisidora le hacían temer una reacción diferente. Parecía mayor de lo que en realidad era. Su pelo y barba bien recortada se habían teñido de blanco en poco tiempo para otorgarle cierto aire de sabio.

—¿Y bien? —incitó Martín.

—Estábamos jugando en el bosque y nos aburríamos. Vimos a las chicas y nos pusimos a hacer una guerra de piedras, con tan mala suerte que di a la hija de Ramón.

—Una guerra de piedras… —Martín reprimió una sonrisa—. ¿Alguna vez se os ocurre alguna buena idea?

Munio se encogió de hombros.

—¿Le has pedido perdón?

—Bueno… yo…

—¡Vamos! —le dijo con toda la seriedad de la que fue capaz—. Levántate, que vas a venir ahora mismo conmigo a su casa.

—Pero si ya…

—¡Vamos! —aulló Martín mientras le cogía con fuerza del brazo.

Cuando iban de camino, Munio pensó en Isabel. Sentía cómo su corazón se oprimía de dolor por haberle hecho daño. Pensó en la posibilidad de haber dado a Moira, algo que le hubiese satisfecho más. Pero el destino no lo había querido así. Ahora solo le importaba su perdón por aquella fechoría que la marcaría para el resto de sus días, una cicatriz que su torpeza y falta de sensatez habían provocado sin querer.

Llamaron a la puerta.

Auria miró expectante a sus vecinos.

—Buenas tardes, Auria —saludó Martín—. ¿Ha llegado tu padre?

—Aún no. Pero no creo que tarde.

—Creo que alguien se quiere disculpar con tu hermana —aseguró Martín mientras buscaba a Munio con la mirada. Se había escondido tras él.

—Pues entonces, pasad.

Munio levantó la mirada algo atemorizado. Miró a su alrededor hasta que encontró a Isabel sentada en un taburete en un rincón de la sala principal. Su madre le cambiaba en ese momento el vendaje que tenía alrededor de la cabeza y que tapaba parcialmente su ojo siniestro.

—¡Acércate! —le apremió Martín con un leve empujón.

Auria y Martín se miraron cómplices.

—Hola, Isabel —saludó tímidamente cuando llegó a su lado.

Esta lo miró con severidad mientras su madre le seguía desenrollando la fina tela. Le iba a perdonar, pero como le había dicho su madre minutos antes de la llegada de Munio:

—En ocasiones tenemos que hacernos las ofendidas para que las personas en cuestión se den cuenta del daño causado. Y más si esa persona es importante para uno…

—¡Pero a mí no me gusta Munio! —protestó al sentirse descubierta.

María reprimió una sonrisa.

—Hola, Munio —saludó María al ver al niño.

—Yo venía para… bueno, para…

—Has sido tú el que le ha tirado la piedra, ¿verdad?

Munio agachó la cabeza, avergonzado y temeroso de la reprimenda que le iba a caer. Todos estaban pendientes de su respuesta.

—Sí —dijo finalmente—. Pero… ¿Me perdonas?

Isabel no dijo nada.

—¿No le vas a responder? —protestó María.

La niña dudó unos segundos. Miró de reojo a Munio y no pudo reprimir lanzar un suave suspiro. Tenía una carita de pena que le encogía el corazón.

—Sí, te perdono —claudicó Isabel como si le costara un mundo.

Munio sonrío de alegría. Pero poco le duró cuando vio a María retirar por completo la venda que cubría la cabeza de su hija. El ojo siniestro de Isabel estaba cerrado por culpa de la hinchazón. Destellos violáceos y ocres teñían el pómulo y el párpado, desfigurando así aquel hermoso rostro.

Pensó en lo bestia que podía llegar a ser en ocasiones.

—No te preocupes, Munio —le tranquilizó María al ver la tristeza que ensombrecía su mirada—. En una semana cicatrizará la herida e Isabel ya podrá jugar con vosotros.

Munio sonrió satisfecho.

—Cuando te recuperes te voy a enseñar a lanzar con mi honda en el patio de mi casa —prometió el muchacho con satisfacción.

—¿De verdad? —preguntó ella con la ilusión reflejada en la cara.

Pero la conversación cesó cuando advirtieron la mirada embobada que le dedicaban los adultos y que les hizo ruborizar ante la evidencia que pretendían ocultar bajo la inocencia de la niñez.

VIMBODÍ, CORONA DE ARAGÓN

8 de diciembre del año del Señor de 1257

El frío era tan extremo que tuvo que alimentar con gruesos troncos el pequeño hogar de su humilde chamizo. Levantado en adobe, piedra y con techumbre de paja, estaba situado a las afueras de la villa de Vimbodí junto a otras de símil parentesco, desperdigadas todas ellas por los eriales y las montañas de Prades.

Allí se concentraban las carencias de la villa.

El viento, que silbaba como lobo hambriento en busca de nuevas presas, se filtraba por las grietas de la casa, por lo que tuvo que coger una manta de lana para poder dar algo de calor a su mermado cuerpo, castigado por el hambre y la miseria. Casilda no podía permitirse una morada mejor, ni siquiera los arreglos que precisaban urgentemente. Sus pocas ganancias las destinaba en alimentos que colgaba después sobre el tiro de la chimenea que servía a modo de cámara de ahumar. Así sobrevivía al crudo invierno. Pero a cambio de yacer en su propia casa con nauseabundos hombres, muchos de ellos vecinos, que al saber de su necesidad, le pagaban con las sobras de los productos que no habían llegado a vender en los mercados de los pueblos o villas de los alrededores.

Había otros que ni pagaban, pero al menos no le hacían daño.

No dejaba de pensar en su pasado mientras removía con una cuchara de madera el contenido del puchero, una sopa preparada con las sobras de la mañana. Pan duro, cebollas y puerros, pues la carne era demasiado cara y ningún cliente le había obsequiado con ella. De joven era una mujer deseada por muchos motivos, pues era hija de uno de los comerciantes más prósperos de la Conca de Barberá. Vendían paños, lana y seda, un negocio más que rentable hasta que la enfermedad se llevó a su padre tras muchos meses de sufrimiento. Sin experiencia alguna, se tuvo que hacer cargo del negocio familiar sin ayuda alguna, pues su madre también murió cuando nació ella. La competencia era feroz en aquellos tiempos. Una serie de malas decisiones la llevaron a la ruina. Vimbodí era feudo del monasterio de Poblet, que sufragó las deudas e impagos a cambio de la casa que había pertenecido a sus padres en propiedad. Llegado ese punto, levantó con sus propias manos y toda la vergüenza una casa extramuros de la villa. Los primeros días sintió el desprecio más absoluto, pues sus antiguos amigos y vecinos la evitaban como se hace con la peste. La trataron como una vulgar ramera cuando le vieron el vientre hinchado a los pocos meses, un embarazo inesperado cuyo protagonista había sido el amor más puro que había conocido. Sabía que él también la amaba con la misma pasión. Pero había algo demasiado poderoso que se interponía entre los dos, unos votos jurados y una Orden a la que debía respetar por encima de todas las cosas.

Era un templario y su único amor debía pertenecer a Dios.

La última vez que se vieron fue al comienzo del verano. El caballero, temeroso al principio por la noticia recibida, protegió con alegría al niño entre sus brazos.

—Te prometo que a nuestro hijo no le faltará de nada —expresó el caballero mientras la pequeña criatura, de apenas unos pocos meses, le sonreía—. Siempre que pueda mandaré a algún hombre de confianza para que os traiga todo lo necesario.

—Todo lo necesario eres tú —repuso Casilda con tristeza.

—Sabes que no puedo, amor. Si se enteran me pueden expulsar, pues he faltado a uno de mis juramentos.

—¡Deja la Orden! —pidió ella con lágrimas de dolor—. ¿Hay algo más importante que tu propio hijo?

Le vio apartar la mirada, meditando mucho la respuesta.

—Yo…

—¿¡Me estás intentando decir que te vas a quedar con tu Dios antes que con Román!?

—Casilda, por favor, no me pongas las cosas más difíciles —rogó el templario mientras la miraba con aquellos ojos del color de la miel que la habían enamorado tiempo atrás—. En cuanto pueda, haré todo lo posible para que abandonéis este cuchitril.

—Me podrías haber ayudado el día que vendí la casa de mi padre. Sabes que fue uno de los días más difíciles para mí.

—No seas injusta. Hice voto de pobreza y sabes que no tengo nada.

Ella asintió derrotada.

Se abrazaron con delicadeza, las palabras entrecortadas por la emoción y la difícil situación. Él acarició su mejilla, allí donde las lágrimas seguían su curso. Sus largas ausencias hacían irresistible el contacto, unas caricias que le dolían más que el hambre y los golpes de algunos clientes que silenciaba a su amado caballero.

Le prometió entre susurros que pronto iría a verla, pero que tardaría algún tiempo aún. Ahora debía marchar.

—Esto me puede costar la vida —reveló el caballero con tristeza mientras abría la portezuela del chamizo.

Ella le dio un beso en los labios, convencida de que sería el último.

Tenía un mal presentimiento.

Seguía removiendo la sopa cuando escuchó en suave lamento a su espalda. Giró la cabeza para descubrir al pequeño Román en pie, frotándose los ojos con sueño. Casilda sonrió y le dijo que se acercase al calor de la lumbre. El pequeño, dando cortitos pasos, se abalanzó sobre el cuello de su madre, que le esperaba arrodillada con los brazos abiertos.

—¿Qué haces levantado a estas horas? —le preguntó mientras le tocaba la frente para comprobar si continuaban las fiebres de los últimos días.

 

—Pipí —contesto el pequeño con voz cantarina que la hizo sonreír.

Casilda le envolvió en su manta de lana y lo sacó a la calle. Caminaba a cortos pasos, inclinándose un tanto hacía los lados. Pero el orgullo que había heredado del padre le hacía sentirse decidido. Siempre que podía rechazaba la ayuda de su madre para hacerlo él solo. Era igual que él.

Mientras el niño terminaba, Casilda pensó con orgullo de madre en lo espabilado que era su hijo. A pesar de que solo tenía dos años, todos los días la sorprendía con alguna palabra nueva y la naturalidad con la que las expresaba. Pero había palabras que le dolían, como aquellas que anunciaban que tenía hambre, una situación que le encogía el corazón.

Una vez de vuelta a la choza, sentó a Román al lado del fuego, bien abrigado por la manta.

—¿Tienes hambre? —le preguntó mientras retiraba de los ganchos el puchero con la sopa.

Román asintió de buena gana.

En ocasiones, cuando no había nada que llevarse a la boca, Casilda le daba de mamar de sus pechos, de los que ya no manaba leche alguna. Simplemente lo hacía para engañar, con todo su pesar, el hambre del niño.

Cogió el puchero con un trapo para no quemarse y lo dejó sobre una pequeña mesa que cojeaba de forma notoria. Alcanzó dos escudillas que tenía encima de una repisa cuando escuchó un grito que le puso los vellos de punta. Soltó las escudillas cuando vio al pequeño Román retorcerse de dolor en el suelo, apretándose con fuerza la mano diestra. Lloraba como no le había escuchado jamás. Le asió la mano con delicadeza para verla. Con estupor, descubrió una fea quemadura en la palma de su mano. Román había cogido la vara de hierro con la que ella solía mover y aplastar las ascuas.

—¿Que te he dicho mil veces? —gritó desesperada—. ¡Que nunca te acerques al fuego!

Román lloró con más ganas aún por la regañina. No entendía por qué le reprendía por haberse quemado. Pero más le dolía ver que ella no hacía nada por aliviarle el dolor. Aunque solo fuese un beso de esos que sanaban.

Casilda cogió al niño entre sus brazos y lo dejó en su lecho de paja, oculto en un rincón por unos maderos dispuestos de forma vertical.

—No te muevas de aquí, ¿vale? —aconsejó con una sonrisa forzada mientras se enjugaba las lágrimas con las mangas de su roído vestido.

Fue directa a la repisa para coger unas plantas medicinales que recolectaba y vendía Adela, una anciana que vivía a poca distancia de ellos y que así se ganaba la vida en el mercado semanal de Vimbodí. En un mortero de madera echó eucalipto para dar frescor a la herida y un poco de miel, que ayudaba a aliviar el dolor y a cicatrizar las heridas. Lo trituró todo y vertió unas gotas de agua de rosas hasta formar una masa.

Cuando entró en la habitación, Román se puso a llorar de nuevo, asustado de miedo al ver a su madre con aquella pastosa mezcla de fresco aroma.

—No te voy a hacer daño, cariño —le calmó Casilda mientras le extendía la mano con suavidad.

Observó la ampolla con curiosidad. Tenía forma de media luna.

Se santiguó al instante.

Extendió el ungüento en la herida con suma delicadeza para cubrirla después con un trapo húmedo que ató al dorso de su mano. Román pereció aliviarse un tanto cuando lo cogió entre sus brazos mientras lo mecía y le cantaba una canción que le enseñó su padre cuando ella aún era una niña. Al besar su frente, comprobó con pesimismo que la fiebre había vuelto a subir sin caridad alguna. Román estaba empapado en sudor.

Cuando por fin le venció el sueño, llamaron inoportunamente a la puerta con decisión. Casilda sospechaba que fuese algún cliente, ya que preferían las penumbras de la noche para no llamar la atención de la gente. Abrió la puerta y tras ella apareció Eusébi, uno de los pastores que rondaban los alrededores de su casa. Llevaba un paquete envuelto en una gruesa tela que mostró con aquella sonrisa desdentada que la asqueaba.

—Esta noche no, Eusébi —rogó con amargura—. Mi hijo está muy enfermo y necesita de mis cuidados.

—Como quieras —dijo el hombre con malicia mientras le mostraba unas manzanas y una liebre—. La he cazado hoy para ti. Con esto podrías comer al menos un par de días.

Casilda miró con desprecio a Eusébi. Cerró los ojos y pensó en Román. Necesitaba comer carne para su buen desarrollo. Apenas les quedaban unas pocas hortalizas.

—Está bien —se rindió mientras entornaba la puerta.

Eusébi mostró una sonrisa triunfante.

Una vez a solas, Casilda cogió la manta y tomó asiento al lado del fuego. Lloró, consciente de lo desgraciada que era su vida. No podía pasarse la vida ejerciendo aquella profesión que odiaba con todo su ser, menos aun con un niño a su cargo, el hombrecito de su vida.

Pero no sabía hacer otra cosa.

Tras mucho meditar en las últimas semanas, decidió que al fin había llegado el momento de dar el paso que marcaría el futuro de su hijo y el suyo propio. Se incorporó con decisión, agarró con firmeza un cuchillo y se hizo un pequeño pero profundo corte en el dedo índice. La sangre que manaba de la herida la dejó caer sobre un pequeño plato de barro cocido a modo de tintero. De la repisa cogió un paño que había tratado con resina de abedul para hacerlo más rígido y duradero en el tiempo y una pluma que había conseguido para lo ocasión. Volvió a tomar asiento junto al fuego, la pluma agarrada con firmeza. Bañó la punta en su propia sangre y comenzó a redactar la carta que llevaba escrita desde hacía mucho tiempo en su mente, palabras que afloraban desde la pena más profunda y la esperanza de un futuro mejor. No tenía tinta y mucho menos aún un simple retazo de pergamino. Pero su sangre, perecedera e impresa en aquel paño sería lo único que conservaría Román de ella, un triste recuerdo de un pasado que prefería olvidar.

Cuando terminó, dejó el paño extendido sobre la mesa, secó sus lágrimas, suspiró y fue a ver cómo dormía plácidamente Román. Se tumbó a su lado sin pegar ojo en toda la noche.

Mañana será otro día. Pensó aliviada.

Anduvo el camino a buen paso, resguardada bajo su capa de lana mientras el niño dormía en sus brazos, arropado por una gruesa manta. Necesitaba la clandestinidad de la noche para no ser vista por sus vecinos de Vimbodí y poder llegar a su destino con las primeras luces del día. Mientras avanzaba sin permitirse descanso alguno, sus pensamientos enfocaron una sola esperanza. El bienestar de Román. Aquello iba a ser muy duro, pero no podía permitir más penurias y necesidades. Aquella pena hizo que la distancia se hiciese más breve de lo normal.

Ya sentía la añoranza y el tiempo perdido.

El amanecer descubrió el castillo de Milmanda en la lejanía, una de las muchas propiedades del monasterio que ahora usaba como granja. Los pies sufrían ya la caminata cuando por fin llegó a las puertas del monasterio cisterciense de Poblet. Se detuvo un momento para coger de nuevo el valor que la había llevado hasta allí. No se había permitido llorar durante todo el trayecto, pero ahora aparecían las primeras lágrimas. Se armó de valor y embozó su rostro mientras avanzaba hacia el interior sin ser molestada por nadie. Sintió alivio al comprobar que sus suposiciones habían sido correctas. La actividad en el interior era sorprendente para tratarse de un sitio de paz y espiritualidad. Había obreros por todos lados. El monasterio de Poblet crecía por los favores reales y todas las posesiones otorgadas. Tenía a su disposición mucha mano de obra, pues estaba ejecutando la interminable ampliación de todo el conjunto. Se levantaban a buen ritmo una amplia cocina y un calefactorio, único lugar donde los monjes podían calentarse durante el invierno. A su vez, se estaban edificando una nueva sala capitular y un gran dormitorio. Pero la iglesia Mayor era la que ocupaba en aquel momento su triste mirada.

Casilda miró a un lado y a otro. Necesitaba un lugar alejado de toda mirada, pues temía la de una persona en especial. La gente que llenaba aquel lugar la ayudaría sin pretenderlo en su propósito, todos inmersos en sus quehaceres en un incesante trajín de hombres trabajando y animales de carga arrastrando pesados carros. Pero necesitaba privacidad. Seguía caminando cuando una extraña sensación de serenidad la invadió de pronto. Se sentía libre entre aquellos muros que cruzaba en busca de un lugar seguro, una protección que sabía crucial para su hijo. Descubrió una farmacia y una enfermería para los monjes. Se decía que el monasterio poseía un jardín de flores aromáticas que ella no veía por ningún lado. Pero sí vio un par de panaderías que liberaban el aroma del pan recién horneado que castigó su hambrienta barriga.

No se permitió respiro alguno y siguió buscando el lugar adecuado.

Seguía esculpiendo la piedra con pulso firme y acostumbrado, una cadencia que apenas destacaba entre aquel ruido creciente que se esparcía por todo el monasterio. En esas estaba cuando un pequeño fragmento de piedra se metió en uno de sus ojos. Lo frotó como pudo con el dorso de sus manos, las palmas salpicadas de polvo. Pestañeó con fuerza para aclarar su vista cuando descubrió una extraña silueta a varios pasos de él. Iba bien abrigada en su capa de lana con capucha mientras caminaba precipitadamente. Portaba algo en sus brazos, pero nadie más que él parecía reparar en aquella figura esbelta y decidida.

Confundido, siguió cincelando la piedra.

Encontró el lugar junto al pasadizo que había entre el recinto amurallado del monasterio y la iglesia Mayor, un pasaje sin salida repleto de montañas de arenisca y escombros amontonados. Se estaba llevando a cabo la renovación de la fachada principal, pero no había nadie sobre los andamios en aquel momento y supuso que los obreros estarían en interior del templo románico, a resguardo del frío y lo que parecía la primera nevada del año.

Dejó a Román en el suelo y se arrodilló a su lado.

—¿Quieres jugar al escondite? —preguntó con un nudo en la garganta.

Román asintió de buena gana.

—Sabes que te quiero mucho, ¿verdad? —preguntó de nuevo ante la sonrisa del niño, que se abalanzó sobre su cuello mientras acariciaba sus mejillas empapadas en lágrimas.

Por culpa de ese abrazo estuvo a punto de renunciar a su propósito. Meditó unos segundos mientras secaba sus lágrimas y sacó del interior de su capa la carta que había escrito la noche anterior. Miró al niño a los ojos y se la escondió en un pequeño bolsillo interior que tenía su pequeña y roída capa, el amargo dolor de la despedida cada vez más intenso.

Se incorporó con pesadez.

—¿Lloras? —preguntó el pequeño con tristeza.

—Sí —repuso ella—. Pero de felicidad, hijo. De felicidad.

Todo lo que iba a hacer lo hacía por el bien de Román.

Esperó un tiempo prudente que aprovechó para besar hasta la saciedad a su pequeño caballero, pues por sus venas corría sangre noble. Se detuvo al descubrir en la lejanía a dos personas que vestían hábito.

—Venga, apóyate contra la pared y espera a que me haya escondido. ¡Vamos! —le apremió mientras el niño asentía.

Román, entusiasmado por el juego, obedeció a su madre y se puso cara a la pared mientras escondía el rostro entre sus brazos. No sabía contar, pero esperó un tiempo prudencial para darse la vuelta. Se quedó inmóvil, pues no sabía por dónde comenzar la búsqueda. El frío le hizo tiritar, obligándole a refugiarse en su capa. Se dio la vuelta y observó sonriente las montañas de arenisca que tenía enfrente, intuyendo la guarida de su inseparable madre. Pero cuando se acercaba sigiloso al encuentro sintió una gigantesca mano sobre su hombro.

—¡Pero qué tenemos aquí! —exclamó con una amplia sonrisa un monje de anchas espaldas y de cabello tonsurado en la coronilla.

A Román le pareció un gigante, ya que el otro monje que lo acompañaba apenas le llegaba a la altura de los hombros.

—¿Y tus padres? —preguntó el gigante.

El chiquillo alzó los hombros, dando a entender que no tenía ni idea.

—Mamá ta condida —respondió a los segundos.

Los dos monjes le miraron con ternura. Aquel mocoso de sucio rostro se expresaba con una naturalidad impropia para su corta edad. Su mirada era vivaz y astuta por igual, una cualidad de adultos que se representaba con gracia en aquel diminuto cuerpo.

—¿Qué te ha pasado en la mano? —preguntó el gigante mientras se arrodillaba y retiraba el vendaje de su mano.

 

—Pupa.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó con agrado el más bajo, gordo como un tonel de cerveza y cara de bonachón—. ¿Habéis visto cómo se expresa el crío, Zacarías?

—Sí —respondió este sin abandonar su eterna sonrisa—. Se le ve muy despierto para su corta edad…

Pero sus palabras cesaron al observar la herida del niño. Parecía haber recibido buenos cuidados, pero fue la forma de media luna de aquella quemadura lo que le hizo santiguarse.

—¿Será una señal divina?

Robert observó con curiosidad y torció el gesto.

—No veáis divinidades en el azar, hermano Zacarías.

El gigante sonrió y se puso en pie tras volver a tapar la herida del niño.

—¿Creéis realmente que su madre se ha escondido?

—Tengo la impresión de que han vuelto a abandonar a otra pobre criatura, hermano Robert —comentó con pesadumbre Zacarías.

—Vamos a buscar a su madre de todos modos. No andará lejos.

Zacarías cogió al niño en brazos y recorrió en compañía de Robert todas las dependencias del monasterio en busca de la mujer. Pero no hubo éxito pasadas un par de horas y hablar con todos los obreros y demás legos que se encontraban a su paso. Nadie había visto nada.

—Tal vez el abad apruebe que nos quedemos con el crío.

—¡Pero habrá que intentar encontrar a la madre! —protestó Robert.

—Hermano Robert —terció Zacarías—, este niño ha sido abandonado. La madre estará con toda probabilidad fuera de nuestros límites y no tenemos dónde dejarle. Tenía pensado…

—Quedaros con él —completó la frase Robert.

—Pues sí, creo que el muchacho tiene posibilidades.

—Pero, ¿por qué? —preguntó Robert con incredulidad—. ¿Porque sabe decir un puñado de palabras a tan corta edad? Hay muchos niños que…

—No son las palabras, hermano Robert. Es la pureza de su mirada. Tiene algo especial.

Observó aquellos ojos serenos y alejados de cualquier maldad. El niño le sonrió y le abrazó con fuerza para su sorpresa. Le abrigó con delicadeza con aquella manta que le cubría y se emocionó.

—No tiene madre. ¿Qué proponéis que hagamos con él? —preguntó al fin.

—¿Llevarlo a la casa de los pobres, por ejemplo?

—No. Además, tendríamos que atender la herida de su mano.

—¿Tanto afecto habéis cogido al crío? —preguntó Robert mientras negaba con la cabeza—. No es un perro de compañía, hermano Zacarías. Es un niño que deberíamos entregar a su madre. No es la primera vez que lo hacemos. Tal vez se haya perdido y lo estén buscando por todos lados.

Zacarías no respondió.

Robert suspiró.

Con Román en brazos, se dirigió con decisión al despacho del abad del monasterio de Poblet. Era este un hombre comprensivo además de tener el alma y el espíritu limpios de culpa alguna. Perdonaba muchas de las faltas de sus hermanos haciendo que no se había dado por enterado, aunque no absolvía las graves. No soportaba a los delatores ni a los vagos, pero concedía cierta libertad de movimientos por los muros del monasterio a excepción del scriptorium, donde la responsabilidad y la concentración debían estar presentes en todos los hermanos por la delicadeza del trabajo y la fama adquirida durante años.

El despacho del abad Eudald estaba repleto de libros y pergaminos sueltos bien ordenados sobre las estanterías de madera noble que cubrían las paredes laterales. Ante su mirada escrutadora, contó lo sucedido junto a la iglesia Mayor y el porqué de la presencia del chiquillo.

—¿Y qué pretendéis? —preguntó con curiosidad el abad—. ¿Sabéis acaso su nombre, hermano?

—No, pero se lo preguntamos.

—Adelante, intentadlo.

—¿Sabrías decirme tu nombre? —preguntó el monje.

El abad miraba con expectación al crío.

—Román —respondió el niño con voz graciosa.

Eudald sonrió.

Observó con curiosidad al niño. Su pelo cobrizo hacía resaltar aquellos ojos almendrados atentos y curiosos, pues absorbían todo lo que había a su alrededor en busca tal vez de las preguntas que no sabía expresar aún. Buscaba a su madre con la mirada, hasta que reparó en la Sagrada Biblia que descansaba en su mesa.

—Su madre le ha abandonado —explicó Zacarías—. Sé que es una locura y que es una boca más que alimentar, pero las sensaciones que tengo con el pequeño Román son extrañas. Es… diferente.

—Y queréis… —incitó Eudald al monje.

—Quedarme con el crío. Yo seré su maestro. Le enseñaré a leer, escribir y a ser un gran copista. Tal vez algún día, en un futuro, llegue a ser un gran amanuense —concluyó el monje con una amplia sonrisa.

—Lo más probable es que sea un simple siervo de Dios, Zacarías.

Eudald descubrió con satisfacción la creciente ilusión que iluminaba el rostro del bueno de Zacarías por culpa de aquel mocoso. Meditó unos segundos sin quitar ojo a Román, que parloteaba sin parar con Zacarías con frases como teno pupa, mostrando su mano vendada, o teno hambe y pis.

No pudo más que sonreír ante la perorata del niño.

Tal vez no viniese mal un poco de alegría a la triste vida monástica que muchos de sus hermanos llevaban rigurosamente. Pero sabía que aquella no era vida para un niño tan pequeño, pues apenas se levantaba un palmo del suelo y no podían estar pendientes de él durante todo el día.

Meditó unos segundos antes de hablar.

—Esperaré tres días a ver si aparecen sus padres, de lo contrario ordenaré trasladarlo al hospicio de niños más cercano. Se quedará bajo vuestra entera responsabilidad estos días y dormirá con vosotros en el dormitorio.

—Pero…

—Lo siento, hermano.

Zacarías asintió cabizbajo y se levantó.

Antes de verlos marchar, el abad preguntó:

—Por cierto, ¿cuántos años tienes, Román?

—Etos —indicó el pequeño mientras mostraba dos diminutos dedos para satisfacción del abad.

Zacarías sonrió.

—¿None etá mamá? —preguntó el niño elevando las manos en señal de desconcierto.

El abad suspiró con fuerza.

Al dormitorio aún le faltaban los últimos remates, pero hacía varios días que los monjes se habían instalado allí. Era grande y espacioso, no como el cuchitril en el que se apiñaban antes. Diecinueve arcos ojivales sostenían el maderamen del tejado mientras dos largas hileras de camastros descansaban a cada lado.

Aquel era lugar de descanso para los religiosos que allí habitaban.

Sentado sobre uno de los camastros mientras engullía una porción de queso curado, Román era observado con atención por Zacarías y Robert. Muy desesperada debía de estar su madre para abandonar a semejante criatura, pensaron los dos. Tenía la mirada más templada y graciosa que habían visto en mucho tiempo. Limpia, pura e inocente. Se le veía algo desnutrido, seguramente por la falta de carne en su dieta diaria.

—¿Está bueno? —preguntó Zacarías a Román, que asintió con una dulce sonrisa.

—¿Que os ha dicho el abad? —preguntó Robert.

—Si en tres días no aparecen los padres lo mandará al hospicio u orfanato más cercano.

—Es lo mejor, hermano.

Zacarías asintió de mala gana.

—Bien. Lo siguiente que deberíamos hacer sería darle un baño —sugirió Robert en un intento por distraer los pensamientos de su viejo amigo. Su creciente ilusión por la presencia de aquel mocoso le preocupó—. Después curaremos esa herida.

—Tenéis razón —murmuró Zacarías—. Despojadle de sus mugrientas ropas mientras caliento un poco de agua.

—¿Yo? —preguntó un aterrorizado Robert—. ¿Por qué no al reves?

—Está bien —gruñó Zacarías.

—No uta abua —declaró Román con cara de susto.

Los dos monjes rieron a carcajadas a pesar de las adustas miradas que algunos de sus hermanos les dedicaron.

Era la hora de descanso antes de nona.

Zacarías empezó a quitar los roídos ropajes del niño cuando vio caer al suelo un retazo de tela que escondía en el interior de su capa. Cubrió al niño con la manta mientras tomaba asiento a su lado, examinando con curiosidad el paño, que parecía manchado de... letras. Estuvo tentado a leer la intimidad de aquellas palabras dirigidas a Román cuando descubrió en el texto la palabra templario. Miró a Román, buscando una autorización que este era incapaz de conceder. Sabedor de la importancia de la carta, descubrió el enigma que allí se expresaba de forma tan cruenta.