El reino prometido

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—Tal vez el tiempo nos dé la oportunidad de contar la verdad —murmuró Beltrán de Guzmán—. Dios será justo.

El maestre asintió mientras sonreía al comendador mayor.

—Deberíamos partir, Beltrán.

Caía la noche cuando salieron de la capilla, momento en el que empezaron a repicar todas las campanas de la ciudad para dar la triste noticia.

Rolando de Ampudia se encerró en su despacho personal y tomó asiento en su sitial. Estaba agotado, presa de la incertidumbre y el miedo que le había atenazado durante aquel largo y tedioso día. Cerró los ojos unos segundos y sonrió, pues todo había salido según lo planeado. Sabía que el aya del infante lo sacaba a pasear todas las tardes por el jardín del Alcázar y aprovechó el momento para regalarle a sus oídos lo que debía escuchar para poner en aviso a don Sancho de Molina. Nada se le escapaba entre aquellos gruesos muros y conocía el acuerdo entre el hermano del difunto Eduardo y el aya del infante. Actuó como esperaba, huyendo como un cobarde. Una molestia menos, pero aún era peligroso a pesar de desposeerle de todas sus posesiones, títulos y propiedades. Ahora no tenía nada y esperaba que la recompensa prometida consiguiera que algún desgraciado lo entregara para ajusticiarle en la horca. Constanza le confió su voluntad y él había cumplido con lo prometido. Deshacerse de los dos hombres que podrían entorpecer su reinado actual y el de su hijo Pedro a su mayoría de edad.

Rememoró su encuentro con el Capitán unos días atrás.

Solo les separaba su escritorio, repleto de manuscritos que descansaban abandonados a un lado, trabajo que podía esperar. Cogió de una pequeña mesa que se unía con su escritorio una jarra de arcilla que contenía media cuartilla del mejor vino de la zona. Llenó dos vasos y le entregó uno a su invitado, que lo aceptó de buen grado.

—¿Qué tal os va con el infante? Debe de ser muy duro para un hombre como vos tener semejante cargo, la responsabilidad de cuidar de una criatura nada corriente, cuando el máximo cuidado que habréis tenido en la vida habrá sido el de no perder la espada en el combate.

—No es tarea sencilla. Pero es mi deber.

—Por supuesto que sí. El deber —murmuró sin apartar la mirada del interior de su copa—. Una palabra frágil, débil cuando la responsabilidad supera a uno mismo.

—¿Para qué me habéis hecho llamar?

—Quiero hacer un trato con vos —dijo enérgicamente mientras alzaba su copa y escrutaba el rostro del Capitán.

—Un trato —repitió el soldado—. Y no me va a gustar, ¿verdad?

—Os gustará —aseguró con una sonrisa lobuna—. Pero el trato que os voy a proponer no podrá salir de esta habitación.

—¿Y qué pasaría en caso contrario? —soltó el Capitán desafiante.

—Que tendría que mataros.

—¿Vos?

—No, yo no, Capitán. Lo harían vuestros propios hombres.

Aquello hizo titubear al soldado. Ahora entendía por qué había sido desposeído de toda arma antes de entrar en el despacho.

—Pero no hay necesidad de ir tan lejos.

—Habladme del trato.

Solo pudo sonreír.

—Sois un hombre inteligente, Capitán —alabó para allanar el transcurso de aquella conversación, la más decisiva y peligrosa que iba a entablar en su vida—. A veces la vida nos brinda la oportunidad de renacer, de experimentar aquello que tantas veces hemos anhelado…

—No tengo tiempo para juegos absurdos, secretario —cortó el Capitán con mirada cansada—. ¿Qué quiere de mí?

—Quiero que acabéis con la vida del infante…

Sus palabras sonaron calmadas, seguras, sin miradas perversas. Cogió la jarra y colmó las dos copas con aquel delicioso vino. Necesitaba aquellos segundos de tregua, pues el hombre que tenía enfrente necesitaría asimilar la información que le acababa de dar.

—Por supuesto, con una buena recompensa por los servicios prestados.

—¿Por qué yo? ¿No tenéis a otro desgraciado capaz de semejante acto?

Negó con la cabeza.

—Sois un hombre demasiado peligroso. De proponer esto a otra persona, estoy convencido de que nada os detendría en busca de la verdad. Os ofrezco la libertad, Capitán. El salvoconducto a una vida llena de riquezas.

—¡Estáis loco! —escupió el tutor del infante.

—No, Capitán —respondió mientras se ponía en pie y tomaba asiento sobre el escritorio, junto al soldado—. Solo pienso en lo mejor para el reino.

Un intenso silencio se apoderó de la sala.

—Jamás romperé un juramento. Le prometí a Eduardo…

—¿Qué son las promesas, Capitán? El deber que uno se autoimpone sin necesidad alguna. El honor, la obediencia… eso está muy bien. Pero, ¿alguna vez se preocupó Eduardo de vuestro bienestar? ¿Os preguntó sobre anhelos y necesidades?

Por primera vez le vio dudar.

—Entiendo vuestro temor —tranquilizó mientras posaba una de sus manos en el hombro del Capitán—. Vuestro amigo os hizo prometer, pero en su lecho de muerte. Palabras llevadas por la angustia y el miedo de quien se ve a las puertas del cielo. Os merecéis la oportunidad de una nueva vida.

El Capitán se llevó las manos a la cara y cerró los ojos.

—Constanza está detrás de todo esto, ¿verdad?

Se sostuvieron la mirada durante unos segundos interminables.

—¿Alguna vez habéis matado a un niño, Capitán? —Observó cómo este re-tiraba la mirada—. ¿Nunca? Habéis sido partícipe de muchas batallas…

—No es lo mismo…

—¿Queréis pasar el resto de vuestros días aquí enclaustrado, instruyendo a un niño hasta su mayoría de edad? ¿Y qué decidirán para vos llegado el día? Seréis un anciano, incapaz de levantar la espada por su peso, de montar sobre vuestro corcel. Los días entre estos muros se pueden hacer muy tediosos… Os ofrezco la oportunidad de tener una vida propia, Capitán. No más guerras, no más obediencia.

Sabía que poco a poco iba penetrando en aquel inquebrantable sentido del deber de aquel pobre desdichado.

—Es hora de que penséis en vos. ¿Cómo se llama la mujer a la que visitáis con tanta frecuencia, Capitán?

Le vio ceder la mirada al suelo y no pudo evitar la carcajada.

Volvió a llenar las copas.

—Nada se me puede ocultar, Capitán —dijo con una amplia y siniestra sonrisa—. Sería una pena que a esa hermosa mujer le ocurriese algo. El mundo está lleno de desgracias.

El Capitán lo fulminó con la mirada.

—Si le tocáis un solo pelo…

—Solo debéis aceptar —tranquilizó—. Podéis disfrutar de los años que os quedan juntos. Rehaced vuestras vidas lejos de aquí. Tendréis suficiente oro para comprar un buen terreno donde poder construir un nuevo hogar, con hijos tal vez. También tenéis el acomodo de una gran ciudad. Vuestra es la elección.

—¿Cuál es vuestro plan?

Te tengo, pensó.

—Diremos la verdad. Que habéis sido vos.

El Capitán arrugó la frente.

—Saldréis del Alcázar y de la ciudad al atardecer. Sois su tutor y nadie os pondrá impedimento alguno. Vuestro caballo portara una alforja con el oro prometido. La forma de acabar con su vida será cosa vuestra, pero tiene que ser rápido, silencioso y discreto. Dejaréis el cuerpo donde se os diga en su momento, pues será enterrado con los honores que merece. Cuando su aya vea que no aparecéis, me lo comunicará a mí en primer lugar. Aplazaré un par de días vuestra fuga. Primero os buscarán por la ciudad, después ordenaré buscar intramuros. Ese es el tiempo que tendréis para huir. Dos días.

De nuevo, un incómodo y tenso silencio.

—Está bien —aceptó derrotado el Capitán—. Pero hay ciertas condiciones.

—Hablad.

—En primer lugar, no será una alforja con oro. Serán dos.

Sonrió al escuchar esas palabras.

—Está bien.

—Por descontado queda que la traición se paga —continuó el soldado con la mirada desafiante—. No me fío de vuestra palabra, secretario. Si me apresan, si me arrebatan aquella libertad que me estáis prometiendo, tened por seguro que haré todo lo posible por revelar la verdad.

—¿Y quién me garantiza a mí vuestro silencio?

Aquellas palabras incomodaron al Capitán, que se revolvió nervioso sobre su asiento.

—Entonces solo nos queda confiar en nuestra palabra.

El Capitán se puso en pie y le tendió la mano.

—Dejadme vivir en paz y me llevaré a la tumba nuestro secreto. Solo os pido eso.

Asintió y se la estrechó con fuerza.

—Así será.

Así fue como consiguió convencer al Capitán. Sabía que el poder del oro y la promesa de una nueva vida harían quebrantar su voluntad, pero nunca se sabía con aquel hombre. Por eso encomendó a Lope, el soldado que había traído de vuelta el cuerpo del infante, seguir al Capitán y descubrir si en verdad había cumplido su parte del trato. Hasta que no vio el cuerpo del infante aquella misma mañana, temió ser traicionado.

Necesitaba saber más e hizo llamar al soldado.

—Señor.

—Pasad —ordenó.

Lope era uno de los hombres de Esteban, el guarda mayor. De mediana edad, destacaba en él un atractivo que hacía volver las miradas de mozas y damas de corte allá por donde pasaba. Su porte altivo y aquella melena rubia le hacían parecer un príncipe. Era valiente, temerario incluso. Pero no todo en él era perfecto. Le gustaba beber en exceso, las mujeres de mala vida y el juego. Las peleas en tabernas y posadas de mala muerte eran habituales y en más de una ocasión había tenido que interceder por él, pues era su hombre de confianza para asuntos y cuestiones que era mejor mantener ocultos. Discreto, jamás hacía una pregunta de más, pues su único incentivo en la vida eran las monedas que recibía a cambio de dichos trabajos.

 

—¿Y bien? —preguntó mientras llenaba dos copas de vino.

Lope, sentado frente a él, suspiró con fuerza antes de beberse de un solo trago el contenido de su copa.

Parecía nervioso.

—No ha sido muy agradable, señor —comenzó diciendo—. Jamás hubiese imaginado al Capitán cometiendo semejante acto. Le conozco y he admirado, pero lo de hace dos noches…

—Desde el principio, Lope.

Le vio llenarse la copa sin pedir permiso pero le dejó hacer.

Su lengua entraría en más detalles.

—Llegué antes de caer la noche al lugar acordado. Dejé a mi yegua a una prudencial distancia, atada a un árbol mientras yo me acercaba con sigilo a la antigua casa de postas de Alcalá de Guadaira. Está apartada del camino y apenas se mantienen en pie por los años pasados en abandono absoluto. El terreno y la vegetación del lugar me ayudaron a permanecer oculto. Por un momento pensé que el Capitán no se presentaría, pues fueron varias las horas de espera. No tenía comida ni vino que poder llevarme a la boca. El frío comenzó a ser insoportable a pesar de la época del año en la que nos encontramos. He de reconocer que no iba preparado…

—Y apareció.

Lope asintió mientras seguía bebiendo.

—Apareció cuando ya me daba por vencido. Mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad. Fueron las pisadas de su montura y el tintineo de las monedas que descansaban en sus alforjas lo que me puso en alerta. El niño estaba sentado delante del Capitán. Lloraba presa del miedo, como si fuese consciente de lo que allí iba a pasar. Estaban a pocos pasos de distancia y contuve la respiración. El Capitán descendió de su montura en primer lugar. Cogió lo que parecía una pequeña pala de una de las alforjas y bajó al niño no sin esfuerzo para marchar al otro extremo de la casa de postas, fuera de mi visión. No me atreví a moverme, no fuese a crujir rama alguna o tropezase en medio de la oscuridad y fuese descubierto. Tras unos minutos de espera, se hizo el silencio. El niño había dejado de llorar.

—Continúa.

—Al fin logré avanzar sin ser visto, arrastrando mi cuerpo por el terreno con sumo cuidado. Apenas podía distinguir las facciones del Capitán, pero su postura y las débiles exhalaciones del niño fueron suficientes para saber lo que allí estaba ocurriendo. Estaba arrodillado junto niño, las manos aferradas con firmeza sobre su cuello. Los espasmos de sus pequeñas piernas, sus brazos alzados en un intento por detener las manos de su asesino…

—¿Lo asfixió? —preguntó incrédulo—. ¿Y por qué tenía semejante surco en la cabeza?

—El infante ya estaba muerto, pero le golpeó repetidas veces con la pala en la cabeza. La rabia contenida, la culpa de quien traiciona a un amigo tal vez. Se dejó caer de rodillas entre sollozos mientras se llevaba las manos a la cara. Lloraba como el niño que alguna vez había sido. Cuando al fin pareció calmarse, comenzó a cavar la tumba a varios pasos de distancia de la casa de postas. Desapareció de mi vista una vez más, dejando allí abandonado el cuerpo sin vida del infante. Había ido a por la tela de lino con la que cubrió el cuerpo. Lo cogió en brazos y lo posó con delicadeza y ternura en la tumba, las manos manchadas aún de aquella sangre inocente. Antes de cubrir el cuerpo con tierra, le vi santiguarse mientras pronunciaba palabras que apenas pude escuchar. Después, marchó del lugar sin mirar atrás.

—¿Han sospechado algo alguno de los hombres que os he facilitado esta misma mañana?

—Nada en absoluto —aclaró Lope sin dejar de beber—. Como me ordenasteis, los guie hasta la antigua casa de postas. Pero no hizo falta buscar mucho. Las alimañas y carroñeros habían desenterrado parte del cuerpo del niño, dando buena cuenta de su infantil rostro. La imagen era espeluznante, señor. Lo saqué de allí con la ayuda de uno de los soldados y lo envolví de nuevo con la tela de lino. Los hombres que me acompañaban se pusieron de rodillas en señal de duelo, rezando por el alma de aquel pobre inocente.

—Buen trabajo, Lope —reconoció mientras abría uno de los cajones de su escritorio y sacaba una bolsa de cuero llena de monedas que dejó sobre la mesa—. Os lo habéis ganado.

—Gracias, señor —dijo Lope mientras abría la bolsa de cuero con avaricia, con la rapidez del buitre tras su presa.

—Podéis marchar.

—Tengo una duda, señor consejero —comenzó diciendo Lope mientras se ponía en pie—. Si conocíais el plan de don Sancho y el lugar donde iba a ser asesinado el infante, ¿por qué no habéis actuado? ¿Qué razón os lleva a silenciar semejante acto?

Miró con dureza a Lope. Apoyó los codos sobre la mesa y le dijo:

—Mírame a la cara. Esta conversación acaba aquí, ¿de acuerdo?

Lope asintió con una media sonrisa dibujada en sus labios. Ahora él también sabía la verdad. Pero su codicia y ambición pagadas con monedas de plata le mantendrían callado. Y de no ser así, sabía lo que le esperaba.

—Por cierto, una última cosa.

—¿Qué?

—Aquí solo hay la mitad de lo acordado.

Sonrío. Aquel hombre le sería más útil de lo que pensaba.

Las campanas de toda Sevilla sonaron a la vez mientras el cortejo fúnebre se adentraba en la solemnidad de la catedral. El pueblo llenaba de nuevo las calles que rodeaban el sagrado templo. Tras muchas horas en pie, la espera mereció la pena, pues lo más granado del reino desfiló ante sus ojos en el más respetuosos de los silencios. La gente enmudeció al ver a Constanza, que bajó de su carruaje con la ayuda de su secretario y de don Remondo de Losana. La desgracia no parecía tener fin, pues apenas habían pasado unas semanas desde la muerte de Eduardo I de Castilla. Temían que fuese un castigo divino, la ira de Dios por sus pecados y vanidades. Pero pocos eran los que se atrevían a decir lo que en verdad opinaban en aquel mismo instante; que la reina Constanza no derramaba lágrima alguna mientras subía los peldaños que la conducían al interior de la catedral, donde el infante sería enterrado junto a su padre.

CAPÍTULO II

El altar de los inocentes

1257 - 1268

VALLE DEL RONCAL, REINO DE NAVARRA

26 de julio del año del Señor de 1257

Las aguas cristalinas del río Esca fluían tranquilas a esas horas de la mañana para satisfacción de los almadieros. Las tormentas de los últimos días y un descenso poco habitual de las temperaturas en aquella época del año les había hecho perder un tiempo valioso que ahora debían recuperar. Allí, en los ataderos, fabricaban sus pequeñas barcazas de poco más de once pies3* de ancho elaboradas por gruesos troncos que ataban con ramas de avellano maceradas. Barcas resistentes, pero no lo suficiente como para poder evitar otros peligros que amenazaban constantemente sus vidas. Los rápidos, las crecidas o los remolinos que se formaban sin previo aviso hacían considerar aquel trabajo como uno de los más peligrosos y duros del Roncal a la vez que imprescindible para todos sus habitantes, pues de él dependían muchas familias. El transporte de madera era su principal actividad y aquel día debían navegar hasta la aldea de Burgui.

Ocultas bajo el espesor de la maleza, Moira y sus amigas espiaban en silencio a los hombres, que cargaban sobre sus anchos hombros los pesados troncos que iban depositando con cuidado sobre las barcas, los músculos de los brazos en tensión por el esfuerzo.

Las chiquillas salieron por piernas cuando uno de ellos las sorprendió.

—¡Moira, id a jugar a otro lado! —reprendió Bardol—. Os he dicho mil veces que no juguéis tan cerca del río.

Pero sus palabras se perdieron en la inmensidad del bosque. En un santiamén, las chiquillas, en medio de las carcajadas, llegaron a un claro cercano que ya conocían. Pero la alegría se transformó en rabieta al encontrar allí a los que habían profanado lo que ellas creían su propio santuario.

—¿Qué hacéis aquí? —protestó Nora—. Este lugar es nuestro.

Los chicos rieron.

—¿Son vuestras estas tierras? —preguntó Juan con ironía—. Supongo que tenéis un documento que así lo demuestre…

Las chicas se miraron sin saber qué decir.

—Será mejor que os vayáis —aconsejó el muchacho.

Juan era hijo del tenente de Roncal, don Pedro Sánchez, uno de los ricoshombres más favorecidos del reino de Navarra. Vestía ropas caras en comparación con sus compañeros de aventuras. Arnaldo, Munio y Eder apenas podían cubrir sus cuerpos con harapos, roídas prendas cuyo color era indescifrable. A pesar de las diferencias que había entre sus familias, su padre le dejaba jugar con ellos unas pocas horas a la semana, pues su tiempo estaba ocupado por las enseñanzas de sus maestros e instructores. Libros y armas como único entretenimiento.

—Hagamos un pacto —propuso la pequeña Isabel—. Quien pierda en una guerra de piedras se va de aquí y no vuelve nunca más.

Los chicos se miraron un momento.

—De acuerdo.

Ambos bandos se armaron de piedras, una recolecta en medio de las risas. Una vez armados, cada bando se protegió como pudo. Las chicas, tras un grueso tronco de roble derribado y descartado después por sus padres mientras los chicos lo hacían tras dos piedras de considerable tamaño invadidas por el musgo y el rocío de la mañana aún presente.

Comenzó su particular cruzada.

Los cantos llovían por todos lados, la puntería negada hacia sus objetivos. Nora cogió una gran piedra que lanzó con todas sus fuerzas, rozando la cabeza de Juan justo cuando este se asomaba.

El susto fue tremendo.

—¡Oye, tampoco os paséis con el tamaño de las piedras! —protestó este tras una tregua.

Las chicas rieron a carcajada limpia.

—Se van a enterar —anunció Munio mientras sacaba de uno de los bolsillos de su maltrecho pantalón una honda que le había hecho su padre.

Metió un pequeño canto en la cuchara de cuero y comenzó a voltear la honda lentamente por encima de su cabeza mientras permanecía atento y en absoluto silencio. Esperó paciente.

—Con eso les vas a hacer daño —aseguró Eder.

—¡Tonterías! Y no me seas niña —amenazó Munio.

De pronto vio asomar poco a poco una cabeza. Volteó con más ímpetu la honda y lanzó el proyectil, impactando con acierto sobre su objetivo.

—¡Toma ya! —gritó Munio de alegría mientras volvía a ocultarse.

—¿A quién has dado? —preguntó Juan con entusiasmo.

—No lo sé, no la he visto bien. Pero le he dado en la cabeza.

—¡Munio, eres un bestia! —censuró Eder mientras se ponía en pie—. Será mejor que nos vayamos de aquí. Cuando se entere tu padre…

Sabía que tenía razón. El castigo sería ejemplar.

Corrieron como alma que lleva al diablo, pero la culpa entorpecía las zancadas de Munio. No sentía ningún orgullo por aquella cobarde huida al lado de sus amigos. Él, que se consideraba valiente y tenaz. Cuando se proponían juegos o misiones peligrosas no dudaba en prestarse el primero para mostrar así su gallardía y decisión. Sabía que su padre le castigaría por lo que acababa de hacer. Pero no era precisamente aquello lo que le preocupaba en aquel momento y le hizo detener sus pasos.

Rezó por no haber alcanzado a Isabel.

Isabel yacía sobre la tupida hierba. Estaba consciente, aunque un poco aturdida por el impacto. Tenía la ceja abierta y un torrente de sangre impregnaba su agraciada cara. Moira la ayudó a incorporarse y la sentó con la espalda apoyada en el tronco de roble caído. Mientras Nora y Clara cuidaban de ella, se acercó a la orilla del río. Sin pensarlo, se arrancó una de las mangas de su vestido y la sumergió en las frías aguas. Aquello le costaría una buena regañina, pero era la mayor de las muchachas y sentía la responsabilidad de responder como se le supone a una niña de ocho años.

Limpió con cuidado la herida.

—¿Quién ha lanzado la piedra?

—Ha sido Munio —contestó Nora—. Es un animal de mucho cuidado.

Isabel hizo una mueca.

Aquel niño de ojos verdes la tenía prendada. Le encantaba su pelo del color del trigo y aquellos graciosos mofletes que siempre se mostraban ruborizados, acompañados de una inagotable sonrisa que le endulzaba los sueños. Era un par de años mayor que ella, pero el verdadero inconveniente era que la ignoraba por completo.

—Estoy mucho mejor —tranquilizó Isabel mientras miraba con curiosidad la sangre que limpiaba Moira de su cara.

No era la primera vez que veía aquel viscoso líquido. Su madre, a la que admiraba y quería con locura, tenía el don de sanar. Muchas eran las personas que acudían a su casa para ponerse en sus manos. Los curaba con plantas, ungüentos y una delicadeza y pasión que la hacían querer aprender todo aquello que le era negado aún. Nunca le había dejado participar de aquel saber, pues decía era demasiado peligroso. Las malas lenguas la tildaban de bruja y hechicera, unas acusaciones que de llegar a oídos equivocados le podrían costar algo más que la libertad. El largo brazo de la Iglesia la podría acusar de herejía. Pero era tanta la curiosidad que sentía que en ocasiones la había espiado. El sufrimiento de aquellas personas, sus gritos y gemidos de dolor la asustaban, pero no podía dejar de mirar, hechizada como estaba con el poder sanador de su madre.

 

—Aún es pronto —le explicaba María—. Pero cuando seas mayor tú misma decidirás que es que lo que quieres hacer.

Y ella ya lo sabía. De mayor quería ser como ella.

—Tenemos que avisar a tu madre —recomendó Moira—. La herida no para de sangrar.

Isabel asintió cuando vio sus ropas teñidas de sangre.

—Ya vamos nosotras, Moira —dijo Clara—. Tú cuida de Isabel.

Las vieron partir a toda prisa hacia la aldea.

Moira apretaba con fuerza la herida en un intento por cortar la hemorragia cuando escuchó un crujir de ramas a su espalda. Se levantó asustada. Allí, delante de ellas, se había plantado el agresor. Permanecía cabizbajo, asustado incluso.

—¡Vete de aquí, bárbaro! —gritó Moira—. Has visto lo que le has hecho.

—Yo… bueno que...

—¿Qué? ¿Se te ha olvidado hablar?

—¡Moira! —reprendió Isabel mientras miraba embobada a Munio.

—Lo siento, Isabel —le escuchó decir al fin.

¡Esperaba con tantas ganas que lo hiciese!

—Esto es para ti, Isabel.

Y sacó de su espalda un puñado de amapolas rojas.

Isabel contempló las flores como si fuese el tesoro más preciado, como si su príncipe hubiese arriesgado en tan aventurado empeño su propia vida.

Sonriendo de alegría, se acercó a Munio para cogerlas.

—Gracias.

Munio la miró fijamente. No había visto en su corta vida criatura de semejante belleza. Sus cabellos negros como el azabache caían rizados hasta la mitad de su espalda. Poseía en su delicado y agraciado rostro los ojos más grandes e intensos que había conocido jamás, de un azul cielo que llamaba la atención de todo aquel que la veía por vez primera. Las pestañas eran largas y rizadas, transformando su mirada en felina. Pero de todos los encantos que atesoraba aquella dulzura de niña, lo que más le gustaba era su sonrisa, una mueca que le producía un extraño hormigueo por todo su cuerpo, como si mil plumas de ave le acariciasen la piel para su disfrute personal.

Y sin mediar palabra, huyó en dirección a Roncal.

—¿Te gusta ese animal? —preguntó Moira con asombro.

Isabel suspiró con fuerza.

El reino estaba dividido en cuatro merindades. Pamplona, Tierra Estella, Tudela y Sangüesa, a la cual pertenecía Roncal, una pequeña aldea situada en mitad del valle de mismo nombre, rodeada de hayas, pinos, abetos y abedules. Tenían una humilde iglesia de madera para los más de doscientos habitantes que hacían su vida diaria allí, junto a una pequeña ermita a la que llamaban la de San Sebastián. La gente sobrevivía del río Esca, la venta de vellón y el ganado.

Los padres de Isabel vivían en una pequeña casa de madera compuesta por dos únicas estancias, un lujo que no todas las familias de Roncal se podían permitir. En una dormía ella junto a su hermana Auria, sobre jergones de paja que cambiaban todas las semanas en un intento por evitar las pulgas y los piojos. Ramón, su padre, había tenido a bien procurarles una buena chimenea para su habitación, pues la intensidad y dureza del frío invierno en aquellas tierras así lo demandaba. En la sala principal dormían sus padres junto a la pequeña Leonor, al abrigo del fuego principal de la sala y gruesas mantas.

Sobre las candentes ascuas descansaba un caldero de cobre en cuyo interior cocía un potaje de garbanzos con verduras.

María observó a su hija con disgusto.

—¿Quién te ha tirado la piedra?

Isabel retiró la mirada.

Cuando llegó al claro del bosque junto a Nora y Clara se asustó. La zona del ojo se estaba hinchando mientras la sangre manaba como un manantial de su ceja abierta. La cogió de la mano y se la llevó a casa a toda prisa.

—¿Te ha comido la lengua un gato? —preguntó con impaciencia mientras cosía con mano experta la herida.

Isabel no se quejó en ningún momento a pesar del punzante dolor.

María aprendió a curar y evitar el sufrimiento de la gente años atrás al lado de su padre, que se ganaba la vida recorriendo los pueblos, aldeas, burgos y ciudades del reino para ofrecer sus servicios como barbero cirujano. Pero con los años aprendió que había otras formas de curar y que el dolor se podía remediar usando la naturaleza que los rodeaba.

Aquello se lo enseñó su madre, la abuela de Isabel.

—Ha sido… —intentó responder Moira. Pero se abstuvo de responder ante la inquisidora mirada de su amiga.

—¿Quién? —insistió María sin apartar la mirada de Moira.

—No lo sabemos —mintió Isabel.

Moira pensó que lo mejor sería dejar a solas a madre e hija. Se despidió de ellas y cerró la puerta tras de sí. De camino a casa, se cruzó con Auria, la hermana mayor de Isabel. En sus brazos descansaba Leonor, la más pequeña de la familia. Aún no había cumplido un año.

—¿Cómo tiene la cara? —preguntó Auria.

—Pero… ¿Quién te lo ha dicho?

—¡Qué más da! El caso es que lo sabe toda la aldea. Mi madre la ha cruzado con mi hermana en brazos. Todo el mundo se preguntaba qué es lo que había ocurrido.

Leonor miraba a una y a otra sin entender una palabra.

Martín poseía una de las casas más grandes de todo el valle de Roncal. Levantada con gruesos sillares y techumbre de madera, tenía una altura de dos plantas y un amplio patio trasero. En la planta baja, frente a la puerta de entrada, había una chimenea de grandes proporciones que les prometía calidez y tibieza durante el largo invierno. En el centro de la sala había una mesa junto a un par de bancadas. Un arcón descansaba bajo uno de los ventanales. Allí guardaba con recelo sus herramientas de trabajo, utensilios demasiado costosos por su valor y escasez. A la diestra había una estantería de la altura de un hombre en cuyo interior guardaban los enseres de cocina.

La planta superior la formaban un par de habitaciones.

Martín estaba considerado como uno de los mejores maestros carpinteros de todo el reino de Navarra. El mismísimo rey Teobaldo II había contratado sus servicios en más de una ocasión para hacer varios trabajos en todas sus propiedades. El soberano había sido muy generoso y siempre le había pagado puntualmente lo prometido. Pero pasaba largas temporadas fuera de casa, pues varios eran los días de distancia había entre Roncal y algunos de los dominios de Teobaldo. Gozaba de su favor para usar sus bosques, aunque debía pagar anualmente una pequeña cantidad de óbolos de vellón. Nobles, obispos, tenentes, merinos y los más prósperos mercaderes del reino habían confiado en su trabajo, pues su fama había traspasado ya las fronteras del reino de Navarra. Muchos de ellos le pedían trasladarse a vivir en Pamplona o Tudela, donde seguro encontraría más trabajo.

—Odio las aglomeraciones —protestaba él—. Prefiero la tranquilidad y seguridad de los bosques.

Abrió la puerta que daba al interior del patio y dio un portazo tras de sí para mostrar así sus intenciones. Le recibieron las flores de vivos colores que agraciaban el recinto amurallado de piedra caliza traída de una cantera próxima al valle. Caléndulas, rosas de té, flores de almendro, campánulas, claveles y hortensias crecían en grandes maceteros de barro cocido bajo la delicada atención que les prestaba su esposa Elisenda.

Munio estaba sentado en uno de los bancos que había fabricado Martín bajo la sombra de una encina cuando escuchó el portazo.