El reino prometido

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La mujer asintió, asustada.

—Podéis marchar. Se os avisará cuando llegue el infante.

Una vez a solas, tomó asiento y cerró los ojos. La armonía, seguridad y templanza que siempre le acompañaban, tomaron el relevo por la impaciencia y el miedo.

Hizo llamar al guarda mayor del infante.

—¡¿Por qué no habéis acompañado al infante y al Capitán?! —preguntó una vez le tuvo enfrente—. ¡Sois el responsable máximo de su vida, el hombre que ha de velar por su seguridad y la de la reina!

Esteban, un hombre curtido en la batalla y de valor más que demostrado, contuvo su ira antes de responder.

—Sabéis perfectamente que el difunto Eduardo le confió a ese hombre tal honor. Antes de partir le pedí escoltarlos pero, ¿sabéis qué recibí como respuesta? La punta de su cuchillo en mi entrepierna. Mi deber es con la reina mientras nadie me diga lo contrario.

—Coged a todos los hombres que tengáis disponibles y buscad por toda la ciudad —ordenó mientras se llenaba una copa de vino—. Sed discretos. Es tarde y nadie puede saber lo que ocurre por el momento.

—¿Y si no lo encontramos?

Rolando lo miró sin expresión alguna.

—Esa sería la peor de las noticias, Esteban.

CASTILLO DE MONTALBÁN, TOLEDO

17 de junio del año del Señor de 1252

El estruendo de las pisadas de sus monturas al galope rompía el profundo silencio que todo lo cubría. La luna matizaba el paisaje en tonos plateados, un tenue reflejo que los ayudaba a distinguir cualquier traba que se interpusiese en su camino. Tras muchas horas de viaje, al fin distinguieron en la lejanía del paraje la gran fortificación templaria de Montalbán, sede principal en el reino de Castilla.

Las encinas y jaras de un verde oscuro se insinuaban en la oscuridad como gigantes sombras a la espera de tan ilustres personajes cuando redujeron el paso de sus monturas a los pies del castillo. Observaron con detenimiento y admiración su ubicación, pues lo hacía casi inexpugnable. Se levantaba sobre una zona solitaria enmarcada entre piedras de granito de color rojizo. Estaba flanqueada al norte y al noroeste por un profundo tajo del río Torcón, junto a dos torrenteras situadas a este y oeste unidas por un ancho foso. Tenía un torreón semicircular bajo, almenado con saeteras en caso de asedio.

Se adentraron en el interior a través de dos grandes puertas protegidas por enormes torres albarranas de planta pentagonal con esbeltos arcos apuntados de unos treinta y tres pies2* de altura en la clave. Los caballos quedaron al cuidado de los mozos mientras ellos eran guiados hasta las entrañas de la gran fortaleza por varios caballeros uniformados y armados. Descendieron por unas angostas escaleras siguiendo al hermano que les precedía antorcha en mano. La sala tenía un ligero tufo a humedad a causa del paso constante del río. Era tétrica y algo fría para el calor de esa época del año. Unos pocos hachones colgados sobre las gruesas paredes iluminaban la estancia semicircular, provocando fantasmagóricas sombras a su alrededor. Una mesa de recio roble y cuatro sillas de madera con respaldo tachonado en cuero eran el único mobiliario de la sala.

Don Pelayo Pérez, maestre de la Orden de Santiago, Pedro Yánez, de la Orden de Alcántara y Fernando Ordóñez, de la Orden de Calatrava, tomaron asiento mientras miraban con expectación e impaciencia al hombre que tenían frente a ellos. Se trataba de don Pedro Gómez, maestre de la Orden del Temple en el reino de Castilla, que cedía la mirada al suelo, pensativa. Alto y corpulento, destacaba en él una fea cicatriz que le marcaba desde la oreja siniestra a la comisura de sus labios, huella de las guerras pasadas.

Todos eran portadores de la misma misiva, llevada a caballo por mensajeros cuyo único cometido era entregarlas sin decir una palabra de más. Escrita en papel en vez de pergamino, garantizaba la grandeza del personaje, pues era un material demasiado costoso al alcance de unos pocos privilegiados. Carecía de sello alguno sobre el lacre carmesí. Ninguna firma que identificara al autor.

La misiva rezaba así:

Señor, como miembro cercano a palacio, mi honor y deber con el Reino de Castilla me obliga a ponerle en alerta. Algo oscuro y aterrador está a punto de suceder, una maniobra que pondrá en riesgo el futuro del reino. No puedo decir más, pues de caer estas letras en manos equivocadas mi vida correría peligro.

Reúnase con el maestre del Temple en el castillo de Montalbán dentro de dos lunas.

—¿Alguien sabe quién envía la misiva? —preguntó Fernando, maestre de Calatrava.

El resto negó.

—¿Por qué nos han reunido en vuestra sede, señor? —volvió a preguntar mientras miraba al templario.

—Lo desconozco, pero nos está poniendo en alerta sobre algo que desconocemos a día de hoy cualquiera de nosotros cuatro. Y eso es algo que me preocupa mucho, señores. ¿De qué peligro nos habla? ¿Por qué no ha llegado a nosotros antes de ser cierto semejante temor?

—¿Por estar demasiado alejados de la corona, templario? —sentenció Pelayo, maestre de Santiago.

El templario lo miró desafiante.

—¡Sabéis perfectamente, señor, que nuestro deber como templarios es con el papa y con el rey de los cielos! —Aquellas palabras retumbaron en la sala—. Sois vosotros los guardianes de Castilla, vosotros los que debéis proteger al reino.

—¡Señores! —intervino don Pedro Yáñez, Maestre de Alcántara—. No nos han citado para sacar a relucir nuestras diferencias. Lo han hecho para unirnos con un propósito que aún desconocemos.

El maestre del Temple asintió.

—Tenéis razón. Deberíamos exponer las posibles circunstancias que nos han traído aquí.

Tomó asiento junto al resto, la mirada fija sobre aquellas letras escritas con buena caligrafía. Habían sido leídas muchas veces en aquellos días.

—¿Y si se trata del enemigo infiel? —preguntó el de Alcántara—. Con la muerte de Eduardo intentarían la reconquista de Sevilla.

El templario negó con la cabeza.

—No tiene la fuerza militar suficiente —razonó—. Sería un suicidio.

—Tiene su lógica —continuó el de Alcántara—. Una mujer sin experiencia al frente del reino, más preocupada del bienestar de los infantes que de los asuntos de la corona. Sería su oportunidad, pues descarto cualquier posible intervención de los reinos de Aragón y Navarra a pesar de las tensiones que en los últimos años alteran la paz entre cristianos.

—El templario tiene razón, hermanos —apoyó Fernando, de la Orden de Calatrava—. El reino de Granada apenas tiene apoyos. No es su momento.

—El infante… —murmuró Pelayo Pérez sin apartar la mirada de la misiva que tenía delante.

Aquellas palabras provocaron la atención de los otros.

—¿Qué ocurre con el infante? —preguntó el templario con precaución.


Observó a Pelayo Pérez, maestre de la Orden de Santiago. Hombre culto e inteligente a pesar de su aspecto rudo y malhumorado, parecía intuir la razón de aquella reunión.

Prestó atención a su explicación.

—Es una posibilidad remota y difícil de ejecutar… Van a atentar contra la vida del infante Ricardo.

Un tenso silencio se instaló en la sala.

—Es muy grave vuestra teoría, hermano —aseguró el de Calatrava—. Pero ahora mismo no deberíamos descartar nada.

—Solo un ciego no ve —sentenció Pelayo.

El templario se levantó con la misiva en la mano y la acercó a uno de los hachones prendidos que había tras él. Empezó a leer una vez más aquellas palabras que transmitían miedo, una súplica en busca de una ayuda que esperaba por el bien del reino y suya propia.

—¿Cuál es vuestra teoría, Pelayo?

El de Santiago le miró fijamente y negó con la cabeza.

—Difícil de asegurar —dijo mientras se acariciaba la barba—. Se me ocurren varias hipótesis, ninguna definida aún. Acabar con la vida del infante sería el mayor golpe que podría sufrir el reino ahora mismo. De morir Ricardo… ¿quién ocupa su lugar? El infante Pedro y, ¿a quién beneficia tal circunstancia…?

—A Constanza… —evidenció el maestre del Temple.

—No la veo capaz de semejante acto —denunció Fernando Ordoñez—. ¡Es su hijo!

—No lo es, Fernando —recordó el templario.

—Es una simple hipótesis, señores —continuó Pelayo—. Acusar de semejante acto a Constanza es un delito muy grave y, a decir verdad, no sería la única sospechosa…

Todos prestaron atención.

—Como bien dice el maestre de Alcántara, el infiel sería otra posibilidad. Debilitado como está actualmente, la muerte del infante provocaría la inestabilidad entre nosotros. Nadie nos garantiza que no puedan rearmarse, que no tengan la intención de hacerse fuertes una vez más.

El templario volvió a tomar asiento mientras negaba con la cabeza.

—Insisto una vez más. Ni tienen ni tendrán nunca más la capacidad militar de hace unos años. Eduardo les asestó un golpe casi mortal tras la conquista de Sevilla unos años atrás.

—Pero eso no quiere decir que vayan a rendirse, templario —aseguró el de Alcántara—. No deberíamos subestimar al infiel, pues todos sabemos que no les resultaría muy complicado comprar la voluntad de alguien cercano al infante. Un simple veneno…

—Y aún falta la última opción, señores.

Todos miraron con atención a Pelayo.

—Don Sancho de Molina, hermano del difunto rey Eduardo. También saldría beneficiado con la muerte de Ricardo.

—Jamás podría subir al trono —recordó Fernando Ordoñez—. Los infantes Pedro y Enrique van por delante en la línea de sucesión.

 

La carcajada del maestre de Santiago le molestó.

—Sois muy inocente, Fernando. El hermano del difunto rey tiene el poder suficiente para provocar una guerra entre castellanos. Solo tiene que poner de su lado a ciertos personajes de poder y hacer una propaganda efectiva. Asesina al infante, culpa a Constanza… Con el pueblo de su lado todo sería más sencillo para él.

Los cuatro siguieron debatiendo, consumiendo las horas sin ninguna conclusión clara. Las posibilidades eran demasiadas y no tenían prueba alguna de nada.

—Sin hechos concretos no podemos hacer nada, señores —comenzó diciendo el maestre del Temple—. Tal vez estemos equivocados y nada de lo expuesto sea cierto. Como bien sabéis todos, las fronteras de los reinos de Valencia y Murcia están enfrentando a Castilla con el reino de Aragón, un frente al que se debería prestar por el momento toda la atención.

Pelayo Pérez, maestre de Santiago, asintió al escuchar aquellas palabras. Él había sido partícipe de muchos de aquellos conflictos en tierras antaño pobladas en su mayoría por los infieles. Poco a poco se iban poblando de buenos cristianos, pero eran territorios demasiado extensos de abarcar. Pero a pesar de los tratados y acuerdos alcanzados entre las coronas de Castilla y Aragón, las traiciones y desencuentros siempre estaban presentes.

El templario tenía razón. Solo podían esperar.

Aún no había amanecido cuando se despidió de los maestres de Alcántara, Santiago y Calatrava. Habían acordado mantenerse al margen por el momento, dada la poca información que poseían. Les ofreció pasar la noche en el castillo, pero declinaron la invitación. Debían volver a sus posesiones, la tensa espera de nuevas noticias como única misión en los próximos días. Sabían que llegado el momento serían informados por mensajeros, ya fuese por el autor de aquella misiva del que nada conocían o de la misma corona de Castilla.

El maestre del Temple se refugió en su alcoba. Apagó las velas que había en una pequeña mesa junto a su lecho y se tumbó. Cerró los ojos en medio de la oscuridad en un intento por descifrar y asimilar todo lo acontecido en las últimas horas. Demasiadas preguntas sin respuesta le habían perturbado el sueño los dos últimos días y parecía que aquella no iba a ser una excepción. Rezó en silencio, súplicas y ruegos atendidos por el Cristo crucificado que tenía sobre su cabeza cuando escuchó tras la puerta los pasos de uno de sus hombres.

Tocó la puerta con suavidad.

—Pasad, hermano —autorizó don Pedro Gómez mientras se ponía en pie.

Era Beltrán de Guzmán, el comendador mayor del Temple en Castilla.

—Os esperan en el patio.

El maestre frunció el ceño.

Acompañado por el comendador mayor y otros hermanos, salió al patio para descubrir en medio de la oscuridad al personaje que tenía frente a él. Seguía sobre su montura, el rostro compungido por el cansancio y el miedo que le atenazaba. La barba, más poblada que de costumbre, estaba desaliñada. La ropa, sucia por la larga marcha. Agarraba con fuerza un bulto que descansaba delante de él. Las alforjas estaban llenas de objetos que apenas podía distinguir en la oscuridad.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó con temor.

—Os pido protección, maestre —suplicó el hombre—. Sois mi única salvación en este momento.

El maestre suspiró con fuerza.

—Dad de comer y beber a este hombre —ordenó a sus hombres—. Va a ser un día muy largo.

MURALLAS DE SEVILLA

19 de junio del año del Señor de 1252

Habían cruzado las murallas no sin esfuerzo, pues era el día en el que daba comienzo la feria anual de la ciudad, un inmenso expositor de mercancías que hacía incrementar la población de Sevilla para algarabía de comerciantes y pesar de algunos habitantes. Minutos antes se habían visto bloqueados en el puente de Barcas por el tránsito incesante de mercaderes y bestias que a duras penas podían arrastrar los carros que sus amos habían colmado con todo tipo de productos. Barriles con los exquisitos vinos de las tierras castellanas del norte, aceites, grano, protegido por guardias bien armados, embutidos o leña en abundancia, pues era indispensable para todos los habitantes de la ciudad. Hogares, posadas y tabernas dependían de ella para cocinar y calentar durante el invierno.

El Guadalquivir, por su parte, también fluía concurrido.

Atravesado el puente, observaron con el alma encogida las pobres almas en pena vestidas con harapos en espera de la buena voluntad de los transeúntes o de la servidumbre de la alta sociedad, pues todas las mañanas salían de la ciudad para obsequiarles con las sobras del día anterior si tenían suerte, un manjar que provocaba empujones, insultos y fieras peleas por hacerse con un simple mendrugo de pan duro o unas pocas hortalizas podridas a las que aún se les podía sacar algo de provecho.

El maestre del Temple, que conocía muy bien la ciudad, miró a Beltrán de Guzmán y al resto de sus hombres y con un gesto de cabeza los guio hasta su destino final. La muchedumbre les miraba embelesada, ya fuese por admiración o por respeto, pues de sobra era conocido su valor y devoción a Dios. Los niños corrían tras ellos en un intento por tocar a sus héroes, fantaseando con la posibilidad de vestir algún día el manto blanco con la cruz patada en rojo, un sueño vetado por linaje para todos ellos. Hermosas mujeres de grandes ojos negros les sonreían con picardía en un intento por llamar su atención, mujeres dedicadas a la lujuria y al pecado cuyas curvas insinuadas bajo sus ajustados ropajes ya empezaban a llamar la atención entre los de su alrededor. Pero aquellas provocaciones no surtían efecto en ellos, pues habían jurado el voto de castidad una vez ordenados caballeros y renegaban de cualquier contacto carnal con ellas.

Contemplaron embelesados la majestuosidad de aquella gran ciudad, con sus torres, palacios, puentes y ese encanto especial que dan las palmeras a las ciudades. En la distancia distinguieron la Giralda, torre campanario de la catedral y antiguo minarete de la mezquita. A su diestra dejaron la Torre del Oro, otra maravilla de la que habían oído hablar muchas veces.

Y por fin vieron la silueta del Alcázar.

Habían partido el día anterior del castillo de Montalbán antes del amanecer. Durante los rezos de Maitines se presentó un mensajero real y les hizo entrega de la fatídica y triste noticia de la desaparición del infante a manos del Capitán. Escrita con mano temblorosa, Constanza les pedía su presencia junto al resto de órdenes militares y la nobleza más poderosa de Castilla. En ella expresaba su dolor, el pesar de una madre a la que ya no le queda esperanza alguna de encontrarlo con vida.

Los mozos de cuadras apenas daban abasto cuando entraron en el patio de armas. Los hermanos de Calatrava, Santiago y Alcántara ya hacían acto de presencia. Hablaban en voz baja, la tristeza y el cansancio reflejado en sus rostros. Muchos habían cabalgado durante varias jornadas sin apenas descanso. Junto a ellos, algunos de los más poderosos hombres de Castilla.

Pedro Gómez, maestre del Temple, descendió de su montura y entregó las riendas a Beltrán de Guzmán ante la mirada inocente y embelesada de un mozo de cuadras, que no supo cómo reaccionar ni qué decir.

—No os preocupéis, muchacho —le dijo mientras le revolvía el pelo—. Nosotros cuidamos de nuestros compañeros de viaje.

El mozo asintió y se fue corriendo.

—Maestre —escuchó a su espalda.

Era Juan García de Villamayor, el mayordomo mayor del Alcázar.

—Debería acompañarme. Está a punto de comenzar la reunión. Sus hombres estarán bien —aseguró el hombre—. Se les procurará descanso, comida y bebida en abundancia.

—Gracias.

Miro a Beltrán y al resto de sus hombres y asintió imperceptiblemente.

—Id con Dios, maestre —dijo el comendador mayor.

—Eso espero, hermano Beltrán.

El salón era impresionante, pensó el maestre del Temple cuando le abrieron las puertas. Pero demasiados lujos para la humildad de la que él presumía y aconsejaba. Una gran mesa ubicada en el centro ya estaba ocupada por los hombres que allí habían sido citados. El señor de Lara, el de Haro, los maestres de Calatrava, Santiago y Alcántara, el guarda mayor del infante y don Rolando de Ampudia, habían ocupado sus asientos en espera de Constanza, que apareció apenas unos minutos después en compañía de don Remondo de Losana, obispo de Segovia y su confesor personal. El rostro de Constanza parecía haber envejecido muchos años desde su último encuentro. Profundas ojeras surcaban su hermoso rostro, el cabello oculto bajo la cofia.

—Señores —saludó mientras tomaba asiento con dificultad.

Tomó la palabra Rolando de Ampudia.

Les puso en antecedentes, explicando paso a paso todo lo acontecido los dos últimos días, de cómo un paseo matinal y rutinario se había convertido en el peor de los sucesos a falta de más noticias. Les explicó que todos los hombres que tenían a su disposición seguían buscando sin descanso, tanto en el interior de la ciudad como extramuros, una situación cada vez más peligrosa debido al tiempo transcurrido.

Pero el maestre del Temple hacía tiempo que había dejado de escuchar las explicaciones del secretario y consejero, la mirada perdida sobre el único asiento que había quedado libre.

—¿Os encontráis bien, maestre?

Aquella pregunta le devolvió a la realidad. Miró a Rolando de Ampudia y asintió.

—¿Quién es el ausente que aún no ha ocupado su lugar? —preguntó bajo la atenta mirada de los presentes.

—¡El hombre que ha causado la desaparición de mi hijo, maestre! —respondió Constanza con el llanto contenido—. Don Sancho de Molina, hermano de mi difunto esposo.

El silencio se instaló en la sala.

—Es una acusación muy grave —se atrevió a decir al fin don Nuño González De Lara—. ¿Tenéis pruebas de semejantes palabras?

—Las suficientes, don Nuño —aseguró Rolando de Ampudia al comprobar que Constanza apenas podía articular palabra alguna—. Siempre hemos desconfiado de su presencia, más habitual tras la muerte de Eduardo…

—¿Qué hay de extraño en querer acompañar en el luto a la reina y sus sobrinos? —interrumpió de nuevo el señor de Lara—. ¿Esa es la prueba?

Rolando lo desafió con la mirada

—La prueba, don Nuño, es su extraña ausencia. Se le ha estado buscando para informarle de lo sucedido y no hemos podido encontrarle. Nadie sabe dónde está.

—Es un hombre con muchas obligaciones…

—¡Es el hombre que se puede hacer con el reino si acaba con la vida de mis hijos! —recordó Constanza mientras se ponía en pie—. Y todos los presentes en esta sala saben que tengo razón.

El señor de Lara escrutó los semblantes de los presentes y descubrió el asentimiento de más de uno.

—La reina tiene razón —dijo don Pelayo Pérez, maestre de Santiago—. Todos conocemos la historia de este reino, sus traiciones, alianzas y engaños que nos han llevado a posicionarnos, en ocasiones, en el bando equivocado.

—Solo no lo puede hacer…

Las palabras de Rolando causaron el efecto deseado.

—¿Queréis decir con eso que alguno de los presentes puede facilitar la llegada al trono de don Sancho de Molina? —preguntó don Diego Lope de Haro con dureza y sin temor a réplica alguna—. ¿Queréis acusar a alguno de los presentes de colaborar en semejante y depravado acto?

—¿Seríais capaz, señor de Haro?

La pregunta de Rolando, burlona y en busca de reacciones, la encontró rápido. El señor de Haro se puso en pie, los puños cerrados con fuerza sobre la mesa en un intento por contener su ira.

—¡La lealtad mostrada a lo largo de los años por los Haro con el reino de Castilla queda fuera de toda duda, secretario!

—Tomad asiento, don Diego —pidió Constanza con voz relajada—. Nadie cuestiona vuestro honor y lealtad con Castilla. Ni la de los presentes.

Miró a Rolando de Ampudia y negó.

—Disculpad, señores —dijo el secretario con arrepentimiento—. Esta situación y la falta de noticias…

El de Haro aceptó las disculpas.

—¿Y qué tiene que ver el Capitán en todo esto?

La pregunta del maestre del Temple hizo prestar atención a todos los allí reunidos, pues todos conocían la lealtad, devoción y honor que había mostrado con Eduardo desde la infancia.

—No puedo creer aún que ese hombre pueda cometer…

—Todo el mundo tiene un precio, maestre —cortó Rolando de Ampudia mientras escrutaba el semblante de los presentes.

 

—Dio su palabra al difunto Eduardo de que cuidaría del infante —recordó el templario—. Los que hemos luchado a su lado, damos fe de la palabra del Capitán. Jamás rompería juramento alguno.

—¿Me garantizáis, maestre, que no ha podido ser persuadido o manipulado? —rebatió Rolando ante el asentimiento apenado de Constanza—. El oro corrompe a los más honestos y leales hasta que la desdicha, el miedo o la soledad los acecha. Tras la muerte de Eduardo… Tal vez la locura se ha apoderado de tan honorable hombre.

Los minutos fueron pasando y nada tenían en claro aún los invitados. La extraña desaparición de don Sancho de Molina hacía que las dudas y temores con el hermano del difunto Eduardo se incrementasen. Tal vez estuviese en alguna de sus concesiones, incomunicado y ajeno a todo lo acontecido. Nadie, salvo los presentes en aquella sala y algunos empleados del Alcázar sabía de la desaparición del infante. Por eso aún no había recibido la triste noticia. Pero Rolando garantizaba haber enviado mensajeros a todas y cada una de las posesiones que tenía don Sancho esparcidas por todo el reino.

Mientras debatían si poner una orden de captura contra el tío del infante y el Capitán, el maestre del Temple se percató en la distancia de la presencia del mayordomo mayor, que apenas asomaba la cabeza tras la puerta que custodiaba la guardia allí apostillada.

—Disculpen —se excusó Rolando de Ampudia mientras se ponía en pie y caminaba hasta la puerta.

Los susurros, el semblante de ambos y las miradas hacia los allí reunidos, presagiaban lo peor. Constanza, consciente de que algo se le ocultaba, se puso en pie.

—¿Qué ocurre?

Rolando de Ampudia la miró y retiró la mirada.

—Han… han encontrado el cuerpo sin vida del infante.


El maestre del Temple acogió entre sus brazos el pequeño cuerpo, envuelto sobre una tela de lino que le entregaba el soldado que lo había encontrado. Lo posó con sumo cuidado sobre el terrero mientras se arrodillaba a su lado ante la atenta mirada de los presentes. El patio de armas había sido desalojado por completo. Tan solo los hombres que habían acudido a la reunión hacían acto de presencia mientras Constanza, en un ataque de histeria ante la noticia, había sido llevada a sus aposentos privados al cuidado de sus damas de corte y Samuel Ibn Moshé, el médico judío.

Arrodillado como estaba, don Pedro Gómez miró a los hombres que lo rodeaban antes de retirar con delicadeza la tela para descubrir el rostro del infante. Lo que vieron sus ojos les hizo santiguarse. Las alimañas y carroñeros habían destrozado la angelical cara del infante Ricardo, una dantesca y espantosa imagen que tardarían años en olvidar. Sus ojos habían sido vaciados, su nariz, devorada al igual que sus orejas y parte de sus antaño rosados mofletes. Tenía el cráneo fracturado, fruto de los golpes recibidos por su asesino en cruento acto.

No quiso descubrir más y se levantó un tanto mareado.

—¿Dónde habéis encontrado el cuerpo, Lope? —preguntó Rolando al soldado que había hallado el cuerpo sin vida del infante.

—A unas pocas horas de distancia de aquí, señor —contestó este, aún pálido por la imagen que acababa de contemplar—. Cerca de una antigua casa de postas ya abandonada, junto al camino que lleva a Alcalá de Guadaira.

Rolando asintió mientras ocultaba de nuevo el rostro del niño con la tela de lino. El silencio era tal, que podía escuchar la respiración entrecortada del maestre del Temple, incapaz de contener el llanto. Jamás hubiese pensado ver llorar a semejante personaje, pues su semblante vacío de expresión alguna era una de sus señas de identidad.

Ahora parecía un mortal más.

Samuel, el galeno judío, se presentó en el patio para informarles que había administrado a Constanza un fuerte brebaje que la dejaría dormida al menos hasta la tarde. Junto a él había un joven estudiante de medicina, que fue quien recogió el cuerpo del infante para llevarlo a sus aposentos, donde sería lavado y adecentado antes de llevarlo a la capilla del Alcázar, donde descansaría su cuerpo hasta el entierro.

Había que tomar con urgencia decisiones complejas pero obligadas en ausencia de Constanza. Don Remondo de Losana ordenó hacer repicar todas las campanas de la ciudad antes de caer la noche mientras la voz de los pregoneros informarían de la triste noticia sin entrar en detalles escabrosos e innecesarios. Rolando de Ampudia, por su parte, marchó a su despacho para escribir las nuevas en varios pergaminos que entregó a mensajeros y a los maestres de las órdenes militares para que estos diesen voz a todo el reino de lo sucedido. También se prometía una generosa recompensa a todo aquel que ofreciese alguna información sobre el paradero de los dos hombres que habían traicionado al reino. Convencidos al fin de la culpabilidad del Capitán y de don Sancho de Molina, los maestres y los señores de Lara y Haro habían decidido que debían ser juzgados y condenados a muerte.

No habría piedad alguna con ellos.


La capilla estaba en penumbras cuando entró. Sobre el altar, un puñado de velas apenas dejaba ver la pequeña silueta del Crucificado que había justo detrás. La imagen le erizó los pelos de la nuca y se arrodilló. Parecía rechazar su presencia, la cabeza ladeada hacia su diestra mientras la corona de espinas hacía rebosar su hermoso rostro de sangre. El maestre del Temple unió sus manos, agachó la cabeza y comenzó a llorar, pidiendo a la imagen un poco de misericordia, pues el silencio que había mantenido durante aquel agotador día tenía un buen fin.

Ayudar a un buen cristiano acusado de forma injusta.

El personaje que se había presentado en el castillo de Montalbán dos noches atrás no fue otro que don Sancho de Molina o lo que quedaba de él, pues había huido con lo puesto. Fue él quien envió las misivas a los maestres para que se reuniesen en la sede del Temple.

Junto a Beltrán de Guzmán, el comendador mayor, escuchó en silencio a don Sancho mientras este devoraba un guiso de carne con verduras y el vino rebosaba por su descuidada barba. Estaban en las cocinas del castillo, solos, junto al fuego.

—Fue el aya del infante quien escuchó todo —decía don Sancho mientras se limpiaba la boca con las mangas de su camisa—. He pagado muy bien a esa mujer durante años para que me mantuviese informado de cualquier cosa extraña que viesen sus ojos o escuchasen sus oídos. Y ha cumplido con creces…

Según decía, la mujer había escuchado sin pretender la conversación entre Constanza y su secretario y consejero Rolando de Ampudia. Paseaba agarrada de la mano del infante por los jardines del Alcázar cuando detuvo sus pasos al escuchar sus voces, apenas un susurro por culpa de la distancia y el muro de cipreses que los separaba y que la mantenía oculta.

—Han pagado una buena fortuna al Capitán por asesinar al infante —confesó al fin con lágrimas en los ojos—. Ya debe de estar… muerto.

No supo qué decir ante aquella confesión. Tan solo unas horas antes lo había hablado junto a los otros maestres de las órdenes castellanas. Muchas eran las posibilidades, pero la más atroz e inhumana se le había revelado.

—¿Por qué huis entonces? —le preguntó mientras le apartaba la copa de vino. Se estaba excediendo—. ¿Por qué no lo habéis denunciado?

El hermano del difunto Eduardo lo miró sin expresión alguna.

—Porque me van a culpar a mí de haber sobornado al Capitán, maestre. Constanza quiere ver a su hijo Pedro como rey de Castilla y está dispuesta a todo. Siente que soy su enemigo, el único hombre que podría hacer peligrar el reinado de su hijo.

Asintió ante las palabras de Sancho. Lo compadecía.

—Si me encuentran, me ahorcaran.

Y así fue como decidió proteger la vida de don Sancho de Molina, oculto ahora bajo su protección y la de sus hermanos del Temple.

Se jugaba mucho con aquella decisión.

Seguía de rodillas sin apartar la mirada de Cristo crucificado cuando escuchó pisadas a su espalda. El hombre se puso a su altura y se arrodilló a su lado, cómplice de sus temores y dudas. Apenas sus miradas se cruzaron un segundo. Los dos sabían que debían callar, pero la culpa los atormentaba y flagelaba sus almas, antes serenas y despreocupadas. Habían callado y actuado durante todo el día, asumiendo el papel de no saber nada y de sorpresa cuando apareció el cuerpo del infante. Pero no podían hacer nada por el momento. Aquellas cosas pasaban entre las familias más poderosas de la cristiandad. Reyes, infantes y posibles candidatos a las coronas eran sacrificados por los más hábiles y astutos.