El reino prometido

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—Tú dirás.

—Quiero que seas el tutor personal del infante Ricardo.

El Capitán arqueó las cejas y lo miró sorprendido. El infante Ricardo sería el próximo rey de Castilla y León. Aquella petición era la responsabilidad máxima para un hombre como él. Jamás había tenido descendencia. Su vida eran las armas y la guerra y el cuidado de un niño no entraba entre sus preferencias. Lloraban, gritaban… desafiaban.

—No creo que yo sea…

—No quiero que le enseñes modales —le cortó Eduardo con la voz entrecortada por la falta de aire—. Quiero que le enseñes y le prepares para ser un hombre honorado y justo con sus gentes y, en especial, amigo, temido por sus enemigos.

Le entró otro ataque de tos. Pero no tenía tiempo para hablar mucho más.

Se calmó, tomó unas bocanadas de aire, respiró hondo y prosiguió.

—Prométemelo —imploró—. Prométeme que cuidarás de él.

Después de sostenerle la mirada durante unos segundos, respondió:

—Te lo juro, mi rey. Te juro que haré de él un hombre de bien.

Eduardo sonrió satisfecho.

Conocía perfectamente al Capitán. Solo él tenía la libertad para rebatirle decisión alguna. La amistad que les unía desde niños permitía aquel privilegio al hombre que se había convertido en su escudo en la batalla y confidente y consejero bajo las sombras de palacio. Nunca le había traicionado y sabía que jamás rompería un juramento.

Su confianza en él era absoluta.

—Adviértele en mi nombre, mi buen amigo, que nosotros, los reyes, somos simples mortales como los demás hombres.

En aquel instante llamaron a la puerta.

Tras ella apareció Constanza junto a una pequeña criatura de cuatro años agarrada de su mano. El infante Ricardo frenó su ímpetu inicial cuando descubrió a su padre en aquel estado. Llevaban semanas sin verse y la impresión de aquella imagen le hizo dudar. Avanzó despacio ante la atenta mirada de Constanza. Al fin alcanzó la mano temblorosa de su padre.

He ahí mi juramento, pensó el Capitán consternado mientras veía cómo el infante iniciaba su asedio particular para alcanzar los brazos de su padre. Era demasiado pequeño para subir solo hasta aquella inmensa cama. Ya en sus brazos, Eduardo le besó la mejilla mientras el niño prorrumpía unas agradables y contagiosas carcajadas.

Miró de soslayo a Constanza. Presenciaba la escena sin pestañear. Parecía calmada, feliz al ver aquella imagen entre padre e hijo que nunca más volvería a repetirse. De pronto, sus labios dibujaron una extraña sonrisa. Sus miradas se cruzaron durante unos segundos y sintió una extraña sensación de triunfo en su bello rostro.

Sintió escalofríos.

ALCÁZAR REÁL, SEVILLA

Mañana del 31 de mayo del año de nuestro Señor de 1252

Despertó sobresaltado al sentir un fuerte puntapié en el trasero. Se había quedado dormido junto a sus hermanos al abrigo de una manta y la paja fresca sobre la que se habían tumbado. Se levantó como un resorte cuando advirtió la presencia de aquel caballero que le esperaba de pie, brazos en jarra. No le podía ver bien, los ojos aún cegados por la somnolencia.

—Muchachos, no es momento para holgazanear. Moved vuestros traseros y preparad las monturas de mis hombres.

Era don Nuño González de Lara, posiblemente el hombre más poderoso de Castilla después del rey.

Tuvo un mal presentimiento.

—Lo siento mucho —masculló Iñigo—. ¿Ha pasado algo, señor?

Nuño fulminó con la mirada al muchacho. Por lo general, la plebe no solía dirigirles la palabra, menos aún para hacerles alguna pregunta fuera de lugar. Pero vio buena voluntad en el joven mozo y pensó que no tardaría en llegar a sus oídos la noticia.

—Nuestro rey ha pasado a mejor vida.

Iñigo se santiguó hasta tres veces seguidas ante aquella triste noticia.

—¡Partimos en unos minutos!

—Sí, señor.

Iñigo y el resto de mozos corrieron a preparar las monturas mientras un grupo de soldados ya se reunía junto al señor de Lara. Los vieron salir del Alcázar como alma lleva al diablo. Tras ellos, los pregoneros reales, cuya misión ahora sería la de pregonar por toda la ciudad de Sevilla aquella noticia que pronto harían resonar las campanas de la catedral en señal de luto. Otros, a caballo, difundirían la muerte de Eduardo por todo el reino.

Cuando los portones volvieron a cerrar, salió corriendo en dirección a las cocinas, situadas en el otro extremo del patio de armas. A la primera persona que encontró levantada fue a Galindo, jefe de cocinas del palacio. Para el mozo era una de las mejores personas que había conocido jamás, pues siempre que podía le llenaba más de la cuenta su escudilla en detrimento de otros mozos a cambio de los chismorreos más calientes que se comentaban a diario en el interior de aquellos muros.

—¿Te has enterado? —preguntó al entrar.

—Sí —dijo el hombre mientras pelaba unas zanahorias—. Por eso estamos en pie a estas horas. Hemos de alimentar muchas bocas esta mañana.

El olor de los primeros panes recién horneados le hizo crujir las tripas.

—Va a ser un día muy largo —razonó Iñigo—. ¿Me das un poco de pan?

Galindo negó con la cabeza con una media sonrisa.

—¡Tú siempre igual, Iñigo! —reprendió—. ¿No piensas en otra cosa que no sea comer?

—Es que… tengo hambre.

Eduardo fue enterrado al pie de la virgen de los Reyes junto a su espada, su estandarte, las llaves de la ciudad y la virgen de las Batallas que llevaba siempre en el arzón de su caballo. Pero las habladurías y las malas lenguas querían empañar el día de su despedida. Decían que Eduardo, en su lecho de muerte y al borde de la incoherencia, había cogido una soga para ponérsela alrededor del cuello y decir: Desnudo salí del vientre de mi madre, que era la tierra, y desnudo me ofrezco a ella. Señor, recibe mi alma entre la compañía de tus siervos. Se rumoreaba también que se había hecho heridas por todo el cuerpo con una daga mientras se agarraba a una cruz y reclamaba perdón a Dios por sus pecados.

Pero al pueblo poco le importaban aquellos rumores. Apiñados en los alrededores de la catedral, esperaban en absoluto silencio la llegada del cortejo fúnebre. La muerte de Eduardo suponía una verdadera desgracia para todos ellos, pues en él veían a la mano derecha de Dios, el que reconquistaría al fin las pocas ciudades que aún permanecían en manos del enemigo infiel. Con su muerte crecían las dudas, pues no tenían mucha fe en que Constanza fuese capaz de conducir a los ejércitos castellanos a la guerra hasta la victoria final. Ahora sería ella la que se tendría que hacer cargo de la corona, ocupando el puesto de regenta en espera de la mayoría de edad del infante Ricardo en compañía de su inseparable secretario y consejero personal, don Rolando de Ampudia, un hombre que influía notablemente en sus decisiones. Hombre culto y de modales exquisitos, tenía el don de la palabra y la facilidad para entablar amistades con propósitos favorables siempre a los intereses de su reina.

Era ambicioso como pocos y mentiroso como muchos.

Era media mañana cuando la procesión de arzobispos, obispos y demás miembros de la Iglesia entraba con solemnidad en la gran catedral. Tras ellos, los maestres de los Órdenes Militares que defendían Castilla, pues querían dar su último adiós al soberano que con más ímpetu luchó a los enemigos de la fe. Ataviados con sus mejores galas, eran objeto de alabanzas entre las mujeres y hombres, admirados hasta rayar la devoción entre los chiquillos. Los seguían de cerca los hombres más poderosos e influyentes del reino. Cerrando la comitiva, las plañideras en cruento espectáculo. Sus llantos erizaban los pelos de los presentes, desgarradores e inconsolables mientras se arañaban sus rostros para dramatizar más aún la situación.

Constanza lloraba sin consuelo mientras se oficiaba la solemne misa. A su lado se sentaba el infante Ricardo, que miraba el interior del templo con asombro, inocente aún para comprender lo que ocurría a su alrededor. En la bancada que había detrás, tomaban asiento las ayas de los infantes Pedro, que no paraba de parlotear y Enrique, que dormía en brazos de la mujer que lo cuidaba. A su siniestra y con semblante sombrío, estaba doña Beatriz, madre de Eduardo, orgullosa y pedante mujer. La anciana, asistida en todo momento por sus doncellas, le obsequiaba miradas furtivas que desprendían todo el desprecio que había en su interior. Sabía que no era de su agrado. De ser por ella, jamás habría casado con Eduardo, por eso se juró a sí misma que si aquella mujer seguía con aquella actitud no tendría más remedio que encerrarla en algún monasterio alejado de la mano de Dios.

Cerró los ojos un instante para pensar en lo que se le venía encima. Tres niños y todo un reino sobre sus frágiles hombres. Se tendría que rodear de consejeros de confianza, hombres leales a la corona.

Resopló con fuerza.

Mientras se enjuagaba las lágrimas con un pañuelo de seda blanco, se dio la vuelta para ver el fondo de la catedral. Estaba a rebosar. En la distancia distinguió a algunos de los representantes de las principales familias castellanas, tal era el caso de Nuño González de Lara, su hermano Diego, Fernán Ruiz de Castro o Rodrigo Froiláz entre otros.

El rey Alfonso III de Portugal también hacía acto de presencia.

Pensó con toda la pena de su corazón lo querido y admirado que fue su esposo mientras vivió. Muchos de aquellos notables hombres lucharon a su lado en las conquistas de Córdoba y Sevilla, donde algunos aseguraban haberle visto disfrazado con una chilaba para adentrarse en la capital del Guadalquivir para estudiar de esa forma sus defensas y recursos en un valeroso acto de gallardía. Tiempo después, el caudillo de la ciudad, Abul Hasan, entregó a Eduardo las llaves de Sevilla.

 

Constanza rezó por su alma eterna.

La muchedumbre seguía apilada en los alrededores de la catedral. Eran cientos los que querían presenciar aquel momento histórico del que poder dar cuenta en la vejez a sus nietos. El pueblo no estaba obligado a asistir, pero sí a cerrar sus negocios durante tres días, que era lo que duraba el luto impuesto por el obispo. Los soldados apostados en las atestadas calles mantenían a los exaltados a bastonazos o amagando con las puntas de sus lanzas cuando algún energúmeno intentaba rebasar la barrera que ellos mismos formaban. Muchos aprovechaban para pedir favores o una limosna a los notables hombres que hasta allí se habían acercado, pero sus ruegos y súplicas eran desatendidos por oídos sordos.

Descendía las escaleras en compañía de su inseparable secretario y consejero Rolando de Ampudia cuando vio a don Diego López, señor de Haro, de Vizcaya y alférez real de Castilla. El prestigio de la casa que representaba aquel hombre era reconocido y apreciado en todo el reino. De ojos grises y cabello grisáceo hasta la altura de los hombros, destacaba en él una nariz un tanto aguileña.

También había participado en la toma de Sevilla al lado de Eduardo.

Hincó una rodilla en el suelo embarrado.

—Que Dios lo tenga en su gloria.

—Gracias, don Diego —dijo Constanza con el rostro sombrío—. Pero hace tiempo que estaba mal.

—Tenía ciertos asuntos que resolver en Nájera —se disculpó el noble.

—¿Más importantes que ver a vuestro rey?

—El rey me encomendó ciertos asuntos que no vienen al caso ahora —explicó el de Haro ofendido por la duda.

Constanza lo miró con desdén.

—¿Qué tal el viaje? —preguntó para cambiar de tema.

—Llevo más de tres jornadas sin parar de cabalgar y la verdad es que estoy muerto de cansancio.

Al pronunciar aquella palabra, se arrepintió en el acto.

—Lo siento, no debí usar…

—Cuando lleguéis a palacio se os proporcionara alojamiento y comida en abundancia como es menester. Así, estaréis más… vivo.

—Gracias por vuestra hospitalidad.

—Deberíamos marchar —aconsejó Rolando—. Hay muchas cosas por hacer aún.

—Sí, vamos. Don Diego —se despidió Constanza.

—Señora.

Arpía, pensó don Diego López al verla partir junto a su séquito.

En su rostro se reflejó toda la preocupación que afligía a la nobleza castellana. Con ella al mando del reino tendrían muy difícil intentar conquistar la causa cristiana contra el moro, puesto que en contadas ocasiones una mujer había plantado cara a sus enemigos. De niño, junto al calor de la chimenea, su padre le contó la historia de Leonor de Aquitania. Decía la leyenda que montada sobre su corcel, incitó a su ejército de mil mujeres a la lucha contra el ejército turco allá por las primeras cruzadas.

¿Sería Constanza capaz de semejante gesta?

El Capitán, ataviado con sus mejores galas, comenzó a preparar su montura cuando sintió una mano sobre su hombro. Se dio la vuelta con agilidad mientras su mano diestra agarraba con fuerza la empuñadura del puñal que siempre descansaba en su cintura. Con el arma aferrada en su mano, relajó el gesto al descubrir a don Diego López de Haro.

—Buenos reflejos, Capitán.

—¡Por el amor de Dios, don Diego, he estado a punto de matarlo! —exclamó este mientras se daban un fuerte abrazo—. ¿Cuándo habéis llegado?

—Hace apenas unos minutos.

El señor de Haro se separó un tanto y observó al viejo soldado.

Hacía cuatro años que no veía al Capitán. Justo cuando acabó el asedio a Sevilla. Le vio luchar como un auténtico león y entrar de los primeros en la ciudad sin perder de vista los movimientos de Eduardo. Sabía que el soberano le tenía en gran estima y que nunca le había fallado. Aunque también estaba al corriente de los rumores que decían que era un tanto especial. Nunca le habían otorgado el título de caballero, ni unas simples tierras que cultivar, pues nunca había aceptado tan jugosos obsequios.

Vivía la mayor parte del tiempo en palacio como escolta personal del rey, y cuando no andaba por allí ni en la guerra, nadie sabía dónde se metía, ya que no tenía mujer e hijos conocidos ni vicio alguno. No era hombre de parar en tabernas ni burdeles.

Pero sí reservado en extremo.

Le calculaba cerca de los cuarenta años. De complexión fuerte y estatura media. Ya asomaban las primeras canas en su corto cabello, una extraña costumbre que siempre le había diferenciado del resto. Sus ojos almendrados mostraban la misma mirada penetrante y dura que siempre había recordado.

Volvió a sonreírle con afecto.

—¿Cómo os encontráis?

—No muy bien, señor —se sinceró el Capitán—. Le echaré de menos.

—Como todos los…

—No, como todos no.

El señor de Haro asintió comprensivo.

—Van a venir malos tiempos, don Diego —dijo el Capitán mientras subía a montura con agilidad—. Quedan muchos años para que el infante Ricardo sea coronado. Y… no me fío de…

—No vayáis a decir algo de lo que tengáis que arrepentiros luego —aconsejó el alférez con voz sosegada.

—Sí, tenéis razón. Serán cosas de viejo soldado.

—¿Teméis por vuestro futuro? Sabéis que yo podría…

—No necesito limosnas, don Diego —contestó secamente el Capitán.

El señor de Haro sonrió para sus adentros. No tenía pensado darle limosna alguna. Tampoco le debía ningún favor. Pero sabía de primera mano que era un gran hombre y no quería dejar escapar la gran ocasión de reclutarlo para sus servicios.

—Mi futuro está a salvo, señor. Me han nombrado tutor del infante.

—¿Qué? —preguntó asombrado el de Haro.

—Fue la última petición que me hizo Eduardo. Se lo tuve que jurar.

Hombre de palabra, pensó Diego.

—Y Constanza, ¿qué dijo?

—No mucho, la verdad. Supongo que no le caerían en gracia las nuevas.

El señor de Haro le miro de soslayo unos segundos y pudo comprobar en su rostro las secuelas que habían provocado la muerte del rey. Hinchadas ojeras surcaban su rostro, las palabras apenas arrastradas por la pena. Tenía la certeza de que lo peor estaba aún por llegar para él. Aquella vida de palacio suponía largas jornadas encerrado en el interior de los muros de las residencias reales. Sin contar con la presencia continua de Constanza…

Le compadecía.

—¿Habéis entrado en la iglesia?

—No —confesó el Capitán—. Ya me despedí de él en su momento.

Y sin mediar palabra alguna más, le vio partir.

SEVILLA, REINO DE CASTILLA

17 de junio del año del Señor de 1252

La ciudad despertaba temprano, comprobó mientras la recorría con orgullo. Partió con las primeras luces del alba para evitar tumultos y esperas innecesarias. Los negocios de la ciudad ya abrían sus puertas, fuese el caso de prestamistas, artesanos, escribanos públicos, comerciantes o cambistas. Pero la mayor concentración de personas se ubicaba junto a las orillas del Guadalquivir. Navíos venidos de todo el Mediterráneo descargaban sus valiosas mercancías mientras los propios ya se preparaban para exportar grano, cera, lanas o aceites. Eduardo ordenó ampliar las atarazanas unos años atrás, decisión que benefició notablemente al reino, pues era el puerto de Sevilla interior y, por lo tanto, uno de los más seguros contra los piratas.

Las lonjas ya estaban a pleno rendimiento. Parte del producto terminaba en el mercado diario de la ciudad, donde solo unos pocos privilegiados podían acceder a tan cotizadas piezas. Los primeros peces se vendían a un valor demasiado elevado para la mayoría de los sevillanos, que debía esperar al final del día para pujar por las sobras que habían quedado.

Las puertas de la ciudad se abrían para dejar paso a las bestias, que a duras penas podían tirar de las carretas cargadas de pesadas piedras que habían sido extraídas y cargadas en varias embarcaciones desde Jerez y Portugal. Destinadas a la construcción final de las nuevas iglesias que se estaban levantando a buen ritmo por toda Sevilla, serían cincelas por manos expertas. Las estrechas callejuelas del mercado estaban envueltas por el intenso olor de las especias procedentes del lejano Oriente en su mayoría. Las había muy cotizadas como el azafrán, el jengibre, la sal o la pimienta, un espectáculo visual de vivos colores que alegraba la vista de transeúntes y compradores.

Sancho observaba todo con detenimiento mientras paseaba junto a su escolta personal. Como hermano del rey y uno de los hombres más poderosos del reino, se podía permitir el lujo de comprar cualquier cosa allí expuesta siempre y cuando no las puedes encontrar en sus propias tierras de Galicia y de León, las mismas que le había cedido su hermano cuando unificó ambos reinos al de Castilla años atrás. También le concedió la aldea de Corcubina, situada en Sanlúcar la Mayor con miles de olivares a los que sacar buen provecho, arramales de viñas e higueras suficientes para recoger anualmente mil seras de higos. También contaba entre sus posesiones con más de un centenar de casas, doce molinos de aceite y treinta yugadas de tierras fértiles para su labranza.

Admiró desde la distancia la gran torre, más conocida como del Oro. El reflejo del sol la hacía parecer de tan valioso metal, su imagen difusa sobre las aguas del río que defendía impasible desde la orilla. Pasó de largo los comercios dedicados a la venta de seda, lana, cuero y paños, un producto que se vendía barato por ser el principal material con el que se vestía el pueblo. Pero fue el sonido inconfundible de las herrerías el que guio sus pasos. Las fraguas, a pleno rendimiento, le hicieron detener sus pasos durante unos minutos. Desde niño había admirado a esos forjadores, hombres de anchas espaldas y brazos fornidos que trabajaban el hierro candente con la facilidad que dan los años de experiencia. Cruzó la calle y entró en el taller de orfebrería de Pelayo, uno de los maestros más afamados de la ciudad. En su taller podías encontrar cálices, arquetas, cofrecillos y cruces con un acabado final digno de aquella fama bien ganada.

Cuando lo vio entrar, el maestro orfebre y sus dos aprendices se levantaron de sus mesas de trabajo para hacer unas torpes reverencias.

—¿Los tenéis?

Pelayo asintió con una amplia sonrisa.

—Puedo asegurar que son las mejores piezas que he realizado en mi vida, señor —dijo el hombre mientras se acercaba a un pequeño mostrador con un cofre de plata en las manos—. Lo podéis abrir…

Estaba impaciente por ver el encargo que le había pedido dos semanas atrás, un obsequio para sus tres sobrinos, los infantes de Castilla y de León. El cofre estaba ejecutado en plata con incrustaciones de ámbar y pedrería de diseño gótico. Abrió la tapa y sonrió.

A primera vista se enamoró de ellos. Sobre un cojinete de seda carmesí descansaban los tres puñales. Las vainas, empuñaduras, crucetas y pomos habían sido elaborados con una maestría y delicadeza difícil de igualar. La plata predominaba sobre las incrustaciones de oro y zafiros que adornaban cada parte de aquellos puñales. Pero fue el acero de sus hojas lo que le hizo sonreír. Habían sido forjadas en Toledo por la mano experta de un maestro armero de la ciudad del Tajo. De doble filo, estaban adornadas con motivos florales y vegetales rematados con esmeraldas y rubís.

—Impresionante trabajo, Pelayo.

El maestro agachó la cabeza con modestia.

—Gracias, señor.

Sancho abrió su capa y sacó del interior una bolsa de cuero en cuyo interior había noventa maravedís de plata1* que dejó en el mostrador. Uno de sus escoltas cogió el cofre y salieron de nuevo a la calle.

Llegó a palacio al atardecer, refugiándose entre las sombras de la vegetación de lo que había sido una jornada calurosa durante todo el día. Entregó las riendas de su caballo a un muchacho que en ese momento devoraba un mendrugo de pan a grandes bocados.

—¿Cómo te llamas, muchacho? —preguntó Sancho.

—Iñigo, señor.

—Muy bien, Iñigo. ¿Ves este caballo? ¡Pues quiero que lo cuides como si fuese tu propia madre! ¿Has comprendido?

Iñigo asintió acongojado.

Al poco de entrar en la sala principal, un mayordomo comunicó a Sancho que Constanza se encontraba en los jardines situados en la parte posterior de la gran construcción. Cruzó las fuentes que adornaban el floreado jardín, intentando en vano contrarrestar el color de aquella tarde primaveral.

 

La vio sentada en un banco de mármol, a pocos pasos de un pequeño estanque en el que se podían ver con facilidad diminutos peces de vivos colores. Estaba rodeada de sus damas mientras hacían encaje de bolillos.

A pesar de su belleza no podía ser más diferente que la primera esposa de Eduardo y madre del infante Ricardo. Beatriz de Suabia no era tan hermosa como Constanza, pero poseía las cualidades y virtudes más sustanciales para el cargo. Naturalidad, honradez, generosidad y el más difícil de encontrar en las gentes de alta alcurnia; saber escuchar. Su porte era altivo, pero elegante y afable a la vez.

Fue una gran mujer.

Constanza levantó la mirada al escuchar sus enérgicas pisadas. Su pesado cuerpo se dirigía hacia ella con la cara enrojecida a causa del sofocante calor. Tenía la barba bien recortada y arreglada, pero el sudor empapaba su frente y las ropas que vestía. No era un hombre al que poder odiar, pero los acontecimientos de las últimas fechas le convertían en un posible enemigo. Aunque no fuese sencillo, no supondría ningún problema para Sancho deshacerse de los infantes, pues el poder otorga la voluntad que uno quiere para sí mientras sus manos permanecen limpias.

Cargaba bajo uno de sus brazos con un bulto envuelto en seda oriental

—Don Sancho —saludó mostrando una sonrisa—. Sentaos a mi lado.

—¿Cómo os encontráis?

Constanza no levantó la mirada del repostero.

—Bien.

Sancho la miró de soslayo y decidió dar una tregua a sus pensamientos.

—He traído un regalo para los infantes.

—¿Un regalo?

Sancho retiró la seda que envolvía el cofre de plata y se lo entregó.

Constanza contempló maravillada los tres puñales que descansaban en el interior sobre un paño de terciopelo carmesí.

—Pero… Os habrá costado una fortuna.

—Precio de amigo —explicó Sancho con una amplia sonrisa.

Ella le devolvió la sonrisa con ojos tristes.

—Ha sido una gran pérdida para todos, Constanza. Pero debéis empezar a mirar más allá del sufrimiento y pena que os aflige. Un reino está en vuestras manos, y serán muchos los que intenten aprovechar el momento…

Constanza lo miró fijamente.

—¿Y puedo contar con vos para semejante desafío?

—Por supuesto.

No le creyó.

Oculto bajo los muros de su despacho personal, observaba con atención la escena desde la distancia. Las manos descansaban bajo su espalda, la respiración tranquila y aquella ávida sonrisa que siempre llevaba esculpida en sus labios. Ningún detalle o asunto pasaba desapercibido para él, los ojos siempre bien abiertos y los oídos agudizados al extremo. Por eso había conseguido al fin el poder y notoriedad que había anhelado desde la infancia, aquella que solo los más hábiles y sedientos logran alcanzar.

Su memoria alcanzó las imágenes de cuando aún era un muchacho. Había crecido bajo el seno de una familia acomodada en la que nada faltaba, entre otras cosas por saber someter a los campesinos que poblaban sus dominios concedidos en Palencia. Allí heredó la avaricia que convertía a los hombres en mezquinos, pues le instruyó un padre sin humanidad tras las malas cosechas. Aquel hombre le enseñó a no conformarse nunca con los designios de la vida y que la obstinación y buenas influencias le podrían deparar un futuro mejor. Cursó sus estudios en la universidad de Salamanca por expreso deseo de su padre. Y no le defraudó. Sus notas y dedicación en aquellos años fascinaron a sus maestros. Pero cuando acabaron los estudios volvió con desánimo a sus tierras, con un progenitor agonizante y una madre enterrada el año anterior. A la muerte de su padre, su hermano Garcerán heredó la mayoría de las tierras, ocasión que aprovechó para huir de aquel lugar al que ya nada le ataba. El tiempo pasado en la universidad le concedió la fama que le demandaban en la niñez, la de un joven audaz y decidido que debía aplicarse en los estudios mientras amistaba con los compañeros con más influencias y poder. Aquellos muchachos de su misma edad eran los hijos de la nobleza castellana más poderosa, por lo que no titubeó a la hora de ayudar a muchos de ellos con sus estudios con el único propósito de un futuro cubierto. Y aquello surtió efecto, pues antes de marchar de las tierras heredadas por su hermano le fue ofrecido el cargo de escribano por uno de aquellos compañeros, un incapaz mental llamado Yago e hijo de la hidalguía. Su padre necesitaba comunicarse asiduamente con la nobleza más próxima a sus tierras, allá en el Finis terrae. Necesitaba a su vez un administrador capaz de llevar las cuentas y, él, presto a la oportunidad, se ofreció encantado. Allí pasó los siguientes tres años de su vida. Adicto a las intrigas, los engaños y traiciones en los que él se movía con total naturalidad, fue escalando posiciones al servicio de otros hombres de mayor notoriedad dentro de la corte de Castilla hasta que la oportunidad de trabajar en Sevilla como uno de los trece escribanos públicos que tenía la ciudad se le presentó de improvisto. Fueron varios los años de privilegios y bonanza, pero al verse incapaz de penetrar más allá del laberíntico mundo que rodeaba al rey Eduardo de Castilla decidió aceptar sin dudar la oferta de un viejo amigo de Lyon para entrar al servicio de Amadeo IV de Saboya, padre de Constanza. Pero antes tuvo que demostrar su valía en una dura entrevista con el anciano. Sus propósitos le llevaron a jugar una mala pasada a los otros dos oponentes que optaban a la secretaría del conde de Saboya. El primero de ellos fue amenazado con la intención de confesar alguno de sus encuentros secretos con un joven novicio que prestaba sus votos en la abadía de Sacra di San Michele, en la región del Piamonte. El otro fue apaleado hasta la muerte por un par de bravucones a los que tuvo que reprender por sus excesos, pues únicamente debía recibir un severo escarmiento.

Y así se hizo con el cargo, libre de molestos rivales.

El sonido de la puerta le hizo volver a la realidad mientras distinguía en la distancia la corpulenta silueta de Sancho de Castilla, que tomaba el camino de vuelta tras su breve visita a Constanza.

—Pasad —autorizó Rolando de Ampudia.

Uno de los sirvientes del Alcázar apareció tras la puerta.

—Señor, el aya del infante desea hablar con vos.

Asintió.

—Decidle que pase.

Ligeras pero apresuradas pisadas se detuvieron una vez en el interior de su despacho personal.

—¿Qué ocurre, Jimena? —preguntó sin apartar la mirada de la ventana.

—El infante… El Capitán…

—Sed más precisa. No tengo toda la tarde.

—Aún no han regresado, señor.

Torció el gesto y se dio la vuelta.

—¿Qué significa que aún no han regresado?

La mujer apartó la mirada un tanto intimidada.

—¡Hablad!

—El Capitán tenía autorización para llevar al infante Ricardo a la ciudad. Quería ir familiarizándolo con ella, con sus calles y gentes. Pero pidió salir sin escolta, los dos solos, para llamar la atención lo menos posible. Salieron temprano y está a punto de caer la noche…

Rolando se llevó una mano a los ojos. Le pesaban.

—Haremos una cosa, Jimena —dijo mientras se acercaba a ella y posaba sus manos sobre los hombros de la joven.

Sus instintos más perversos despertaban junto al aya del infante. De cabellos oscuros, sus generosos pechos apenas podían ocultarse bajo su camisa de lino blanco. Sus labios, carnosos y rosados, le perturbaban por las noches en la soledad de su alcoba.

Pronto lograría el objetivo deseado. Fuese por las buenas o por las malas.

—No os preocupéis —tranquilizó mientras le sonreía—. Yo me encargo. No tengo dudas de que aparecerán antes de servirse la cena.

—Pero…

—Solo debéis mantener el silencio por el momento —dijo con la paciencia al límite—. Es importante que nadie esté al tanto de esto. ¿Entendéis?