El reino prometido

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Pedro tomó asiento junto a Enrique y le dio una palmada en la espalda. Sentía en el alma haber desconfiado de su hermano, cuando la verdad decía que él era el único que siempre estaba de su lado y el que mejores consejos le otorgaba. Por eso había afianzado la amistad con el de Aragón, un pacto que se firmó el mes anterior en el castillo de Daroca, en Zaragoza, a tan solo unas leguas de la frontera con Castilla, pues la cercanía de la reunión había sido una de sus exigencias durante meses.

Barcelona no era de su agrado.

Las conversaciones se sucedían copa en mano cuando observó con atención a Enrique. Se desenvolvía con soltura con los más notables hombres, capaces muchos de ellos de los mayores engaños y conspiraciones para que la balanza siempre cayese de su lado. Pero a él nunca le engañaban y por eso le necesitaba a su lado. Mucho habían cambiado las cosas desde que discutiesen en las Cortes de Sevilla. Gracias a él había aprendido no sin esfuerzo a saber escuchar los consejos de sus vasallos y partidarios, a discutir con mesura las decisiones tomadas y no ver las opiniones contrarias como ofensas contra su corona. Enrique también le había convencido para intensificar otras alianzas que solo bien hacían a la corona de Castilla, pues muchos eran los gastos contra el infiel como para andar guerreando con los vecinos cristianos. Necesitaba reactivar la economía del reino y la espada podía esperar por el momento.

Tenía decidido convocar al año siguiente nuevas cortes para convenir una devaluación de la moneda que seguro sería mal recibida entre sus vasallos pero que sabía necesaria. Aquella idea llevaba mucho tiempo en su mente y no se podía hacer esperar más. Además, se impondrían leyes contra el lujo y los gastos innecesarios con el único fin de frenar el volumen de importaciones, algo que afectaría en mayor medida a la nobleza. Consumían más por culpa de un incremento exagerado de la masa monetaria en circulación y aquello solo empeoraba las cosas. Por eso unificaría pesos y medidas y limitaría la exportación de algunas materias primas. También prohibiría organizar cofradías de mercaderes y menestrales con la intención de estabilizar el comercio interno, el conducto que debía fortalecer al reino.

Nada de aquello había comentado a su hermano pequeño, pero presentía que nada bueno conllevaría. Su opinión siempre era aprobada por la nobleza castellana, pero a estos más que a nadie afectaban las propuestas que le habían aconsejado el tesorero real y Rolando, la otra cara de la moneda que siempre ocultaba con recelo. Sus recomendaciones, enfrentadas a las de su hermano, también resultaban necesarias para gobernar con mano firme.

Informó a los presentes de sus planes mientras estos escuchaban en silencio. Las miradas se intercambian entre comensales, pero ninguna muestra de contrariedad encontró en ellas.

—¿Qué os parece la idea? —preguntó a todos, la mirada puesta en su hermano Enrique.

Silencio.

—A mí, la verdad, es que me parece bastante razonable, señor —contestó el de Girón pasados unos segundos—. Personalmente, creo que sería los más justo y acertado.

Pedro asintió. Rolando callaba.

Los dos esperando la respuesta de Enrique.

—¿Habéis pensado en las contras, señor? —preguntó el señor de Lara con la expresión fruncida por la duda—. No creo que la nobleza esté por devaluar la moneda. Y el tema de las cofradías…

—Queda aún mucho por hablar y negociar, Nuño —interrumpió el joven soberano con voz pausada—. Pero es necesario por el bien del reino. Será por una temporada.

Miró de reojo a Enrique en espera de su opinión, pero este callaba con la mirada perdida en el fondo de su copa de vino.

—Señor —comenzó de nuevo Nuño—, ¿cómo le diréis al resto de la nobleza que no hagan gastos innecesarios? Sin decirlo, les tildáis de presuntuosos y derrochadores.

—Yo no tildaré a nadie de nada —aclaró Pedro con serenidad—. Simplemente digo que por su bien y por la economía de Castilla será mejor que escatimen en gastos absurdos.

El de Lara asintió sin estar convencido del todo.

—Y tú, ¿qué opinas?

El prolongado silencio de Enrique estaba impacientando a Pedro.

Enrique suspiró.

—Creo que la propuesta es acertada, pero muy arriesgada —comentó Enrique sin entusiasmo alguno—. Te expones a posibles…

—Lo sé —cortó Pedro de forma tajante—. Espero que me ayudes con eso.

—Estaré encantado de hacerlo —mintió Enrique con una amplia sonrisa.

Como buen hijo de Dios, obedecería hasta el final de sus días a su madre, que le había solicitado estar siempre al lado de su hermano. Pero a pesar de apoyar con fervor a Pedro y de intervenir en debates y reuniones de suma importancia para la corona, seguía con la misma idea. Él no valía para combatir ni negociar posturas que no compartía. Lo suyo seguían siendo las letras, la paz y los estudios. Él no quería cuentas con la nobleza, propensa a las traiciones, ni con todo lo que rodeaba al poder. Solo quería la estabilidad del reino por el bien de la cristiandad y de su hermano.

Seguía con la idea de marchar a Toledo. Allí convivían los eruditos más importantes y las creencias de cada uno no eran impedimento para que el saber y el conocimiento fuesen compartidos por todos ellos.

Aquel era su anhelo, su único deseo, pero nada era sencillo en aquel mundo de intrigas palaciegas e intereses. Por eso se le heló la sangre cuando una mañana recibió la visita del hombre que ahora tenía enfrente. Don Nuño González de Lara le confesó mientras paseaban por los jardines del Alcázar de Segovia que él sí que tenía madera para gobernar, no como su hermano Pedro, que se dejaba llevar por impulsos de adolescente rebelde. Decía que aquella opinión era compartida por muchos hombres de poder, gente que estaría dispuesta al cambio.

—Yo soy el menor —le susurró en medio de las sombras—, y el derecho a gobernar es suyo. No hay más que hablar.

Alguien llamó a la puerta para interrumpir el recuerdo de aquella conversación que prefería olvidar.

—¡Adelante! —ordenó Pedro.

Lope apareció tras la puerta, cubierto de nieve y con la cara desencajada por el frío.

Antiguo instructor de los dos hermanos, se había convertido con los años en la mano derecha del rey en la batalla a pesar de su cojera, pues luchaba con una valentía y un desprecio hacia la vida que le convertían en la persona adecuada para velar por la protección de Pedro. Era un miserable, pues todos los taberneros y bodegueros de Sevilla se quejaban de él ante las autoridades pertinentes, bien por sus deudas, bien por los altercados que organizaba cuando el vino hacía sus efectos en aquella cabeza ya de por si agresiva y provocadora.

Pero su hermano le defendía a ultranza.

—Siento la tardanza, señor —se disculpó el soldado—. La nevada ha ralentizado nuestro paso.

—Acercaos al fuego y tomad asiento —ordenó Pedro mientras le abrazaba con fuerza—. Tenéis mala cara.

Enrique miró a Lope con desprecio mientras este se arrodillaba junto a la chimenea y frotaba con energía sus manos heladas.

Desde que tenía uso de razón había tenido que soportar el fuerte temperamento de su instructor de combate. Hombre enfermizo, obsesionado con el arte de la guerra, inculcaba a sus alumnos la violencia y el odio más profundo hacia sus enemigos. Amenazas, insultos y burlas es lo que había vivido desde los diez años para iniciar el proceso por el que todo hombre de buena cuna tenía que pasar. Saber empuñar la espada. Su posición le había librado de los castigos más severos, pero había sufrido sus palabras, afiladas como las espadas que él tanto repudiaba.

Le saludó en último lugar.

—Enrique —dijo haciendo una leve reverencia.

—Lope —saludó sin perder en ningún momento su exquisita educación y compostura—. ¿Qué tal el viaje?

—No muy bien, señor. Lleva más de tres días sin parar de nevar. Los caballos corrían peligro por culpa de las heladas. Dios ha tenido a bien protegernos.

—Me alegro —mintió el joven.

Para su satisfacción, observó que los años habían castigado a Lope. La cara estaba curtida por el sol y diversas cicatrices marcaban su rostro, como si un felino hubiese decidido afilar sus uñas en su perfil. Seguía algo pasado de peso, pero la guerra le había hecho recuperar parte de aquella infatigable energía que le poseía durante la batalla.

La hora siguiente se dedicó a debatir asuntos que afectaban a la corona y al pueblo llano, como el aumento de los mercados mensuales en semanales y los semanales en diarios en aquellos pueblos que la venta y compra era menor. También se decidió reducir las importantes donaciones que se estaban haciendo hasta ahora a las numerosas catedrales que se estaban levantando en toda Castilla. Solo la catedral de Toledo conservaba buena parte de las donaciones, pues era uno de los compromisos a los que había tenido que llegar con Jaime I de Aragón como parte de la paz que firmaron. Sancho, el joven hijo de dieciséis años del viejo rey, sería el nuevo arzobispo de la ciudad. Su juventud fue tema de largas discusiones, pero pese a su mocedad, el joven Sancho se mostró experimentado.

Decidieron dejar para las próximas Cortes los asuntos más delicados y en presencia del resto de la nobleza.

La reunión fue distendida durante toda la tarde. El vino se servía con alegría y aquello provocó que las conversaciones tomaran aires más relajados. Las carcajadas y los chistes se sucedían con la celeridad del que se siente a gusto en un lugar y pronto se llegó a los asuntos de alcoba.

—¿Para cuándo una futura reina? —preguntó el de Girón con la cara colorada por el vino y el calor que se concentraba en la sala por la chimenea.

 

Los presentes observaron cómo el joven monarca reía con alegría.

—No lo sé —dijo alzando los hombros.

—¡No te creo! Seguro que madre te tiene algo preparado —dijo en tono burlón Enrique, afectado también por el vino.

—La verdad —comenzó Pedro algo pensativo—, creo que ya está recabando información de las candidatas, aunque no tengo idea de quiénes son.

—¿Seréis capaz de soportar y sufrir a la misma mujer durante toda vuestra vida? —comentó Lope en evidente estado de embriaguez—. Yo creo que sería incapaz.

Todos rieron a excepción de Enrique, que hizo una leve mueca.

—Lo que realmente me importa —comenzó Pedro—, es que se mueva bien en el lecho y que me dé un varón, mi futuro heredero. —Golpeó la mesa con la copa de plata mientras los otros hacían un esfuerzo sublime por entender a su monarca, que apenas vocalizaba—. Eso, un varón y muchos hijos.

—¿Y si madre escoge a la más fea de todos los reinos? —sonsacó Enrique mientras le guiñaba un ojo—. ¿Qué harías?

Todos miraron con atención al joven soberano, que alzó los hombros en señal de duda.

—¡Habría que fornicarla igualmente!

Todos sin excepción rieron las palabras del rey. Las lágrimas, producidas por la risa incapaz de contener, humedecieron aquellas mejillas acaloradas. Lope se cayó de la silla cuando uno de aquellos ataques de risa le sobrevino, algo que solo hizo aumentar las carcajadas de los demás.

—¡Lope, a ver si aprendes a beber! —pidió Pedro con severidad muy bien fingida mientras el otro se levantaba con esfuerzo y volvía a tomar asiento.

—Lo siento, mi señor.

Los demás volvieron a reír.

—Señores, creo que es hora de ir a mis aposentos —dijo el monarca mientras se ponía en pie no sin esfuerzo.

Su hermano y el señor de Lara le asistieron.

—Ahora mismo hago llamar a la servidumbre para que os acompañen hasta vuestros aposentos —indicó el de Girón mientras se acercaba a la puerta.

—No os preocupéis —tranquilizó Enrique—. Ya le acompaño yo.

—Como deseéis.

Fueron acompañados por el señor del castillo hasta sus salas de descanso. Conducidos por estrechos pasillos, el señor de Girón, acompañado por su mayordomo hachón en mano, fue indicando a sus invitados sus respectivas alcobas donde descansarían hasta ser avisados. Al despuntar el alba debían partir hacia Sevilla, donde asuntos de estado esperaban al joven monarca.

—¡Pero si hoy no he rezado! —protestó Pedro en tono socarrón antes de entrar en la alcoba que le tenían reservada, custodiada en todo momento por un par de guardias armados, que permanecían impasibles a ambos lados de la puerta.

—Hasta mañana, señores.

Los demás sonrieron, pero observaron con precaución a su rey, que en ese momento se mantenía a duras penas en pie pese al apoyo de Enrique.

—¿Os echamos una mano? —preguntó el señor de Lara al ver cómo Pedro cerraba los ojos y ladeaba la cabeza mientras farfullaba algo intangible.

—No os preocupéis. Ya me ocupo yo —tranquilizó Enrique mientras cargaba con su hermano sobre los hombros—. Menuda borrachera…

—Si necesitáis algo, llamad a mi puerta —se prestó Rolando, el más sereno de todos.

—Gracias.

Enrique metió a su hermano a rastras en la alcoba hasta que le consiguió sentar sobre el agradable camastro.

—Todo me da vueltas —protestó Pedro.

—Normal. Te has bebido todo el suministro de vino que había en las despensas del señor de Girón —exageró Enrique—. ¿Necesitas que te ayude con la ropa?

—Las botas…

Enrique se arrodillo en el frío suelo y agarró con fuerza las costosas botas de cuero de su hermano. Pese a los tirones que daba era incapaz de quitárselas, pues también él había caído en el embrujo que provocaba aquel delicioso vino que les habían servido. Había bebido menos que los demás, pero la falta de costumbre le había afectado de forma considerable.

—Pedro…

—¿Qué?

—No deberías mostrarte en este estado delante de la nobleza, debes…

—¡Bah! —cortó el joven rey—. Por una vez…

—Ninguna vez, hermano. Debes mostrar tu lado más templado delante de ellos. ¿Qué pensaran de ti?

—Me da igual.

Enrique no pudo más que negar con la cabeza. Le desesperaba la actitud de su hermano, que debería mostrarse como el rey que era delante de sus súbditos y no como los cuatreros que regentaban las tabernas. El problema estaba en que no era la primera vez que se emborrachaba junto a ellos, momentos en los que alardeaba de sus conquistas con las mujeres, en su mayoría hijas de algún noble no presente o de alguna de las sirvientas de los palacios reales. Y eso no podía seguir así.

Cuando consiguió al fin quitarle las botas, dijo:

—Pedro… ya sé que no es el momento, pero hay algo importante que debes debatir en las próximas Cortes.

—¿Qué? —preguntó este con ojos vidriosos.

—Debido a la buena labor que has realizado con el rey de Aragón, pienso que deberías continuar mostrando tu disposición a la paz con nuestros reinos vecinos.

—Continúa.

Enrique suspiró.

—Deberíamos negociar y pactar la paz con el reino de Navarra.

Pedro no contestó.

—Ya sé que no te gusta la idea, pero es imprescindible.

Pedro asintió.

—Mejor lo hablamos mañana, ¿no?

—Mejor —agradeció el rey mientras se recostaba sobre el camastro—. Por cierto, el papa Clemente IV me ha enviado un mensaje anunciando que se va a proclamar una nueva cruzada…

Se durmió antes de finalizar la frase.

Observó con asombro la facilidad de su hermano para dormirse en el momento más inoportuno. Cuando no roncaba, balbuceaba despropósitos que no venían al caso y que le hicieron sonreír. Cogió una gruesa manta y se tumbó en la alfombra que cubría el suelo de la alcoba.

Pensó con aprensión en la decisión que tomaría su hermano sobre aquella cruzada que había susurrado en medio de la embriaguez. Más valdría que decidiese dar por bueno el consejo que le acababa de dar de negociar una futura paz con el siempre esquivo reino de Navarra y olvidar así una posible campaña militar al otro lado del mundo que dejaría en quiebra al reino de Castilla.

Le costó conciliar el sueño.

VALLE DEL RONCAL, REINO DE NAVARRA

9 de marzo del año del Señor de 1270

Una débil capa de lluvia dejó paso a un inesperado aguacero cuando los reunidos iniciaron la marcha desde las puertas de la vieja iglesia de Roncal. Sus pies se manchaban de barro y el frío salía de sus bocas en forma de pequeñas nubes que al poco se evaporaban. El silencio era sepulcral, las miradas cedidas al recuerdo de aquella fatídica mañana que tardarían en olvidar, el día en el que tres de sus vecinos perdieron la vida en el incendio que provocó el derrumbamiento del viejo molino de Roncal.

Isabel encabezaba la marcha abrazada a su hermana Auria. Su esposo Pablo había perdido la vida en el incendio y sabía que las imágenes de aquel aciago momento se repetían una vez tras otra en su memoria. Sus lágrimas se ocultaban bajo la lluvia, pero la presencia de la pequeña Alba la hacía sonreír sin emoción alguna, la obligación de una madre para no perturbar la felicidad de su hija.

La besó con fuerza bajo su atenta mirada.

El trayecto era corto, pero le dio tiempo a rememorar las escenas y los detalles acontecidos año y medio atrás. Cuando llegó al lugar del incendio se quedó paralizada unos segundos, el infierno presente delante de sus ojos. El molino se consumía bajo las llamas mientras los primeros hombres en llegar intentaban apagarlo con valentía y decisión. Varios de ellos llenaban sin descanso en las orillas del Esca todos los recipientes que llegaban a sus manos mientras otros los vaciaban sobre las llamas. Pero su mirada se detuvo en aquellos que intentaban entrar en el interior del molino, rechazados por las violentas lenguas de fuego que los hacían retirarse asustados y heridos. Reaccionó cuando escuchó en la lejanía un llanto desgarrador que conocía y que le erizó los vellos de la nuca. Moira y su madre María consolaban a duras penas a su hermana Auria, arrodilladas sobre la húmeda hierba en medio de aquel trajín que las rodeaba.

—Tranquilízate, Auria —escuchó decir a su madre cuando se acercó.

Pero era imposible.

—Isabel, tienes que volver a casa. No pensé que esto iba a ser tan grave y lo que hemos traído no es suficiente. Recoge todos los recipientes que usamos para las quemaduras. Trae compresas y todas las telas limpias que veas. Va a ser una mañana muy dura.

Emprendió el camino de vuelta a la carrera en compañía de Eder, que se había ofrecido para ayudar con la carga. Observó insegura el estante donde su madre almacenaba los recipientes de madera que tenían grabado el nombre de la planta que se guardaba en su interior, pero el miedo a la equivocación la asustó. Los más habituales los conocía por su uso diario, pero tan delicada situación requería de otros remedios menos comunes.

—¿Sabes leer? —preguntó Eder al ver que no reaccionaba.

Ella dudó la respuesta.

—Un poco...

—¿Quién te ha enseñado?

—Munio —reveló ella mostrando una amplia sonrisa.

Eder alzó las cejas.

—Y ya de paso…

—¡Calla! —rechazó ella a la vez que sentía sus mejillas acaloradas—. Coge el zurrón de cuero que hay encima de la mesa mientras busco lo que necesitamos. No tenemos tiempo de chácharas.

El joven asintió.

Isabel empezó a leer los recipientes con dificultad. Se culpó a sí misma por no haber hecho caso al consejo de Munio, que le prestó unos costosos pergaminos antes de marchar para que fuese practicando en su tiempo libre. Pero desde que se fue no los había tocado y ahora se arrepentía.

Intentó concentrarse. Había miel especial para las quemaduras, tallos, pétalos, semillas y raíces que conocía desde niña. Incluso harina de avena con la que se hacía un cataplasma mezclado con agua de rosas que se aplicaba sobre las quemaduras. Suspiró con fuerza mientras guardaba en el zurrón los recipientes escogidos, todas las compresas que vio y se marchó a toda prisa seguida de Eder.

El miedo detuvo sus pasos cuando vio a su padre adentrarse en el interior del molino protegido por una manta de lana empapada en agua que le cubría por completo, un último intento por salvar las vidas de los tres hombres que habían quedado atrapados por el fuego. Tras él iban los padres de Moira y de Clara pese a las protestas de sus esposas. Los segundos de espera se hicieron eternos, la tensión expuesta de forma agónica en los rostros de los presentes. Pero se aliviaron cuando vieron aparecer del interior de las llamas a los tres valientes que habían puesto en peligro sus vidas sin dudar. Cargaban sobre sus hombros a los que habían quedado atrapados y los tumbaron sobre la hierba con cuidado, las caras desencajadas por la falta de oxígeno. De vida.

—¡Vamos! —expresó María un tanto impaciente—. ¿Has traído todo lo que te he pedido?

—Todo —murmuró Isabel con dudas.

—Bien. Atiende a tu padre y los que han entrado con él. Yo veré que puedo hacer por Pablo y los otros dos.

—¿Os podemos ayudar en algo? —escucharon a su espalda.

Era Elisenda, la madre de Munio, que encabezaba una procesión de mujeres dispuestas para ayudar. Isabel y María sonrieron orgullosas, pues ambas se veían incapaces de atender a todos los heridos.

Isabel asintió emocionada, pues admiraba y envidiaba la entereza y autoridad de aquella mujer. Desde que Munio y Martín habían marchado había tenido que hacer frente a la soledad y al miedo que produce la distancia. Los deudores para los que había trabajado Martín en los últimos meses habían supuesto otro problema. Las excusas de los morosos se acrecentaban con la ausencia de su esposo y de su hijo, pero Elisenda no se dio por vencida. La ayuda de don Pedro, tenente de Roncal, fue crucial para cobrar buena parte de lo adeudado.

—Gracias, Elisenda —dijo Isabel con una amplia sonrisa.

Mandó a un par de mujeres preparar una pequeña fogata con los leños caídos del molino para poder ir cociendo algunas plantas que usaría en las heridas. A la primera persona que atendió fue a su padre, que se había abrasado las dos manos. Estaban chamuscadas en su totalidad, dejando entrever en el dorso unas ampollas ya reventadas. En la mano diestra la carne se había derretido alrededor de tres de sus dedos y que con toda seguridad iba a perder. Suspiró con fuerza y cerró los ojos unos segundos. La imagen era grotesca y sufría al ver las muecas de dolor de su padre, que apenas protestaba ante sus cuidados. Limpió con sumo cuidado y cariño cada herida que vio, aplicando el remedio que creyó oporturno con el pulso acelerado. Las cubrió con gasas limpias y le besó en la frente mientras plantaba allí una lágrima que el hombre aceptó con una débil sonrisa.

 

Se levantó y contempló asustada a los otros dos hombres.

Mateo, padre de Clara, tenía la mitad de la cara abrasada. Una de sus orejas había desaparecido, derretida con crueldad por el fuego. Sentía un miedo atroz ante las heridas del pobre hombre, ya que en su vida había visto semejantes lesiones en la piel de una persona. Aplicó ante la atenta mirada de su amiga la misma técnica que había empleado con su padre. Limpió, untó el remedio gelatinoso con sumo cuidado y tapó la cara de Mateo con una compresa empapada en agua fría que aliviaría por el momento el padecimiento de aquel pobre infeliz.

Pensó con tristeza en los dolores que sufriría el resto de su vida. Con toda seguridad la mitad de la cara quedaría desfigurada. Las quemaduras habían profundizado en demasía, una maldad que el destino había querido para aquel hombre y que le marcaría para el resto de sus días. Le dijo que debía calmarse, que pronto vendría su madre a verle, más experta que ella en casos tan extremos.

Mateo asintió con la mirada perdida.

Desvió la mirada un momento y se encontró a su amiga Moira, arrodillada junto a un cuerpo inerte. Las lágrimas resbalaban por sus pálidas mejillas mientras de sus labios salían palabras de aliento. Se arrodilló junto a su amiga en el mismo instante en el que cruzaba la mirada con la de su madre, una expresión que no había visto antes. No sabía si era miedo, dolor o pena, pero quedaba claro que no había nada que hacer por los tres hombres que se habían quedado atrapados en el interior del molino, sus cuerpos quemados tendidos sobre la hierba ante el silencio de los presentes. Habían dejado de lanzar cubos de agua sobre el molino. Observó asustada los llantos ensordecedores de su hermana Auria, tendida junto al cuerpo de su esposo mientras abrazaba con delicadeza a la pequeña Alba. Algunas mujeres se acercaban para darle consuelo, pero nada parecía templar sus ánimos.

—Isabel —escuchó a su espalda. Era Elisenda—. Deberías hacerte cargo de la situación. La gente no sabe qué hacer y tu madre…

Miró a su madre y se le saltaron las lágrimas. Estaba sentada junto a su hermana, la mirada perdida más allá de los cuerpos que las rodeaban. La vio incapaz de reaccionar ante la espantosa visión que tenía delante, pues allí los heridos y los cadáveres yacían en aterradora armonía.

Pero había que hacer algo.

—Tenéis razón.

Contuvo el aire unos segundos y miró a las mujeres que habían acompañado a Elisenda. Todas esperaban ansiosas sus órdenes, la confianza mostrada bajo débiles y picadas sonrisas. Aquello fortaleció su moral y por extraño embrujo sus miedos desaparecieron junto a los demás sentimientos que la habían paralizado unos minutos antes. Las organizó en grupos y les explicó cómo debían tratar a los heridos según la gravedad de sus heridas, pues muchos habían sufrido de una forma u otra la devastadora fuerza del fuego en su piel.

Bardol, padre de Moira, gemía de dolor cuando volvió a su lado. Las heridas de sus brazos revolvieron sus tripas durante unos segundos. La grasa de la piel formaba macabras pompas de jabón de un color indescifrable, el olor a quemado penetrando en su nariz de forma nauseabunda. Limpió las heridas con sumo cuidado mientras Moira la observaba en medio del llanto, incapaz de interrumpir sus movimientos moderados y expertos.

Bardol se había desmayado, cosa que facilitó poder cortar la piel sobrante que colgaba de sus manos como hacía cuando podaba las plantas de su madre. Lo hizo con delicadeza y buen pulso, ayudada en todo momento por su amiga, que resistió el momento con entereza. Manejó con maestría la navaja bien afilada en piedra de pedernal que usaba su madre para seccionar algunos males con los que venían quejándose los pacientes que se acercaban hasta su casa. Pero no se podía demorar, ya que su madre le había explicado en más de una ocasión que no era bueno mantener a los pacientes en aquel estado.

—Bien hecho, hija. No sabía que te hubiese enseñado tan bien.

Isabel alzó la mirada y sonrió al ver a María. Esta le devolvió la sonrisa más triste que le había visto jamás, los ojos enrojecidos por el llanto ya controlado. Parecía cansada, los hombros caídos hacia delante. Sufría al verla así, pero no se podía permitir un descanso, pues muchas eran las mujeres que acudían a ella cuando no sabían qué hacer con alguno de los heridos. Había sido capaz de abstraerse del bullicio que la rodeaba, pero no podía desatender los ruegos de aquellas que sufrían por sus maridos, hijos o amigos. Ella misma se había impuesto el deber de lograr que aquella mañana no fuese más aciaga de lo que hasta aquel momento estaba siendo, una obligación impuesta por el bien de todos.

—¿Cómo se encuentra Auria? —preguntó sin dejar de atender a Bardol.

—Derrumbada, hija —murmuró María—. Eder la va a llevar a casa.

Isabel asintió.

—¿Qué va a ser de ella ahora?

La pregunta de su madre la descentró unos instantes. Se levantó y la abrazó mientras secaba las primeras lágrimas que mancillaban su propio rostro.

—Nos tiene a nosotras.

Apenas se separó de su padre en toda la noche, el sueño y la extenuación olvidados al cuidado de aquel pobre hombre que sufría en silencio para no molestar. Secaba su frente con paños húmedos bajo la atenta mirada de su madre, que le recomendó dormir. Pero ella no se movió de la banqueta que descansaba junto al lecho. Era incapaz de apartar la mirada de aquellas huellas dejadas por el fuego mientras escuchaba en la distancia los llantos de su hermana Auria, que velaba el cuerpo de su esposo en soledad. Su hermana Leonor había puesto incienso en toda la casa en un intento por disimular los olores de la muerte que allí se habían instalado. Su hermosa expresión reflejaba el miedo a lo desconocido y al sufrimiento ajeno, pero tampoco se separó de su padre, que sonreía al verlas a su lado.

Pensó en su amiga Nora, que también había perdido en el incendio a su esposo Arnaldo, amigo de infancia al que ya no volverían a ver. A Conrado, el hornero de Roncal, le había sido arrebatada la vida del único hijo que le quedaba con vida, un muchacho de diecisiete años llamado Roldán, que acudió al auxilio de Auria y Pablo cuando vio el incendio.

Pero el incendio había provocado más de una tragedia. Auria se convertía ahora tras la muerte de su esposo en la única responsable del molino, pero apenas quedaban cenizas en aquel lugar desolado por el fuego. Se había convertido en su sustento de vida y en su hogar. Ahora no tenía nada. Pero lo peor no era aquello, pues siempre podría volver a casa con sus padres. El miedo era a la reacción del tenente de Roncal ante semejante desgracia. Costear la construcción de un nuevo molino y la pérdida de su renta anual le costaría muy caro.

Una deuda que jamás podría pagar.

Los presentes observaron con orgullo y esperanza el nuevo molino, levantado con gruesos sillares transportados desde una cantera próxima. La planta baja, llamada cárcavo, albergaba la rueda hidráulica y los elementos que la gobernaban. El rodezno de paletas aprovecharía la bajada del agua para girar con más energía y hacer que la muela superior girase a su vez para moler el grano. Esta se encontraba en la segunda planta, levantada también en piedra para mayor seguridad junto al resto de accesorios para la molienda. Tenía un gran ventanal por el que se filtraba la luz del exterior, siendo el lugar donde harían vida su hermana y su sobrina.

Don Severiano ofició una breve misa en presencia del tenente de Roncal, don Pedro Sánchez, su esposa Elis y sus hijos Juan y Milia, que pronto ingresaría en un convento de la ciudad de Pamplona. Todos escuchaban las palabras del anciano en absoluto silencio menos Isabel, que esbozó una débil sonrisa al cruzar la mirada con el tenente. Aquel hombre de poder había salvado la vida de su hermana Auria y de la pequeña Alba al sufragar los gastos del nuevo molino.

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