El reino prometido

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—Sería un error, Isabel.

—Lo sé —susurró ella—. Pero la espera se hará eterna.

—¿Estás segura?

—Sí, lo estoy. Pero ten cuidado —le rogó Isabel mientras se tumbaba en la hierba y cerraba los ojos asustada.

Munio, en un gesto de complicidad, besó con ternura la pequeña cicatriz que adornaba su perfilada y curvada ceja desde hacía muchos años, huella de aquel cantazo que le propinó cuando aún eran unos niños y las primeras emociones aún entorpecían sus palabras.

Fue la mejor tarde de su vida.

Secó las lágrimas que empañaban sus ojos con la manga de su vestido al recordar todas aquellas escenas. Tan solo había pasado una semana, pero parecían años de soledad y añoranza. Sabía que no podía continuar así, y que la vida continuaba más allá de aquel amor prometido entre susurros. Su madre comprendía la situación y le agradecía la sutileza de sus palabras y los ánimos que le procuraba. Pero su padre no era de la misma opinión. Callaba y respetaba sus encierros de aquellos días, pero le había advertido que nada salvo el tiempo le devolvería a Munio y que muchas cosas podrían pasar debido a la distancia que los separaba. Sus palabras tenían doble sentido, pues sabía de sobra lo que podía ocurrir en Francia. Munio se había convertido con los años en un joven apuesto y elegante y muchas serían las candidatas para arrebatárselo.

Miró a través de la ventana y sonrió por vez primera en varios días al recordar la despedida que le había preparado en el mayor de los secretos en el jardín de la casa de sus padres. Había conseguido reunir a los amigos de la infancia no sin esfuerzo, pues a cada uno le ocupaban sus labores diarias. Sin ir más lejos, Nora y Arnaldo se habían casado el año anterior, un matrimonio pactado años atrás por sus padres y que ella envidiaba por la pureza de sus sentimientos. Moira, Clara y el bueno de Eder tampoco fallaron. La sorpresa, por inesperada, fue la presencia de Juan, que desde hacía un par de meses vivía en Pamplona junto al séquito del Teobaldo II.

Elisenda sacó comida en abundancia en el jardín de las flores, como a ella le gustaba llamarlo.

—Te echaremos de menos, amigo —le dijo Juan a Munio.

Se abrazaron de forma sentida para emoción de los presentes.

—Pero vendrás de vez en cuando, ¿no? —preguntó Moira, que apenas se separaba del joven soldado del rey.

Juan y Munio sonrieron cómplices. Observaron divertidos cómo les mudaba a las dos la expresión de la cara.

—¿He dicho algo gracioso?

—Moira, es mucha la distancia que nos separa. Tardaría al menos un par de semanas en llegar, un tiempo demasiado valioso.

La joven asintió de buena gana, miró a Juan y, en su atrevimiento habitual, preguntó:

—Y tú, ¿cuándo volverás a marchar?

—Pues cuando disponga Teobaldo. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque antes de partir me gustaría enseñarte algo. —La picardía que mostraban aquellas palabras y el contoneo de su escote dejaban claras las intenciones—. Ya sabes, como la última vez que nos vimos.

Juan la miró sin saber qué decir.

Sonrió divertida al descubrir la capacidad que tenía su amiga para enmudecer a todo un hombre del rey. Moira se había convertido con los años en toda una mujer. Su rostro pálido y risueño estaba envuelto por una larga melena del color de las calabazas. Su cuerpo había dejado la niñez mucho tiempo atrás y aquello, acompañado de un atrevimiento poco frecuente en una mujer, la había convertido en su instructora del amor. Ella apenas conocía los misterios que rodeaban aquellos sentimientos, pero Moira pronto la puso al corriente. Una vez le reveló cómo dar placer a un hombre sin llegar a la penetración y de ese modo mancillar el honor familiar. Le contó cosas que no había oído jamás, secretos de alcoba que algún día le gustaría descubrir al lado de Munio.

La velada continuó mientras la noche cubría sus cabezas. El clima acompañaba las animadas conversaciones que se sucedían vertiginosas por los recuerdos de una infancia feliz. A la conversación se sumaron Auria, su querida hermana mayor y su esposo Pablo. Los dos trabajaban desde hacía un año el pequeño molino que había a las afueras de Roncal, concesión del rey a don Pedro Sánchez de Monteagudo, padre de Juan. Por su uso, debían pagar una renta anual y un tercio del grano molido.

Pidió a Auria que le prestase a la pequeña Alba, más despierta a esas horas que muchos de los adultos que ya se despedían de Munio con afecto para regresar a sus hogares y descansar tras una dura jornada de trabajo en el campos o junto a las orillas del Esca.

La pequeña Alba le sonrió al abrazarla. No pudo evitar sonreír, pues el contacto de aquella hermosa y graciosa criatura la enternecía. Le hizo cosquillas y, mientras la niña reía a carcajadas contagiosas, desvió la mirada para encontrarse con la de Munio, que había cesado su conversación con Juan para observarla con una mueca que no sabría decir si era de asombro o de orgullo.

Después le sonrió.

La despedida se le hizo difícil a Munio. Por primera vez en su vida, le vio emocionado de verdad.

—¡Pero si antes de que os deis cuenta estaré de vuelta! —les aseguró mientras secaba la última lágrima que le quedaba.

La acompañó hasta su casa en una agradable noche de verano, rozando sus manos al caminar mientras las miradas se sucedían discretas en medio de la intimidad que procura la noche. La luna, fiel testigo de aquel sentido amor, les guio por el camino con sus tenues reflejos plateados.

—Espero estar de vuelta en menos de un año —declaró Munio cuando llegaron a su destino.

Isabel le miró a los ojos y sonrió con tristeza.

—Aquí estaré esperando.

Se fundieron en un abrazo del que costó deshacerse, pues muchos eran los impulsos incontrolables a los que debía hacer frente. Se dieron un apasionado beso, la última muestra de un amor prometido que solo la distancia y el tiempo podrían entorpecer.

Munio partió a la mañana siguiente junto a Martín sobre aquella misma carroza que una vez les llevó a Pamplona años atrás y que ahora volvía a separar sus caminos. Iban cargados con todas sus herramientas de trabajo, comida en abundancia y buenas ropas para combatir el invierno que decían duro por aquellas tierras. Ninguna palabra salió de sus labios, ninguna despedida más dulce que la de la noche anterior.

Las miradas se cruzaron nostálgicas en la distancia al ser conscientes del tiempo que tardarían en volver a verse, la tristeza tragada con orgullo y en silencio. La carroza avanzó entre crujidos para perderse en la distancia, envuelta por el polvo que levantaban las ruedas al conquistar el camino que les llevaba al norte de Francia. Agachó la mirada y cerró los ojos, las lágrimas a punto de brotar de sus ojos. Suponía que no habría una última mirada, pero al alzar la vista descubrió de nuevo aquella sonrisa que la derretía por dentro.

Supo en aquel instante que nada malo le ocurriría.

Tomó asiento en su camastro y observó el angelical rostro de su hermana Leonor, que dormía a pierna suelta en el camastro de al lado. Cada detalle de aquellas agraciadas facciones que ahora se mostraban relajadas le recordaban a ella varios años atrás, ya que parecían haber sido esculpidas a su imagen y semejanza. Una sonrisa escapó de sus labios y de pronto se dio cuenta de que muchos habían sido los días sin mostrarla. Munio volvería algún día, estaba segura. Por eso se prometió no derramar más lágrimas por él. Ya había llorado lo suficiente. Había pasado ya una semana desde su marcha y no había hecho otra cosa que lamentarse por ello, arrastrando su tristeza como una sombra condenada, vagando sin rumbo ni sentido. Tenía que revertir aquella situación y volver a la normalidad. La vida continuaba y no quería abandonar aquella misteriosa actividad que le había enseñado su madre desde niña, la de sanar a los enfermos con remedios milenarios que muy pocos conocían.

Su madre sonrió al ver la felicidad que su cara parecía revelar.

—Buenos días, cariño.

Isabel la obsequió con un beso en la mejilla.

—¿Qué ha pasado? —preguntó María sin poder creer aún aquel repentino cambio de actitud.

—Me he dado cuenta de que no podía seguir así —explicó Isabel mientras mordía una manzana con apetito.

En aquel momento llamaron a la puerta, el primero de muchos que acudirían aquella mañana para sanar sus males. Era un hombre de mediana edad que hacía el camino de Santiago junto a su esposa y sus dos hijas pequeñas. La pequeña padecía un resfriado que había provocado un intenso dolor de garganta y un poco de fiebre. María preparó una infusión de miel y regaliz bien humeante que dio de beber a pequeños sorbos a la niña, que hacía gestos de rechazo cada vez que el amargo brebaje entraba en su boca.

—Si quieres sanar te lo tienes que beber todo —le advirtió Isabel mientras acariciaba la eterna melena rojiza de la niña.

—Procuren dormir a cubierto —aconsejó María mientras rellenaba un odre con aquel empalagoso líquido que curaría a su hija.

—Merci beaucoup, madame —agradeció el hombre en francés.

Isabel miró a su madre con expectación, pues estaba segura de que aquel hombre no había entendido su recomendación. La vio sonreír.

De pronto, comenzó a hablar en una extraña lengua que ella jamás había escuchado. El hombre, que reconoció aquellas palabras, asintió y entregó unas pocas monedas mientras parecía disculparse por la escasez que ofrecía. Reconoció enseguida la comprensiva sonrisa que mostraba María a todas aquellas personas que aventuraban sus vidas y las de sus hijos movidos por la fe que les hacía recorrer aquel camino nada seguro y lleno de peligros.

 

Devolvió las monedas al hombre, que no entendió aquel rechazo. Se arrodilló a los pies de su madre y besó los bajos de su vestido, un acto que emocionó a todos.

—¿Sorprendida? —le preguntó María mientras veían marchar a la familia.

—¿En qué lengua hablabas?

—En occitano…

Y le guiñó un ojo para sacarle otra sonrisa.

A continuación recibieron la visita de Hernán, uno de los soldados del tenente de Roncal, que sufría con frecuencia fuertes dolores de cabeza que su madre aliviaba con una infusión de corteza de sauce que debía tomar durante tres veces al día. El siguiente fue don Severiano, el párroco de la humilde iglesia románica del pueblo, que llevaba dos días con fuertes fiebres. Estaba el anciano lívido y un tanto mareado por culpa de la caminata.

—¿Cómo estás, Isabel? —preguntó don Severiano mientras tomaba asiento en una banqueta.

—Esta mañana ha despertado de buen humor.

Las palabras de María confortaron al clérigo.

Mientras ofrecían un vaso de vino caliente con miel a don Severiano, se abrió la puerta de golpe y apareció tras ella Ramón, lleno de hollín y empapado por el sudor del esfuerzo que había realizado para llegar a su casa.

—¿Qué ha pasado? —preguntó con preocupación María.

—¡Una desgracia! —contestó Ramón sin aliento—. Se ha incendiado el molino con Pablo en su interior.

Don Severiano se santiguó ante la noticia mientras Isabel se dejaba caer sobre una banqueta ante aquella noticia.

María miró a su esposo con temor.

—¿Auria y la pequeña Alba?

—Están bien, no te preocupes.

Don Severiano se puso en pie no sin esfuerzo.

—Muchos hombres os van a necesitar.

María observó a Isabel, que permanecía sentada y se arrodilló a su lado.

Parecía asustada.

—Es el momento, cariño, de mostrar todo lo que te he enseñado.

Isabel cerró los ojos y asintió. Estaba aterrorizada, pues no sabía lo allí se podría encontrar.

—¡Será mejor que nos demos prisa! —protestó Ramón—. Dos hombres han intentado sacarlo y han quedado atrapados en el interior.

Al fin, partieron, sus corazones encogidos por el miedo.

CAPÍTULO III

El destierro de los condenados

1269 - 1271

MONASTERIO DE POBLET,

CORONA DE ARAGÓN

21 de noviembre del año del Señor de 1269

Apenas levantaba la mirada, que pasaba del pergamino al tintero con la celeridad de quien está concentrado en su trabajo, un nuevo libro encargado por el mismísimo Jaime I, rey de Aragón, Mallorca y Valencia. Era conde de Barcelona y señor de Montpellier, además de otros vastos títulos nobiliarios. Aquella obra iba a ser regalada a su próximo invitado. En los próximos meses, don Pedro de Castilla emprendería la marcha para mantener un encuentro con el anciano rey a fin de consolidar una futura alianza que comenzó a gestarse unos años atrás con la sublevación del enemigo infiel y que diferentes compromisos y propósitos por ambas partes atrasó.

La obra en la que trabajaba y estaba a punto de finalizar era El Cantar de Mío Cid, historia que narraba los últimos y heroicos años de vida del caballero don Rodrigo Díaz de Vivar. Llevaba trabajando en ella un año, desde el día que recibieron del monasterio de Suso, en San Millán de la Cogolla, una vieja copia escrita en romance que copió, ilustró e iluminó sobre el mejor pergamino con toda la atención de la que fue capaz, desplazando la pluma sobre el pellejo con la paciencia y el cuidado de los maestros, la mente despejada de los recelos y temores que en los últimos meses le habían hecho perder la sonrisa.

Lo que nunca hubiese imaginado fue tener el honor de conocer en persona a don Jaime de Aragón, aquel afamado rey cuyas leyendas eran cantadas por trovadores y juglares en todas las plazas del reino. En visita privada al monasterio junto a un nutrido séquito de hombres de confianza, el soberano detuvo sus pasos cuando el abad le susurró algo al oído, el silencio apenas interrumpido por la pluma acariciando el pergamino. Su mirada felina y escrutadora se detuvo unos segundos en aquella obra incompleta que descansaba sobre su atril inclinado.

Al cabo de unos segundos, se mostró maravillada.

—Buen trabajo, muchacho —expresó el rey con una media sonrisa.

Suspiró de alivio.

A sus catorce años, su destreza y habilidad habían traspasado la frontera de aquellos muros y las miradas recelosas de sus hermanos ponían a prueba su elección como ejecutor de aquella obra. El abad le regaló otra sonrisa mientras acompañaba al rey y a todo su séquito hasta la salida. Sabía que el abad Eudald se había arriesgado mucho cuando eligió su pluma para acometer aquella petición tan especial que le colmó de ilusión y una responsabilidad que apenas alteró sus templados nervios.

Pero aquel compromiso para el que había nacido, según decía el bueno de Zacarías, pasaría a mejor vida cuando finalizase la obra, pues se había jurado unos meses atrás que sería la última. Pronto marcharía, y no había vuelta atrás en aquella firme decisión. El miedo al mundo exterior había dejado de ser un obstáculo y únicamente la compañía de Zacarías y Robert le habían retenido unos meses de más. Pensar que nunca más los volvería a ver era lo más difícil de aquella decisión, pues ellos habían sustituido a sus verdaderos padres, aquellos que por una razón u otra le habían abandonado al amparo de los religiosos.

Cuando terminó su jornada en el scriptorium emprendió la salida junto al resto de sus hermanos en fila ordenada y discreta. La noche aún no había caído y quería aprovechar los últimos minutos de luz antes de los rezos. Se separó de sus hermanos y dirigió sus pasos hacia el claustro, que estaba en absoluto silencio, la armonía consumada en cada piedra y ornamentación tallada por los hombres que allí trabajaban y que al fin habían marchado a sus hogares. Los cinceles golpeando la piedra y las voces de los operarios hacían imposible el silencio en aquella zona del monasterio, el lugar que siempre escogía para evadirse del mundo que lo rodeaba.

Mientras rodeaba el claustro con paso sosegado, pensó en el futuro que le depararía la vida si abandonaba aquellos muros que sabía protectores. En su interior tenía la vida solucionada, pues no le faltaba de nada y siempre tenía un plato caliente sobre la mesa. Pero fuera de aquel mundo de culto y disciplina había peligros que desconocía por completo.

—¿Arreglando la cristiandad? —escuchó Román a su espalda.

Era Zacarías y su inseparable sonrisa.

Pero Román no se la devolvió y retiró la mirada.

—¿Os puedo hacer compañía en tan agradable caminata?

Asintió.

—¿Qué te ocurre? —preguntó el monje mientras cojeaba visiblemente a su lado. Unos meses atrás había sufrido una aparatosa caída que le hizo rodar unos cuantos peldaños. Desde aquel día sufría fuertes dolores en la cadera, y muchas eran las noches que le escuchaba gemir de dolor ante la pasividad del resto de sus hermanos.

Consciente del esfuerzo de su viejo amigo, Román le cogió del brazo y lo llevó junto a una pila de sillares que descansaban sin orden alguno en medio del claustro.

—Mejor será que tomemos asiento.

Zacarías asintió mientras apoyaba no sin esfuerzo su trasero sobre una de aquellas polvorientas piedras.

—¡Con lo que he sido yo en la vida! —protestó Zacarías mientras negaba con la cabeza, el pensamiento puesto en años lejanos de juventud perdida.

Román sonrió cómplice.

—¡Al fin una sonrisa! —exclamó el monje—. No la borres nunca de tu rostro, muchacho, porque esta vida es pérfida y traicionera como ella sola. Tal vez no te sirva de mucho, pero mostrar una amplia sonrisa es signo de confianza además de un misterio, pues nadie conoce el valor que tras ella se esconde.

Román miró a su viejo amigo a los ojos. Se empezaban a humedecer por la emoción acumulada, las lágrimas de un padre que ya ha perdido la esperanza de retener a lo que más quiere.

—¿Por qué pensáis que debería quedarme aquí con vosotros?

Zacarías le miró sorprendido y resopló antes de responder.

—Aquí tienes lo necesario para vivir, Román. Camas limpias, comida, un oficio, cultura y un futuro…

—Todo eso ya lo sé —cortó.

—¿Qué crees que te está esperando ahí fuera?

—¿Mi padre? —contestó Román con otra pregunta.

—¿Y si no das con su paradero en Toledo? ¿Qué harías entonces?

—Buscarme la vida como todo hijo de Dios. Buscaré un trabajo de lo que sea. No sé, tal vez en el campo o…

Zacarías le cortó con seriedad.

—Más vale escribir libros que plantar viñas, joven, pues quien planta una viña sirve a su vientre, mientras que quien escribe un libro sirve a su alma.

Román le volvió a sonreír.

Aquel hombre que años atrás le pareciese un gigante, se encogía ahora sobre su avanzada edad. Sus palabras y las de Robert siempre se acompañaban de buenos consejos, lecciones que sabía eran parte de aquella despedida que tanto daño les iba a causar. Les debía la vida, pues ellos le habían enseñado todo lo que sabía. Los recuerdos se sucedían cuando cerraba los ojos y en ellos veía a un mocoso que apenas sabía andar sin ayuda, las manos de aquellos hombres siempre prestas para acudir en su auxilio. Ellos le alimentaron y vistieron, pero fue más tarde cuando le formaron para aquel oficio para el que decían había nacido. Las letras, las palabras y las frases completas se fueron grabando en su memoria con facilidad bajo sus atentas y sorprendidas miradas. El latín y el romance quedaron atrás para dar paso a la caligrafía, que pronto se mostró excelente y hermosa, un duro aprendizaje que viendo los resultados más parecían hechos por la mano de Dios.

Pero nada de aquello colmaba sus aspiraciones. Necesitaba vivir, experimentar y descubrir por sí mismo. Sentía en el alma el dolor que provocaría su marcha a sus viejos amigos, pero la vida no esperaba a nadie y no podía esperar más de lo necesario.

—Lo siento, Zacarías —murmuró mientras le cogía de la mano—. Pero no hay vuelta atrás en mi decisión.

—¿Cuándo?

—No lo sé aún. Pero no más de un año.

Zacarías asintió invadido por la pena.

—Lo siento.

Pero de sus labios no salió ni una palabra, sellados por la esperanza perdida. Se alzó hasta el cielo cuan alto era y le dedicó una última mirada que no supo descifrar. En sus ojos no se descubría emoción alguna y se asustó.

La sola idea de pensar que sus viejos amigos dejarían de apreciarle por su decisión le entristeció. Pero también tenía claro que no se iba a dejar derrotar por las emociones. Su sangre fluía noble y distinguida entre las demás, heredada por un soldado de Cristo que jamás entregaría la espada hasta el final.

Debía honrarla con firme decisión.

Agotado, se dejó caer sobre su camastro. Inspiró con fuerza mientras perdía la mirada en el techo, la tenue luz de unas pocas velas como única compañía. Las sombras allí proyectadas le recordaron las imágenes que le habían sido negadas en la niñez, aquellas donde el perfil de su madre apenas existía, apenas unas sombras sobre rasgos velados. Intentó durante años recordar algo de aquella mujer a la que jamás volvería a ver por culpa de la miseria y el hambre. El único recuerdo que conservaba de ella aparte de la carta escrita con su propia sangre era la delicada y extraña cicatriz en forma de media luna que le había sido grabada a fuego en la palma de su mano derecha. Las imágenes de aquel momento se manifestaban borrosas en su memoria, nociones de un llanto al abrigo de un cálido cuerpo que lo mecía entre lágrimas.

Todos los días rezaba por su alma, que sabía azotada por la culpa y los recuerdos que ella sí conservaría. Debía de ser duro abandonar un hijo, pero más aún no saber nada de él.

Pensaba en su padre cuando escuchó la puerta del dormitorio.

—Perdón, pensaba que no había nadie.

Era el hermano Robert.

—Pasad —dijo Román mientras tomaba asiento en el borde del camastro.

—Venía a descansar un poco. No he parado en toda la mañana —se excusó el bonachón de Robert mientras se acomodaba en el lecho contiguo.

Román observó a su amigo con una media sonrisa.

Apenas había cambiado en los años que llevaba a su lado. Pero su conocimiento parecía crecer con el tiempo, un flujo de inteligencia que a veces le asombraba por su sencillez.

 

—¿Dónde habéis ido?

—Haciendo el balance de las ganancias y pérdidas que hemos tenido este último año. Es mucha la responsabilidad de ser tesorero, y no son pocas las propiedades de las que gozamos.

Román asintió comprensivo. El monasterio de Poblet poseía filiales como el monasterio de Piedra en Aragón, el de Benifasar en Valencia o el monasterio de Nazaret en Barcelona. También tenían jurisdicción sobre siete baronías y la concesión de sesenta pueblos y villas. Las cuentas de semejante patrimonio debían de ser ciertamente caóticas y solo las mentes privilegiadas como la de Robert serían capaces de dar con el resultado.

—Además, debemos elegir sin más dilación en los próximos días al batlle de una de las villas —explicó Robert mientras recostaba su orondo cuerpo sobre su camastro y apoyaba los brazos sobre la nuca—. Nunca me ha gustado tal responsabilidad. Siempre he pensado que deberían ser los propios vecinos los que tendrían que elegir a su alcalde.

Aquella libre mentalidad le había creado algún problema a Robert, pero nadie alcanzaba en oratoria a su viejo amigo y siempre conseguía silenciar a su oponente. Su buena voluntad se acompañaba de un sentido del humor que era muy mal visto en el interior de aquellos muros y que en ocasiones no se correspondía con la idea de un monje del Císter. Con los años comprendió que lo hacía con el único propósito de entretenerle a él, un niño que apenas veía sonrisas entre aquellos hombres de ropajes humildes y rostros sombríos consumidos por la fe.

Era un buen hombre. Le echaría de menos.

Parecía dormido, su barriga curvada hinchándose al compás de una respiración plácida y relajada. Pero apenas se tumbó cuando escuchó de nuevo su voz.

—¿Qué turbaba tus pensamientos antes de haberlos interrumpido con mi presencia?

Román giró la cabeza y vio que seguía con los ojos cerrados.

—No recuerdo nada de mi pasado, Robert.

El hombre resopló con fuerza.

—Eras muy pequeño, Román. Apenas tenías dos años cuando te encontramos junto a la iglesia.

—Solo conservo imágenes difusas, visiones borrosas que a veces confundo con sueños.

—Deberías encontrar el vínculo que te une a tu pasado. Y ese es tu padre.

Román alzó las cejas un tanto sorprendido.

—¿Me estáis diciendo que aprobáis que vaya en su búsqueda?

Robert negó.

—Solo digo que hagas lo que creas que es mejor para ti, pues nadie ata a un hombre libre como naciste tú.

Román asintió sin creer lo que escuchaba.

—Yo creía que…

—Ni una palabra más, muchacho —cortó Robert mientras se daba la vuelta en su camastro—. Necesito descansar.

Pero una sonrisa cómplice cruzó los labios del viejo monje.

Robert se despertó tras media hora de sueño. Al incorporarse con esfuerzo contempló con una sonrisa a Román, que dormía a pierna suelta como si se tratase de la primera vez en mucho tiempo, ya que su rostro mostraba la calma y la felicidad que recordaba en sus primeros años en el monasterio, perdida por las emociones que combatían en su interior. Arropó al joven con una manta y cerró la puerta del dormitorio con suavidad.

Necesitaba caminar y despejarse en medio de la noche y el silencio antes de cenar en el refectorio. Pero perdió el apetito acumulado durante la tarde cuando descubrió la silueta inconfundible de Zacarías entrando en el scriptorium. Algunos hermanos salían del interior por la falta de luz que habían suplido con velas que apagaban bajo la atenta mirada del armarius. Descubrió a su viejo amigo tomando el libro que Román estaba finalizando para el rey Jaime I de Aragón, la nostalgia esculpida en su rostro.

Levantó la mirada y le sonrió con tristeza.

—Está hecho por la mano de un maestro.

Robert asintió.

—He hablado con Román —susurró Zacarías—. Ha decidido marchar.

—Eso es algo que ya sabíamos —recordó Robert retirándole el libro de las manos. No veía necesario confesarle la conversación que acababa de mantener él también con el muchacho—. No os torturéis más, pues es ley de vida, hermano. Todos hemos abandonado alguna vez el nido que nos protege. Ha llegado su hora.

—Pero lo nuestro es diferente.

—No, Zacarías. Lo suyo sí es diferente. Apenas conoce nada del mundo exterior. No tiene recuerdos de su madre y menos aún de un padre que lo desatendió como se hace con un perro. Es normal que decida escapar del monasterio.

Zacarías asintió derrotado, pues bien sabía que Robert tenía razón. Román debía abandonar el monasterio para encontrar lo más preciado que tienen los seres humanos. La historia de uno. Su pasado. Pero la idea de no verle nunca más le partía el corazón. Aquel mocoso que diez años atrás se cruzó en sus caminos les había cambiado la vida. Su sonrisa y aquella mirada colmada de vida heló. Por eso le enseñó el oficio más prestigioso y delicado del monasterio que solventó con una naturalidad innata.

Pero había un problema.

—No lo sabe nadie, ¿verdad? —preguntó pasados unos minutos.

—¿Que se quiere escapar? —susurró Robert—. Creo que no.

—Pues más le vale, porque si llega a oídos del abad le va a poner bajo vigilancia permanente. A nadie le obligan a permanecer aquí adentro, pero Román es la mayor posesión que han visto estos muros. Intentará convencerle con buena oratoria a costa de su lozana ignorancia.

Robert asintió pensativo.

—Habrá que ayu…

—No —cortó tajante Zacarías—. Prefiero mantenerme al margen. No quiero saber cuándo se marcha. Eso es problema suyo. Además, no me gustan las despedidas. Sabes que deploro la idea de que nos deje.

Robert frunció el ceño y sonrió mientras Zacarías tomaba asiento en su mesa de trabajo en la que descansaba una obra de Platón.

—Le ayudaréis —susurró Robert.

Zacarías no contestó.

VALLADOLID, REINO DE CASTILLA

1 de marzo del año del Señor de 1270

El invierno se había vuelto holgazán y continuaba azotando la ciudad que presidía serpenteante el río Pisuerga. Sobre su corcel y protegido por su escolta personal, Pedro, rey de las dos Castillas, hacía acto de presencia en el castillo de Peñafiel. Situado estratégicamente por las condiciones del terreno, fue levantado años atrás con piedra caliza de Campaspero. La curva en forma de media luna de su trazado le otorgaba una imagen ondulante que armonizaba con su robusta y sólida belleza. Poseía una torre-caballero que se erguía como el mástil de los navíos reales en la mitad exterior de lo alto de la torre noroccidental. Las almenas, canecillos y marlones se revelaban en perfecto estado, al igual que el resto de la construcción, que mostraba el buen hacer de su señor. Todo allí era administrado desde la torre del homenaje con el escudo cincelado de la casa de los Girón.

El arranque en forma de cabeza tallada en la garita, situada en la mitad sudoeste de la torre, llamó la atención del joven soberano. Las otras garitas, colocadas en mitad de la fachada, descansaban sobre una repisa convencional de tres ángulos. El acceso hacia la torre del homenaje se realizó al nivel del primer piso, tras subir unas escaleras y flanquear el puente levadizo.

Pedro agradeció el calor que manaba de la chimenea bien alimentada por gruesos troncos que se abría como la boca de un lobo a su diestra cuando entró en la sala principal. Se acercó a su hermano, que esperaba en el interior de la sala junto al señor de Girón, hombre fiel y leal a la corona. Don Nuño González de Lara y Rolando de Ampudia también hacían acto de presencia aquella fría mañana. El abrazo entre hermanos dispersó las dudas de los que anunciaban una ruptura total entre ellos después de las diferencias que habían mantenido durante los últimos tiempos, pero el buen hacer del menor había arreglado aquellas discrepancias por el momento.

Después de los saludos pertinentes, el de Girón, como buen anfitrión, ofreció los más exquisitos vinos de aquellas tierras a tan ilustres invitados sin escatimar en cantidad. Tampoco faltó comida en abundancia, ya que se sirvieron raciones de embutidos, una oca asada, pescados ahumados y el más tierno pan, horneado a primera hora del día en las cocinas de la fortaleza. Para terminar, tarta de queso con miel y manzanas asadas que endulzarían aquellas bocas saciadas.