El zorro y los sabuesos

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Los dos se dirigieron hacia el auto de Murphy y Alex le pidió a un policía que se parara sobre las marcas de los pies del muerto y adoptara una posición erguida, similar a la que debió de tener Murphy antes de recibir el disparo. El agente lo hizo y Alex le pidió entonces al administrador que le mostrara la cámara que grabó los últimos segundos con vida de Robert Murphy. Se pararon debajo del dispositivo y Alex observó la escena mientras se hacía una representación visual de lo que acababa de ver en el vídeo.

—¿De dónde salió el disparo que le quitó la vida a este hombre? —preguntó mientras hacía girar una pulsera de cuentas negras que llevaba en la muñeca de su brazo izquierdo.

—Ay, no sé… Estoy tan nervioso —respondió el administrador, que creyó que la pregunta iba dirigida a él.

—Haga un esfuerzo, no es tan difícil —le pidió Alex, que advirtió con sorpresa la confusión del hombre.

—¿De esa casa? —dijo el administrador, y señaló una vieja vivienda en la acera de enfrente—. Ay, no puede ser, esa gente es buenísima, no creo que sean capaces. Ellos recogen perritos abandonados y los curan y les dan comida. Ellos no pueden haberle hecho esto a Murphy.

—No, señor —lo tranquilizó Alex—. El disparo no salió de ahí. El disparo vino de más lejos y de mayor altura.

El administrador miró entonces sobre la desvencijada casa y contempló atónito los edificios al norte: los más cercanos eran el 29 Midtown y un edificio en fase de construcción, en la calle 29 y la primera avenida. Un poco más al norte, otra masa de edificios, aunque más alejada de la escena del crimen, también se encontraba en el presunto cono del disparo.

—Voy a necesitar las grabaciones del último mes, incluso los días en que Murphy no trabajó —dijo Alex con tono autoritario—. También necesito toda la información que tenga sobre el señor Murphy y una lista con los nombres, número de teléfono y de apartamento de todos los inquilinos del edificio. Puede que lo citemos a usted, en caso de requerirse su declaración en la comisaría.

El inspector Ramírez dio unas últimas instrucciones a los policías y a la forense que trabajaba la escena, y subió a su F-150. Manejó hasta la calle 29, estacionó junto a las vías del tren, bajó del coche y se recostó en él. Una vez más jugó con la pulsera de cuentas negras. Era un ritual que lo ayudaba a concentrarse, durante el proceso de dar coherencia a la realidad fragmentada a la que se enfrentaba, siempre que debía resolver un acertijo. Observó el panorama: a su derecha el 29 Midtown, a su izquierda, en la acera norte, el edificio en construcción y, más alejado, otro grupo de edificios. Alex dedujo que el disparo debió de producirse desde uno de las dos edificaciones de aquella calle y no desde las que quedaban más al norte. Desde donde él se encontraba hasta el 25 Mirage habría unos cuatrocientos metros o poco más, y las construcciones al norte guardaban una distancia muy superior. Si a eso se le añadía que el disparo se produjo desde cierta altura, con la caída en la trayectoria del proyectil y el viento que soplaba en aquella zona tan cercana al mar, no cabía dudas de que el disparo se tendría que haber realizado desde la calle 29. Ahora quedaba averiguar cuál de los dos edificios era el que buscaba. El 29 Midtown ofrecía mejor visibilidad y mayor alcance, pero estaba habitado y, para realizar un disparo desde allí, el asesino debió de ser un residente o un visitante. De otra manera le hubiese resultado difícil franquear el acceso restringido al complejo sin levantar sospechas. La edificación en construcción, en cambio, era un escenario más fácil de penetrar y ofrecía una relativa privacidad.

Alex se acercó a la obra donde las grúas y los martillos neumáticos producían un sonido sórdido. Caminó hasta la esquina de la primera y la 29, y desde ese ángulo comprobó que el cercado de la construcción tenía un único portón de acceso ubicado en el lado de la calle 29. Estaba abierto, y llamó su atención que el candado en la cadena que le colgaba estaba cortado. Entró al patio y preguntó por la persona al frente del proyecto. Enseguida un obrero lo condujo hasta la base de una grúa donde un hombre de unos cincuenta años daba instrucciones a otros dos.

—Buenos días, soy el inspector del departamento de homicidios del MPD, Alex Ramírez. Estoy a cargo de la investigación de un incidente producido en la zona durante esta madrugada.

—Buenos días —respondió el otro—. ¿Se refiere al tipo que mataron en el Mirage? Todo el mundo habla de eso ¿Cómo puedo ayudar?

—¿Está usted al frente de esta obra?

—Sí, señor.

—Me gustaría hacerle algunas preguntas, si tiene cinco minutos.

—¿Qué quiere saber?

—¿A qué hora dejaron de trabajar ayer? —preguntó Alex.

—Creo que a eso de las ocho de la noche… Sí, a las ocho salimos los que quedábamos. Lo recuerdo porque antes de subir a mi carro mi mujer me llamó y me recordó que a las nueve teníamos una cena en casa con unos amigos.

—¿Siempre terminan a esa hora?

—Aquí no hay horario —respondió el jefe de obra—. Durante esta fase de la construcción paramos al anochecer.

—¿Ha notado usted alguna irregularidad en el área? ¿Algún merodeador desconocido, o algo similar?

—No.

—¿A qué hora empieza el trabajo, o al menos a qué hora abren todo esto y llegan los obreros?

—Por lo general la mayoría de nosotros estamos aquí a las seis y media de la mañana, aunque algunos se retrasan un poco por el tráfico. Ya conoce usted el tráfico de Miami.

—¿Quién fue el primero en llegar hoy? —preguntó el detective.

—Yo estaba aquí a eso de las seis, o unos minutos después porque necesitaba alistar unos planos que debo mostrar en una inspección que tendremos hoy.

—¿Notó algo diferente al llegar, algo ajeno a la obra?

—No. Que yo recuerde todo estaba en su sitio.

—¿Está seguro?

—Un momento —reaccionó el jefe de la obra—. Esta mañana me encontré que el candado del portón estaba cortado y la puerta entreabierta. Pensé que podría haber sido algún homeless que quiso pasar la noche. No es la primera vez que encontramos a alguno aquí dentro, aunque sí es la primera vez que cortan el candado.

—¿No cree que es un corte demasiado limpio? —Alex se llevó la mano a la barbilla.

—No había reparado en eso —respondió el jefe con las manos en los bolsillos.

—Yo diría que utilizaron una cizalla, ¿qué opina usted?

—Ahora que lo dice. —Sacó las manos de los bolsillos y prendió un cigarrillo—. El corte es limpio y parejo, ya no estoy tan seguro de que se trate de un vagabundo —concluyó.

—El candado era bastante grueso; la persona que lo hizo debió de emplear cierta fuerza. Con seguridad se trató de un hombre. Imagino que no tienen cámaras de seguridad en este sitio, ¿verdad?

—No, no tenemos —respondió el jefe de obra contrariado.

—No se preocupe, ha sido de gran ayuda —dijo Alex a modo conciliador—. En el caso de que necesitásemos más declaraciones suyas podríamos contactarlo, ¿verdad? —preguntó de manera retórica.

—Por supuesto, no tengo ningún inconveniente.

Alex se despidió del capataz y continuó su recorrido por las afueras de la obra. En lo alto de la pared de una pequeña tienda de herramientas, en la esquina suroeste de la 29 y la primera avenida, una vieja cámara de seguridad apuntaba en dirección al edificio en construcción. Pidió hablar con el encargado.

—Yo soy el dueño —dijo un hombre que estaba en los treinta y lucía con orgullo dos musculosos brazos tatuados—. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Efectuamos una investigación en la zona —explicó Alex.

—¿Es sobre el muerto del Mirage? —preguntó el otro.

—¿Qué sabe usted de eso?

—No, no… Yo no sé nada. Esta mañana vi a la televisión y todo aquel alboroto allí y paré a preguntar. ¿Es verdad que mataron al security?

Alex le hizo preguntas similares a las que le había hecho minutos antes al jefe de obra, con igual resultado: no sabía nada, nada estaba fuera de lo normal y no tenía idea de quién o por qué habrían matado al guardia. Alex le preguntó por la cámara de vigilancia en las afueras del edificio y esta vez sí obtuvo una respuesta positiva.

—Sí, sí, esa sí funciona. Es viejita porque si pongo una nueva me la roban o me la rompen los jodedores de este barrio.

—¿Mantiene usted grabaciones de lo que la cámara filma?

—Sí, claro —respondió el otro—. Solo de las últimas cuarenta y ocho horas.

—Imagino que será suficiente —respondió Alex—. ¿Puede usted mostrarme esas imágenes?

El joven sugirió al inspector que esperara mientras traía lo que le pedía. Al cabo de un minuto, regresó con una computadora portátil y se la entregó al agente. Alex aceleró la película hasta llegar a las ocho de la noche anterior. Comprobó que algunos autos abandonaban la obra en construcción y que el propio jefe de obra se aseguraba de echar cadena y candado al portón antes de desaparecer por la calle 29, en dirección oeste. Una vez más aceleró la velocidad de la película y la detuvo en el momento en que una motocicleta apareció en escena, justo frente al portón de la obra en construcción. El conductor usaba mono y casco de color negro y llevaba cruzada a la espalda una funda rectangular del mismo color. Después de asegurarse de que nadie lo observaba, valiéndose de una cizalla, de un solo corte abrió la cerradura del portón y entró a la obra.

—Voy a necesitar este material —dijo Alex.

—Sí, claro, no hay problema con eso —respondió el dueño de la tienda.

—¿Tiene usted alguna otra copia?

—No, no, esa es la única.

—¿Está seguro de que no hay otra?

 

—Yo no guardo copia de nada de eso. Aquí nunca pasa nada. Solo tengo esas grabaciones por si rompen algo. Si quiero reclamar al seguro debo tener todas las pruebas posibles. Esos hijos de puta le cobran a uno una fortuna, pero a la hora de pagar buscan miles de excusas.

—Está bien —respondió el investigador—. Me lo llevo —dijo conectando un flash drive a la computadora y descargando el vídeo que acababan de ver—, nos pondremos en contacto con usted dentro de las próximas veinticuatro horas. Muchas gracias.

Capítulo 4

Miami, 1975

Una semana después de que Janet le dijera a Jimmy que estaba embarazada, el chico aún no se había aparecido con alguna solución. Por el contrario, se escabullía, y cuando la veía venir por algún pasillo de la escuela se alejaba o cambiaba de ruta valiéndose de cualquier pretexto. La joven sospechaba que algo no andaba bien y alimentaba un temor que no era capaz de definir.

Un día, la paciencia se le agotó, y entonces buscó la forma de que coincidieran hasta que al fin lo encontró en el comedor. A la vista de sus amigos y de otra treintena de estudiantes, se plantó frente a él para exigirle explicaciones por sus evasivas.

—Ahora no —le pidió él con el rostro encendido por la vergüenza.

—¿Y entonces cuándo? —preguntó ella con voz quebrada y ojos líquidos—. No apareces por ningún lado y me evitas todo el tiempo. Por eso he venido a buscarte.

—Esta tarde, después de que salgamos del colegio, espérame donde siempre —respondió el chico en baja voz. Inmediatamente después se alejó.

A la hora acordada, el Oldsmobile se detuvo en la misma esquina de siempre y Janet subió a él. Condujeron durante un cuarto de hora sin pronunciar ni una palabra, hasta que entraron al estacionamiento de un supermercado. Jimmy, sin apagar el motor, detuvo el coche en una esquina de la plazoleta, alejada de la entrada principal de la tienda. Junto a ellos solo se encontraba estacionado un auto vacío.

—¿Puedo saber qué te pasa? —preguntó.

—¿Qué me pasa? En todo caso, ¿qué te pasa a ti? —respondió Janet.

—No tenías por qué armar ese espectáculo en el comedor, delante de mis amigos. Acordamos mantener lo nuestro en privado.

—Nosotros no hemos acordado nada —se defendió ella—. Las cosas sucedieron de esa manera porque yo sabía que a ti te da pena que te vean conmigo, y fui tan tonta que te seguí la corriente. Pero no hubo acuerdo de ningún tipo.

—Bueno, está bien. Di de una vez qué es lo que quieres.

—¿Cómo te atreves a preguntarme eso? ¿Acaso no sabes bien de qué quiero que hablemos? Hace más de una semana que no sé nada de ti. ¿Cómo quieres que reaccione?

—No hay necesidad de exagerar —dijo él—. Una semana no es demasiado tiempo.

—¡Jimmy, estoy embarazada! —enfatizó ella tomándole de la barbilla con una mano—. Vas a ser padre, vamos a tener un hijo. No puedes desaparecer, estoy asustada y no sé qué hacer ni con quién hablar.

—No afirmes cosas que no puedes probar —se atrevió a responder el muchacho.

—Claro que puedo afirmarlo. Siempre he sido muy estable en mis días de regla. No tengo duda alguna, estoy embarazada.

—No me refiero a eso —agregó él con mirada evasiva. A Janet se le clavó una punzada en el estómago.

—No hagas esto —dijo ella, con voz apagada y ojos anegados, al comprender lo que estaba a punto de ocurrir—. Tú no eres igual a los demás. Eres mejor y yo sé que me quieres. No lo hagas, por favor.

—¿Qué sabes tú cómo soy yo? —explotó el muchacho—. ¿Qué sabe nadie cómo soy ni qué es lo que quiero? Ni tú, ni mis padres, ni nadie pueden saber quién soy porque a nadie se le ocurre preguntarme. A nadie le importa saber qué quiero yo.

—¿Y qué es lo que quieres, Jimmy? —preguntó ella casi en un susurro.

—Quiero… Quiero…

—¿Qué quieres?, di de una vez.

—¡Quiero que me dejen en paz! —Esta vez apagó el motor del auto y salió de él. Janet lo siguió y se pegó a su espalda. El chico tenía la camisa mojada de sudor. Ella le rodeó la cintura con los brazos.

—Comprendo que estés asustado —le dijo—; yo también lo estoy, es normal. Ya verás que juntos vamos a poder arreglárnosla. Faltan apenas unos días para que te gradúes y entonces podrás trabajar a tiempo completo. Yo también puedo conseguir algo que hacer durante el verano, mientras avanza el embarazo. Después ya veremos. A lo mejor encontramos un apartamento pequeño. Algo con un alquiler que podamos pagar y donde podamos tener a nuestro hijo.

—¿Qué dices? —protestó él deshaciéndose del abrazo—. ¿Te estás escuchando? Yo no voy a quedarme en la tienda de mierda esa. Yo tengo planes, voy a ir a la Universidad, voy a jugar en un buen equipo de football y me voy a largar de Miami. Quiero vivir en una gran ciudad, lejos de esta porquería.

—Entonces, Jimmy, tendrás que contarles todo a tus padres. Seguro que ellos podrán ayudarnos de alguna forma, porque sabes que con mi madre no podemos contar.

—Mis padres no quieren saber nada de ti —respondió Jimmy.

—Así que eso es lo que pasa, ¿verdad? Ya hablaste con ellos y te dieron la espalda. ¡No lo puedo creer! No importa, si no nos quieren ayudar saldremos adelante nosotros solos. Ya lo verás. De una manera o de otra vamos a conseguir que todo nos salga bien con nuestro bebé.

—¿Cómo puedes estar segura de que el niño es mío? —preguntó el chico con el rostro y los brazos húmedos de sudor.

—¿Qué rayos dices? —explotó ella.

—Yo no sé si te has revolcado por ahí con otro y quieres que sea yo quien pague los platos rotos.

—¿Acaso eres idiota? —Le golpeó el hombro con la palma de la mano—. ¿Cómo se te ocurre una cosa así?

—Mi padre tiene razón. No puedo asegurar que ese chiquillo sea mío. Tú vives… Tu casa es. Ya sabes a que me refiero. Tu madre siempre tiene hombres allí y yo no sé lo que pueda haber pasado contigo.

—Eres un cobarde, Jimmy. Un imbécil y un cobarde que no merece nada. No creí que llegaría el día en que tuviera que llamarte miserable. Te odio y lamento mil veces haberte creído y haberte dado todo lo que te di, porque los de tu tipo no merecen nada. Yo te creía diferente al resto, ya veo que me equivoqué, eres igual a ellos, eres el peor de todos los miserables del mundo.

—Deja de chillar, que la gente mira —le dijo él al darse cuenta de que llamaban la atención.

—A mí no me importa que la gente se entere de quién eres. Sí, que sepan que eres el cobarde que me embarazó y después me dio la espalda. Porque eso eres, el tipo más ruin que he conocido, alguien que no vale nada.

Él trató de taparle la boca y ella se defendió. Forcejearon durante unos segundos y la riña se tornó violenta. En medio del esfuerzo, Janet se soltó aprovechándose de que el sudor les volvía las manos resbaladizas. La inercia le hizo dar unos pasos atrás en busca de equilibrio. En la maniobra se le torció un tobillo y cayó de espaldas. Al caer se golpeó la cabeza contra el parachoques del coche. Jimmy se agachó y vio que estaba aturdida.

—Janet, Janet, respóndeme —le dijo, pero ella estaba demasiado desorientada. Entonces el muchacho se puso de pie y miró en derredor. Una señora que traía las bolsas de la compra en las manos, y venía acompañada de un niño, se dirigía adonde ellos estaban. Jimmy pensó que se trataría de la dueña del auto estacionado cerca de ellos. Enseguida el muchacho dejó a Janet en el suelo, subió a su coche y lo puso en marcha. Al pasar frente a la señora con el niño aminoró la velocidad y le gritó desde su asiento que una chica acababa de sufrir un desmayo y que él iba a avisar a alguien, que la acompañara mientras llegaba la ayuda. Con un gesto le indicó dónde se encontraba la desmayada y salió a toda prisa del estacionamiento. La señora llegó enseguida adonde estaba Janet, que ya intentaba ponerse en pie. Le dijo que no se moviera. El vigilante de seguridad del supermercado se había percatado de que algo sucedía y ya se acercaba corriendo. En cuanto llegó, la señora le pidió que llamara a una ambulancia inmediatamente.

—Todo va a estar bien —le dijo la mujer a Janet para calmar la ansiedad de la chica.

—Lo he perdido —respondió Janet sin conseguir controlar el llanto que afloraba.

—¿A quién has perdido, criatura?

—A Jimmy —respondió—. He perdido a mi novio.

—¿Le ha pasado algo? —preguntó la señora confundida.

—Sí —respondió ella con los ojos anegados—. Se ha convertido en un cobarde de la peor clase.

—Entonces no debes llorar —le respondió la mujer estrechándola entre sus brazos en un gesto maternal—. Nadie quiere tener cerca a uno de esos —agregó.

Janet notó entre sus muslos un calor líquido y pegajoso. Cuando miró bajo su falda, vio que una mancha roja impregnaba sus bragas, y de ella nacía un reguero de sangre que se deslizaba lentamente hacia las rodillas.

Capítulo 5

Miami, época actual

—¿Qué tienes sobre el caso Mirage? —preguntó el sargento Carter en cuanto Alex entró a su oficina el lunes a primera hora—. Dame lo que tengas, Alex. Necesito ir con algo a ver a los de arriba, han pasado más de cuarenta y ocho horas y no puedo aparecerme ante el jefe sin nada.

—Hemos identificado desde dónde se produjo el disparo y tenemos imágenes del presunto asesino —respondió el detective de mala gana—. Durante la madrugada del crimen, una cámara de seguridad de una tienda de herramientas registró que un motorista cortaba la cerradura de una obra en desarrollo en la esquina de la 29 y la primera avenida en el noreste, a escasas cuadras del 25 Mirage. El sospechoso penetró al complejo a las 12:40 AM y no salió de él hasta las 5:45 AM. Por otro lado, el rigor mortis indica que Robert Murphy murió a las 5:30 AM y los de balística aseguran que lo mató un proyectil calibre 7.62 mm. Por el ángulo de entrada en el cráneo de la víctima, se estipula que el disparo se efectuó a una distancia aproximada de doscientas yardas, y a una altura de treinta y seis. Con estos datos y con las imágenes de la cámara de seguridad de la tienda, realizamos un registro detallado en el edificio en construcción. A partir de las conclusiones de la forense, centramos nuestra búsqueda en los pisos comprendidos entre el diez y el quince del ala sureste de la edificación. En un apartamento del piso doce encontramos una botella mediada de agua, huellas de botas talla diez y medio y, en el hueco de una ventana, marcas de un bipod assembly que presuntamente utilizó el asesino para apoyar el rifle. La botella de agua está siendo analizada en el laboratorio. No hemos podido recuperar el cartucho.

—¿Y todo eso en un fin de semana? —preguntó el jefe atónito—. ¿Cómo coño conseguiste que los de balística y medicina forense te entregaran esos informes tan rápido?

—Si tengo que enfrentarme a las amenazas de mi mujer por no pasar tiempo con mi hija, entonces mejor hago que valga la pena este fucking muerto, ¿no cree, sargento Carter?

—Alex, lo siento, de verdad. Sabes que no quiero ocasionarte más problemas con tu mujer, pero estoy hasta el cuello. Las elecciones se nos vienen encima y nadie quiere tener más cagadas de las que ya tiene. Esto puede ser un talón de Aquiles para el alcalde y los comisionados, por eso te necesito en el caso. Además, muchacho, reconócelo, tú tienes un olfato único. Me sobra gente que analice evidencias, es cierto, pero como tú, no tengo otro. —Guardó silencio y esperó la reacción del detective, que permaneció también sin decir nada—. ¿Y del móvil? ¿Tenemos algo del móvil? —preguntó al ver que Alex no se inmutaba.

—Los del laboratorio aún examinan los datos del teléfono encontrado en la escena del crimen porque, además de romperse, cayó en un charco de agua y se arruinó por completo. La víctima no tiene antecedentes y es demasiado pronto para establecer un móvil.

—¿Qué sugiere el MO?

—No me atrevería a asegurar nada aún —respondió el inspector, que esa mañana tenía cara de muy pocos amigos y unas ojeras que le cubrían medio rostro—. Hay algo más. En la pared, debajo de la ventana donde se emplazó el fusil, encontramos grabada con marcas recientes la frase «Anger cannot be dishonest».

—¿Y eso que significa?

—Ni idea.

—¿Tiene alguna relación con el crimen? Me refiero a si fue escrito por el asesino o si ya estaba allí.

—No sé nada, Carter. Es muy pronto aún. Si lo escribió el asesino, el caso puede ser más complicado de lo que creemos.

—¿Por qué dices eso?

—Es un presentimiento. Sabes que no me gusta sacar conclusiones apresuradas.

—¿Crees que sea otro John Allen Mohamed? —preguntó el sargento rascándose la calva.

 

—No lo sé —respondió Alex haciendo girar su pulsera mientras mantenía la mirada clavada en el suelo—. Hay que tomar en consideración todas las hipótesis, aunque la idea de otro Mohamed no me convence. El francotirador de Virginia elegía a sus víctimas al azar y este, en cambio, esperó durante unas cinco horas para cometer el homicidio. Eso nos dice que en este caso la víctima no fue casual. Pero ya lo he dicho antes, sargento, sería imprudente desechar cualquier hipótesis.

—Muy bien, Alex, muy bien. Mantén el curso de la investigación, y antes de que termine el día entrégame un informe con todo lo que tienes hasta el momento. Mañana a primera hora ofreceremos una declaración a la prensa y tenemos que estar preparados —dijo el sargento. Después llenó dos tazas con el café de una cafetera.

—Bebe un poco, hombre —le dijo extendiéndole una a Alex—. Estás hecho mierda.

El inspector tomó un sorbo y se alisó el cabello con la mano. Se notaba cansado y de mal humor. Traía la ropa arrugada, la cara sin afeitar y a leguas se podía adivinar que no había dormido.

—¿Algún rasgo característico en la fisionomía del presunto asesino? —preguntó el sargento Carter después de un sorbo de la infusión—, ¿algo que darles a los muchachos?

—No —respondió Alex tajante—. Las imágenes no son muy buenas. Por lo que se puede ver no es alguien demasiado grueso y la altura es indefinida porque en ningún momento sale erguido.

—¿Has hablado con los de la forense para que te ayuden con la fotografía?

—¿A qué te refieres? —se interesó Alex.

—Fotogrametría —respondió el sargento—. Los muchachos de la forense pueden determinar la altura de un sujeto mediante una técnica de fotogrametría digital analítica. Ve adonde ellos y diles lo que necesitas, ellos sabrán qué hacer.

—¡Excelente! —respondió el inspector con excitación—. Ahora mismo voy a verlos.

—Un momento, un momento —lo interrumpió Carter—. Antes quiero que me acompañes al salón de conferencias. Es sobre el caso Kaplan.

—¿Qué hay con eso?

—La nueva psiquiatra forense nos hará una exposición que necesitamos escuchar.

—¿La nueva psiquiatra? —preguntó el inspector confundido.

—Sí —respondió Carter mientras emprendían la marcha fuera del despacho—, se llama Rachel Robinson, es inglesa, graduada con honores de University College London. No es solo psiquiatra; es también detective de homicidios con especialidad en criminal profiling. Durante varios años perteneció a la Metropolitana; estaba encargada de los perfiles de asesinos seriales. Hace un mes o poco más que vive en Miami. No me preguntes por qué eligió esta ciudad porque no lo sé. Confórmate con saber que nosotros nos ganamos el premio.

—Estos shrinks no me caen nada bien —dijo Alex con desgano—. Todos creen que pueden resolver los casos desde un sillón; sería bueno ponerlos en las calles a ver de qué son capaces. En fin, veamos con qué viene esta.

—Un dato curioso, Alex —le dijo Carter que apoyaba su peso sobre un bastón de madera al caminar—: esta inglesa fue parte de un programa de entrenamiento en las SAS. Su expediente destaca resultados más que favorables en el período de entrenamiento y en los operativos del programa experimental de las fuerzas especiales británicas. Después de un tiempo se dedicó a estudiar y a trabajar de loquera forense con la Policía. Tal parece que esta sí sabe lo que es estar en contacto con el peligro real.

Cuando el investigador y el sargento entraron al salón de conferencias, se encontraron a media docena de hombres sentados alrededor de una mesa. En la cabecera, una mujer metía la nariz en una montaña de papeles donde hacía marcas con un lápiz. Tenía manos grandes y llevaba el cabello muy corto y pegado al cráneo, con un estilo varonil que resaltaba el cuello esbelto y la mandíbula cuadrada.

Frente a ella se enfriaba el té en un vaso de cartón. Evitando hacer ruido, el detective tomó asiento en una silla junto a la puerta. Al cabo de un minuto la mujer alzó la cabeza, se quitó los lentes, bebió un sorbo del té e hizo una mueca de desagrado al sentirlo frío. Dejó el vaso a un lado y al fin habló con marcado acento británico:

—«¿Acostumbras a sentir emociones inexplicables? ¿Alguna vez has perdido el control de esas emociones? ¿Esas emociones, tienen nombre?». Estas fueron las primeras preguntas que el doctor Neal le formuló a Christopher Kaplan después de su detención y a las que Kaplan respondió de la siguiente manera: «Sí, sí, Phyllip». —Hizo amago por beber otro sorbo de té, pero al instante rechazó la idea—. Las bases de la defensa se crearon a partir de esta interacción entre el doctor Neal y Kaplan —continuó—. Sin dudas es una defensa débil y vulnerable, no solo por las evidencias recaudadas de manera tan eficaz y por el excelente trabajo de investigación, sino por la aceptación generalizada de que en la psicología moderna no existe el síndrome de personalidades múltiples. Todo eso no fue más que una corriente psicológica, un trastorno inducido por terapeutas, perpetuado por una interminable artillería de literatura y películas de Hollywood. —Se dio unos golpecitos en los dientes con la goma del lápiz—. A lo largo de su vida adulta —continuó—, Christopher Kaplan ha estado bajo estricta observación en múltiples instituciones psiquiátricas. Ninguna de estas instituciones ha documentado nada respecto a Phyllip. Este personaje no se hizo presente en la vida de Kaplan hasta que fue detenido por el asesinato de Samantha Díaz.

En ese momento advirtió la presencia del investigador Ramírez. Entonces dirigió su atención hacia donde se encontraba él, y prosiguió con la explicación.

—Phyllip no secuestró a esa niña de nueve años. No la ató desnuda a una cama de hierro en el sótano de su casa. Con seguridad no fue él quien filmó las dos interminables últimas horas de vida de la niña, que se desangraba después de que su secuestrador le mutilara los genitales con una cuchilla para cortar cartón. Esas atrocidades no pudieron, en ninguna circunstancia, ser cometidas por Phyllip, porque Phyllip no existe. Christopher Kaplan es en estos momentos tan consciente de sus acciones como lo fue en el momento que cometió el crimen.

—¡Excelente! —dijo el sargento Carter acercándose con paso pesado a la mujer—. Con su testimonio, la fiscalía echará por tierra los argumentos de la defensa en la apelación y ese animal se pudrirá en la cárcel o se irá derecho a la silla. Entrégueme cuanto antes un informe con todo ese análisis, por favor.

—Por supuesto, sargento Carter. Lo tengo casi listo sobre mi escritorio —respondió ella poniéndose de pie y sonriendo con afabilidad.

—Inspector Ramírez, le presento a…

—¡Doctora Rachel Robinson! —Se adelantó ella con la mano extendida—. Es un gusto poder conocerlo al fin. Todo el mundo habla de usted.

—No preste atención a las habladurías de pasillos —dijo Alex—. Son siempre exageraciones, créame.

El ojo izquierdo de la doctora estaba cruzado por una marca que le llegaba hasta más abajo del pómulo. A Alex le pareció que era muy alta porque junto al sargento semejaban tener la misma estatura.

—Lo felicito —dijo la mujer—. Ha hecho usted un trabajo de investigación excelente en el caso Kaplan.

—No ha sido nada.

—No hay necesidad de que sea usted modesto. Su trabajo en este caso ha sido estupendo, relevante diría yo. He tenido oportunidad de estudiar sus métodos y estoy convencida de que no cualquiera hubiese sido capaz de hacer el análisis que usted hizo. Me atrevería a asegurar que es usted un eidetiker.

—No, no. Yo no tengo nada de psíquico —respondió Alex con la mirada dispersa para no ver la áspera marca sobre el ojo de la mujer.

La doctora no dejó pasar por alto el gesto. Guardó silencio durante un par de segundos antes de continuar hablando.