Czytaj książkę: «Asja»
ASJA
Roser Amills
ASJA
Amor de dirección única
Primera edición: octubre de 2017
© Roser Amills
Autora representada por Vega & Sevilla Literary and Film Agency
© Editorial Comanegra
Consell de Cent, 159
08015 Barcelona
Primera corrección: Lucía Giordano
Segunda corrección: Nuria Ochoa
Diseño de cubierta: Virgínia Pol
La editorial no ha podido conocer el nombre del autor o propietario de la imagen de cubierta, pero reconoce su titularidad de los derechos de reproducción y su derecho a percibir las compensaciones que correspondan.
Diseño y maquetación: Eduard Vila
Producción del ePub: booqlab
ISBN: 978-84-18857-31-7
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ÍNDICE
Berlín, 1955
Lo que había en ella que había sido él
Berlín, 1900
Hacia Watt
Intuición filosófica
De la paz a la guerra
¿Héroe o culpable?
La primera encrucijada
La decisión de Dora
Una ilusión y un desengaño
Juntos y separados
Muchas formas de perderse
El camino de la improvisación
La isla de la sirena: Capri (1924-1925)
Equipaje ligero
Encuentro en Capri
Visita de cortesía
Jaque mate
Tu séptimo día
Conversaciones con Reich
Viaje a Nápoles
Perder el norte
Por el camino del descuido
Escala en Barcelona
La gran decepción
Funeral en Berlín
Del imposible encuentro al imposible adiós
Viaje a Moscú (1926-1927)
Asja y el sanatorio Rott
Tránsitos espirituales
Berlín, París, Montecarlo, Córcega…
Asja reaparece
El divorcio
Encefalitis
Una absurda barbaridad
Odesa
Como volutas de humo
La última llamada
Casarse o suicidarse
Caparazón de tortuga
Epílogo: el juego final (Moscú, 1956-1979)
El pasado nos mira
Las respuestas de Asja
Razones para esta novela
Cronología
A mi abuela Catalina, a mi tío Juan, a mis hermanos y a mis padres, por apoyarme desde la distancia. A mis hijos, Marcel y Joan, por hacerlo a pesar de la proximidad. Y a mi abuelo Miquel, in memoriam.
Eso que son derivas para otros, para mí son los datos que marcan el rumbo.
WALTER BENJAMIN
Berlín, 1955
Lo que había en ella que había sido él
Cuanto más se sabe, más se sufre.
(Ecl 1-18)
El amor, lo mismo que el dolor, tiene la cualidad de ser difícil de cuantificar. Paradójicamente, esa dificultad ayuda a dar la medida justa de ambos. Juntos, dolor y amor adquieren una consistencia que se puede tocar —y medir— con una precisión que da escalofríos.
Esto sucede sobre todo cuando te das cuenta de lo mucho que has amado porque sientes una lástima inmensa al tratar de rescatar ese amor de un olvido de exactamente el mismo tamaño, y es justo lo que le ocurrió a Anna Ernestowna Liepina aquella tarde de octubre de 1955. Aturdida tras un viaje largo y pesado de Moscú al Berlín comunista para visitar a su amigo Bertolt Brecht, tuvo aún que dar vueltas durante una hora para encontrar la dirección.
La capital no se parecía en nada a la ciudad que había visitado tiempo atrás, estaba ahora irreconocible: una amalgama de ensueño y catástrofes aquí y allá, de edificios bombardeados a medio reparar; y no habían recolocado aún las placas de las calles. En su lugar, como gritos, grafitis del final de la guerra, de familias que advertían a sus hijos de nuevos domicilios para que aquellos que regresaran del frente con vida supieran dónde encontrarlos.
Eran casi las cinco de la tarde cuando subió la escalerilla de madera y llamó al 125 sin haber parado siquiera a comer. Justo un bloque del barrio de Mitte al fondo de un patio empedrado, tal y como Brecht lo había descrito. Quieta ante el portal, oyó ruido de muebles arrastrados o algo parecido dentro; por encima de ella, a un piso de altura, un pájaro de color acero sacó la cabeza de un nido en un hueco de la fachada y graznó hacia abajo.
Era, sin duda, el ave conveniente para una casa tan próxima al cementerio, pero traía consigo un escalofrío que venía de Siberia, la tierra de la muerte blanca, y ella tragó saliva, repugnada ante la visión. El cuervo le guiñaba un ojo que la conectaba con desagradables recuerdos, pero, por suerte, la puerta del 125 se abrió a tiempo para evitar la arcada.
Helene Weigel, tan tiesa como la recordaba, vestida de color oscuro pero más maquillada. Esta vez sonreía. Le gustó el ramo: flores pequeñas, blancas, modestas. Dio las gracias con una amable caída de ojos. Quizás la segunda esposa de Bertolt ya no sentía celos, aunque era imposible adivinarlo.
—Me alegra verte, pasa… Bert está reunido, para variar.
—No quiero molestar, si no es buen momento…
—¡En absoluto, Asja, por favor!
Asja era el nombre de guerra de Anna. Pocas personas quedaban que conocieran su nombre de pila y la llamaran así. Ya había impuesto el de Asja en la universidad, que luego juntó con el apellido de su primer marido, del que se había divorciado hacía mil años.
—Dame tu abrigo... Oh, cuidado: luchamos contra un ataque de termitas y apenas se puede cruzar este laberinto. Estoy a punto de hacer las maletas y marcharme… Te ruego que disculpes el desorden.
En efecto, la casa de los Brecht era un caos en toda regla: había pilas de libros por todas partes y carpetas llenas de papeles. Las habitaciones tenían los techos muy altos y aquí y allá había daguerrotipos, un rollo desplegado con un poema de Mao, varias mesas de escritorio cubiertas de papeles y sillas de diferentes diseños y colores que daban al conjunto un aspecto sumamente acogedor. ¡Qué suerte para Brecht y su esposa haber podido conservar esa biblioteca! A Asja no le quedaba nada. Libros, apuntes, cartas… fotos, incluso: todo destruido o requisado.
—¿Oyes los insectos? —exclamó Helene, como desde otra habitación.
—Disculpa, ¿qué has dicho, Heli? —titubeó.
—Te hablaba de las termitas.
—¿Dónde?
—Aquí, a nuestro alrededor. Se comen los muebles y los libros. De noche y de día… ¿Las oyes?
Asja aguzó el oído, tratando de situar esa vibración. Solo veía aceites desinfectantes y trapos desperdigados por los estantes vacíos. Su mirada se hacía febril por momentos. ¿Tenían los Brecht dos o tres mil volúmenes?
—¿Estás bien, querida? No tienes buen aspecto.
—Sí, bien, Heli…
—Estás pálida. Siéntate, por favor.
—¡Oh, no te preocupes, Helene! Estoy bien, el desinfectante me habrá mareado y apenas he descansado durante el viaje… ¿Te importa que fume?
Asja llevaba años sin dormir más de tres o cuatro horas, pero no podía pasar ni media sin un cigarrillo.
—Por supuesto que no. Ahí tienes un cenicero de los buenos tiempos.
Le señalaba uno con el cartel de una película que habían rodado años atrás Brecht y ella.
—Veo que no lo has dejado. Esos cigarrillos van a acabar contigo, Asja… ¿Teníais tabaco en el campo?
—Oh, sí —se encogió de hombros, evasiva. Temía el inicio de un interrogatorio—. Este mismo, a veces. El más barato. ¿Quieres uno, Heli?
Helene no daba crédito. Asja todavía fumaba majorka, ese tabaco de tan mala calidad que desde quién sabía cuándo los campesinos plantaban, recogían, secaban y cortaban en trocitos con molinillos artesanales. Lo rechazó: prefería mil veces los suyos a aquel tabaco pestilente de rusa comunista.
—¿Cómo puedes fumar eso?
—¡Ya me conoces! Soy una mujer de costumbres...
Asja no fumaba otra cosa desde jovencita. Poco más quedaba ya de aquella muchacha; quizás solo el carácter. Una cana en la ceja, un día tras otro en las arrugas de la cara, el cuello lleno de surcos y los hombros desequilibrados como una silla rota y esa verruga como una mosca doméstica sobre la barbilla. Y no tenía ganas de conversar, aun a sabiendas de que los espíritus curiosos como Helene no dejan de ser espíritus furiosos si no reciben respuestas… Pero peor lo había llevado con los espíritus supuestamente indiferentes: esos, bien lo sabía, podían resultar mucho más furiosos.
—En fin, Asja, disculpa mi curiosidad —y la miró con expresión trágica—. Me ha contado Bert lo de Siberia y… Supongo que habrá sido duro.
Quería saber más. En vano, trataba de dominar ese tipo de codicia. Como todos a cuantos había visitado ya Asja, Helene ansiaba conocer detalles sobre la vida en el campo de trabajo, las relaciones entre presos y mandos, lo que hablaban, qué se comía…, pero Asja albergaba demasiados malos recuerdos como para compartir todo aquello y cambiaba de tema sin parecer maleducada. ¿Cómo confesar que estaba contenta, en el fondo, de haber sido detenida, porque así se había salvado de horrores como la hambruna del sitio de Leningrado que se produjo entre el cuarenta y uno y el cuarenta y cuatro? La hija de Asja le había contado con lágrimas en los ojos que, en su ausencia, las autoridades soviéticas obligaron a los civiles a cavar trincheras, construir refugios, reforzar fortalezas, colocar alambres de púas… Cientos de miles de familias murieron de frío y hambre en sus hogares. Fueron casi novecientos días, durante los cuales empezaron a comerse a los caballos, después a los perros, a los gatos… Cuando estos se acabaron, se formaron bandas organizadas, como aquel grupo de una veintena de caníbales que —se decía— se dedicaban a interceptar los correos militares para comérselos. Los cadáveres de los niños desaparecían de las calles y en un lugar de Zelenaya donde se vendían patatas le pedían al comprador que mirara dónde se las guardaba y, cuando este se agachaba, lo golpeaban con el hacha en la nuca… Unas caladas más y a Helene no le pasó ya inadvertido el temblor de la mano, mientras Asja, una y otra vez, volvía a encender ese cigarrillo que se apagaba, que cargaba tanto en su interior. Sí, dijo con un guiño, era un tabaco terrible al que se había acostumbrado; y menos mal, porque no había otro en Siberia, aunque calló que aquellos cigarrillos del frío fueron maravillosos porque se fumaban en común. Una presa encendía uno, daba tres chupadas y se lo pasaba a otra, y así circulaba en la oscuridad del barracón. Si alguien daba una calada demasiado larga, enseguida se oía un reproche: «¡No te pases!». No iba a contarle nada de todo aquello a cualquiera. Asja era, bajo su discreto disfraz, una piel dura difícil de rasgar.
—Fue duro, Helene, sí. Digamos que ha sido el invierno más largo de mi vida… —inhaló cuanto humo pudo, pues aligeraba así el peso en el estómago—. Pero cuéntame tú: ¿qué tal os va en Berlín a Bert y a ti?
—Bien, bien, no podemos quejarnos… —suspiró la anfitriona—. No quería incomodarte. Deja que te ayude a quitarte el abrigo y la bufanda, por favor.
Sin el largo gabán, Asja parecía aún más delgada: cualquier corriente de aire se la podría llevar fácilmente, pensó Helene.
—Acompáñame, Asja…
Helene miraba sin parar el reloj de pared, con disgusto.
—¿Y qué te parece si vamos a la cocina y preparamos un té mientras esperamos que Bert termine con su visita? Tengo un buen contacto en el mercado negro… Te encantará este té verde.
Helene la trataba como a una niña o, peor, como a una enferma. Pasaron al lado de otro escritorio con un pequeño asno de madera de cuyo cuello colgaba un letrero: «También yo debo entenderlo». La cocina olía a col hervida y recibía una luz muy blanca por el ventanal. Helene llenó la tetera de agua en silencio y se dispuso a rebuscar tazas y té en los armarios.
—En cambio tú, Helene, tienes mejor aspecto que nunca. ¡Ya me contarás cómo lo haces! —trató Asja de halagarla para romper el hielo.
No era así, se dijo Helene. Lo decía para ser amable. La última vez que se habían visto, Helene la había echado de casa; pero las cosas podían haber cambiado, quizás.
—Me temo que el mérito no es de Bert —murmuró entre dientes, con un guiño—. Aún corretea como un gato en celo. Me ha dado poca paz.
—Recuerdo que era incorregible y ya imaginaba que no iba a cambiar con la edad, pero siempre ha sido honesto.
Bert era un hermano para Asja, un amigo, y no podía evitar defenderle.
—Tú sigue así, Asja, fiel a tus principios, del lado de los espíritus libres…, pero ya verás que sí ha envejecido. ¡Por fin!
—…
—Y aun así mantiene amigas aquí y allá. ¡Créeme, logra sacarme de quicio! Aunque cada vez menos y...
Una puerta se abrió a sus espaldas, cerca del comedor, y desde aquel rincón de la cocina vieron a Bertolt con una mujer veinte años más joven.
—Precisamente eso es lo que te decía. Ahí tienes a la visita de Bert —comentó Helene vuelta hacia la ventana como si hablara sola—. Se llama Ruth y es una de las actrices de nuestro Berliner Ensemble, la muchacha más bella de la compañía. Bert aún colecciona amantes jóvenes, como si así pudiera detener el tiempo.
—¿Berliner Ensemble?
—Sí, la compañía de teatro que fundamos hace unos meses. Yo contraté a Ruth y esta semana ya me la trae a casa. ¡El muy sinvergüenza…!
Asja retiró el hervidor. El agua borboteaba y la cocina se llenó del sutil olor especiado de las hojas de té quemadas, rizadas en formas caprichosas. Mientras, Helene, abstraída, no acababa de encontrar tazas.
—¡Parece mentira, Asja! —refunfuñó, mientras abría y cerraba armarios—. Todas caen como salmones que se tragan cebo y anzuelo con gusto. Ya sabes lo mucho que atraen los hombres aparentemente inofensivos con perilla y gafas de intelectual que miran con las pupilas húmedas de no haber roto un plato y dicen «tú sí, tú eres, tú vas a entender mi alma y podría amarte para siempre».
—…
—Pero son terribles… «Fíjate en el condicional», les intento hacer ver a todas. —Juntó las palmas, llevó los dedos a los labios—: «Podría». Pero no.
Seguro que Bertolt y la muchacha podían escuchar perfectamente el discurso, pero aquello no parecía importarle a Helene, que hablaba cada vez más alto.
—¿Has visto? —añadió al oír que Brecht cerraba la puerta de la calle.
A juzgar por el rubor de la muchacha que iba con él, Helene sospechaba que Bertolt sería todo lo honesto y fiel que Asja quisiera, sí, pero… Le dio un codazo a su confidente para llamar su atención, pues Bertolt ya estaba casi a su lado, y le susurró:
—Asja, me temo que Bert es fiel… ¡pero con demasiadas mujeres!
La simetría del tres. La necesidad de compartirlo todo de Brecht, de Asja, de tantos que se tragaron esas primeras ideas comunistas sobre el amor libre. «¿Acaso ella no lo entiende? ¿Por qué se quejará Helene a estas alturas?», se preguntaba Asja sin decir una palabra. Al fin y al cabo, Helene llegó a Bertolt también como amante y en similares circunstancias. Como todas. En lo único en que podía estar de acuerdo era en que había envejecido. En fin: tal vez Helene solo tuviera un mal día. Llevaba las uñas largas y pintadas y tamborileó con ellas sobre el marco de la puerta antes de retomar la palabra, esta vez para dirigirse al padre de sus dos hijos.
—Bert, tienes visita —gritó casi, con tres tazas en una mano como un ramillete, el mentón levantado. Agria.
Entonces él se volvió y escrutó a Asja con la cabeza ladeada y una sonrisa enorme. Se alegraba de verla tan altiva y bella como siempre. La había perseguido durante años, había recurrido a todas las tácticas que conocía para llevársela a la cama. Brecht era bueno en el arte de seducir mujeres: utilizaba la poesía, sus influencias, su astucia, de muchas y originales maneras.
Sin embargo, para su consternación, nada había funcionado. Encantadora y divertida, Asja lo había detenido siempre a kilómetros de cualquier puerta de dormitorio. Así habían logrado cultivar una confianza franca e infinita que Helene no había podido comprender ni soportar, por mucho que hubieran conversado a lo largo de los años para tranquilizarla.
—Querida Asja, ¡qué alegría verte! —dijo Bertolt, casi a la carrera hacia ellas, esquivando jarrones y alfombras enrolladas—. ¡Hermosa, ven a mis brazos!
Ahí estaba, con los brazos abiertos, los hombros cargados y menos pelo, tras sus gafas de montura de alambre, con el rostro más enjuto y huesudo.
Tras estrujarla con fuerza, con una mano sobre el hombro y otra en la cintura, la llevó a un rincón del salón casi en volandas, hacia una amplia ventana con vistas al cementerio de Drotheenstadt. Helene los siguió. En el lado opuesto, como centinelas, dos estelas chinas y el retrato de un Marx rechoncho y coloreado como las estampas de los santos.
—Hacía muchísimo que no sabíamos de ti: fue una alegría que anunciaras que por fin venías a visitarnos. ¿Tan bien te han tratado en Siberia?
Bromeaba mientras le ofrecía una butaca de las cuatro que había alrededor de la mesita redonda. Asja apagó el cigarrillo en un pesado cenicero de mármol blanco que tenía una cajita de fósforos al lado, con la que pensaba encenderse otro de inmediato.
Rebuscó en su bolso como si no lograra encontrar el paquete de tabaco: era su manera de sacudirse la inmensa pereza de responder. Desde que había salido, cada vez que visitaba a un amigo se sentía como si le revisaran las heridas.
—Bien, bien, no puedo quejarme. Conservo la vida: no es poco —arqueó una ceja pícara y esbozó una sonrisa forzada—; pero reconozco que me ha pasado factura el clima.
Brecht le dio una palmadita en el hombro y le rogó que se pusiera cómoda. Lo que le había sucedido a Asja no podía compararse a nada de lo que habían vivido él y su esposa, se dijo, mientras la miraba a los ojos. Cuando Asja bromeaba parecía más joven, pero si sonreía era una anciana desdentada. Con sesenta y cuatro años, había encanecido casi por completo y su piel estaba arrugada y pálida, pero sus pómulos y el brillo de sus ojos eran cautivadores. Sin embargo, las hinchadas piernas denunciaban que el escorbuto había pasado una buena factura a su salud, así que volvió a su rostro: brillaba a pesar de los trabajos forzados en el campo en Kazajistán.
—Algo nos contaron de que un tribunal militar te había sentenciado, de modo inesperado y expeditivo, a años de trabajos forzados por haber actuado como espía para los alemanes. ¡No podíamos creerlo! Como cuando nos dijeron que habían asesinado a Trotsky en México, o que la bella Tsvetáyeva se había suicidado colgándose de una viga…
—Sí, así es, Bert.
—¿Por qué te arrestaron?
—¡Qué más dan los detalles! Tuve una visita de la NKVD en Riga y me arrestaron con vaguedades como que mi amistad con intelectuales alemanes me hacía sospechosa.
—Es un milagro que hayas sobrevivido. Diez años en esas condiciones… ¿Cómo lo hiciste?
—Si no te importa, prefiero no hablar más de todo aquello.
—Vaya, no tiene buena pinta… ¿Te han soltado para que nos espíes?
La taza de Asja vibró ligeramente y la dejó en el platillo.
—¿Tú qué crees, Bert?
Bertolt se echó a reír, a sabiendas de que no era el primero que le hacía esa pregunta, pero veinte años de marxismo militante juntos le daban derecho a poner sobre la mesa sus sospechas. No iba a rendirse. Bien sabían ambos que en el socialismo real la palabra voluntario significaba que, si no hacías lo que se te pedía, el Estado caía sobre ti y tu familia. No era tan descabellado pedirle cuentas a su amiga…
—No te rías, Asja; me harás bajar la guardia. Veamos, no serías la primera que sale con vida de un campo de trabajo con una misión turbia que luego se descubre, o no… ¡En fin, no me lo cuentes, si no quieres! Así podré pensar lo que me plazca. Se dice que Reich y tú...
Se miraron. Bert trataba temas delicados. Muchos camaradas habían desaparecido en las fauces insaciables de los gulags en pocos años. Pero había que alegrarse de que Asja hubiera logrado salir con vida.
—Resulta gracioso constatar que, aunque en todo ese tiempo no pude siquiera avisar de que seguía viva, los rumores han recorrido miles de kilómetros.
—Y eso que las mentes curiosas no tienen buena prensa en la República Democrática Alemana, Asja… Pero, querida, los rumores han sido nuestra fuente de información durante toda la guerra y no hay manera: no nos recuperamos de tan vergonzosa costumbre. —Bertolt soltó una carcajada.
Asja admiraba la agudeza de Brecht y recordó lo placentero que era conversar con él; y él, lo tozuda que era ella. Pero a Asja no había nada que le apeteciera menos que evocar esos diez años de vacaciones forzosas. Así llamaba a su reclusión en la estepa del hambre.
—He decidido recuperar el contacto con lo que era y, sobre todo, volver a trabajar: dejar aquello en un vago recuerdo y mirar adelante.
—¿Olvidar el gulag?
—Sí, olvidar.
—¿Te lo han pedido los del Ejército Rojo? No será una tarea sencilla. Tal y como van las cosas, los que estamos tentados de olvidar enseguida comprobamos que no se puede.
—¿Sigues en el Partido, Bert?
—El Partido pronto ya solo seremos nosotros, Asja. Tú y yo. Así que si tú no me hablas de Siberia, no hablemos tampoco del Partido… Cuéntame qué haces en Letonia: será mucho más agradable.
—He retomado los talleres de teatro. Mientras no hable de política ni me meta donde no me llaman, me dejarán vivir de ello en paz.
Ganaba poco y pasaba hambre y frío, pero mantenía su mente activa. Eso sería bueno para no pensar, reconoció Bertolt, y en esa coincidencia empezaron a relajarse. Hablar de trabajo era cómodo y la conversación fluyó en esa dirección: la exdirectora del teatro letón Skatuve y el fracasado dramaturgo convinieron lo amargados que estaban tras esos años de guerra y penurias. ¡Pero vivos! Y con puestos de trabajo bastante decentes.
—¿Y cómo está el bueno de Reich? —se acordó de pronto Bertolt—. Me comentaron que buscaba actores en Berlín no hace mucho, que prepara muchas obras de teatro, pero no he logrado comunicarme con él.
—Estuvimos separados durante un tiempo… —manifestó, críptica, como siempre que hablaba de sus amantes—. Ahora vive conmigo en Letonia.
—¿Os van bien las cosas por ahí?
—El viento tumba a las vacas porque no hay grano con que alimentarlas y pronto nos tumbará a nosotros, pero siempre hay soluciones para todo. Tenemos nuestros contactos y salen los contratos... Va, cuéntame algo de ti, Bert; esto parece un interrogatorio.
—¡Con lo que fuimos tú y yo, Asja, y míranos…! Poco tengo que contar, aparte de este proyecto que ahora lo es todo para mí.
Su paz, el descanso del guerrero.
Señaló con una sonrisa el cartel de un metro de alto que tenía a su derecha, uno que el pintor Pablo Picasso acababa de dibujar para su compañía de teatro, ese Berliner Ensemble del que había hablado antes Helene. En el cartel, cuatro rostros rodeaban una paloma blanca con una ramita de olivo en el pico, dibujada de un solo y ágil trazo.
—Es mi enésima compañía y, como puedes suponer, hago lo de siempre, así que no voy a aburrirte. No hay mucho más que jóvenes que quieren interpretar mis obras y vetustos críticos que buscan defenestrarme... Estoy cada vez más desilusionado con todo esto.
—¿Por qué? —se volvió Asja, asombrada por el pesimismo de su amigo.
—La rebeldía envejece más deprisa que la piel o el pelo y no estoy satisfecho ya con nada de lo que emprendo. El miedo nos gobierna y en este Berlín de posguerra nadie parece tener opinión directa sobre nada: tampoco sobre mis obras. Me gustaba más cuando discutían conmigo, de frente...
Parecía cansado. Con el exilio, Brecht había sufrido su penitencia y también tenía mucho que olvidar.
—Mi hijo mayor murió en el frente y, el verano del cuarenta y uno, tuvimos que marcharnos Helene y yo a toda prisa de Moscú en el expreso transiberiano a Vladivostok, y de ahí en barco a California.
Habían vivido en Santa Monica, en los Estados Unidos, aislados durante seis largos años, y los americanos no se interesaron en su trabajo, así que malvivió de arreglar los guiones de otros en Hollywood.
—Como puedes imaginar, mis textos no eran aceptados por ninguna de las compañías cinematográficas y…
—Un completo fracaso —corroboró Helene, que acababa de sentarse al lado de su marido—. Hemos vivido muchos desengaños. Y los que nos quedan...
—Pero no debemos quejarnos, Helene. Piensa: mientras Asja tiritaba de hambre y frío en Siberia, nosotros hemos tratado con mentes privilegiadas en ese continente. Fritz Lang, Charles Chaplin… ¡Eso sí mereció la pena!
—Hasta que te enfrentaste al macartismo y dejaron ellos también de dirigirnos la palabra —añadió Helene.
—Y qué otra cosa podía hacer en esa sociedad antisocial —alegó, incómodo ante esas bruscas intervenciones de Helene—. Iban a por mí, Asja. No tuve siquiera que hacer nada: esos locos americanos y sus funcionarios se encargaron de todo. Orquestaron una caza de brujas y nos invitaron a marcharnos. Y, fíjate, Helene —volvió a dirigirse a su esposa, con tono burlón—: aquí ya no tenemos enemigos y puedes pasear con tus rechonchas amigas berlinesas.
—Date tiempo.
Bertolt cerró los ojos y asintió con la cabeza. Su mujer daba sorbitos al té, satisfecha de sus reflejos para fastidiarlo de vez en cuando con apenas dos palabras, y Asja encendió otro cigarrillo para incordiarla a ella.
—Como te decía, Asja, nadie confía mucho en mí ya. Soy un hombre de edad, derrotado. Me tengo que sentar para ponerme los calcetines, pero, no sé cómo, aún me meto en líos. Hace un par de años me detuvieron e interrogaron como a ti los sóviets. Exactamente igual. Todos nos temen, de todos los bandos: ¡algo habremos conseguido con nuestra revolución!
—No sé ni cómo te atreves a bromear sobre todo eso… Asja, créeme: fue una pesadilla. Menos mal que nos avisaron a tiempo y tomamos el primer barco a Europa —refunfuñó Helene—. ¡Siempre igual, Bert! Voy a por más té y algo para merendar… ¡Me ponéis de los nervios!
Bertolt acercó su butaca a Asja y se dispuso a completar sus batallitas. Manoseaba uno de sus puros mientras Asja observaba alrededor, distraída. Había una estufa de cerámica blanca, más estanterías bajas medio vacías, algunas máscaras en la pared. Junto a ellos, sobre un taburete, reparó en los tomos apilados de las obras completas de Lenin. ¡Cuántos recuerdos! Encuadernadas en cuero rojo. Al lado, otra pila con volúmenes más finos de poesía, Spinoza, Leibniz, su amigo Bloch. Y un ejemplar de Calle de dirección única. Aquel librito tenía muchos años, pero la portada, de su amigo Sasha Stone, se había conservado bien. Admiró el brillo de esas señales de tráfico rojas en forma de flechas y superpuestas, con el título dentro: seguían preciosas, apenas un poco descoloridas por el polvo, se dijo tras separarlo de la pila, con cuidado de no tirar los otros libros. Lo había abierto con la respiración contenida. Sí. En efecto. Tal y como lo recordaba. Ahí estaba la dedicatoria para ella en ese extraño librito publicado en Berlín en 1928: «Esta es la calle de Asja Lacis, la ingeniera que la ha abierto en el autor».
Ese libro sobre las rodillas era un viaje, un mapa de las sendas múltiples por las cuales dos destinos se habían empeñado en avanzar, sin éxito. Ella y Walter. Su mente se anegó de recuerdos, impresiones sin relación entre sí que borboteaban como un rato antes el agua de la tetera, y Asja no hubiera podido explicar nada de aquel torrente… Sin embargo, no le había pasado inadvertido a Bertolt que ella había demudado la expresión, que hablaba por sí sola.
—Los viejos tiempos, Asja, los viejos tiempos... ¡Pobre Walter!
—¿Sabes por dónde anda? —preguntó, sin apartar los ojos de las páginas que pasaba, ceremoniosa—. Tampoco he logrado localizarle aún... Eres mi primera visita de esos viejos tiempos. De momento he escrito a una amiga de su hermana Dora, y a la universidad, para que le cuenten que me concedieron la libertad hace unos meses y que estoy en Walmiera...
—Asja… ¿Nadie te lo ha dicho? Walter se quitó la vida.
—…
—Fue en otoño de 1940.
De esta manera le había correspondido a Brecht informar a Asja de que ya no hacía falta que tratara de localizar a Walter. Un escalofrío con quince años de retraso.
Fue como si Brecht hubiera tomado el cerebro de Asja con sus finos dedos y se lo hubiera sacudido. Le costó reaccionar. Conmocionada, su rostro palideció. El sol brillaba exactamente con la misma claridad que un instante antes a través de la ventana, pero, con los ojos empañados, no lo veía. Ambos callaron durante unos segundos que parecieron horas hasta que, al cabo de nadie podía precisar cuánto tiempo, Bertolt carraspeó y trató de dar detalles. Como si eso sirviera de algo. Los detalles, esos avales de veracidad, podían quizás ser un buen escudo para esconderse de las emociones, para evitar que los subyugaran, pensó él. Lo pequeño contra lo diminuto como veladura.
—… Walter trataba de escapar desde junio de ese año. Francia se había rendido ante Hitler y ya estaba a punto de cruzar los Pirineos hacia Estados Unidos… Pero no llegó ni a salir de Portbou. La versión oficial es que se suicidó, acosado por la policía franquista. También se habla de asesinato… Pensaba que a estas alturas alguien te lo habría dicho.