Lejana y rosa

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

¿Y qué dice esa mujer? Dilo otra vez, Carmela.

No soy como cualquiera de tus…, comencé a leer yo.

Me interrumpió pidiendo que lo repitiera mirándolo a él, no al papel.

No soy como cualquiera de tus mujeres, dije.

Después hubo un silencio que rompí sugiriendo que tal vez estaba hablando de los años veinte, y la mujer a quien se refería podría ser Kristina Lomholt. Sé cuánto trabajó, dije, fue una mujer difícil para los británicos y es la persona más interesante que haya pasado nunca por este pueblo. No sé qué es lo que quieres contar, pero deberías contar su vida, la vida de esa mujer.

Antes de contestarme retiró la mirada de mi boca y la dirigió al escote de la blusa, repasando con un solo dedo el rectángulo caliente y sudoroso que se delimitaba en la piel, y entonces dijo, como hablando para sí: Es el eterno dilema, saber o no saber…, lo que se quiere contar. Apartó la jareta vertical que ocultaba los botones y ascendió hasta alcanzar el nacimiento del cuello. Me gusta que hayas sabido verlo, esos apuntes no tienen ningún sentido y tú… tienes un cuello precioso. Tu presencia aquí anula todo lo demás, no importa nada, Carmela, permíteme por favor que te acaricie el cuello (y, tras hacerlo, descendió desde el cuello a la clavícula). Déjame sólo un momento que ponga la mano aquí.

Dejé que pusiera la mano allí, pero a la defensiva, tensa, como si la clavícula quisiera retirarse, desorientada por sus cambios bruscos de conversación. Pronto me daría cuenta de lo difícil que era romper aquellos ensimismamientos. Percibía mi curiosidad y me hacía centro de su atención como si me estuviera concediendo un privilegio, como si por querer tocarme me estuviera halagando. Yo apenas intentaba hablar y al momento su mirada apelaba segura a una rendición que ya había presentado como algo a compartir por dos almas gemelas. Yo me rindo ante ti, tú te rindes ante mí, los dos nos comprendemos, nos habíamos buscado, los dos somos iguales.

Si queremos recuperar la década de los veinte en Tarsis, Carmela, hay que olvidarse de la dolce vita y otros mitos que el cine habrá metido en tu cabeza. Para empezar, esa década comenzó aquí con una huelga trascendental, un pulso del movimiento obrero al capital británico. Si de verdad quieres comprender qué pasaba aquí y por qué, tienes que estudiar, saber qué estaba pasando en España. Debes empezar por el principio, leer a Pierre Vilar y después estudiar la lucha obrera, tener información de cómo se desarrollaban las huelgas aquí y en otros enclaves mineros, conocer cuándo y por qué se recrudecían los conflictos laborales, cómo tenía lugar la lucha entre mineros y capitalistas, cómo actuaban las fuerzas represivas. Te daré algunos libros.

Estoy casi segura de que fue entonces, ya iniciado su monólogo, al decir que iba a dejarme libros, cuando retiró la mano de mi clavícula, empujado quizá por el rechazo invisible pero firme que palpitaba debajo de aquella mano, los músculos tensos, retraída y arisca todavía, y sin embargo incapaz de apartarlo, imantada a la vez. Cuando se retiró, mi respiración se fue sosegando y me acomodé en la silla, preparada para la escucha.

Tienes que informarte sobre la rebelión militar de 1923, ese paréntesis entre la Restauración y la Segunda República, considerado por Raymond Carr como «el momento crucial de la historia moderna de España, la gran línea divisoria», y comprender la influencia que tuvo cada gobierno sobre la explotación capitalista de las minas, iniciada por la Compañía británica cincuenta años antes. Ante todo, debes retroceder esos cincuenta años y recordar esta fecha: 1873, el año en que la Compañía británica compra las minas al Estado español. Porque esa compra lo cambió todo, Carmela, produjo movimientos de población que afectarían a varias regiones de España y Portugal, transformó la explotación de las tierras, el paisaje, las formas de vida de la gente, las relaciones de poder. Para comprender cualquier cosa que estudiemos, y en especial la historia de estas minas, es imprescindible saber quién tiene el poder, quién domina la situación, aunque sería más acertado decir: las relaciones que se dan en cada situación. Porque el poder no es una cosa que se tenga o no, ni que se mantenga inamovible en manos de la clase política, del ejército o de los capitalistas… El poder se está ejerciendo continuamente y en todas partes, ¿comprendes? Es algo en movimiento, que cambia de manos. De repente un minero español frente a otro minero, o frente a un ingeniero británico, incluso una adolescente frente a un hombre adulto, por ejemplo, pueden tenerlo y pueden ejercerlo…

No sé si mi mirada reflejó desconcierto o incomodidad por haberme sentido interpelada, pero sí que él captó rápidamente el gesto: Vale, espera, perdona, no quiero desviarme por ahí… De eso hablaremos otro día. Vamos a rebobinar: Historia de las minas, eso es, Historia con mayúsculas, desde la Edad del Cobre, ¿vale?

El escritor comenzó aplicadamente un recorrido histórico desde los tartesios, siguió con los fenicios y se detuvo en los romanos. Fueron ellos los que extrajeron de verdad, claro, dijo. Su gran máquina imperial necesitaba engrasarse con la riqueza de la minería metálica. Te diré algo que no leerás así en los libros de historia, para que lo entiendas bien: en Tarsis, los romanos fueron los británicos de la edad antigua y los británicos fueron los romanos de la edad moderna. Salvando las diferencias, se trataba de dos grandes imperios en expansión que supieron aprovechar el metal de Tarsis para consolidarse y adquirir más poder.

Voy dando tragos al agua. El escritor habla y fuma debajo del emparrado, debajo del verano arrasador. Habla de la decadencia posterior a los romanos, de la explotación superficial que llevaron a cabo los almohades, quienes no habían sabido aprovechar bien las riquezas, salvo, sobre todo, para tintes medicinales. Recordó los largos períodos de inactividad que había tenido la mina.

Y si nos saltamos ahora unos cuantos siglos, hasta el estado moderno, en que podemos ya hablar de España como tal… Bueno, aquello, un desastre, Carmela. Cada vez que la explotación de estas minas se ha hecho bajo la tutela del Estado español, ha sido un completo desastre. Pasaron por aquí, al mando de la gestión, personajes pintorescos que abusaban de su poder y evadían la riqueza ante la complacencia de los gobiernos. Y los gobiernos se desentendían uno tras otro de la enorme riqueza de estos yacimientos, ¡como si el país no la necesitara! Bueno, estas cosas ya las conoces, ¿verdad? Me ha dicho tu profesora que aquí las estudiáis en el instituto. A lo mejor yo te las puedo contar de una manera diferente, pero los hechos son los hechos.

Le contesto que sí lo estudiamos, pero es verdad que no nos lo cuentan de la misma manera que él. Y que a mí lo que más me interesa, en realidad, es la época británica de Tarsis.

Vale, volvamos a situarnos en 1873. Olvida ahora lo que acabo de decirte sobre el poder. Quédate mejor con esta idea, que también es cierta, aunque desde otro punto de vista: quien tiene el capital tiene el poder. Porque en Gran Bretaña en 1873 está en marcha, a todo gas, la Segunda revolución industrial. Ellos necesitan esta riqueza metálica para engrasar toda esa maquinaria, y el Estado español necesita dinero. Entonces, el consorcio minero que entra aquí es poderosísimo, cuenta con socios británicos muy ricos, pero también con banqueros centroeuropeos, que aportan una parte mayor de capital. El gobierno español hace un mal negocio al vender a ese consorcio, casi a precio de saldo, no solamente los yacimientos, el subsuelo, sino también el suelo, todo el territorio, las casas… ¡hasta el pueblo con gente incorporada, podemos decir! ¿Sabes quién dijo aquello de que la Compañía era dueña absoluta de la tierra, el suelo, el aire, las montañas… y de las vidas y haciendas?

Sí. Concha Espina, la escritora.

Exacto, me parece muy bien que sepas esto. Es algo… Prometedor.

Ya, pero no me gusta mucho cómo escribe ella. No llegué a terminarme la novela para mi trabajo del instituto, me pareció un tostón.

El escritor guarda silencio. Había adelantado el cuerpo para decir algo espontáneo, pero luego se ha contenido y lo único que hace es mirarme fijamente, sin sonreír. Después continúa hablando, ignora a Concha Espina y retoma el relato anterior.

Entonces aquello, claro, lo cambia todo. El suelo minero, que estaba dormido, infrautilizado, y por eso no entraba en conflicto con el suelo de uso agropecuario, se despierta como un monstruo al recibir esa inyección de capital. Debes tener en cuenta algo importante: el poder secular de la Andalucía agraria cambia entonces de manos, la forma de vida típica de esta comarca de la Sierra Morena se ve completamente alterada cuando irrumpe como un huracán el capitalismo industrial británico. Ya nada volverá a ser igual. ¿Comprendes eso, Carmela? Nada, nunca, volverá a ser igual.

Bajo los haces de luz que atravesaban la enredadera, los ojos del escritor brillaban y despedían chispas de whisky escocés. Sucedía que estaba atravesando uno de sus arrebatos emocionales y parecía feliz, como si acabara de hacer un descubrimiento esencial que oscilaba entre mi cuello, el capitalismo industrial y la historia de las Minas de Tarsis. Lo único que solicitaba era que yo permitiera ese momento, que hiciera el intento de vivirlo con él.

Así empecé a columpiarme en sus cambiantes estados de ánimo. Emprenderíamos juntos muchos de esos viajes agotadores, estoy recordando el primero, la jugada de apertura entre una novata y un profesional. Era como pasar sin transición del día a la noche o de la noche al día. De pronto descubría que yo tenía un cuello que necesitaba tocar, se detenía en la clavícula y hacía pedagogía entusiasta sobre la historia de las minas, y acto seguido se dejaba vencer sin resistencia por algún pensamiento sombrío que me estaba vedado y podía decir, como dijo entonces: Será mejor que te vayas, tienes razón, es tarde, no me gustaría que te quedaras aquí si no es eso lo que quieres. Podía volver adentro, sin importarle mi confusión, para ponerse a fregar platos o a cocinar, y eso fue lo que hizo.

 

En el salón olía a patatas fritas cuando entré a despedirme, las contraventanas cegadas desde fuera por persianas de esparto, en la justa umbría que han de tener las casas del sur al mediodía en verano, a varios grados menos que en el exterior, pocos muebles, muchos libros en desorden, la chimenea y el piano, que acaricié primero y no pude evitar abrir después para comprobar si estaba bien afinado como cuando la danesa rebelde lo tocaba.

Mi madre tenía un piano de los años cuarenta, heredado de su padre, que tocaba y me había enseñado a tocar. En muchas casas de Tarsis había pianos.

A esa hora, cuando el mediodía azotaba palmeras, eucaliptos, pinares y caminos de tierra, los gruesos muros de la Mansión recuperaban un sueño de vajillas de porcelana fregándose en la misma cocina a la que había corrido él a refugiarse.

Entraba ahora en el salón tras haber escuchado mis torpes acordes, se acercaba por detrás, casi me tocaba el pelo. He soñado muchas veces con esta habitación, dije sin volverme a mirarlo. El escritor puso su mano caliente sobre mi nuca y dijo: Por eso estabas llorando la primera vez que te vi.

Quise irme. No insistió, sólo pidió que volviera al día siguiente. Me aupé para darle un beso en la mejilla, antes de salir acaricié al perro, que había sabido ignorarme, y con mi bicicleta seguí el camino de regreso a Tarsis en dirección contraria al pantano, que fue quedando cada vez más lejos.

Si hoy volviera a recorrer el carril que lleva a la casa no sé bien qué me gustaría encontrar. Puede que esté habitada por una familia y se oigan voces de niñas que juegan bajo el mismo emparrado. Puede que otras personas ajenas a nosotros hayan recuperado la Mansión del letargo de siglos que el escritor no quiso interrumpir, desgarrando la red que empezamos a tejer esa mañana de junio. Es posible que tengan televisores, teléfonos, un ordenador, dos coches, un microondas, y hayan sustituido el fregadero de barro con puertas de madera a sus pies por un mueble moderno. Pero yo quisiera las ruinas con todos sus fantasmas habitándolas porque eso querría decir que su luminosidad no ha muerto como han muerto ya mis días brillantes, aplastados bajo la grisura de esta vida tan alejada de la adolescente que todavía se retuerce dentro.

Quisiera ver las celosías corrompidas, las columnas de los porches avejentadas y aun así sosteniendo todavía la orilla del tejado que comienza a querer derrumbarse de nuevo, como lo estaba cuando yo era niña, antes de que él me salvase la casa.

Me gustaría mirar cómo las plantas que sembró asfixian la fachada, la marquesina, las ventanas interminables, mientras crecen alrededor las malas hierbas y pasta alguna vaca en las dehesas pobres de Tarsis. Un caos de hiedras, jazmines, madreselvas y parras silvestres devoraría la piedra que fue testigo del juego que ese día comenzamos, intentando seguir el rastro del poder un siglo atrás, detenernos en sus ramificaciones, intuir su naturaleza ubicua, sin saber yo todavía que en cada uno de nosotros podía haber una compañía británica en pleno proceso expansivo, capaz de avasallar territorios ajenos y desencadenar un poder fabuloso a su alrededor.

No sé qué encontraré pero quisiera las ruinas con el hombre danzando entre su luz y su sombra, tomando lentamente entre sus brazos la cintura blanca de Kristina Lomholt.

Los abanicos

Ya nadie me prohíbe nada. Estoy en la soledad, yo digo en la inmadurez de los treinta y seis años. Estoy en la inmadurez de un fin de siglo inmaduro. Ahora nadie me alimenta ni sigue mis movimientos ni cuida de que me ponga ropa limpia, de que no me emborrache, de que no me enamore de la persona inadecuada. De todos modos, no me puedo enamorar y tampoco querría que eso sucediera.

He impuesto cierto orden en mi vida. He hecho lo que quería hacer: trabajar, no casarme, no tener hijos. Mantengo la distancia de seguridad con los hombres. Recibo un sueldo fijo de una universidad cuyo funcionamiento me disgusta, rodeada de alumnas a quienes acaso tenga unas pocas cosas que enseñar, pero no siempre logro interesar del todo.

¿Era esto la independencia, era esto la libertad?

Procuro cumplir con mi trabajo, hacerlo bien, despertar la conciencia crítica o al menos sembrar la duda entre cerebros obcecados en obtener respuestas rápidas, simples y unilaterales. He publicado una tesis sobre el movimiento obrero en el período británico de Tarsis, algo que la Carmela de diecisiete años quería hacer también, pero cada día sospecho con más motivos que equivoqué la trayectoria: mis lecturas se alejan de la historia oficial y desembocan de forma cada vez más frecuente en la poesía.

Estoy sedienta. Siento que no he crecido. He venido a buscar algo, tal vez a comenzar algo, poner en pie aquella historia para poder clausurarla, ponerle fin de una vez. Ahogué demasiado pronto el impulso de escribir, ese vicio solitario del que hablaba el escritor. Puede que sea la hora de obedecer a ese impulso, quizá por eso he venido, engañada por la excusa aparentemente ingenua de aprovechar unos días libres en el calendario de trabajo como hace todo el mundo, salir de Madrid unos días, regresar a mi pueblo para desconectar, como dicen. Desconectar de qué. Cargar pilas, qué pilas, cargarlas para qué. El lenguaje de la gente instalada en la comodidad me asfixia, no me sirve, tengo que darle la vuelta. He venido a conectar, he venido a descargar.

Me doy cuenta de que la vida no sigue un camino lineal como me habían hecho creer, ni la madurez llega cuando toca o cuando la necesitas. Las edades están sembradas de trampas cada vez más peligrosas, más cercanas a la muerte.

Añoro mucho a mi padre y a mi madre, ahora más que nunca. Me gustaría tener madre y padre ancianos de quienes cuidar. Nunca he tenido nadie a quien cuidar. Puede que eso le diera otro sentido a todo.

Mi madre me taladraba con la mirada como si yo, por salir y olvidar un rato el luto, estuviera acrecentando su viudez. Tenía la fatigosa convicción de ser la que más había perdido con la muerte de mi padre, dando por hecho, como decía a menudo, que nosotras encontraríamos hombres que nos quisieran y formaríamos familias, mientras que ella se había quedado sola. Esa atalaya doliente la mantenía alejada de las hijas, sin ofrecer consuelo. Había algo infantil y oscuro en su actitud. Mi hermana Rosa anduvo pegada a sus faldas durante aquel verano sin que nadie le diera una serena explicación de la muerte.

Yo siempre me había entendido mejor con mi padre. Ahora se me hacía un nudo en la garganta cada vez que la veía salir para las oficinas de la compañía conduciendo el coche nuevo, que ella odiaba porque le recordaba la catástrofe, pero quizá su rutinario trabajo administrativo la salvó de la depresión absoluta y retrasó la enfermedad. No estoy segura de que tenernos a nosotras ayudara también a eso. Si fue así, me hubiera gustado oírselo decir alguna vez. Tal vez lo hizo a su manera y no supe interpretarlo. También yo era impenetrable y apenas me esforzaba por hablar más con ella: las dos, demasiado introvertidas, teníamos dificultades para exteriorizar nuestro cariño, arrastrábamos esas herencias de doña Concha en el carácter.

Por eso rechacé la invitación insistente de Rocío para irme con ella y con su familia a la casa que tenían en la playa. Si mi madre me hubiera animado a hacerlo o hubiera dado una sola opinión a favor, si sólo hubiera sonreído ante la propuesta como en otras ocasiones, me habría ido sin dudarlo a pasar dos o tres semanas con mi mejor amiga. Pero dijo sombría: Haz lo que te parezca. Y me quedé en el luto de Tarsis convencida de que era mi deber ayudarla a recuperar su lado amable, la ingenuidad que la hacía disfrutar de las cosas sencillas, comerse un helado, cuidar de las plantas o cocinar una receta nueva para nosotras.

Julián se despidió llamándome «niñata» como yo había esperado, pero a la vez desplegando en los bancos nocturnos del parque una conversación y una ternura ajenas a las impaciencias con las que me agobió en el Barrio Inglés. Y en pocos días se fueron los demás. Antonio, Manuel, Laura y Rocío se marcharon a las playas bulliciosas, dejando para mí un pueblo más desolado y fantasmal que de costumbre.

A cambio descubrí junto a mi madre las tardes de doña Concha, en las que apenas nos habíamos detenido antes. Doña Concha y su amiga Encarna se sentaban casi todos los días en el jardín de casa, al atardecer, con sendos bombones helados rellenos de vainilla que mi hermana iba a comprarles, y no paraban de hablar hasta la hora de la cena.

Concha, ¿tú te acuerdas…?

Claro, Encarna, ¿no me voy a acordar?

En aquellas reuniones los abanicos apenas estaban quietos: movidos por los resortes de sus brazos enérgicos se abrían y se cerraban a distintas velocidades, seguían imposibles trayectorias circulares, triangulares, elípticas, subrayaban las frases más rotundas con secos movimientos en horizontal o en vertical, golpeaban pechos —siempre sospeché que mataban a más de un mosquito en medio de aquella hiperactividad— y a ratos se dejaban caer agotados sobre los brazos de las sillas para, un segundo más tarde, reiniciar violentamente su frenética danza. Así el jardín quedaba hipnotizado. Un abanico, dos abanicos multiplicándose a sí mismos eran lo único capaz de cobrar velocidad y vida a nuestro alrededor, de remover el aire de aquellas tardes huérfanas, aligerando la losa caliente que nos aplastaba.

Mi madre y yo nos sentábamos a mirarlas desde cierta distancia y seguíamos esas evoluciones temiendo que se hicieran un moratón en el pecho, o bien que en cualquier momento pudieran destrozar los abanicos. Antes de comenzar la reunión de cada día bromeábamos diciendo que deberíamos preparar abanicos de repuesto.

Nunca había reparado en la vitalidad de las ancianas como entonces, cuando las escuchaba hablar de su pasado y advertía que habían sido jóvenes también. La guerra con sus muertos, las muertes posteriores, el hambre, los ingleses, la mina y la pobreza, pero ante todo los buenos ratos vividos en medio de las desgracias, eran temas que revoloteaban alrededor de ambas con la misma constancia y flexibilidad que las alas de sus abanicos. Por primera vez yo adivinaba las piernas de mi abuela cuando era una muchacha que recorría las pendientes del pueblo viejo, su vértigo de mujer joven que ha vivido la guerra y quiere olvidarla pronto, a toda prisa, teniendo hijas, riéndose con sus cuñadas y sus vecinas de cualquier cosa.

Doña Concha solía recordarle a Encarna que los padres de ambas habían sido anarquistas y por eso chocaban con los ingleses: porque los anarquistas no querían jefes ni gente que los mandase, y a los ingleses les gustaba mucho mandar y ser obedecidos. Mandar a los de fuera, decía, porque luego en su país obedecían a una reina. Para invadir tendrán muchos cojones, decía mi abuela, pero en el fondo son unos desgraciados que no se atreven a rechistarle a la reina y se mueren por mandar sobre cualquiera que no sea inglés. Por eso son raros, no saben disfrutar, decía. En el mundo no hay nadie que se aburra tanto como se aburren los ingleses. Con esta frase acostumbraba a concluir su clase introductoria de teoría política, ella que no creía en reyes ni en reinas, ni tampoco en dios. Esa gente que va tanto a la iglesia han sido los peores, los más chivatos en la guerra, los más asesinos. No hay dios, decía mi abuela.

Antes de su cita diaria las dos se lavaban y se perfumaban con agua de colonia, doña Concha se vestía como para salir y Encarna venía siempre endomingada. Cada una quería estar guapa para la otra. Al sentarse se aprobaban mutuamente con comentarios sobre la ropa o los zapatos que llevaba cada cual. Se miraban entre ellas mientras nosotras las observábamos desde la ventana del comedor que daba al jardín, atentas a un ritual de cortesía que tenía reglas propias. El protocolo exigía que las dejáramos solas al principio, con un disco de Concha Piquer sonando a todo volumen desde dentro de la casa. A la lima y al limón, No te mires en el río, En tierra extraña. Mi abuela me hacía poner esas canciones una y otra vez. Jamás hubiera reconocido delante de ellas ni de nadie que me encantaban las canciones de Concha Piquer. Volvía a repetir el disco o subía más el volumen con cara de fastidio, cada vez que me lo pedían.

 

Lo mejor que tengo yo es que me llamo igual que la Piquer, porque como ella no ha habido otra, ni habrá, decía doña Concha.

Una hora era el tiempo que solíamos esperar antes de acercarnos a pedir permiso para sentarnos junto a ellas. Los ojos de Encarna también habían sido testigos privilegiados de la época británica, gracias al trabajo de costurera que ejerció desde que era casi una niña hasta que la vista y el pulso comenzaron a fallarle. Lo que tú has cosido, Encarna, no lo sabe nadie, solía repetir mi abuela levantando el abanico cuando decaía la conversación, y su amiga asentía con la cabeza. Mi madre me hizo reconocer el interés de la vida de Encarna con una pregunta sencilla: ¿Dónde aprendía a coser, a principios de siglo, una muchacha de Tarsis con catorce o quince años, pudiendo trabajar y cobrar bien por ello? En el Barrio Inglés, por supuesto. Una prima mayor que ella empezó a llevársela para que la ayudase, y allí aprendió. Pronto empezaron a reclamarla de otras casas del barrio, donde nunca le faltó el trabajo.

No era fácil para nosotras introducirnos en sus conversaciones, sobre todo por la resistencia que oponía doña Concha. Mi madre se convirtió para eso en una cómplice que me ayudaba a romper el hielo. Una tarde nos equipamos las dos con abanicos y ella intentó que Encarna me contara cosas de cuando cosía en el Barrio Inglés: ¿Usted llegó a coser en la Mansión, Encarna?

Mi abuela se revolvió en su silla, molesta porque las habíamos interrumpido y acaso también por estar a punto de perder su condición de informante única. Otra vez con la Mansión, ¡yo no sé qué os ha dado con la Mansión, si de aquello hace ya muchísimo tiempo! protestó, dándole velocidad al abanico y dándose importancia. Pero Encarna accedió de buena gana a hablarnos de su trabajo. En la Mansión no llegué a trabajar, cosí en una casa a la que iba mucho doña Cristina, porque ella ya se sabe que no se relacionaba en el Barrio Inglés y que al club iba poco, pero fue muy amiga de doña Margarita, y yo he cosido mucho en esa casa. Mi abuela añadió que de doña Margarita ya me había hablado ella, que era la única amiga que tuvo aquí doña Cristina, y según mi abuela la única inglesa que trabajó por cosas buenas para las familias de los mineros.

Sí, lo sabía, ya las había imaginado desdeñando la estrecha vida social de la colonia. A la hora en que las otras tomaban el té en el club, Margaret y Kristina supervisaban el trabajo de las españolas en la escuela de bordados que consiguieron abrir en el antiguo pueblo, ayudaban a impartir clases de lectura y escritura a las mujeres, aprendían las canciones que cantaban las mineras conforme avanzaban en sus labores.

Que sepas que la reina Victoria se tomaba el té en los tu-y-yós que le habían bordado las mujeres de Tarsis, me recordaba mi abuela con un orgullo inexplicable, teniendo en cuenta su convicción de que la reina que tenían era tan rara como ellos.

Otras tardes trabajaban como voluntarias en el hospital bajo las órdenes de la enfermera jefe, y hasta consiguieron que un médico español diera nociones de primeros auxilios a los mineros. Dos mujeres incómodas para la gente de su comunidad: gastaban su tiempo en alfabetizar y formar a las «nativas» en vez de jugar al criquet, se obstinaban en buscar financiación para mejorar la vida de las españolas. Molestaba su empeño por buscar trabajo a los jóvenes mutilados que ya no podían bajar a la mina, como si las pensiones que les daba la empresa no fueran suficientes. Seguro que tuvieron que escuchar más de una vez esa clase de reproches, pero Kristina y Peter, su marido, siguieron dando trabajo a los mozos que, debido al alto número de accidentes laborales, quedaban incapacitados para la minería y eran desechados como inútiles. Captaron a muchos de ellos para trabajar en las plantaciones, las huertas y granjas de la Compañía, proporcionándoles un sobresueldo sin perder la pensión que percibían por los accidentes sufridos. Esto hacía suponer más de un enfrentamiento con los encargados de la política de personal de la empresa.

Tampoco en la Mansión faltaba el trabajo, había que ocuparse de la huerta y de los animales: caballos, gallinas, cerdos y vacas que iban conformando la granja de los Lomholt a medida que las tierras se hacían fértiles, gracias a la desaparición de los humos tóxicos y a la reforestación. De ese modo convirtieron a más de un minero en hombre de campo. Sin olvidar el trabajo femenino, pues dispondrían al menos de una cocinera y una criada encargada de la casa y de la ropa, como en las viviendas más acomodadas del Barrio Inglés. Y la Aurora, que ya se sabe lo que pasó con la Aurora, decía doña Concha, añadiendo que en eso don Peter era como los ingleses, de tanto como le gustaban las españolas. Encarna lo justificaba diciendo que Aurora era una belleza, pero mi abuela replicaba que Aurora era una fresca y que doña Cristina era mucho más elegante que ella. Terminaban bajando la voz para decir que ya se sabía el problema que tenía la pobre doña Cristina, por muy elegante que fuera.

Ambas daban por hecho que la Lomholt no podía tener hijos y, como a eso se sumaban las muestras que daba de adorar a los niños ajenos, fueran ingleses o españoles, estaba servida la leyenda acerca de lo desgraciada que debió de hacerla su infertilidad. Yo no lo creía así, pero me parecía una pérdida de tiempo discutir ese tema con ellas.

En mi imaginación se extendía un mosaico incompleto de colores brillantes y apagados, fríos y calientes, tamizados por luces y sombras cuya única finalidad era explicarme la vida de la danesa en Tarsis.

Una vez leídos los dos o tres libros que mi padre tenía en casa, comencé a investigar de manera espontánea. La única biblioteca del pueblo pertenecía a la Compañía y estaba en una de las dependencias del edificio de Dirección. Sólo se podía acceder a condición de trabajar en la empresa o ser familia directa de empleados. Durante el verano del 79 seguí utilizando el carnet de mi padre para poder entrar. Tomás, el encargado, era un hombre enjuto que apenas abría la boca más que para fumar cigarrillos sin filtro. Yo le enseñaba siempre la documentación, guardando las formas. A las once de la mañana solía sentarme en la misma mesa, de cara a una ventana desde la que se veían las copas de los eucaliptos polvorientos que daban sombra al edificio, y comenzaba a buscar en revistas y periódicos de la época noticias sobre Tarsis, la Compañía y la comunidad británica. Me gustaba vagar por ellos, perderme en cualquier otra información que me pareciera interesante. Dos periódicos, La Provincia y Diario de Huelva, eran mis preferidos. Podía consultarlos durante horas sin aburrirme, tomando notas en un cuaderno que conservo todavía.

Leía también algunos libros de historiadores españoles y de historiadores ingleses traducidos al español. Las conclusiones que más me sorprendieron de aquellas lecturas tenían relación con la gran red de influencia política y económica que desplegó la Compañía británica, yendo más allá de la alcaldía local, llegando a la comarca, la provincia, la región y el gobierno nacional, adaptando sus estrategias a las del caciquismo español para comprar voluntades y mantener en el poder a diputados afines, incluso para impedir las grandes asambleas que conseguían convocar los sindicatos en la primera década del siglo. Creo que llegué a admirar un poco aquella adaptación camaleónica de esa élite británica a las corruptelas españolas, la alta eficacia que desplegaron para lograr sus objetivos. Contaban con muchos medios y facilidades para frenar el movimiento obrero y sindical, que fue emblemático aquí. Durante décadas, las autoridades andaluzas y españolas tomarían partido y velarían por los intereses de la Compañía antes que por los de los mineros y sus familias. Eso podía explicar que se hubiesen aplicado aquí algunas prácticas que ya en su país estaban prohibidas: sobre todo el trabajo infantil y esclavo y la calcinación de piritas al aire libre.

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?