Lejana y rosa

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Al día siguiente, sábado, mi madre me dejó dormir hasta el mediodía. Estaba preparando un gazpacho cuando me levanté. Esperó a que me duchase y, cuando salí del cuarto de baño, me abrazó. Felicidades, Carmela: hoy cumples diecisiete, dijo con voz de luto. Tampoco yo estaba para fiestas, pero mi hermana Rosa a sus once años necesitaba algo que celebrar y entró corriendo en la cocina, dando la noticia de que Julián estaba en la puerta del jardín. La seguí sin creerla del todo, aunque era cierto: allí estaba Julián apoyado sobre la verja de madera verde, ruborizado por haber ido a regalarme Outlandos D’Amour, la cinta de The Police para la que yo estaba ahorrando dinero. Sin esperar a que asimilase la sorpresa, afirmó bruscamente que ya estaba bien de seguir encerrada, que tenía que salir, y anunció que estaban preparando una fiesta en casa de Manuel porque sus viejos se iban de viaje. No me dejes tirado esta noche, Canija. Me esperaría allí a las ocho y media. Rocío y las demás ya estaban avisadas, iba a venir gente de Sevilla que yo no conocía. Le hice prometer que no convirtiera aquello en una fiesta de cumpleaños porque me daría vergüenza, y después se marchó, derrapando con la moto. Había quedado con los colegas para hacer motocross en la zona del Monte Ácido.

Mi madre de luto se quitó el delantal y fue con mi hermana a comprar una tarta helada. Cuando salían me dijo que había dejado encima de la cama el regalo que mi padre y ella compraron para mí la última vez que fueron a Sevilla. Estaba envuelto, pero lo adiviné. Era un ajedrez de piezas talladas en madera, acompañado de un reloj de reglamento. Los únicos que jugábamos en casa éramos él y yo. Me tanteó de pequeña, demostré interés y se propuso enseñarme, comprando libros para que yo desarrollara problemas, hasta que le di el primer jaque mate durante las últimas vacaciones de navidad, y entonces me dijo: Te estás mereciendo un tablero. Allí estaba el tablero, pero no estaba él.

Mucha gente jugaba en Tarsis y en otros pueblos de la cuenca. En las escuelas e institutos se organizaban torneos. A Julián y a mí nos unía esa afición en la que sobre todo destacaba él, que acumulaba trofeos locales y provinciales.

A media tarde Rocío y Laura pasaron a recogerme y nos fuimos a la fiesta de Manuel, en el Barrio Inglés. No había cine en Tarsis: lo habían cerrado unos años antes, y sólo era posible ver películas en un cinefórum que organizaban de manera puntual en el salón de actos de las Escuelas Profesionales. Los escasos bares eran frecuentados por hombres o parejas mayores. Con excepción del parque, no teníamos adónde ir los fines de semana. Por las tardes, sobre todo en invierno, Tarsis parecía un lugar despoblado, casi fantasmal. Quedaban para nosotras las fiestas medio clandestinas que alguien daba cuando sus padres se iban a pasar unos días fuera. Solían ser en el Barrio Inglés, donde vivían Rocío, Antonio, Manuel y Julián, mi Arriola. Todas aquellas casas estaban habitadas desde hacía veinte años por familias españolas que habían tomado el relevo de las británicas y en su mayor parte procedían de fuera. El barrio se había convertido en una zona residencial ocupada por los técnicos mejor pagados de la empresa, conocidos como el staff o los de «primera nómina», quienes disfrutaban de algunos privilegios heredados de la época colonial, como la pertenencia al Club Inglés, donde se seguía jugando al tenis, tomando el té de las cinco y bebiendo whisky de importación a bajo precio, la exención de impuestos municipales y los veraneos gratis en playas de Huelva, donde la Compañía conservaba viviendas en propiedad.

La casa de Manuel hacía esquina y estaba rodeada de un jardín donde poder perderse. Apenas se habían alterado las estancias originales. Sobre su planta victoriana se elevaban tres pisos coronados por una gran azotea. Permanecían los techos altísimos, la amplia cocina con su patio interior, los pequeños cuartos abiertos en los huecos de las escaleras y la chimenea señorial en el salón acristalado, además de otras dos en sendos dormitorios del segundo piso. Conservaban bien encerado el suelo de madera, que crujía bajo los pies anunciando un mundo de alegres fantasmas que casi podían verse: las niñas británicas jugando al escondite en los cuartos de las escaleras, la criada española durmiendo en lo que ahora era el desván del tercer piso, donde Manuel tenía su refugio, con las paredes empapeladas de pósteres de la revista Solo Moto junto a un amplificador de segunda mano y una guitarra con la que intentaba a duras penas emular a Lou Reed, cuya música siempre se escuchaba en las fiestas oscuras del número 22.

Los hijos del staff estudiaban internos en colegios privados de Sevilla, menos Julián, que a pesar de su brillantez repetía curso sin complejo alguno en el instituto público Juan Ramón Jiménez. Se negaba a seguir el ejemplo de Antonio, de Manuel y de sus propios hermanos, quienes después del internado hacían ya las carreras de Ingeniería de Minas y Derecho. Su madre, una santanderina que tomaba todas las tardes el té de las cinco en el club, sufría con las aficiones y amistades proletarias de su garbanzo negro, y a mí no me quería ni ver, sobre todo desde que supo que mi madre y mi padre trabajaban como administrativos en la Compañía y por tanto no podían ser socios del club.

Estábamos acostumbradas a esas pequeñas miserias, distinciones que pervivían entre la gente de uno y otro lado del muro de piedra que rodeaba al Barrio Inglés. Mi abuela hablaba mucho del «muro de la vergüenza». Ella, que pudo traspasarlo cuando casi nadie lo hacía, continuaba llamándolo así, pero mi madre decía que no tenía sentido ofenderse, porque ese muro ya no impedía el paso a nadie como en otros tiempos, cuando había guardas metidos en las garitas que custodiaban las dos entradas, prohibiendo el acceso a los españoles que no fueran personal de servicio, y ahora se estaban cayendo de viejas.

Ella tenía recuerdos de haber pasado por allí de niña, en los años cuarenta, a vender estampas religiosas con sus amigas. En esa época se empezaba a suavizar la segregación, incluso se habían permitido unos pocos matrimonios entre ingleses y españolas, algo impensable en la década de los veinte, cuando algunos británicos llegaron a ser expulsados por haber pretendido casarse con mujeres de Tarsis.

Luces apagadas aquella noche en el número 22, dentro unas veinte personas que han llegado de Sevilla para pasar unos días, camino de las playas, casi todas mayores que nosotras, rondando ya los veinte, como Arriola y sus amigos. Rocío se pierde pronto con Manuel por el segundo piso, a Laura también dejo de verla, y Julián, bastante «etílico» como él dice, acaba de decidir de forma unilateral que ha llegado el momento de que yo dé el gran paso. No es la primera vez que según él llega ese momento.

Estoy acostumbrada a su insistencia y sé que ya se ha acostado con otras, tal vez con alguna de las desconocidas que hay aquí esta noche, con ésa de mechas rubias que le ha preguntado, tras vernos bailar juntos Hotel California, canción repetida por los chicos en el tocadiscos para poder agarrarse, que si ahora le ha dado por las niñas, dirigiéndome una mirada de desprecio. Empequeñecida por esa mirada me dejo llevar hacia la azotea de la casa por la alfombra verde que cubre las escaleras y aminora el crujido de nuestros pasos. Hemos dejado atrás los dormitorios y estamos frente a la puerta que corona el tercer piso y él abre con la llave que le ha dejado Manuel. Cuando salimos cierra desde fuera, empeñado como siempre en que nos quedemos solos. Hasta allí sube el olor mareante de la dama de noche y el jazmín que escalan por los muros externos de la casa, la luna de junio encima de nuestras cabezas, las luces de Tarsis a lo lejos, débiles, quiero creer que como debían de haberse visto a principios de siglo pero es imposible, porque entonces el pueblo ni siquiera estaba allí —cada cuarenta o cincuenta años había sido dinamitado y empujado a cambiar de lugar por los nuevos bocados de la explotación minera—, puede que todavía ni luz eléctrica hubiera…, todo eso pienso mientras nos besamos y Julián manipula mi ropa interior. Sería cruel preguntar ahora en qué año cree él que llegó a Tarsis el alumbrado eléctrico, pero de todos modos me retiro y entonces, contrariado, me enseña un tatuaje que se ha hecho en el brazo. Dice que es mi segundo regalo de cumpleaños. Una especie de árbol, por suerte no muy grande, dibujado a partir de dos letras mayúsculas que se cruzan, la ce y la jota. No serán la ce de Carmela y la jota de Julián, le pregunto intentando contener la risa. Contesta que son la ce de cabrona y la jota de jodido. Tengo que irme, le digo, serán casi las doce. Me pide que antes fumemos abajo un chocolate que han traído de Sevilla, pero ya estamos «etílicos» y no quiero llegar colocada a casa. Él deja de insistir y baja las escaleras mientras lo sigo, fijando la mirada en su nuca poderosa: lo conozco bien, hoy se acostará con una de éstas y durante unos días no querrá saber nada de mí, pero no pasará mucho hasta que vuelva a buscarme y entonces me llamará «Niñata», dirá que está harto, que quiere una mujer de verdad, que va a tener que dejarme porque hay necesidades suyas que no estoy cubriendo.

Quiso llevarme a casa en la moto. Yo preferí marcharme sola, dando un paseo. Me acompañó hasta la garita de arriba, donde volvimos a besarnos. No nos dimos cuenta de que un coche salía muy lentamente del Barrio Inglés hasta que sus luces nos enfocaron, se detuvieron en la señal de «stop» que había junto a la garita y entonces el conductor nos miró y nosotros, abrazados todavía, lo miramos a él, que pareció querer decir algo pero se limitó a saludar con un movimiento de cabeza antes de seguir su camino.

El escritor vendría de cenar en el Club con su amigo el director, y ahora se disponía a cruzar primero el pueblo de Tarsis y más tarde el campo, a través de esos carriles que yo conocía bien.

 

La prenda

Me gustaba imaginar los vestidos que usaban Kristina Lomholt y las británicas, aquellas telas de buena calidad que mi abuela describía con admiración, los linos, el algodón, la lana y las sedas claras destacando en el entorno rojizo y polvoriento que rodeaba la pequeña colina sobre la que se había edificado el Barrio Inglés y moviéndose entre los jardines cada vez más frondosos de sus casas, su capilla y su club, ese mundo ensimismado que había del muro para adentro, cuyas pulcras mujeres poco tenían en común con las mineras que, a pocos kilómetros, sobrevivían en casas miserables con muchas bocas que alimentar mientras admiraban los cuerpos bien cuidados y ociosos de las inglesas cubiertos con tejidos inaccesibles. No sería fácil arañar unas monedas del presupuesto para poder comprar tela con la que hacerse un vestido.

Lo más que había aquí entonces era un percal basto, muy tieso, decía doña Concha.

Una mujer extranjera pasea a caballo, erguida, protegiendo del sol con un sombrero su cutis blanco. Lleva chaqueta clara, pantalón y botas de montar. Suele recorrer el campo pero algunas veces se interna en el pueblo, seguida por niños y niñas que le piden money y son amonestados por sus madres y sus hermanas mayores. Las mujeres dejan de acarrear cubos de agua hasta que la pálida amazona, después de saludarlas, se aleja con prudencia.

Yo había sacado de imágenes como ésa mis propias conclusiones, pero compartía la fascinación que las ropas de las mujeres británicas causaron tiempo atrás en las mineras. Los ojos de niña de mi abuela habían retenido pequeños detalles que ella rescataba ahora para mí: las faldas plisadas, los cuerpos entallados o rectos, casi sin cintura, cayendo por debajo de rodillas envueltas en medias suaves y transparentes; sombrillas de encaje y limpios zapatos de tacón cuadrado, tacones ajenos al polvo de Tarsis.

Gorritos de fieltro, pamelas de seda, sombreros para el invierno y para el verano, y muchos botones, a veces forrados de la misma tela que los vestidos, que cierran los cuellos o el vuelo de las mangas y en su brevedad hablan de un país diferente, poderoso.

La noche que mi abuela sacó de su armario la prenda de ropa blanca —así llamaba ella a la ropa interior— heredada de su tía y que ésta había heredado de su señora, disfruté con poder olerla y tocarla, buscando en su rastro de alcanfor mensajes que pudieran haber permanecido allí a lo largo de más de sesenta años. Mi nariz se hundió en su blancura amarilleada por el tiempo, hasta que la voz seca de doña Concha, quebrada por un arranque de generosidad, dijo que podía usarla, si tanto me gustaba.

Era una blusa blanca de tela de algodón duro y bien cosido, con escote rectangular ribeteado de puntillas y mangas bombachas muy cortas, recogidas en un pequeño volante igual al del elástico que la ceñía a la cintura, donde terminaba. Cerrada en su parte delantera por botones de carey muy pequeños que quedaban ocultos, entallaba el pecho con pequeñas tablas o jaretitas, como las llamaba mi abuela. Me sorprendió mucho que la usaran bajo la ropa y comencé a ponérmela para salir, con pantalones vaqueros, para espanto de doña Concha. Mi madre y ella pusieron como condición que había de llevarla siempre bien limpia y mejor planchada, y se ocuparon de que lo cumpliera.

Con esa blusa oliendo a limpio encima de un bikini negro, y mis Lee viejos y sucios cortados a la altura de las ingles, monté en la bicicleta una de las primeras mañanas de julio y sin avisar a nadie regresé al pantano. Había metido una toalla en la mochila porque mi intención era darme un baño allí, pero cuando estaba cerca de la Mansión comprobé que había vuelto a olvidar el agua.

Creía que el escritor no estaría en la casa. Un hombre como él debía de tener lugares mejores que Tarsis para pasar el verano. Macarena me había contado que estaba preparando una novela ambientada aquí en los años veinte, los años de Kristina Lomholt. Pensar en la existencia de ese texto me inquietaba, aunque no había llegado a fabular siquiera con la posibilidad de acceder a sus notas y párrafos. A quien deseaba tener acceso era a él, porque las veces que nos habíamos visto, incluida la noche del abrazo con Julián junto a la garita del Barrio Inglés, siempre me había quedado con ganas de haber dicho algo necesario o escuchado algo que él intentaba decir. Al parar en una sombra para tomar aliento notaba el bikini húmedo, pero no me quité la blusa sino que seguí pedaleando cuesta arriba por el carril, en dirección a los primeros eucaliptos que ocultaban la visión completa de la casa. Veía el tejado rojizo cada vez más cerca, y a medida que avanzaba se me iban desvelando los distintos detalles de la fachada entre la vegetación.

No dudé en desviarme hasta la cancela, que estaba cerrada. Un gran pastor alemán me anunció con sus ladridos. Yo esperaba a Dolores. Vino a abrir el escritor. Me gustó ver avanzar su corpulencia por el corredor de las palmeras, al mediodía un oasis frente al valle polvoriento y seco. Me gustó verlo en la antesala de la casa que él había rescatado del tiempo para mí, y cómo se acercaba reconociéndome sin gestos de sorpresa, como si yo no estuviera haciendo otra cosa que acudir a una cita pendiente.

Estaba despeinado y sudoroso, con una vieja camisa de hilo gris que caía arrugada sobre unos pantalones desgastados del mismo tejido. Sus pies grandes se colaban con desgana en unas zapatillas de esparto manchadas de tierra. Me miraba de arriba abajo, reprimiendo una sonrisa. Hola, Carmela, dijo con voz lenta y grave mientras abría las hojas de la cancela y el perro me olía inquieto. Tranquila, ¡quieto, León!

Después se hizo cargo de mi bicicleta, que dejó aparcada en la sombra del porche.

León y yo le seguimos en silencio.

Ahora sé que acudí a él con una espontaneidad que ya no tengo, sin analizar el porqué ni las posibles consecuencias. Como si me hubiera adivinado antes de que yo misma supiera mis razones, no hizo gestos de extrañeza ante mi visita. Me apresuré en aclarar que había parado sólo para beber, pensando que estaría allí Dolores, como la vez anterior. Él pidió que lo siguiera hasta la cocina, donde apuré el vaso de un trago ansioso y mal calculado que mojó la blusa, para luego pedir más.

Me gusta que hayas venido, dice, no tienes que preocuparte ni que dar explicaciones, tenía ganas de hablar contigo desde el día de la fiesta del instituto. Me disculpo por lo que pasó. Comienza a reír con ganas ante mi cara roja y, cuando hago ademán de marcharme, me invita a que me siente con él bajo la parra trasera, en una de las cuatro sillas de madera, grandes y desgastadas, con cojines amarillos. Ningún mueble de la casa es nuevo, me pregunto dónde los habrá conseguido. Parecen herencias familiares. Lo cierto es que son pocos, justo los necesarios, y han sido dispuestos sin intención de decorar. Encima de la mesa maciza de madera hay papeles blancos, papeles escritos y papeles sucios, libros abiertos bocabajo y cerrados bocarriba, sobres con matasellos extranjeros, un lapicero lleno de plumas y bolígrafos, un vaso de cerveza por la mitad. El verano se estira ante nosotros con un desorden de escritorio improvisado.

Estás escribiendo, lo siento, no quiero molestar, ya me voy.

Reacciona de inmediato: ¿Quieres estarte quieta un rato en esa silla? Eres la mujer más escurridiza de la cuenca minera. Espera, que ahora vuelvo.

Los ojos del escritor eran claros, de un verde grisáceo capaz de pasar de la dureza a la ternura y de la euforia a la melancolía en una rápida sucesión de matices que se pisaban unos a otros, y aquella mirada imponía respeto, me arrastraba a un estado de sumisión interior. Al escucharlo hablar con ese tono contundente, llamándome mujer, no quise hacer otra cosa que permanecer sentada, observando los papeles emborronados con su letra, cuyos trazos dibujaban breves párrafos que alternaban el orden con el caos, capaces de ser leídos por cualquiera o bien volando rápidos sobre el papel, inaccesibles.

Regresó con dos cervezas muy frías y un plato de aceitunas aliñadas. Se sentó enfrente, al otro lado de la mesa, y me miró esperando que yo dijera algo. Sólo se me ocurrió decir que hacía calor y después pregunté si aquel día no había ido a trabajar Dolores.

Respondió con sequedad, como si mis comentarios le hubieran decepcionado, que Dolores no iría esa semana porque había pedido unos días libres. Al momento me miraba otra vez con expresión amable. Yo quería hacer tantas preguntas que no sabía por dónde empezar. Él se adelantó. Nos hemos visto pocas veces, ¿verdad?, dijo. Ese chaval que estaba contigo la otra noche en el Barrio Inglés me pareció que era el mismo que ganó el premio del comentario de texto… Asentí con la cabeza. Hizo un buen trabajo, y tú también: como te dije entonces, leí tu relato. Tengo una copia arriba, en el escritorio. Ese relato me da a entender que tienes un interés especial por esta casa, o más bien por la mujer que vivió en esta casa.

Le felicité por haber respetado la estructura inicial de la vivienda y contestó que no hubiera permitido que se perdiera, porque era valiosa para él. Pregunté por qué. Debió de notar que estaba ansiosa por saberlo desde hacía meses, pero guardó silencio, no parecía dispuesto a desvelarlo todavía, mientras que yo iba a seguir insistiendo. Por lo menos dime si sabes quiénes fueron las personas que vivieron aquí, si conoces la historia de esta casa.

Te diré otra cosa: acabamos de conocernos y tengo la sensación de comprender muy bien una parte de ti que no comprende nadie más, ni siquiera ese chaval… ¿Cómo se llama? Le contesté que se llamaba Julián y que no entendía qué quería decir con eso de que me comprendía. Costaba reconocer en voz alta la corriente entre nosotros, la rápida intimidad que escapaba a mi control, pero el escritor se ocupó en dejar claro desde el principio que iba a tener que esforzarme. Su mirada se fue alejando de la cortesía inicial, endureció el gesto y dijo: Lo sabes perfectamente, o por lo menos lo intuyes. Entonces se levantó para sentarse en la silla que había a mi lado y observar la blusa antigua, húmeda por el sudor. Esta blusa que traes no es la más apropiada para ir a nadar al pantano, ¿verdad? Esta blusa —alargó una mano y sostuvo entre sus dedos las puntillas del escote— me dice tantas cosas de ti que es inútil que intentes hacerme creer lo contrario con palabras. ¿Dónde la has conseguido?

Me la ha regalado mi abuela, contesté enderezándome, dispuesta a no dejar que me cohibiera su cercanía. Era de una mujer británica que vivió en Tarsis y se la regaló a su ama de llaves, tía de mi abuela. Es mi prenda preferida y la uso para lo que me da la gana: para salir a tomar copas, para estudiar, para pasear o para nadar.

Se rió con cara de asombro antes de decir: ¿Lo ves? Te conozco, y me gusta que seas así. Su risa cesó de golpe y dio paso a un gesto serio cuando dijo sin mirarme: Yo también soy así.

En ese momento podría haberme levantado de la silla, haber dado las gracias como una muchacha bien educada y seguir mi camino hacia el pantano, darme allí el baño previsto y no tener más que ver con aquel hombre.

Podría haber elegido la normalidad de una adolescente de Tarsis en ese tiempo, sus aficiones sencillas, sus amistades previsibles.

El juego lleno de trampas que estaba proponiendo irradiaba el magnetismo familiar de un tablero de ajedrez a cuyos lados nos colocábamos ambos, y entre nosotros el abismo cuadriculado con sus reglas inflexibles pero también sus trampas, las estrategias y encerronas a que los jugadores se exponían desde el principio.

Ya hacía algo parecido con Julián, claro está que el escritor proponía un juego de más nivel, unos peligros a los que no me había enfrentado antes. Recordé lo que solía comentar mi padre con mi madre cuando yo tenía nueve años y él me enseñaba a jugar: la niña no se acobarda en el tablero. Contesté envalentonada que no creía que él supiera de mí, porque acababa de conocerme, mientras que era más fácil que yo supiera de él, porque había leído libros suyos. Aquello lo hizo reír, lo puso de buen humor.

Ah, ¿y qué opina de mí y de mis libros la futura escritora Carmela Estévez? Me comí dos aceitunas y di un trago a la cerveza. Unas cosas me gustan y otras menos, dije. El regreso es una novela buena, pero quizá un poco oportunista. Podría pensarse que la has escrito con fines comerciales.

Álvaro G. afirmó sin dejar de sonreír que esa opinión le parecía demasiado simple, preguntó si yo sabía exactamente cómo se hacía eso de escribir con fines comerciales y dijo que no creía que fuera una conclusión mía sino algo que yo había leído de algún crítico mediocre. Respondí que no había sido un crítico, sino que mucha gente lo decía.

 

Me gustaría que fueras más explícita: ¿qué es exactamente lo que dicen?

Le contesté que decían que era un hijo de papá que había vivido cómodamente en el exilio, que su postura de izquierdas era de boquilla y que se estaba aprovechando de la situación política del país para inflarse a vender libros.

Qué español es eso, dijo dándome la espalda, de pie ahora, asomado al valle.

Me estaba metiendo en terrenos pantanosos por haber recordado un enfado de mi padre ante unas declaraciones que hizo Álvaro G., y que posiblemente él malinterpretó. La blusa perdía su apresto velozmente y parecía mojada, más que húmeda. No le conté que a mi padre le había gustado la novela ni que al ver esa entrevista en televisión creyó que el escritor estaba despreciando a las personas que no habían podido huir de España cuando acabó la guerra, diciendo que lo más difícil no había sido irse, sino quedarse y aguantar. Me había repetido entonces que no toda la gente que se quedó era franquista, volviendo a recordar que a mi abuelo lo mataron los nacionales y que él tuvo que ponerse a trabajar en la Compañía con quince años para sacar adelante a la familia. O sea la historia de siempre que ya conozco, papá, no me sueltes ese rollo otra vez.

Álvaro asegura que no le da importancia a esos comentarios, se vuelve y me pregunta que cuántos años tengo, añade que soy muy joven y que está cansado de que, sólo por haber escrito lo que ha escrito y por su origen social, pretendan hacer que cargue con todas las desgracias y complejos causados en España por la Guerra Civil y sus consecuencias. También su familia lo había pasado muy mal, sobre todo su padre y su madre, quienes perdieron a gente que conocían en campos de concentración: ya había narrado cómo su madre murió de pena en París, y ¿qué querían, además, que pidiera perdón por eso? Entonces vuelve a sentarse, da un trago a la cerveza y observa satisfecho cómo sus argumentos me acorralan contra el respaldo de la silla. Sólo acierto a decir que mi padre murió hace dos meses y él contesta que lo sabe, se lo dijo Macarena el día de la entrega de premios. Dice que lo lamenta, repite que soy muy joven. Me hubiera gustado que las hojas de la parra nos abanicaran, pero no corría el aire, y a la sombra debía de hacer tantos grados como años tenía Álvaro G. Aquella misma noche comprobé, leyendo en mi cama el texto de la contraportada de su novela, que pasaba los cuarenta.

La rápida confianza que pareció surgir entre nosotros era desconcertante. Cuando anuncié que me iba, no comprendí el nerviosismo repentino que le hizo entrar en la casa a buscar una botella de whisky y pedirme, casi suplicarme, que me quedase a comer allí, que él cocinaría huevos fritos con patatas, que era mejor esperar a que pasara el calor antes de irme. Se movía ante la mesa de un lado a otro, entraba otra vez a buscar hielo, recuerdo cómo hizo esfuerzos por serenarse y cómo aprovechó mi asombro al verle tan alterado. Carmela, sé que tu padre acaba de morir, y te comprendo. Sé que lo estás pasando mal. Bastaron esas palabras y su mano sobre mi hombro para empezar a llorar, sin poder evitarlo, un llanto sin sentido, que ni siquiera sabía si era por mi padre. Lo cierto era que él, con unas pocas palabras, había cambiado la situación en un segundo y ya no tenía que suplicar que me quedara a hacerle compañía, sino utilizar su poder para consolarme. Esa jugada le hacía fuerte otra vez. Provocaba el llanto para después calmarlo, sabía abrir la herida para luego aplicar el bálsamo. Conmigo no le resultaba difícil. ¿Demasiado joven? Demasiado parecida, decía. Almas gemelas, solía repetir.

Debí haber combatido desde el principio esa expresión, impedir que construyese una imagen platónica en la que nunca me sentí reflejada, equiparándome a él, por muy halagador que pudiera resultarme todavía ser como él, el escritor maduro testigo de mis rarezas desde que me vio llorando en el carril, dueño de una experiencia que le permitía entenderme y hacerme a mí también testigo de las suyas, ahora, nada más vernos, nada más presentarnos. No me daba cuenta del esfuerzo que eso exigía de mí, me limité a aceptar sus calificaciones, las imágenes simples que me ofrecía para que yo asimilara sin rechazo la complejidad de lo que estaba sucediendo, de lo que iba a suceder. Almas gemelas, almas gemelas.

Acudió a un nuevo truco que hizo que el llanto cesara de pronto. Tengo una idea, Carmela: ¿quieres leer algo de lo que estoy escribiendo? Sabía que lo deseaba, cómo no iba a quererlo, era un ofrecimiento más que suficiente para olvidar las lágrimas y someterme a una sonrisa mientras me sonaba con estruendo en una servilleta. Sólo son notas sueltas, lee lo que quieras, vamos, coge un papel cualquiera de ese montón y lee.

Cogí con delicadeza, como si fueran de cristal quebradizo, dos o tres papeles de donde me había indicado. Entender mejor o peor su letra no importaba: era suficiente poder verla de cerca, detenerme en los trazos de tinta.

En voz alta, por favor, pidió mientras se sentaba a mi lado, se servía un whisky con hielo y a mí me daba un vaso de agua fría. Sentí con rotundidad su presencia, sin rozarme siquiera pero a la vez como si estuviera tendido encima. Su peso de hombre encima de mí. Bebí, tomé aire y comencé a leer frases sueltas en voz alta.

El niño tose con fatiga de minero viejo cuando se acerca al calor de la madre. / Los beneficios empresariales, calculados en libras, habían ascendido en el último año a más de 40 millones (documentar decenio 1914-23 de máxima tensión sindicalista)… Oraciones espontáneas e inconclusas, que no siempre era posible descifrar, se sucedían sin orden sobre el papel emborronado, simples pruebas, esbozos, con notas en los márgenes. La ambición iba creciendo conforme se perforaban las galerías y se iba abriendo más el agujero del cobre, a cambio de limosnas que abonaban la lucha sindical. / Se luchaba contra dos monstruos, o —mejor— contra un monstruo de dos cabezas: el capitalismo y el colonialismo. En Tarsis, la identidad de la clase trabajadora se ve reforzada por la identidad nacional y exaltada por la xenofobia hacia el staff de la Compañía. La Compañía es, además de capitalista, invasora. La identidad se forja en torno a ese lenguaje bélico, de guerra contra el invasor. (Buscar sobre sindicatos en los legajos del Archivo Compañía.) Explotación/ Emancipación/ Huelga General/ Violencia Sindical/ Acción Directa/ Guerra/ Batallas.

Recuerdo haber repasado con ojos y dedos la tinta seca de su arsenal de lenguaje bélico, hasta llegar a esto: No soy como cualquiera de tus mujeres. Ninguna persona enferma me deja indiferente, ningún niño agotado, explotado o hambriento… Ahí, dejé de leer.

Mírame, dijo. Espera, contesté, concentrada en lo escrito: Hay algunas palabras en mayúsculas que tachan frases finales: Muerte. Combate. Suicidio…

Ya lo sé, lo he escrito yo, mírame, Carmela, y suelta ya esos papeles: no tienen ningún valor. No lo tendrán para ti, contradije sin soltarlos. Creo que sé más o menos de qué estás hablando en estos papeles y también me imagino quién es esa mujer que habla en primera persona.