Mosko-Strom

Tekst
Z serii: Crisálida #5
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Bocinas de autos, bruscas trepidaciones de motor, sacudidas de camiones y tranvías, de carromatos y trenes eléctricos, todo ese rugido de infierno, en fin, indescriptible, monótono y desesperante, que asciende como la vaharada de un gas asfixiante, desde el fondo de las grandes urbes hacia las nubes.

Fue Jackie el primero en romper aquel silencio hecho de estruendos y sonoridades:

—Perdone, profesor —dijo—, mis gritos de momentos antes. Estaba indignado no sé contra qué. Perdóneme.

Su fuerte voz de barítono, afinada por la emoción, tenía ahora inflexiones de trémolo, cadencias plenas de dulzura, que daban a sus palabras un tono gemebundo de auténtico miserere, de llorosa nota de órgano bajo las sonoras bóvedas de un templo.

—¡Perdóneme!

El profesor Sampson puso, por toda contestación, una mano yerta y huesosa sobre la de su antiguo discípulo.

—¿Perdonarte? ¿Por qué? Te conozco. Tú eres bueno, Jackie.

Pero Jackie eludió rápidamente aquella alusión a sus cualidades morales. Quería, despojado de toda sentimentalidad obstaculizadora, proyectar hacia el exterior su más íntimo pensamiento; ser cruel, herir, si era preciso, aquel corazón cuyas irregulares pulsaciones llegaban ahora hasta él; ser, en fin, médico, verdadero cirujano de blusa blanca y afilado escalpelo, que secciona carnes sin sentir el más leve temblor en su brazo ni la más leve compasión en su espíritu.

—He dicho, profesor Stanley, que no sabía contra qué estaba indignado... Sí; lo sabía. Lo sabía, pero no hubiera querido hablar. Y aún ahora, mejor será que no hable; que coja mi sombrero y haga lo que debí haber hecho antes: marcharme.

Y contrajo sus piernas en un brusco impulso de ponerse en pie. Pero una suave opresión de la mano del profesor Sampson Dixler lo retuvo pegado al asiento. Era una muda invitación a hablar, a hablar con absoluta franqueza, sin escamotear con palabras hábiles la crudeza de un pensamiento que se agolpaba a sus labios.

—Puesto que usted lo quiere, profesor, sea. Pues bien; estaba indignado contra usted. Contra usted y contra todo lo que le rodea. Con-tra-to-do-lo-que-le-ro-dea.

Los ojos azules de Sampson Dixler no pestañearon. Vagamente siguieron resbalando por la superficie nacarada de una pequeña estatua desnuda que se alzaba en uno de los ángulos de su mesa de trabajo.

—Contra estos muebles, contra esta casa, contra esta miseria, contra este asfixiante ambiente amoral en que usted se ve forzado a vivir. Pero más que contra todo eso quizá, contra usted mismo; contra su inconsciencia, contra su bondad, contra su ceguera. ¡Contra su absurda, estúpida e incomprensible ceguera!

El profesor Stanley movió lentamente la cabeza en un gesto ambiguo de afirmación y asentimiento. Luego oprimió la diestra de su discípulo con ambas manos.

—¿Crees, Jackie, que realmente estoy ciego? ¿Crees que no veo? Veo y he visto hace mucho tiempo con absoluta claridad en torno mío.

—¿Entonces?

Fue como una sacudida violenta, como una explosión del espíritu que hizo vibrar a un tiempo mismo todos los resortes del cuerpo de Okfurt.

—¿Entonces? —volvió a repetir.

Pero a esta explosión, a esta sacudida de rebeldía, el profesor Stanley oponía la suavidad y tersura de unas breves palabras de tono evangélico.

—La maldad de los unos no debe ser óbice para la bondad de los otros.

—No le entiendo, profesor. No quiero entenderle.

—No quieres entenderme. Tú lo has dicho. Pero, a tu pesar, me entiendes.

Bajó la cabeza Jackie Okfurt. Las palabras del profesor Stanley le desarmaban, le ponían en condición de inferioridad para la gran lucha, para la gran operación quirúrgica que hace pocos momentos se proponía. La maldad de los unos... la bondad de los otros... Sí; lo entendía. Lo entendía, a pesar de no querer entenderlo. Pero instintivamente se rebelaba contra esta absurda virtud, contra este concepto idealista del Bien que aguantaba sobre las propias carnes desnudas los terribles disciplinazos del dolor y la maldad, en silencio, sin proferir una queja, disculpando acaso a sus propios flageladores con un «perdónalos, porque no saben lo que hacen», del Galileo en la cruz.

—¿Vas a hablarme —continuó el profesor Stanley, interrumpiendo el embarazoso silencio— de mi familia, de mis hijos, de Rona, mi mujer, de...?

—Sí, profesor. De todo eso quería hablarle. Hablarle... y sacarlo también de este sucio pantano lleno de limo y fango, del que no puede contaminarse su espíritu inmaculado. De todo eso quería hablar a usted. Pero ya...

Un brusco vencimiento hacia adelante de su busto, erguido hasta ahora, completó la frase inacabada.

¿Para qué hablar? Venía, desde hacía mucho tiempo, mucho, conteniendo a costa de un esfuerzo supremo este secreto que él creía una ignorancia de su antiguo profesor, esta vergüenza que todos sus allegados conocían y disculpaban en atención precisamente a esta presunta ignorancia, y ahora, al pretender correr el velo de la verdad, se encontraba con esto...

¿Para qué hablar? ¿Para qué haber hablado? Y como si el profesor Sampson Dixler hubiera ido siguiendo el curso de este pensamiento inexpresado, lo terminó con este corolario:

—Todo lo sé, Jackie. Todo lo siento sobre mí pesándome como la sombra de un crimen. Sé todo lo que tú puedas decirme y mucho más aún de lo que tú sabes. Conozco y sufro mi drama desde el principio. Mi drama... que no es mi drama, sino una pequeña parte del gran drama desarrollado desde que el mundo dio sus primeros vagidos anunciadores de la vida, entre el Bien y el Mal, entre la Luz y las Tinieblas. Todo lo sé y todo lo perdono.

Jackie Okfurt volvió a erguir su busto para contemplar aquel hombre loco o sublime, quizá las dos cosas a un tiempo, que, desde las profundidades de su propio dolor, se alzaba así, magnánimo y generoso, sobre el fango y la suciedad de las pobres miserias humanas. Miró aquel rostro del que solo le separaba una corta distancia. No; no eran aquellos ojos, tersos y suaves, no era aquella frente, abombada y limpia, la frente y los ojos del hombre vulgar, ruin o mentiroso. Era, por el contrario, aquella faz, la noble faz del iluminado, del apóstol, hecha para el halo circundante de luz, de la santidad.

—Todo lo siento, Jackie, sobre mí. Más que los engaños de Rona, la muralla moral que no puede permitirle acercarse a mí ni comprenderme. Este hórrido ambiente de hostilidad que me rodea; las infamias de mis hijos, los torpes vicios de Clarence, la vida enfangada de Kezie; el odio de todos contra mí. ¡Contra mí, que solo amor, amor, amor les he dado!

Jackie quiso besar aquella mano seca y huesosa, pero infinitamente cálida y cordial, que, estremecida, temblaba ahora entre las suyas. Quiso hablar, decir algo que aventase aquella quieta atmósfera de emoción que, como una nube negra, parecía llenar el despacho, pero no pudo. Sentía ascender por su garganta un nudo asfixiante y cálido, una especie de congoja que le atornillaba la boca y le hormigueaba en ojos y nariz. Calló.

Lejano y amortiguado, de la calle continuaba ascendiendo hasta allí el estruendo de las arterias de Cosmópolis, repletas ahora del líquido negruzco de la circulación. Las voces de los klaxons, las explosiones de los motores, las estridencias de tranvías y trenes aéreos seguían elevando su bárbaro concierto de disonancias por encima de este silencio patético de dos almas.

Cosmópolis, la ciudad en fuga de sí misma, continuaba huyendo hacia el vacío.

4

Las dos almas gemelas del profesor Stanley y de Jackie Okfurt volaban, en cambio, hacia sí mismas, oteando idénticos negros horizontes.

«Amor, amor, amor». La tersa palabra, tres veces repetida por el profesor Stanley, seguía amartillando los oídos de Jackie Okfurt. Amor, excesivo amor; excesiva bondad. He aquí los resultados. Y Okfurt evocaba la vida del profesor desde que le había conocido en las aulas de la Universidad Central. Una vida ejemplar, rectilínea, místicamente laica. Una vida plenamente dedicada al estudio, al trabajo incesante, al recogimiento y al silencio. Una existencia limpia, sin ambiciones, plena de fervor idealista en el triunfo del Bien. Le veía ahora, sentado en su cátedra, dejando resbalar su voz cálida y suave sobre temas de alta moral; afianzando a sus discípulos en la creencia de que el amor, el Gran Amor —que sería la gran Fraternidad— llegaría algún día a establecerse sobre la Tierra abrazando en un cordial lazo a todos los humanos. Le recordaba llevando más tarde el perfume de esta esperanza venturosa a su casa, a su hogar, educando a sus hijos —unos pequeñuelos entonces— en esa escuela de la suave persuasión y el cariño; acompasando, en todos sus pasos, su vida a sus teorías; inflexible, optimista, sin un descenso en su fiebre de ideal.

La voz de Jackie Okfurt sonó ahora profundamente grave:

—Profesor, ¡entonces es usted una víctima de sus propias teorías!

Abajo, en la calle, el fragor de la tormenta mecánica seguía acallando las íntimas voces de la ciudad, en fuga de sí misma.

—No, Jackie; no soy una víctima. O si quieres... sí, lo soy. Pero no al modo que tú te lo imaginas. Tú, falto de la visión de conjunto, solo puedes verme a mí. Juzgas individualmente... y eso, no. Hay que mirar al total de la Humanidad, de la que yo, con mis pequeñas miserias y dolores, no soy más que un grano de arena, menos todavía: un átomo, una molécula. Pero ¿qué tienen que ver, además, estas pequeñas miserias mías con el Bien universal?

Calló un momento para henchir su pecho en una honda inspiración.

—Dime; ¿crees tú en tu ciencia?

—Sí, profesor.

—¿Y dejarías, di, de creer en ella porque mañana te unieses en matrimonio a una mujer enferma, porque tus hijos nacieran también enfermos o adquiriesen después una enfermedad, porque todo en torno tuyo fuesen epidemias y enfermedad, en fin?

 

—No, profesor. Seguiría creyendo en ella.

—Entonces ¿por qué te extrañas de que, a pesar de todo, ¡de todo!, yo siga creyendo en la mía?

Comprendía Jackie Okfurt la contundencia de este argumento perfecto, de este razonamiento, frío en su sublimidad, que le cerraba por completo el paso hacia una evasiva salvadora. Buscaba, en vano, el feble asidero de un subterfugio que le permitiera aferrarse a aquella negativa, enérgica y espontánea, que brotaba desde el fondo de su espíritu. Sí; no podía negarse el Bien, porque el Bien, aunque fuese en un reducido sector humano, aunque fuese en una sola alma, existía, como existe el radium, aunque en cantidades microscópicas, sobre la tierra. ¡Pero creer que el fango y el lodo, que las piedras y el hierro puedan convertirse en radium!... ¡Creer que el Bien, el Bien, esa blanca flor solitaria en el desierto, ha de abrirse un día en el corazón de todos los hombres!...

—Profesor, no puedo callar aunque me cierre usted todos los caminos del razonamiento. Quisiera tener esa fe de usted en algo, en ese bello ideal de amor universal, pero no puedo. Creo en mi ciencia, sí, porque palpablemente veo sus resultados. Pero renegaría de ella si todo en torno mío fuese enfermedad y nada pudiese en contra suya. Yo, profesor, puedo ir mañana a una isla del trópico, infecta e inhóspita, y encontrar en ella a todos sus habitantes aniquilados, consumidos por las fiebres, la epidemia y el raquitismo. Y al mes, al año, a los pocos años, mi quinina y mis inyectables, juntamente con una labor de desinfección, habrán hecho retroceder la enfermedad hasta sus últimos límites. Usted... usted, profesor, hace muchos años que ensaya una paciente labor de desinfección moral en torno suyo... ¡y ya ve usted los resultados! Aquí, en su propia casa. Entre los suyos. ¡Y aún espera usted ver el Bien extendido por el mundo entero!

El profesor Stanley asintió con la cabeza a estas palabras. Después, lentamente, haciendo breves pausas para dar un reposo a sus pulmones fatigados, explicaba su teoría ajustándose a las objeciones de su antiguo discípulo.

Sí; era verdad. Reconocía la lentitud, la extremada lentitud del Bien abriéndose paso entre los hombres. No podía compararse su marcha dificultosa con el precipitado ritmo de la medicina y de la técnica. Pero el que su paso fuese lento no autorizaba a creer en un estancamiento definitivo. Además, las almas...

—Hablas, Jackie, de una isla inhóspita e insalubre, del trópico, donde las enfermedades se hubiesen ensañado con el hombre inculto. Hablas de un año, de los años que te serían precisos —a pesar de los medios de que puedes disponer— para extirpar esas enfermedades... Pues bien; fíjate: el mundo, todo el mundo ha sido —es— una isla plagada de más terribles epidemias morales que esas materiales de que tú hablas. El hombre primitivo, en sus rudimentarios pasos instintivos sobre la tierra, era inclinado al mal; no conocía, como las bestias, otra satisfacción que la satisfacción de sus brutales apetitos, su propio bienestar material. Era sanguinario, vengativo, asesino. No conocía línea divisoria entre lo bueno y lo malo. Pero un día, entre todos esos hombres apestados, un hombre, enfrentado consigo mismo, palpaba una brizna de luz del Bien; la cultivaba, la propagaba... y, fíjate, Jackie, en los resultados maravillosos de aquel imperceptible hallazgo. Compara aquella isla inhóspita, inculta y salvaje con esta civilización nuestra. Compara aquel hombre salvaje y rudimentario con el hombre supercivilizado de hoy, que estampa en sus códigos las leyes más humanitarias, que extiende por todas partes sus redes de sanatorios y hospitales, que repugna la sangre y el crimen. ¿Que este triunfo definitivo del Bien marcha lenta, pausadísimamente? Tú pedías años para sanar tu isla. ¿Y qué son dos mil, tres mil, seis mil años de saneamiento moral comparados con ese plazo que tú solicitas?

—No, no, profesor Stanley. Quiero comprender, dejarme vencer por la fuerza de sus argumentos, pero no puedo. Hay algo en todo esto que está por encima de las leyes del raciocinio, por encima de todas las sutilezas, de todos los argumentos. Y es esto: que el mundo no conocerá jamás el camino del Bien, porque instintivamente reverdece cada día en el Mal. Yo pedía años para mi saneamiento, es verdad. Pero no aceptaba retrocesos. Curado, inmunizado, perfectamente sano un salvaje de mi isla, sus hijos no podrían heredar una enfermedad inexistente. ¿Cómo, pues, se explica, profesor Stanley, que sus hijos... que Clarence, Kezie...?

Se detuvo. Quizá había ido demasiado lejos en sus palabras. Un leve crispamiento de la mano que retenía entre las suyas parecía indicarlo así. Y, mentalmente, volvió a repetirse las palabras que antes había proferido en alta voz: «¿Para qué hablar? ¿Para qué acabar de crucificar a este pobre espíritu maltrecho, para qué asestar nuevas puñaladas en estas carnes sangrantes y desolladas?».

Pero aquel pobre espíritu crucificado no rehuía los crudos azotes de la realidad. Él mismo escarbaba en sus carnes laceradas:

—Sigue, Jackie. Sí; ¿cómo se explica?... El mal, Jackie, retoña en cada alma, es verdad. Pero hay almas, además, que nacen ciegas a la luz, ciegas a la belleza; almas paralíticas, como la de Rona, como las de mis hijos, hechas para rastrear, con plomo en los pies, con tapones en los oídos. ¿Qué culpa pueden tener ellas de haber nacido así? ¿Son culpables ellas de haber nacido conformadas para percibir solo el bajo instinto, el torpe apetito, la voz del bienestar animal como el hombre rudimentario de los primeros tiempos?

La voz del profesor Stanley, entrecortada y ronca, dejaba percibir ahora su honda y cálida emoción interior.

—¿Crees, Jackie, que si ellas pudieran sentir por un momento siquiera mi íntima inquietud, mi profunda felicidad —sí, mi felicidad; esta felicidad inefable del Bien realizado, esta calma augusta que sigue a la virtud—, la cambiarían por esos fugaces placeres corporales que apenas si dejan otra cosa que una niebla de hastío en el espíritu y unas gotas de amargo acíbar en el corazón? ¿Crees tú que cambiarían esta vida plena, henchida, desbordada, por esa suya hueca, vacía, horriblemente vacía y yerta?

—No, profesor.

—Rona... Clarence... Kezie. ¿Qué pueden hacer sino huir de sí mismos, de su propio vacío hacia el vacío más espantoso todavía de los deleites materiales? ¿No ves que nada encuentran dentro de sí, que está desamueblado y silencioso su piso interior? ¡Rona! ¡Cuántas veces he intentado llegar hasta su alma, Jackie! ¡Cuántas he querido encender sobre esa alma oscura la chispa de una luz! Pero no podía verla. Estaba ciega, ¡ciega! Era solo un cuerpo, un miserable cuerpo esclavizado por todos los apetitos fisiológicos, por todas las cadenas de la vanagloria y del interés.

La voz del profesor Sampson Dixler iba adquiriendo un asfixiante tono de angustia:

—Kezie... Clarence... Tú les has conocido. Tú les has visto crecer... Tú sabes lo que yo he sido para ellos; con qué cuidadoso esmero, con qué recogido cariño de hermano, de compañero, de camarada, he cultivado sus almas nacientes. Pero ellos también son almas ciegas, almas paralíticas con tapones en los oídos y plomo en los pies, hechas para rastrear y marchar a tientas por el fango.

—¡Profesor!...

—Escucha: anoche... anoche estaba solo. Solo con mi angustia, solo con mi asfixia, solo con mi soledad. Y... sí, sí; debo decírtelo. Viéndome así, en aquel completo abandono, en aquella absoluta soledad... no sé si fue más la angustia de aquella asfixia corporal la que sentía desgarrarme el alma o si era la tristeza de mi soledad y de mi abandono la que me desgarraba la vida.

—¡Profesor!

—Me desprecian, Jackie. Me desprecian acaso por eso, por no ver en mí el gesto que esperaban ver: o el látigo del padre autoritario enarbolado como una maldición sobre sus cabezas, o mi marcha, mi definitiva ausencia, callada y silenciosa, dejándoles en absoluta libertad.

Jackie Okfurt creyó haber llegado a la deducción final que esperaba. Esto era lo que él quería proponer desde el principio de la conversación dolorosa. Acabar, de un violento manotazo, como antes había querido hacerlo con los muebles de aquel despacho, con esta amoral situación de su antiguo maestro.

—Uno de esos dos gestos es necesario, profesor Stanley; pero preferible es el segundo. Mi casa está a su disposición. Vámonos.

5

Se había levantado con la brusca vehemencia de su carácter impulsivo, arrastrando tras sí al profesor Stanley Sampson. Por uno de los cristales del balcón penetraba, tímido, un oblicuo rayo de sol, en cuya luz, como en un baño de oro, se zambullían incansables los átomos del polvo del despacho.

—Profesor, vámonos.

Y repitió esta invitación con la plena, con la absoluta certidumbre del que sabe que ha de ser aceptada en el acto. Pero el profesor Stanley movió negativamente la cabeza.

—No, Jackie; no me voy. Todavía puedo ser nece-sario aquí.

Jackie Okfurt le miró estupefacto. ¿Necesario aquí? ¿Para qué? ¿Para acabar por ser la víctima de toda esta manada de lobos que lo cercaban? Y Okfurt veía en su imaginación a Rona, a la oscura Rona, abrumando —delante de las visitas— con fingidas solicitudes a su marido; pavoneándose, orgullosa, con el reflejo de su gloria y de su prestigio, mientras, a solas, lo alanceaba con el tosco bisturí de sus frases violentas y brutales; exigiéndole un dinero y unas comodidades que no podía darle y maldiciendo de una gloria y una fama inútiles que no podían hacer llegar su rango económico a la altura de muchas de sus amistades; obligándolo a precipitar sus originales, a malvenderlos anticipadamente a casas editoras para proporcionarse sumas que ella derrochaba inmediatamente en comprar bronces, estatuas y chucherías con el fin de deslumbrar a sus numerosas visitas. ¿Necesario aquí? Y Jackie Okfurt seguía contemplando aquel hogar —símbolo de tantos y tantos hogares, como él, en su condición de médico, veía a diario— deshecho, peor que deshecho, enfangado, putrefacto. Sorprendía al hijo mayor, a Clarence, en bares y cabarets de ínfima nota a altas horas de la noche, en compañía de muchachos de ojos pintados, gestos femeniles y rostros en los que los tóxicos y las drogas heroicas marcaban su pálida huella, acercándose a casa, solo de tarde en tarde y a escondidas para pedir dinero a su madre. A Kezie, a la descocada Kezie, envuelta siempre en vaporosos trajes, cínicamente provocativos, que transparentaban todo su cuerpo apenas desarrollado; y siempre también en automóviles, palcos y the-danzangs con nuevos amigos, que la acompañaban hasta su casa en las primeras horas del amanecer; huyendo de la clara mirada de su padre, al que calificaba de «estorbo inútil» y «viejo arranciado». ¿Y aún este mártir, a quien la vida parecía haber querido dar un mentís enérgico y rotundo en sus idealistas teorías del Bien, quería continuar aquí?

—¿Para qué, profesor Stanley, es usted necesario en esta casa? ¿Qué tiene usted que hacer todavía aquí?

—Esperar. Esperar siempre. ¿No piensas tú que algún día quizá puedan llegar a ver y entonces vengan a mí?

Pero Jackie Okfurt no quiso escuchar estas palabras cordiales.

—No; no lo creo. Creo, por el contrario, que acabarán por crucificarlo; que morirá usted, como todos los místicos idealistas, en un calvario y con el acíbar de toda las traiciones en los labios. No creo tampoco, profesor, en sus falsas teorías del Bien. Creí, sí, creí al principio. Cuando todavía no conocía a los hombres. Hoy, no. Hoy no creo en nada. ¡En nada!, por mi desgracia. ¿Ve usted estas canas? «Canas de juventud», como me dicen algunos... Estas canas, profesor Stanley, tienen cinco mil años.

Su voz iba adquiriendo gradaciones de exaltación. Le brillaba en el centro de las pupilas el rayo de una luz fría y metálica, como un siniestro fulgor de locura. Sus pasos resonaban en el pavimento, aun amortiguados por el espesor de la alfombra.

—Hace poco me decía usted que yo era bueno. Pues bien; no es verdad. Yo no soy bueno ni quiero serlo. Soy humano. ¡Humano! Hombre que vive entre hombres y que sabe lo que el corazón de los hombres puede dar. Y este conocimiento de mí mismo y de los demás me hará, sí, disculpar todos los errores y cubrir todas las miserias con el manto de una piadosa tolerancia, pero también me escuda; también me defiende contra todas esas miserias, contra todos esos errores, contra todos esos idealismos con que quiere cubrirse el espantoso vacío que nos rodea.

 

Incapaz su lengua de seguir el ritmo vertiginoso de su pensamiento, fluían ahora de su boca solo breves monosílabos, palabras incoherentes que apenas si alcanzaban a ser jalones, pequeños hitos en su trayectoria imaginativa.

—¡Los hombres!... Paso al Bien... Hombres primitivos... El hombre primitivo, profesor Stanley, no buscaba —usted acaba de decirlo— otra cosa que el propio bienestar material, ignorante de la chispa divina que llevaba dentro de sí. ¿Y qué? Mire usted por ese balcón. ¿Qué otra cosa que el bienestar material, qué otras cosas que las puramente externas busca esta ciudad, estos siete millones de seres que rugen y se agitan, empujados por la ambición, debajo de nosotros? ¿Habrá alguno acaso entre todos ellos que se busque a sí mismo? ¿Que piense en la justicia de un mundo mejor, sino es en ese mundo mejor en que la justicia será administrada con arreglo al resentimiento, a la envidia, de los unos por los otros? No, profesor Stanley; es la hora de hablar alto y claro. Ha llegado la hora de que ustedes, precisamente ustedes, los grandes idealistas, los grandes intelectuales, reconozcan y confiesen el error de todas sus teorías, esas bellas teorías poéticas que han quedado ya pulverizadas en su primer choque con la realidad. Ha pasado ya el período del noviazgo, de la ilusión, llegando ya la prosa de la vida cotidiana. Y esa vida cotidiana, profesor, es... el Caos. Cosmópolis y el mundo entero están vacíos. Ustedes han soltado al monstruo, y los monstruos comienzan siempre por engullir a sus propios libertadores.

Se sentó para extender una fórmula. Su pluma escarbaba en el papel como una uña de acero. Abajo, el estruendo de Cosmópolis seguía cerniéndose como el fragor de un mar de cólera.

—Adiós, profesor. Y no olvide usted que, más que de medicinas, de lo que necesita usted es de quietud, de sol, de aire, de horizontes libres de campo. Y sobre todo... sobre todo... de... ¡Adiós, profesor!

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?