Mosko-Strom

Tekst
Z serii: Crisálida #5
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

En cuanto a él, Max Walker se felicitaba de haber seguido invariablemente la trayectoria de vida emprendida desde su infancia: ingeniero, moderno capitán también, como Eddie, de un inmenso ejército industrial, obediente a sus órdenes; estado mayor, grandes oficinas, un amplio laboratorio de experimentación, y, sobre todo, fuera ya del círculo dantesco de la miseria y del trabajo manual; casado, sin ambiciones, casi, casi feliz...

Capítulo II

1

Le despertó el ronco aullido de una sirena vibrante que, simultáneamente, halló eco en ocho, en diez, en veinte sirenas más, diseminadas aquí y allá en toda la enorme explanada circundante.

La fatiga de toda la noche en vela y en pleno esfuerzo mental había acabado por vencerlo al fin, y el sueño, ese poderoso león de la fábula al que no se le puede escamotear su parte, cayó sobre él pesadamente, sin tiempo para rectificar una incómoda postura que ahora le valía un agudo dolor en la nuca.

Consultaba de nuevo su reloj para cerciorarse de que había dormido: «Las ocho». La hora de entrar al trabajo, según la estaban anunciando los prolongados pitidos de las sirenas aún vibrantes en lontananza. Y quiso reanudar el trabajo, apoderándose otra vez de los compases y cartabones caídos sobre la mesa.

Pero le fue imposible. Unido al agrio sabor pastoso que experimentaba en su boca, sentía una fuerte opresión en las sienes, algo así como si una argolla de acero le circundase la frente, estrechándose por momentos. Le zumbaban además los oídos; experimentaba agudos e intermitentes alfilerazos en los ojos.

Se levantó y, luego de dar unos paseos por su despacho y de estirarse varias veces para desentumecer piernas y brazos, se puso a mirar por los amplios ventanales del fondo.

La vista del maravilloso espectáculo acabó de disipar las últimas briznas del sueño, todavía adheridas a sus ojos, y de devolverle la confianza en sí mismo. Pegada la frente al cristal, cuya frescura le recordaba las caricias del agua, Max Walker se recreaba en la contemplación de aquellos hormigueros humanos, grises y uniformados, que se deslizaban en una y otra dirección, afluyendo a las puertas de los distintos talleres y naves para iniciar su trabajo. Veía un poco más allá, tras la pequeña tapia que separaba la factoría del amplio camino común, las interminables filas de automóviles, todos de la misma marca —la marca de la casa—, parados en perfecta alineación, ocupando el mínimo espacio, como un rebaño de monstruos inteligentemente domesticados, flamantes unos, deteriorados otros, runruneando todavía los de los obreros más retrasados, mientras buscaban un acomodo en las últimas hileras.

Iba a sonar la segunda señal, la del comienzo de la jornada, y los rezagados, apenas ahogado el motor, saltaban de los baquets, dejando abiertas las portezuelas, sorteando a pasos precipitados los zig-zags de aquel bosque mecánico, corriendo a incrustarse en su respectiva fila, en su celdilla exacta, para llegar a tiempo de acoplarse en aquella formidable rueda dentada que, de un momento a otro, iba a empezar a rodar.

Participaba Max Walker desde su alta atalaya de las inquietudes de estos obreros presurosos que, seguramente, en estos momentos no habrían perdido su atropellada carrera por saludar a un ser querido cruzado de improviso en su camino ante la inminencia de la segunda llamada. El espíritu matemático del ingeniero se revolvía contra estos «rezagados dormilones» que, por un minuto de retraso, amenazaban con entorpecer el funcionamiento normal del gran engranaje. «He aquí —pensaba Walker— la única máquina inexacta, el único motor que nunca funciona bien: el hombre. Esa y no otra es la causa de su malestar».

Y, acostumbrado a pensar en cálculos, el ingeniero director de las inmensas fábricas de automóviles y tractores r. e. t. —Rudolf Et Thompson—, instintivamente empezaba a esbozar en su pensamiento la teoría de si no podría reducirse a fórmulas exactas materia tan maleable y dúctil como la humana, en tanto que el acero, el hierro y todas las materias inorgánicas respondían tan a la perfección, se hacían tan obedientes a cálculos prefijados en los laboratorios.

Para él, todos los malestares sociales, todo el desconcierto actual, radicaban en la inexactitud, en el «desconcierto» precisamente en que los hombres se empeñaban en situarse. Y, bruscamente, sin gradaciones, se imaginaba a la Humanidad, tal como burlonamente se la presentaba Jackie Okfurt en los corredores de la Universidad Central, al modo de una formidable máquina perfectamente regulada y dirigida desde su despacho de trabajo; todos los hombres matemáticamente acoplados en su sitio exacto; dando matemáticamente un rendimiento previsto, descansando matemáticamente lo establecido por un ingeniero director...

2

La gran explanada circular era ahora —un minuto después de sonar el segundo toque de las sirenas— una nube de vapor, una trepidación de motores, un martillazo, un estruendo, un rugido. Temblaban los cristales de los despachos sacudidos por este violento vendaval mecánico, y el aire puro de la mañana se convertía por momentos, bajo los vómitos negruzcos y amarillentos de las chimeneas, bajo las explosiones de gas de los tractores, bajo las nubecillas de vapor escapadas de las válvulas, en una atmósfera opaca e irrespirable de cráter de volcán en ignición.

Max Walker, pegada todavía su frente al mirador, seguía con la vista, voluptuosamente satisfecho, este hervor de enjambre, de hormiguero en actividad; las evoluciones de este moderno ejército de la Industria, en que cada soldado conocía su obligación, ejecutándola matemáticamente a punto, con arreglo a un plan táctico preconcebido, sin estorbar a sus compañeros de guerrilla, sin preocuparse más que de su cometido, sin derrochar más energías que las previamente calculadas.

Admiraba su propio plan de racionalización impuesto en la enorme factoría. Como un director de orquesta que ejecuta su propia sinfonía sin atender al papel, notando, sin embargo, las más leves disonancias, Max Walker, aun desentendido ahora de su papel de ingeniero director, percibía desde su atalaya los más insignificantes fallones del enorme motor que jadeaba a sus pies; corregía, con leves movimientos de cabeza, las más mínimas equivocaciones; daba su asentimiento cuando la ejecución orquestal era unánime y perfecta.

Iba anotando deficiencias y errores para corregirlos después: «En aquel montón de chatarra, una de las grúas ha estado detenida un cuarto de minuto por no haber vagón disponible a punto. Es necesario poner una línea más». «Aquel tractor de arrastre se ha retrasado cuatro metros con arreglo a sus paralelos; ¿qué hace ese mecánico que no lo sustituye en seguida por otro?». «Supone una pérdida de tres o cuatro segundos cada vez que un mismo obrero lime y acople el ajuste de los chasis. En lo sucesivo, vendrán ya ajustados del taller...».

Se exaltaba hasta llegar a olvidarse de su propia fatiga, de su propio sueño, contemplando aquella máquina, la más formidable de todas —«máquina de construir máquinas», según una frase suya—, funcionando a la perfección, si se exceptuaban aquellos fallones, imperceptibles para un profano; viendo aquella «cadena», aquella correa de transmisión en perenne movimiento rotatorio, aquel chorro incesante que comenzaba allá, al otro extremo de las fundiciones, para venir a morir aquí, en esta explanada, convertido en centenares y centenares de automóviles, ya dispuestos y equipados.

Recordando ahora sus sueños de momentos antes, su ingreso y vida en la Universidad Central, gozaba Max Walker pensando en lo que diría Jackie, el escéptico y enigmático Jackie Okfurt, de poder presenciar desde esta ventana el magnífico espectáculo de un trabajo perfectamente racionalizado y dirigido con arreglo a un plan táctico confeccionado por él. ¡Lo que daría por tenerle aquí! De fijo no pondría ante esta realidad aquella cara ligeramente burlona con que acogía sus teorías sobre el Progreso y su hermana menor la Técnica, expuestas tantas veces en sus polémicas universitarias ante la sonrisa paternal del profesor Stanley.

Y se exaltaba, imaginando el gesto de asombro de su amigo ante esta increíble exactitud en que se desenvolvía el poderoso ejército burocrático y proletario que evolucionaba a sus órdenes. ¡Ah, la Técnica; esa maravillosa conquista de nuestro tiempo, destinada a resolver todos los problemas planteados al mundo por las exigencias económicas de las grandes aglomeraciones humanas! ¡La Técnica, esa formidable fuerza motriz, inexplotada casi hasta ahora, llamada a revolucionar el mundo de arriba a abajo, a libertar al hombre de la esclavitud de los trabajos rudimentarios para darle, con el mínimo esfuerzo, el máximo de comodidades y bienestar! Técnica, racionalización. Es decir, acoplamiento, ajuste, colectivización de voluntades y esfuerzos en uno solo; cada hombre en su puesto, en su sitio, cumpliendo exclusiva y matemáticamente su función, como las diversas piezas de una máquina, para conseguir un grandioso resultado. Técnica, racionalización. Es decir, eliminación del estéril esfuerzo desarticulado, la peligrosa anarquía individual, la inexactitud, el «desconcierto».

¡Ah, Jackie irónico y zumbón! Seguramente cambiaría ahora de parecer al palpar los resultados de una y otra teoría.

3

Un ruido de puertas abiertas, de pupitres cerrados con estrépito, de máquinas de escribir, que provenía de los despachos contiguos, hizo retirarse al ingeniero Max Walker de su atalaya de la ventana.

Eran los empleados de oficina, su estado mayor, que también empezaban su diaria jornada. Solo entonces se dio cuenta Max Walker de que todavía no se había lavado y aseado después de veinticuatro horas de trabajo continuo, trece de las cuales había invertido íntegras en la solución de aquel jeroglífico de líneas y números que se extendía sobre la mesa, sin conseguirlo. Allí estaba, para su desesperación, pinchado por sus cuatro costados con chinchetas, como una gran mariposa azul, aquel plano de nuevo motor, indomable, rebelde también a la exactitud y al cálculo, hermético y esquivo, como una amante que solo a fuerza de repetidas caricias y ruegos va descubriendo poco a poco sus virgíneas reconditeces.

 

Y Max Walker, encontrando exacta esta metáfora (que no era suya), hacía un recuento de las horas de porfía amorosa invertidas en la seducción de esta nueva querida irreductible; la noche entera pasada en vela junto a ella apurando las caricias de sus argumentos, hurgando aquí y allá, en todas las partes más sensibles de su organismo geométrico, sin conseguir la violación definitiva, sin llegar siquiera a vislumbrar sus ocultos secretos.

Sintió de pronto una rabia incontenible, una mezcla de odio y de desdén por esta arisca cortesana que, desde el papel, parecía querer humillarlo con sus negativas rotundas, y alargó la mano hasta el plano para rasgarlo en mil pedazos. «¡La gran ramera! No se reiría de él».

Pero se contuvo. No, no era este el camino indicado. Romper con ella después de las incesantes acometidas de la noche anterior era tanto como dar por perdidos todos sus esfuerzos, como confesarse vencido y fracasado en su estrategia de hábil conquistador, demostrar una carencia de voluntad impropia de su carácter. Volvería a buscarla otra noche, solo, en silencio, en esa hora propicia a las intimidades, al suave murmullo de las caricias; le iría poco a poco acorralando, estrechando cada vez más en torno suyo el acerado cerco de su insistencia; acabaría por dominarla, por vencerla, por hacerla suya... Y una mañana como esta, él, el ingeniero Max Walker, pálido y ojeroso, pero con el signo de la suprema felicidad en las pupilas, alta la frente y temblando todavía de emoción, se presentaría ante su estado mayor, ante la alta dirección financiera de la gran industria a comunicarle su secreto, el último secreto de la posesión definitiva.

4

Recogió y guardó en un cajón sus lápices y compases, los blocks y carpetas llenas de anotaciones y cálculos, y se dispuso a salir para tomar un baño. Le pesaba todavía un residuo de somnolencia en los párpados y experimentaba una cierta comezón general en todo el cuerpo.

Pero, al pasar por delante del teléfono del exterior, colocado a su derecha, recordó que no había llamado a su casa para explicar a su mujer la causa de no haber ido en toda la noche. Seguramente Isabel estaría intranquila; acaso, acaso asustada... Aunque, no; Walker creía recordar vagamente que, durante el almuerzo, ella le había hablado de una invitación para la noche en casa de una de sus innumerables amistades, con supercena y réveillon que, probablemente, se habría prolongado hasta el amanecer. Rendida del baile, Isabel se habría quedado profundamente dormida, sin reparar en su ausencia... De todos modos, se decidió a llamar:

—Allô, allô.

Era la doncella, una muchacha extranjera que, tras muchas tentativas —y a fuerza de dinero—, Walker había podido lograr para hacer las veces de criada, ama de llaves y cocinera, todo en una pieza, de una casa en la que solo de tarde en tarde se hacían un par de tazas de té al gas y en la que sus dueños permanecían escasamente el tiempo indispensable para dormir.

—Allô, allô —volvió a repetir la vocecita chillona y estridente.

—Soy yo. ¿La señorita?

—¡Ah, está durmiendo!

Dijo esta frase con tal desconsuelo cómico, puso en este «¡Ah!» una tal carga de admiración, que Walker, olvidado momentáneamente de su desazón corporal, no pudo menos que sonreír.

—¿Está durmiendo? —volvió a preguntar.

—Sí, y me dijo que no se la despertara.

—Ah, bien; déjela dormir entonces.

—Es que —prosiguió la voz estridente— llegó muy cansada, ¿sabe usted? Vino muy tarde y...

—Bien, bien.

Todavía continuaba la extranjera al otro lado del hilo telefónico sus complicadas explicaciones, armándose un triple lío gramatical, idiomático, sentimental; pero Max Walker colgó el receptor sin escucharla y salió al pasillo en dirección al baño.

A un lado y otro de este largo corredor se abrían, simétricamente iguales, los rectángulos de innumerables compartimentos que servían de oficinas, cada uno con un número encima de la puerta y separados entre sí por gruesos cristales esmerilados. El sol, un sol oblicuo de otoño, se filtraba por los amplios ventanales de esta ala del edificio que daba a oriente, y las oficinas, sumergidas en este matinal baño de luz, pulcras y atildadas, daban ahora la sensación de una inmensa barbería de numerosos espejos que multiplicasen la refracción solar.

También hasta aquí subía la violenta trepidación, el rugido metálico de los talleres y fundiciones, semejando una tormenta cercana, cuya semejanza acababan de darla las furiosas granizadas de los tecleteos en las máquinas de escribir. Esto recordó a Max Walker las tardes del hall en la Universidad Central, cuando ante el paternal profesor Stanley discutía con Jackie Okfurt. ¡Simpático Okfurt! ¿No le gustaría ahora detenerse a escuchar este fragor de naturaleza viva, racionalizada y dirigida a capricho desde su sillón de ingeniero director?

Iba contestando con breves movimientos de cabeza a los saludos de conserjes y ordenanzas que, a su paso, se cuadraban rígidamente con una mueca de sorpresa y de temor. Buscaba con los ojos, sin encontrarla, la brizna de alguna deficiencia, algún enmohecimiento, alguna falta de engrase que pudiera entorpecer el maravilloso funcionamiento de este complicado engranaje burocrático que debía marchar a tono y ritmo con la otra formidable rueda dentada de abajo. No; cada pieza estaba en su puesto, cumpliendo exactamente su misión. Los cronómetros reguladores del trabajo de cada empleado, insobornables supervisores, marchaban también con absoluta precisión. El tiempo era medido, sopesado allí, como el polvillo de oro, como las limaduras de un diamante por un joyero judío.

Cerró Max Walker tras sí la puerta del baño y soltó el chorro del agua fría. Sentía, a medida que se iba despojando de sus ropas, una sensación de desahogo y libertad casi rayana en el placer. El cuello, alto y almidonado, que parecía habérsele incrustado en la epidermis; los zapatos rígidos y charolados que mantenían sus pies en una opresión de molde metálico; la americana, los tirantes... Todavía le quedaba un poco de entumecimiento en piernas y brazos y, mientras llenaba la bañera, se dedicó a hacer algunos ejercicios gimnásticos. Después se sumergió en el agua.

Fue la suya una sensación agridulce de placer y dolor que le hizo buscar inmediatamente la esponja para reaccionar por medio de rápidas frotaciones. El agua, frigidísima, resbalaba en continuos chorros por pecho y espalda, por piernas y brazos, cortándole por momentos la respiración, haciéndole contraer el rostro en exageradas muecas, cubriendo toda su piel de un suave velo granulado. Pero pasada esta sensación primera, Max Walker empezó a sentir los efectos bienhechores del agua; notaba cómo poco a poco, con las últimas adherencias de la piel, se iba eliminando el cansancio de cada coyuntura, de cada miembro: cómo iban adquiriendo agilidad y tensión los distintos músculos, cómo se despejaba y se aligeraba su cerebro, cómo huían, igual que pajarracos nocturnos, los últimos residuos del sueño de sus ojos.

Chapoteaba dentro de la tina, jugueteando como un niño con el agua helada, holgado y ágil, fuera del molde opresor del traje. Habría deseado estar allí sumergido eternamente... Pero afuera, la enorme máquina seguía girando sin descanso. A través de los intersticios de la puerta, llegaban hasta él, entremezclados y confusos, los tableteos de las máquinas de escribir, las explosiones de los motores, el fragor de golpes, chirridos y martillazos.

El tiempo corría inexorablemente. Y los cronómetros, guardianes insobornables, marcaban con exactitud el ritmo del minuto.

Saltó de la tina y, sin vestirse, envuelto en un felpudo albornoz, comenzó a afeitarse. Después, otra vez a la cárcel del traje. Pero ya no existía la opresión de momentos antes. Al salir del cuarto de baño, el ingeniero Max Walker, fresco y ágil, se sentía dispuesto a emprender otras doce horas de trabajo intensivo.

Volvió a su despacho y empezó a dictar a su secretaria.

Capítulo III

1

Aquella misma noche, en el otro extremo de Cosmópolis —Avenida 24, número 285—, el profesor Stanley Sampson Dixler había tenido, sin que nadie se enterara de ello, un nuevo y violento ataque de asma. Cuando, angustiado, había hecho sonar los timbres de la casa, pendientes de la cabecera de la cama, nadie le había contestado. Ni su mujer, ni Kezie, ni la criada. ¡Nadie! Absolutamente solo, dentro de una ciudad de siete millones de habitantes, con el teléfono, ese cordón umbilical que une amorosamente al solitario con el exterior.

Pero el teléfono estaba lejos, en su despacho. Una distancia infinita para este pobre profesor, congestionado, semiasfixiado, que con toda la fuerza del espíritu asomada a sus ojos estrábicos, pedía un poco de aire, un poco de oxígeno, como pide un sorbo de agua el beduino perdido en las calcinadas llanuras del desierto. Y, como le ocurre al beduino en las llanuras arenosas, tampoco al profesor Stanley se le había acercado nadie con ese poco de aire, con ese poco de oxígeno bienhechor. La casualidad hace acaso encontrar al uno un fresco oasis con palmeras y un hontanar escondido, y la casualidad también había salvado al profesor. Después de una eterna, de una infinita hora terriblemente angustiosa, el aire había querido entrar, por fin, en sus pulmones, y, serenado ya, se quedaba profundamente dormido hasta el amanecer.

No se lo había comunicado a la familia. ¿Para qué dar disgustos inútiles? ¿Para qué alarmarles? Era mejor que lo ignorasen. Y para evitar toda sospecha, el profesor Sampson Dixler, débil y agotado por los supremos espasmos de la noche pasada, se levantaba como de costumbre a las siete de la mañana, e inmediatamente se ponía a trabajar en la corrección de las pruebas de su último libro científico, próximo a aparecer. Únicamente se permitía llamar a su médico, a su antiguo discípulo, el malhumorado Jackie Okfurt, sin dar importancia a su llamada, como una de las frecuentes consultas que desde hacía varios años solicitaba de él.

Y en este momento —las nueve y media de la mañana— el profesor Stanley, desnudo de medio cuerpo arriba, se prestaba al reconocimiento minucioso que de sus pulmones hacía el doctor Jackie Okfurt.

Su voz, potente y optimista, contrastaba con la flébil y apagada del sabio catedrático.

—Bien, bien; vamos a ver qué le pasa a esta máquina...

—¿Máquina, Jackie? Un cacharro; un cacharro viejo y destartalado que se resiste ya a andar. ¡Con otro fallón como el de anoche...!

—Nada; se le llevará a un taller de reparaciones y el motor quedará como nuevo, ya verá usted.

Las palabras de Jackie Okfurt, jocundas y estruendosas, sonaban en la habitación como un canto optimista, pretendiendo ahuyentar pálidos espectros, tratando de desmentir los propios gestos de terror que, a la vista de aquella ruina humana, iban asomando sucesivamente a su rostro. Hablaba, hablaba sin cesar mientras efectuaba su examen, estableciendo solamente las pausas precisas para la auscultación. ¡Una ruina, una verdadera ruina!

Estaba ahora el profesor Stanley echado de bruces sobre un diván, y Jackie Okfurt podía exteriorizar su inquietud con muecas significativas, sin temor a ser visto. Mientras hablaba de cosas intrascendentes y banales, sus manos iban palpando sosegadamente aquel busto esquelético, sin más revestimiento que la piel, una piel blanca, cérea, apergaminada, bajo la cual, perfectamente visibles, se acusaban, una a una, las combas regletas de las costillas, los nudos rígidos y puntiagudos de la espina dorsal, las palas de los omóplatos ahuecadas como cortezas de árboles. Y, partiendo del promontorio óseo de los hombros, aquellos brazos larguiruchos y febles en los que, una a una también, podían contarse las fibras filamentosas de los músculos, las líneas azuladas de las arterias, verdaderas flautas de cal, endebles y resecas, que, al esbozar un movimiento, acusaban con un chasquido todas sus coyunturas.

Luego, Jackie Okfurt, haciendo un momento el silencio, aplicaba a los pulmones su aparato de auscultación. Era un fragor de catarata, algo como el runrún de un gato dormido junto al fuego, mezclado con un silbido agudo de viento que penetra encajonado entre cavernas. Se oían, casi al natural, los esfuerzos de aquel fuelle humano, abriéndose y cerrándose en una contracción dolorosa por absorber un poco de oxígeno; las bruscas parálisis provocadas por el taponamiento de las flemas continuas; los secos trallazos de la tos para abrirse un orificio a través de las cavidades fuertemente congestionadas. ¡Cosa perdida!

 

Y los ojos de Jackie Okfurt, luego de expresar su desaliento con una mirada compasiva, se desviaban de aquella miserable ruina humana para fijarse en la habitación. Un crimen vivir aquí este hombre, encajonado entre estas cuatro paredes, sin aire, sin sol, sin ventilación, cerrados herméticamente los balcones para aislarla de los ruidos estruendosos de la calle. Un crimen hacerle respirar esta atmósfera viciada y malsana, llena de miasmas y de polvo y con un fuerte olor a libros y a tinta fresca.

Jackie Okfurt, llevado por la vehemencia de su impulso, acertaba a verse a sí mismo imaginativamente barriendo de un solo manotazo todos aquellos estantes atestados de volúmenes, arrancando después aquellos pesados cortinajes que pendían de puertas y ventanas, todos aquellos trípodes recargados de estatuas y flores artificiales que hacían imposible la extirpación absoluta del polvo, empequeñeciendo además la habitación. Y después, él mismo, para que la operación fuese más concienzuda, cogía un cubo de cal y una brocha y recubría con una blanca capa lechosa las molduras inútiles del techo, aquel antipático papel de colorines que se extendía por las paredes. ¡Fuera los agudos ángulos de los rincones! Semicírculos, semicírculos donde el polvo pudiese ser perseguido hasta en sus últimas moléculas. Más balcones, más ventilación. Aire, luz, claridad a torrentes.

2

Se lo dijo así, con su habitual rudeza, al profesor Stanley, mientras este se vestía:

—Profesor, habría que hacer desaparecer este antro a piquetazos. Esta no es una habitación decente para un hombre como usted, que ha de pasarse en ella la mayor parte de las horas del día. Es inútil que venga yo aquí una vez y otra, mientras usted se empeña en vivir en esta indecencia.

Y repetía esto de la indecencia subrayándolo estentóreamente mientras, furioso, intentaba pasear de un extremo a otro de la habitación. En una de sus evoluciones tropezó con un florero, que cayó al suelo con un estrépito infernal.

—¿Lo ve usted, profesor? Si aquí no se puede ni pasear. Estatuas, jarrones, estantes, trípodes... Hay que ir por aquí en un pie como las grullas o permanecer, como usted, hundido en ese sillón antipático, tras esa mesa, más antipática todavía. Y yo le pregunto, señor mío: ¿las habitaciones se han hecho para comodidad de las estatuas o para comodidad de los hombres? ¿Para estar como en la iglesia o para pasear, para tirarse donde a uno le dé la gana y hasta para hacer piruetas acrobáticas, si así se lo pide el gusto? Creo que para esto último. Pero, en resumen, yo no he venido aquí a darle lecciones de confort casero; he venido aquí como médico, y como médico le digo a usted que esto es una indecencia, que está pidiendo a gritos una piqueta o una denuncia a la Jefatura de Sanidad.

El profesor Stanley seguía vistiéndose en silencio. Su camisa, blanca y ahuecada, acababa de disimular ahora las pronunciadas aristas de sus hombros y brazos, apenas recubiertas por la camiseta. Le fatigaba esta sencilla operación de vestirse y, antes de abrocharse el cuello, descansó un momento, mientras seguía oyendo el chaparrón de denuestos de su antiguo discípulo, cada vez en aumento.

—Una denuncia, sí, señor. Pero no contra el propietario de la finca, sino contra usted. Contra usted, profesor Stanley, por tolerar todo este bello jardín de porquerías (y esto de «bello jardín de porquerías» fue como una de esas florituras en las que se ensañan los tenores) en su despacho.

El profesor Stanley seguía abrochándose el cuello y escuchando en silencio el monólogo de Jackie. Le conocía. Sabía también la causa de aquel furor repentino en él. Era la señal definitiva de que le encontraba mal, de que empezaba a preocuparse seriamente por su estado. Y no pudiendo descargar con nadie su interna cólera, la descargaba en los muebles y en la habitación. ¡Jackie Okfurt! Un ogro para el que lo conociese por primera vez. Un gran amigo, un verdadero padre, ruidoso y cordial, para él, que lo trataba íntimamente desde los años de la Universidad Central.

Pero esta vez el chaparrón de Jackie iba in crescendo. Se revolvía furioso contra todos los objetos:

—¡Muy bello, muy artísticas todas estas pamplinas de cuadros y estatuas, pero para estar en los museos, no en un cuarto donde hay que trabajar diez y doce horas seguidas!

Y seguía paseando precipitadamente con verdadero peligro de volcar otro florero en una de sus violentas evoluciones. Vamos a ver, señor mío: ¿es que le son de alguna utilidad para sus estudios todos estos esperpentos? ¿Es que, por si fuera poca esa quietud horrenda a que está usted sometido, todavía va usted, profesor, a estar condenado a no poder desentumecer las piernas con un paseo por su despacho? Bueno; pues va usted a suprimir todas estas... excrecencias artísticas, o no vuelvo a venir por aquí.

Ya sabía el profesor Sampson Dixler que esto no pasaba de ser una simple amenaza, una broma de Jackie, tan expeditivo en sus palabras y actos como siempre. Un poco más avejentado y otro poco más cínico en su conversación, seguía siendo, no obstante, aquel mismo Okfurt de la Universidad Central, atrabiliario y «protestante», que desbarraba contra lo humano y lo divino, sin encontrar nada perfecto y digno de elogio en toda la redondez de la Tierra. Un espíritu inquieto, extravagante, poeta unas veces, anarquista otras y absolutamente incapaz siempre de decidirse por algo útil ni de adaptarse normalmente a las leyes reguladoras de la vida social. ¡Con su talento! ¡Con aquella enorme claridad y rapidez mental que poseía! ¡Una lástima que fuese así!

Pero a continuación, el profesor Stanley Sampson le disculpaba, tal vez pensando que, con excepción de su carácter, Jackie Okfurt era, en el fondo, el hombre hecho a su imagen y semejanza. Igual indecisión ante los problemas perentorios, igual carencia de «talento positivo», ese talento práctico que brilla más en la vida que el auténtico talento... Jackie Okfurt, como Stanley Sampson Dixler, estaba condenado de antemano al fracaso; había nacido fracasado ya para el mundo. ¡Con tal de que no fracasara para sí mismo!...

El profesor Stanley había acabado ya de vestirse, y Jackie, con el sombrero en la mano, se disponía a salir. Pero, al llegar al rectángulo de la puerta, retrocedió. Había visto a su antiguo maestro incorporarse, haciendo un supremo esfuerzo, para venir a despedirle:

—No, profesor; usted no debe moverse. Y menos por mí.

Y como si este simple gesto del anciano profesor hubiera sido un humo de incienso que llegara hasta el fondo de su sentimentalidad, puso una mano sobre el débil hombro de su antiguo maestro, ayudándole a sentarse, mientras con la otra, furtivamente, borraba las pequeñas huellas de una ligera acuosidad asomada a sus ojos.

Luego, se sentó él mismo a su lado.

3

Fue un minuto de silencio, durante el cual dos almas parejas volaron a la misma altura, oteando idénticos horizontes.

Amortiguado por la altura y por los pesados cortinajes, subía hasta allí el estruendo lejano de la Avenida 24, abierta en pleno corazón de Cosmópolis y en toda su efervescencia en estas primeras horas de la mañana. Era como un fragor de tormenta, como la orquestación de una sinfonía bárbara y elemental, con rudas disonancias y estremecimientos poderosos e intermitentes que hacían retemblar fuertemente los cristales de los balcones del despacho y oscilar las blancas estatuas de mármol en sus inestables pedestales.