Las violentas vetas del volcán

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Habían comprado para la botica, hacía ya muchos años, una máquina con la capacidad de fabricar comprimidos, cápsulas y otras formas de píldoras de administración oral, y utilizaba frascos de vidrio con etiquetas escritas a mano para recetar la cantidad y dosis que les daban a sus pacientes.

Él había confesado a sus más íntimos allegados que en varias oportunidades experimentó con sus pacientes la efectividad de las medicinas. Sin aventurar porcentajes, sabía que buena parte de la cura se debía al efecto placebo, el mero hecho de que alguien se preocupara por su sanidad los hacía sentirse mejor.

Una de sus pasiones eran los trastornos mentales. Lo desconocido de sus causas atrapaba su interés; ciertos libros religiosos, como la Biblia, culpaban a la presencia demoníaca; otros, a la oscilación de los neurotransmisores. Una cosa era cierta: se producía un desequilibrio en el porcentaje mineral de los órganos, donde se sumaba el entorno, que jugaba un papel preponderante; incidía la inestabilidad de los hogares, manías, deseos incontrolables sin causa aparente, traumas, la lista era interminable.

Como todos los tratamientos por ingestión de píldoras, lo que se pretendía era balancear la deficiencia o la sobrecarga de ciertos elementos en el organismo, restaurar la secreción hormonal y el consumo involuntario de uno de los treinta y tantos minerales que contiene el cuerpo. Uno de esos minerales, el litio, abundaba en la región norte de Chile, y era extraído mayormente para la fabricación de baterías. A su vez, el carbonato de litio era usado para el tratamiento de los desórdenes bipolares. Eso lo intrigaba, cómo una persona podía cambiar de humor en segundos, pasar de la euforia al decaimiento, reír a carcajadas y al rato aislarse a llorar.

Pero su labor como creador de medicinas pasaba por nunca hablar de los componentes, tales como minerales, hierbas o medios solubles; los indígenas no hubieran ingerido nada si sabían que la materia prima era el litio, muchos accidentes en las minas se producían por el contacto con el mineral. El asociar que aquello que se explotaba en grandes cantidades pudiera convertirse en medicina no cabía en su cultura.

El simple acto de entrar a una farmacia y pedir un medicamento a un desconocido de túnica blanca y lentes era para ellos inaccesible e inexplicable.

Él no se pintaba la cara ni daba alaridos a la luna, pero en cierta forma su trabajo era el del médico brujo, hacer lo simple sobrenatural, no deliberadamente, sino ante los ojos de la ignorancia, justificar lo prohibido mediante la sencillez con que presentaban las medicinas elaboradas y hacer que confiaran en su magia inexplicable.

Su rutina diaria giraba en torno a la medicina, hasta que su padre murió. Eso lo afectó tan profundamente que ni él mismo era capaz de sondear la depresión disfrazada de insensibilidad con la que bloqueó incluso el tener a la vista los objetos que su progenitor apreciaba y mantenía inmaculados. Recordaba particularmente uno; era un cuchillo de caza que un gringo enamorado abandonó a los pies de su madre el día en que supo que ella estaba fuera de los límites de su norteamericana pasión; reconocimiento avalado por la escopeta de dos caños con la que don Rafael le apuntó al medio de los ojos y lo dejó bizco, lo que no impidió que saliera despavorido con su chaqueta de diseño de mantel a cuadros en su mano embanderándola en su carrera desarticulada rumbo al puerto. El cuchillo era un precioso diseño artesanal, con mango de cuerno de alce labrado con figuras de florestas lejanas, y hoja de treinta centímetros diseñada con hueco grabados y la marca Bowie entre la sangría y la empuñadura.

Ese día lo sacó de la funda, y en un impulso irrazonable golpeó con la afilada hoja el costado de la mesa de trabajo, dejando una profunda hendidura.

Lo limpió, lo guardó y se lo atravesó infantilmente a la cintura, en su espalda, como un trofeo ganado luego de una sangrienta jornada en los montes Apalaches, allá en la norteña tierra de los imperios.

«Arma de doble filo es la autoestima; cuando la pierdes te sientes una inmundicia, el más desgraciado de los mortales, pero cuando se vuelve orgullo y caminas con la cabeza erguida, corres el riesgo de pisarte el cordón del zapato», caviló el detective. Notaba que la engañosa percepción de su propio valor había alcanzado niveles peligrosos desde su reingreso, gracias a que el fresco recuerdo de lo que tuvo que pasar al abandonar caprichosamente su trabajo actuaba de catalizador. Sabía que el Inspector esperaba resultados pronto, las demoras desataban su cólera, y los subalternos la sufrían. Esa mañana reunió al equipo de investigaciones; el sargento Correa, veterano en la policía, que lo había visto casi todo, paciente y tardo para emitir opiniones; la funcionaria Adeluve, inteligente, emprendedora y bonita, conocedora de sus atributos y con objetivos claros; y el recluta muy conversador al que nadie quería, pero que ingresó por ser hijo de un suboficial que sirvió cuarenta años. Decían las malas lenguas que fue el fruto escondido de un amor de otoño, fugaz como el aguinaldo y martirizante como una culpa, era mantenido a flote por el añoso progenitor, que se estaba quedando sin amigos en el intento de encauzar el bisoño producto de su invernal primavera. Si en vez de hablar pensara, seguro era candidato para el Pulitzer al servicio público. Lo bautizaron Agapito para su vergüenza, pero los compasivos lo llamaban Agüito.

Colocaron en el centro del rectángulo de la pared la foto del occiso. A la derecha lo relacionado con su vida personal, a la izquierda sus actividades y personas vinculadas con su negocio.

—¿Por qué alguien querría matar a una persona de pocos bienes, pacífica, amable, y sin esposa, sin importarle disimular el asesinato?

—No por tráfico de drogas, y no le robaron nada. El o los asesinos ni siquiera entraron a la casa.

El sargento Correa mencionó:

—Descubrimos que tenía un laboratorio privado en el negocio herencia de sus padres, tenemos un equipo trabajando allá.

—¿Quién entrevistó a la vecina? —preguntó Cusai.

—Yo —dijo Adela, agregando—: No aportó mucho. —Y resaltó—: La señora mencionó algo que parece banal, pero quizás ayude cuando pongamos todas las piezas juntas. Notó en dos oportunidades que Alesio parecía más viejo y cansado, incluso me mencionó que su cabello aparentaba estar más canoso que antes. ¿Se teñiría?

—Anotemos todo para no olvidarnos —recomendó el detective.

—También interrogamos a otros de los vecinos, pero nadie parecía haber visto nada. O el asesino era invisible, o alguien conocido que se está riendo de nosotros.

—¿Y la mascota?

—No ha aparecido, ni viva ni muerta.

—Notifiquemos a las oficinas del SINIM13 para que pasen el dato. Si alguien atiende un animal registrado en el domicilio del muerto, debemos ser avisados inmediatamente —dijo el detective—. Supongamos, hasta que se descubra lo contrario, que el asesino se llevó el perrín. —Y preguntó sin esperar respuesta—: ¿Para qué se lo llevaría el maldito? —siguió hablando—: Nadie mata por gusto, hay un motivo, y no podemos dejar piedra sobre piedra hasta que sepamos algo que nos guíe, por lo menos con un ojo abierto —agregó el líder—. Correa, encárguese de visitar las asociaciones, extraiga todo lo que sepan sobre el muerto, algo de su vida privada que se nos haya pasado por alto, amistades, negocios, costumbres. Recuerden, todos son culpables hasta que demuestran lo contrario, no den crédito a esas patrañas sobre la inocencia. Agüito, ayude a Adela con la organización de datos. Y, Adela, por favor venga conmigo, necesito repasar sus notas sobre las declaraciones de la principal testigo.

Dio por concluida la reunión declarando:

—Necesitamos resultados.

Capítulo Cinco

El dueño del fuego

Al borde de la chimenea secundaria del volcán, las breves siluetas de los dos personajes danzaban con las emanaciones hirvientes de la tierra. El lacónico hijo de la tierra, más que hablar parecía musicalizar sus interrogantes subiéndolas al idioma del viento; el citadino, en su papel de arqueólogo, se esmeraba inútilmente en entender el enigma que encerraban los fonemas.

Dejemos que este último, único protagonista y testigo del macabro episodio, nos cuente su historia.

Apoyado en su thujru, bastón de madera de chañar, y viendo subir la lava púrpura de la pasada erupción, el centenario viejo me preguntó:

—¿Quién es el dueño del fuego? ¿Dios, o el diablo?

—Buena pregunta. —Fue mi inocua respuesta.

No replicó, era su costumbre dejar que el interlocutor completara el diálogo a su gusto. Pero estaba atento, sus ojos se movían lentamente, escudriñando el fondo de la fosa mientras su mente rebotaba en el pasado y volvía, hasta el punto en que a veces reaccionaba como si estuviera en sus dominios, antes de que el conquistador de metal violara con la planta de sus pies la virgen americana.

—Ha. —Lo escuché articular, disfrutando de mi fingida ignorancia. Fue lo más parecido a una sonrisa que salió de sus labios en todo el tiempo que alternamos.

Los dos nos sentíamos cómodos en nuestros papeles, él era el sabio, el chamakani, el brujo que pretendía aplacar los demonios con ofrendas, yo era el preguntón, el tonto amable, asombrado por todo, perfecto discípulo, obediente y sediento.

Él portaba los secretos de la Pachamama, todo el caudal de sus ancestros, más setenta y tantos años en el desierto, todo volcado en la copa de su sapiencia, rebosando de historias que nadie quería escuchar. Y, ¿qué es una historia que no es narrada?, es verbo muerto, es libro enterrado pudriéndose en el húmedo desprecio de una generación artificial, desenchufada de la realidad, inmersa en las pantallas de sus ingenios electrónicos; pan que no alimenta, humanidad sin sueño en la vaciedad de imágenes, que son sustituidas continuamente y que nunca terminan el mensaje. Es código Morse trunco que jamás llega a circular por los frágiles hilos que entrelazan raza humana. Lo sé porque muchas veces allá abajo hablé de los Aymara, de los dioses y demonios, del conocimiento milenario que sustentaban, causa perdida: los sordos conscientes han perdido el don de escuchar, el único de los sentidos necesario para recibir el conocimiento oral, son gigantes con brazos de aspas que el débil intento de mis palabras no mueve.

 

Yo —a sabiendas de que su voto de silencio era provocado por mi ignorancia—, callaba con la esperanza de que, en un raro impulso, se le diera por transmitirme su erudita experiencia, abriera la compuerta de acceso a los siglos prehispánicos y me permitiera unos segundos de iluminación de las arcanas fuentes donde él bebía.

En cuanto a mi generación, a la embrutecida descendencia del crisol de razas que es América, había perdido, al igual que el cacique, la esperanza de que se interesaran por algo que no fuese el momento.

—Renuncio —pronuncié muy bajito, sin tomar cuenta de que hablaba—. Si la historia me tilda de egoísta, que así sea, pero ahora, si él me lo permite, voy a succionar todo el conocimiento que se puede extraer de su memoria, para disfrutarlo a solas.

—A nadie le importa —dijo el cacique como si me leyera los pensamientos.

Miré abajo, a unos treinta metros, la chimenea estaba parcialmente tapada con el remanente de lava enfriada que retrocedía luego de cada erupción, pero en el lado sur del pozo se abría una enorme boca sin fondo, negra, escalofriante.

—Hachatansa14, la boca de fuego despertará pronto.

—¿Cómo lo sabes?

—Tiembla antes de estallar, entibia las aguas de los manantiales, fuma su quitra, la pipa de los dioses, es el ritual de la Pachamama que avisa para que no nos sorprenda su ira.

—¿Cuánto tiempo tengo para bajar al cráter?

—Días, semanas… nadie lo sabe.

—Entonces te veo más tarde.

El interlocutor sacudió su cabeza y se alejó en silencio.

Me preparo para el descenso. Recuerdo las palabras de mi instructor de alpinismo: «La mayoría de los accidentes ocurren al bajar, no se confíen»; reviso el equipo una vez más: casco, dos mosquetones de seguro, linterna, anillos de cinta y, por supuesto, la cuerda.

Tengo colocado el arnés de cintura, me calzo los pies de gato, ajusto el arnés, meto el clavo en la hendidura de una roca donde apenas entra. Llevo otra cuerda colgada del arnés. Lo que intento es llegar a la meseta donde está la entrada de la fosa y descender. Paso la cuerda de rápel por el anillo y luego del mosquetón del arnés. Antes de acercarme al borde tenso la cuerda, inclino el cuerpo hacia atrás y tensiono, se nota firme. Me cuelgo la cuerda extra y la bolsa de magnesio; me apoyo con ambos pies en el borde, verifico que los primeros diez metros no tengan salientes peligrosos, flexiono las rodillas y tensiono las piernas rápidamente, lanzándome al vacío, la soga oficia de radio en el arco que describo y la gravedad me succiona, segrego toneladas de adrenalina, toco la pared vertical con los pies, comienzo el descenso aflojando la mano izquierda por sobre el mosquetón y apretando con la derecha la cuerda que pasa por detrás del cuerpo. Perfecto.

Bajo sin contrariedades, disfruto del esfuerzo, separándome, deslizándome, volviendo a afirmar mis pies en la pared una y otra vez hasta que finalmente mis pies tocan la meseta casi al lado de la fosa. Me causa escalofríos el solo mirar hacia abajo. Respiro. Me alejo a dos metros para descansar unos minutos. Me cercioro de que el equipo esté intacto y bebo un sorbo de agua.

Estoy ahora en un plano inclinado que forma un cono invertido hasta la negra garganta, acceso a las entrañas de la tierra. Tengo cinco clavos y otros tantos mosquetones para colocar cuando descienda a la fosa, eso me va a permitir bloquear la cuerda para dejar tramos cortos que luego pueda volver a la superficie con más seguridad. Aferrado a la cuerda, acerco con el pie una roca de unos veinticinco centímetros de diámetro al borde del abismo, la empujo. Cae. Cuento los segundos. Nada. Espero.

Silencio.

Se me eriza la piel. Enciendo la linterna y la apunto a la pared opuesta, es negra y ondulada y muestra vetas plateadas, con pequeñas líneas negras, tan nítidas que parecen trazadas con marcadores, se suceden armoniosamente y bajan hasta donde mi vista se pierde en la oscuridad.

—Interesante —digo.

Pero ya estoy acá y me preparo a continuar mi descenso. Coloco un clavo con su gancho y anillo en una fisura angosta y lo martillo con el piolet, aseguro otro más cerca del borde; hago una gaza pasando un trozo de cuerda doble por el anillo, engancho el mosquetón, tensiono, hago un nudo doble dinámico con la cuerda, repito la operación en el otro clavo. Paso ahora la cuerda por el mosquetón del arnés, reviso lo que llevo colgado para cerciorarme de que no interfiera con el descenso.

Estoy listo.

—Brrrrrr.

Sin mirar hacia atrás encuentro el borde. Emocionante y aterrador. El corazón se acelera.

Me lanzo al hueco sin fondo.

Suena el teléfono, «Si yo tuviera veinte desengaños menos...». Es mamá. A las clientas no les gusta que interrumpa el trabajo, ponen cara de madrastra disgustada. Lo busco. ¿Dónde lo dejé? Meto la mano en el bolso, no está. Me desespero, ensayo una disculpa con la vieja de pelo colorado, me arroja una mirada de cóndor con hambre por el espejo. Para de sonar. Retomo el cepillo alisador.

Otra vez los desengaños. ¿Dónde estás? Miro la bolsa del champú, doy una zancada para cubrir los dos pasos que me separan de la mesa, meto la mano, atiendo.

—Hija, hija.

—Mamá, te dije que no me llamaras —le reprocho, cubriendo la boca con mi mano para que la avispa reina no escuche.

—Patti, ¿te acuerdas del hijo de perra que me hizo echar del hospital porque no le quise cambiar las sábanas de la cama a la madre?

—Mamá, estoy ocupada. —Y agrego sin preocuparme de si oye o no—: No escucha, no ha escuchado por treinta años.

—¿Cómo se llamaba? Ah, sí: Otto Herrero Spaggiari.

—No, no me acuerdo.

—¿Cómo no te vas a acordar? Uno pelado, alto, con bigote de dictador y nariz de abogado, ojos negros de inquisidor y labios de chupasangre. Nació en Iquique, pero sus padres se fueron a vivir a Santiago cuando tenía siete años y ha estado allí desde entonces. Fue a la universidad y se recibió de ingeniero químico.

—Tienes que cortar, mamá, si tú no lo haces corto yo.

—Ya, una última novedad, lo nombraron de director por honrado, es una mala broma. Dice que en la oficina anterior los empleados usaban trajes de muerto.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque no tienen bolsillo.

—Ahora eres graciosa también. Corto, más tarde paso por tu casa.

—Pe…

Patti guardó el móvil en el bolsillo del delantal, la clienta ya se quería sacar los ruleros.

Ni bien terminó con ella, llamó a su exmarido, ahora flamante detective.

—Cusai.

—¿Ahora no conoces mi número?

—Patti, perdona, voy manejando, apenas pude atender, cuando tenga auto con manos libres no te hago el desplante —se disculpó—. Pucha que son complicadas las mujeres —dijo bajito.

—Para que sepas, ese Herrero es un hijo de mala madre, corrupto, ladrón y manipulador. Algo se trae con el nombramiento de director de La Perita, no da puntada sin nudo.

—¿Y de dónde sacaste todo eso?

—Mamá me contó.

—¿Iba en la escoba cuando te llamó? La van a multar por hablar conduciendo. —Y agregó—: Seguro usa la lengua para dirigir la escoba, como los monos la cola.

—No te la agarres con mamá, ella apenas me lo dijo para que yo te pusiera al tanto.

—Mentirosa —murmuró.

—Sabe que sos detective.

—Que se cuide.

—Cállate, ella te quiere.

—Ver muerto, pero va a tener que esperar.

—Se te subió el detective a la cabeza.

—No, el que se me subió fue el Inspector Orellana, ya me hartó y recién comienzo.

—¡No se te ocurra renunciar! —Le salió del pecho—. Perdona, sé que ya no soy tu mujer, pero dale una oportunidad.

—Tranquila, tengo que cortar… Gracias por la información.

—Está bien, hasta luego.

Cortaron al unísono.

La noticia del policía de guardia lo sorprendió, alguien había ingresado por la fuerza al laboratorio. Cuando Cusai llegó, el que cuidaba la puerta y estaba asistiendo al equipo de investigaciones lo puso al tanto de las novedades: el revoltijo que encontraron, y todas las observaciones relevantes...

—Entraron a buscar algo, no a robar —dijo, abriéndole la puerta.

Habían sacado y desparramado los archivos de clientes. Frascos y más frascos abiertos, tabletas, píldoras, polvo, se veían esparcidos sobre la mesa y el piso. Los estantes de muestras de minerales también fueron saqueados, pero no tocaron los múltiples frascos de hierbas.

—¿Era uno o más? —preguntó brevemente Cusai.

—Hay huellas parciales de un par de botas en el polvo del piso. Pero por el desorden pueden haber sido tres.

Aparentemente se habían llevado los archivos de procesamiento de medicinas y fórmulas.

Era obvio que detrás de lo que buscaban estaba el motivo del asesinato.

Le dijo al técnico a cargo:

—Etiqueten todo, es importante que encontremos al menos una huella dactilar. Vean si hay huellas de pisadas adentro y afuera. Piense como ellos, ¿qué buscaban? No me conteste. Necesito detalladas notas de lo que encuentre, y de lo que no encuentre. Si tiene una teoría o dos me las resume, o me llama. Gracias.

Y salió.

Condujo hasta la casa del muerto.

Entró a la biblioteca escritorio. ¿Qué se les había pasado por alto?

El tipo era técnico farmacéutico. Había que estudiar toda la lista de pedidos, clientes pasados, clientes actuales. ¿A quiénes proveía? ¿Estaba relacionado con la comercialización de estupefacientes? ¿Con opioides?

Comenzó por el estante de arriba y por la derecha, libro por libro, nota por nota. Encontró dos cuadernos escritos a mano medio amarillentos, los separó. Primer estante, nada; segundo, nada. Tercero, nada, pero algo llamó su atención, un grueso cuaderno de tapas duras había sido colocado con el lomo hacia la pared y cerca de la tapa posterior, unas páginas estaban separadas. Lo sacó, dio vueltas las hojas hacia abajo, cayó un papel, dejó el libro con los cuadernos, y lo levantó.

Era una lista de dos columnas, escrita a mano, del lado izquierdo había iniciales, y del derecho frases incoherentes.

—Las criptografió el huevón —murmuró.

Se la guardó en el bolsillo y continuó la búsqueda. Nada más de interés.

Ya se iba cuando le llamó la atención que el cajón inferior de la mesita de luz del lado opuesto de donde dormía el organizado difunto, no cerraba completamente. Lo abrió, no salía sin forzarlo, trajo dos tenedores de la cocina, hizo presión sobre los muelles, uno de cada lado, mientras tiraba, lo retiró sin esfuerzo, se agachó a escudriñar el fondo y vio un frasquito, estiró el brazo y lo extrajo. La etiqueta decía en tres líneas: Sulitimax, 20 comprimidos, Lote 2.

Todo estaba impreso en negro, salvo una circunferencia en rojo encerrando una E mayúscula en el ángulo inferior izquierdo, lo puso en el bolsillo derecho de la chaqueta de pana, con coderas de cuero, donde siempre llevaba las aspirinas.

Salió a la calle y condujo hasta la comisaría.

Tan pronto entró, el Inspector ni lo dejó sentar.

—A mi oficina —ladró—. Y cierre la puerta.

El detective se imaginó lo peor: «¿Me va a despedir tan pronto? ¿Me va a quitar del caso?». Se tranquilizó diciendo: «No creo».

Entró detrás de él.

—¿Cómo va la investigación?

—Lenta, de la escena del crimen extrajimos toda la información que se podía. Los primeros en llegar contaminaron todo, por poco pisan el cadáver también.

—Necesito que me mantenga informado de lo que va descubriendo, incluso de indicios que pueden apuntar hacia los motivos o los asesinos.

—Todo parece indicar que fue solo uno el matador.

—Entiendo, pero de nuevo, necesito estar al tanto de los pormenores del caso. Llámeme a mi móvil si es necesario.

 

—De acuerdo. ¿Es todo? —Ahora fue Cusai quien cortó el tema, sensible al trato de su superior.

—Sí. Deje la puerta abierta.

—Si me necesita, estoy en mi escritorio —dijo, y salió.

Capítulo Seis

Pacientes peculiares

Alesio escuchó los golpes en la puerta, no esperaba a nadie. Sus horas en el laboratorio eran irregulares, al igual que los días en que podían encontrarlo. Con deliberada lentitud se encaminó a abrir.

Era un indiecito con su mujer que padecía derrames de sangre. Los hizo entrar y sentarse en el limitado espacio para visitas, amigos que no tenía y el contador que venía dos veces por mes.

El joven le explicó que los derrames eran permanentes, y que además sufría terribles dolores de vientre. El rostro de ella delataba su padecimiento. Le dijo que su familia no quería que vinieran a verlo pero que el curandero no había podido hacer nada, y la había culpado de haragana y mentirosa, pese a que la joven trabajaba en las minas y en la casa. Ya no sabían qué hacer, se caía de debilidad.

Pensó: «Estos estafadores no se terminan nunca, se aprovechan de la ignorancia de los más débiles para vivir sin trabajar».

Había administrado lisina en otros casos como el de ella y siempre resultaba, detenía la hemorragia casi inmediatamente. Tenía algunas muestras y se las dio sin cobrarles, de todas formas, no tenían con qué pagar. Les dijo que volvieran en unos días y los despidió.

La pareja volvió al despoblado villorrio, que de vergüenza ni nombre tenía, y siguió al pie de la letra las instrucciones de Alesio. Los dolores de vientre pasaron casi enseguida y la hemorragia se detuvo como por encanto. Se cuidaron de comentarlo con nadie.

Quedaron tan agradecidos que decidieron darle al doctorcito su posesión más preciada, una roca de superficie plateada, adorno y ofrenda permanente en el pequeño altar de la única habitación de la vivienda de paredes de adobe y techo de zinc. Era una piedra como de medio kilo, color plateado, bonita y muy liviana.

A la semana la pusieron en una chuspa15 primorosamente tejida por la joven y fueron a golpear al laboratorio del farmacéutico. Se levantaron temprano para llegar a medio día y tener tiempo de regresar antes de la noche. Golpearon, Alesio se sorprendió de verlos y encontrarla a ella tan animada, de mejor semblante. Los hizo entrar, sin preámbulos le explicaron la cura milagrosa, la interrupción completa del sangrado y lo bien que se sentían. El muchacho sacó de la bolsa la piedra y se la extendió. Conoció al instante que aquello era litio, y en un estado natural incontaminado, algo que difícilmente se encuentra en la naturaleza. Le explicaron que era mágica, que flotaba en agua, y que se cargaba de energía al estar allí toda la noche, que al día siguiente se levantaban llenos de kallpa, con mucha fuerza y ganas de trabajar. Era para él por haber sanado a la joven. La pusieron de nuevo en la bolsa y se la entregaron. Sin más, se dieron vuelta y salieron, desapareciendo rápidamente de la vista.

Alesio comentó: «De seguro están llenos de energía».

Se dirigió a la mesa del laboratorio y comenzó a realizar varias pruebas para comprobar si aquello era en verdad litio puro.

Y lo era. Había allí una cantidad suficiente como para tratar a varios pacientes por meses. Podía elaborar una dilatada cantidad de comprimidos, considerando que cada unidad podía contener al máximo seiscientos miligramos.

Al día siguiente se puso a trabajar con ahínco en la producción de la medicina; tenía dos pacientes que habían sido diagnosticados como incurables, que no fueron internados en el manicomio porque nunca llegaron a una agresividad peligrosa para sus congéneres, o por lo menos sus allegados mantenían oculto cualquier ataque perpetrado por los loquitos.

Los usaría para probar la nueva muestra.

Se puso en contacto con los familiares, les dijo que en dos días pasaran a buscar el medicamento que habían estado esperando. Se proponía tener el primer lote listo antes de ese tiempo.

Mientras establecía comunicación con los últimos parientes, se puso a trabajar.

Fraccionó la piedra, redujo a polvo varias muestras, midió, pesó, disolvió, mezcló con un componente neutro y carbonato; colocó todo en el agitador, cerró, encendió y dejó que vibrara por varios minutos. Apagó, vació el polvo dentro del molde, lo tapó, cerró las trabas y aplicó la presión hidráulica indicada para el tamaño de las píldoras.

Etiquetó una docena de frascos, actualizó las entradas de su diario, puso todo en su bolso de cuero, y se fue a su casa. Al llegar guardó el bolso en la caja fuerte disimulada detrás de unos recipientes de plástico dentro del placar; mentalmente agendó los movimientos para la mañana temprano mientras se cepillaba los dientes. Le dio de comer a su cachorro y se durmió con una sonrisa.

El que nunca se ha lanzado al vacío sin más seguridad que una cuerda amarrada a una estaca de metal asegurada en la hendidura de una roca, el arnés a su cintura y la destreza de sus brazos, no puede figurar lo que se siente al hacerlo. Es comparable al que salta en caída libre desde un aeroplano, con la diferencia de que acá es todo más real, cercano e impredecible.

No pienso, no tengo tiempo, en saltos cortos, ya dentro de la boca monstruosa del abismo, me acostumbro a la creciente penumbra; la pared es irregular, pero sin aristas cortantes, la lava al regresar a su origen se fue enfriando de a poco, goteando roca derretida y adhiriéndose a otros regresos milenarios. Introduzco un clavo en cada parada pasando la cuerda auxiliar por la gaza preparada de antemano.

Cuando me quedan unos diez metros de cuerda mi pie izquierdo se mete en una hendidura, la súbita falta de apoyo hace pivotear todo mi cuerpo. Golpeo con el costado en la pared, alcanzo a ver una especie de nicho natural, decido entrar e investigar; con mis extremidades hago un somero relevamiento del espacio y la uniformidad del piso, parece lo suficientemente grande como para acomodarme por unos minutos, mientras mi vista se acostumbra a la oscuridad. Al parecer, una roca se desprendió, dejando el espacio que aprovecho. La luz del exterior aclara lentamente mi entorno.

Me llama la atención una veta plateada que desciende vertical justo al lado del orificio, viene desde arriba y se pierde de vista en la penumbra sin fin.

Recuerdo el pedido de Alesio, mi compañero de aventuras, la descripción de la piedra que busca coincide exactamente con la que está delante de mí; dijo que era blanda, fácil de extraer. Saco mi cuchillo para arrancar un trozo, para mi sorpresa lo hundo sin dificultad, extraigo un pedazo del tamaño de un balón de fútbol de salón, pesa muy poco, lo meto en la alforja.

Amoldo mi humanidad a las paredes, el silencio es absoluto. Me relajo pensando que es un extraño lugar para encontrar paz. Respiro profundamente y cierro los ojos.

Me sobresalta un murmullo creciente como de élitros rozándose, parecen miles de cigarras emitiendo sus mensajes coordinados, alternando entre graves y agudos con absoluta precisión, creciendo, acercándose hacia mí.

Imposible. ¿Qué cosa puede vivir en las entrañas de la tierra?

Cautamente, como si en verdad estuviera sucediendo lo que mi sentido común se negaba a aceptar, me di un cuarto de vuelta y apoyé mi pecho en el piso, flexioné lentamente mis brazos impulsando el torso hacia adelante hasta que mis ojos, ya adaptados a la penumbra, pudieran atisbar el abismo. Lo que vi me congeló la sangre, hizo que mi corazón parara de latir y erizó los vellos de todo mi cuerpo.

Una columna de humo subía como densa niebla, y con ella, pero no rebasando su avance, un numeroso enjambre de criaturas ascendía trepando por las paredes. Poco a poco, las siluetas cobraban forma, mientras yo sudaba espesas gotas de terror. Tenían abundante cabello rizado negro como de tres largos de la cabeza, tapando el cuello y la parte de encima de la espalda; en la parte superior de su frente, algo como una tiara dorada sostenía la melena para que no les tapara el rostro, si a aquello podía llamársele rostro. Mi mente filmaba los engendros en cada detalle. Las pieles de todos eran color cenizo; encima de los ojos, negros y brillantes como carbones, hirsutos y gruesos pelos crecían hacia los costados como las cejas de un búho; sus narices, iguales a las de los camellos, se achataban mostrando dilatados orificios; los labios morados se estiraban sobre las dentaduras de león. Empezando por el cuello y prolongándose hacia los poderosos hombros, potentes músculos se marcaban en cada movimiento. Trepaban sin esfuerzo aparente, como si tocar la pared fuera solo un referente en la oscuridad de la que surgían. Aprecié el origen del ruido que ya se volvía ensordecedor: provenía de las alas de coleóptero que nacían desde sus omóplatos, y que ellos friccionaban una con otra continuamente. Al final del torso les nacían colas de escorpión, que ellos curvaban amenazadoramente por encima de sus cabezas, balanceando de derecha a izquierda el espeluznante aguijón, listo para ser clavado. Cuando se acercaban, vi que sus pechos estaban cubiertos con una coraza que se unía a la piel debajo de las extremidades superiores, hasta las ijadas; los brazos terminaban en garras con dedos similares a los de hombre, gruesos y encorvados que se extendían en largas uñas, negras y torcidas en sus puntas. Cuando estaban a tres metros de mi lugar, me escondí, me retraje lo más atrás que me permitía el estrecho nicho, respirando lentamente por la boca para no producir ningún ruido que delatara mi presencia. Poco a poco el humo llenó mi espacio, entonces una cabeza surgió de la cerrazón, sus ojos se clavaron en mí, finos hilos de baba espesa y negra caían de entre sus largos colmillos sin interrumpirse, pegándose a las paredes como las hebras de una telaraña; la cola apareció de detrás de la melena oscura, apuntó el aguijón contra mi pecho y lo lanzó como saeta envenenada. Por puro reflejo me hice a un lado, la punta rasgó mi camiseta y me rozó el hombro; de inmediato un agudo dolor creció desde la herida. Su silueta ascendió y vi como tiraba de la cuerda con su garra, arrancándola de las estacas y arrojándola al vacío. No sé si mi corazón se detuvo, pero por unos segundos que me parecieron eternos mi cuerpo quedó rígido, apenas podía mover los ojos. Pude ver que al tocarlos la luz del sol los seres se hacían invisibles; siguieron avanzando, hasta desaparecer el último de ellos más allá del borde de la hornalla. Por reflejos, aferré con mi mano izquierda la soga. Es lo último que recuerdo antes de desmayarme.

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