Las violentas vetas del volcán

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Seis meses antes del crimen de Alesio, el manicomio La Perita cumplía treinta años de fundado. Fue entonces que algo sucedió. Una minuciosa investigación del gobierno puso al descubierto a un grupo de siquiatras que se lucraban enviando al lugar a enfermos cuyas familias pagaban para secuestrarlos legalmente. Dentro de las diversas razones descubiertas, se supo que con frecuencia los parientes internaban a herederos de inmensas fortunas, usando falsos diagnósticos de estos psicólogos, para poder meter mano en sus abultadas cuentas bancarias.

Se procesó a más de veinte personas, la mitad de ellas externos, y todo el grupo facultativo.

Un ingeniero químico de impecable reputación, Otto Herrero Escalada, fue nombrado como director del hospital. Este recibió carta blanca para reorganizar la institución y limpiar a todo nivel la corrupta lista de empleados, proveedores y profesionales de la cofradía. Los menos implicados fueron conminados a retirarse; otros fueron indiciados9, y los menos optaron por cambiar de empleo luego de renunciar por escrito a todo beneficio, bajo pena de ir a prisión.

El ingeniero Herrero era bien conocido en la élite del gobierno de Chile. Su dureza de carácter le valió el apodo de ‘Fierrero’; según sus pares era insobornable, incorruptible y también insoportable.

Se movía a sus anchas tanto en el Palacio de la Moneda como en la Bolsa de Santiago. Experto en los manejos demagógicos donde los jugadores no cambian, sino que apenas mudan el nombre; se supo mantener siempre a flote, no importaba de dónde soplaran los vientos políticos, y estuvo presente en todo evento oficial o privado y toda conmemoración, festejo y agasajo cercano a la Presidencia de la República.

Llevaba tiempo queriendo entrar en la élite de Iquique, le interesaban los negocios internacionales y la mejor forma de sacar partido a las maniobras de importación- exportación desde aquel puerto.

Una vez que supo del escándalo, usó sus contactos para colocar su nombre en forma visible y susurrarle al oído al Ministro de Salud Pública sobre su idoneidad.

Herrero reunió al personal después que la investigación concluyó, y los funcionarios envueltos en las perversas maniobras de manipuleo de los pacientes fueron indiciados y retirados físicamente del lugar.

Comenzó por los profesionales que quedaron en las diezmadas filas de la organización.

Su discurso fue corto:

—Algunos de ustedes me conocen; para los que se están imaginando que se vienen tiempos duros, les aseguro que están en lo cierto. Con frecuencia sucede que al cabo de algún tiempo los controles se relajan y vuelve todo a ser como era antes. Eso no va a pasar conmigo. Estas son para ustedes las malas noticias. La buena es que, aunque resulta injustificable, una de las razones que induce a corromperse es la falta de recursos; yo no soy ajeno al problema, es más, la condición principal para asumir este cargo fue que se nos destinara una partida de dos millones de dólares para estudiar nuevos tratamientos, hacerlos efectivos, mejorar las condiciones de vida del hospital y comprar equipamiento adecuado con el que se pueda trabajar. Al cabo de un año, y comenzando hoy, los Jefes de Departamento serán responsables de la evaluación de sus subordinados; y de acuerdo con el rendimiento, aumentaremos los sueldos del personal, y por supuesto, de ustedes.

»El Doctor Clavijo es el nuevo subdirector, segundo después de mí, y a cargo de las operaciones y funcionamiento de este lugar. Le he encargado nombrar a un subdirector administrativo.

»En una semana los dos recorreremos las instalaciones para evaluar la situación en que nos encontramos. Prohíbo todo contacto oficial con los funcionarios acusados de corrupción y otros cargos; el contravenir esta directiva será razón suficiente para la separación inmediata de este nosocomio. Gracias —dijo, y se retiró de la sala.

Todos se quedaron mirando, tratando de asimilar las nuevas y sus inmediatas consecuencias.

Clavijo, el flamante subdirector, veterano en las lides y altibajos de la profesión, salió a hacer un par de llamadas.

Patti fue a buscar a Beni a la casa de su padre el domingo por la tarde. Entró sin llamar y encontró a los dos sentados en el sofá compitiendo en el último videojuego de Gamaga.

La casa lucía impecable. «Menudo trabajo debió pasar para limpiarla tan rápido», pensó, pero no dijo nada.

—¿Y el coche estacionado afuera?

—¿Qué?

—¿Es tuyo?

—Se lo regaló el inspector —intervino Beni.

—Es parte del equipo de investigaciones —aclaró Cusai. Y la corrigió—: Buenas tardes.

Se hizo la que no escuchó, venir a enseñarle modales a ella.

—Beni, agarra tus cosas que nos vamos. Se nos hace tarde para tomar el micro.

—Yo los llevo, si quieres.

—Está bien, gracias —dijo Patti.

La casa estaba cerca. Llegaron, el niño salió corriendo con su mochila. Escuchó el grito:

—¡Te voy a revisar los deberes!

Cusai comentó:

—Me ofrecieron volver como teniente detective.

—¡Qué bueno! ¿Y vas a aceptar?

—Creo que sí. ¿A vos qué te parece?

Extrañada por la consulta, Patti contestó:

—Excelente.

Le dio un beso en la mejilla y bajó caminando hacia el apartamento sin volver la cabeza. Ahora el sorprendido fue él.

El lunes a primera hora el flamante teniente de investigaciones Cusai Temelén estaba en la comisaría.

El inspector llegó unos minutos después y sin saludar le preguntó, con aire autoritario pero con voz humilde:

—¿Y? ¿Qué decidiste?

—Acepto hasta cerrar el caso, entonces hablamos de nuevo.

—Me alegro —dijo, y agregó—: No te vas a arrepentir. Y siguió para su despacho, entró y cerró detrás de él.

El recién llegado miró alrededor, y en un rincón de la «sala para todo» alguien le hacía señas para que fuera: un hombre en sus cuarenta, con una horrible corbata, y una mujer que apenas pasaría los treinta, vestida de jeans, lo esperaban detrás de un viejo escritorio de madera.

Sobre el mismo, en una cartulina doblada se leía: «Teniente Cusai, Detective».

—Ahhh, inspector weón —murmuró.

Se presentó apresurado, extendió la mano a la mujer primero:

—Cusai, mucho gusto.

—Adela Adeluve.

Y luego el policía se identificó:

—Sargento Correa —dijo, apretando su mano.

—Como ya deben haber sido notificados, estoy a cargo de la investigación. Llegué a la escena del crimen después que todos caminaron por encima del muerto, tomé nota de lo que pude, incluso mis observaciones y lo que no había sido revuelto en la casa. También le di directivas al equipo forense, y espero resultados del laboratorio esta semana.

—Este es el occiso —dijo mostrando la foto a ambos, y agregó—. Necesitamos saber más de él y del que está con él en la foto, dónde trabajaba, sus amistades cercanas, sus vínculos a las tres asociaciones que encontramos en su billetera. Posibles problemas, deudas, conflictos, algo que nos dé indicios de, al menos, el porqué de su asesinato. Presumimos que vivía solo, pero si supiéramos que tenía alguna relación amorosa, esta puede aportar buenos datos. A veces se cuentan cosas en la cama que no se le confían a nadie. La otra curiosidad es el pequeño perrito que tenía; no tuve tiempo de buscar fotos, pero si halláramos su celular nos aclararía muchas cosas; lo más extraño es que no aparecen ni el teléfono ni el animal. Pregúntenles a los vecinos, seguro que la señora que lo encontró sabe mucho al respecto. —Y concluyó—: Pongamos manos a la obra, la primera semana es crucial para obtener pistas confiables.

Sin sentarse, tomó su saco; y antes de dirigirse a la salida le preguntó a Adela:

—Se nota que conoces muy bien este lugar. ¿Crees que puedes conseguirme una computadora?

—Claro, ya está en camino, el técnico la tendrá lista para mañana.

—Y necesitamos vaciar una pared para colgar fotos, establecer teorías, tú sabes.

—Ya empecé —dijo, mostrando un rectángulo de pared vacío detrás de ella.

—Gracias.

Caminó hacia el auto. Volvería a la escena del crimen. Tenía que aclarar un par de dudas que no lo dejaban tranquilo.

El caso de Alesio no tuvo cobertura periodística, las emisoras de radio y televisión transmitían el ataque del energúmeno con el machete sin detenerse en comerciales. Una agresión por demás inusual que nunca se había dado en la crónica roja de todo Chile. El público no estaba acostumbrado a esas manifestaciones extremas de violencia. Salvo un descuartizamiento que hubo como siete años atrás en una zona rural, y que solo un pasquín de escaso tiraje publicó.

Los reportes iniciales hablaban de una persona muerta, dos heridos graves y cuatro leves; decían que uno de ellos derribó al atacante y lo redujo dándole puñetazos en el rostro y pecho. Este luego admitió que el estado nervioso al ver al atacante dando machetazos a diestra y siniestra lo llevó a actuar sin medir las consecuencias; las agencias de noticias lo nombraron el héroe del día, y ya le llamaban Superman, el valiente que Iquique necesitaba.

Una fuente no identificada dijo que el hombre del machete había estado internado en La Perita por varios años, y dado de alta hacía apenas seis meses.

Algunos corresponsales esperaban en la puerta del nosocomio, al habérseles negado el acceso a las oficinas.

No hubo palabra oficial que corroborara o desmintiera si el atacante fue paciente del instituto.

Luego se supo que el director se escapó por una de las puertas laterales donde lo esperaba el chófer con su auto. Se le notaba sumamente disgustado con la atención atraída hacia el lugar. Antes de salir dio directivas a su hombre de confianza, el subdirector doctor Clavijo, para que hiciera desaparecer todos los datos y archivos que vincularan al hospital con el individuo. Era su bautismo de fuego. ¿Su excusa? Nuevo en el cargo, y recién apenas estaba ejecutando los cambios necesarios para operar.

 

Capítulo Cuatro

El explorador y el cacique

La delgada figura hizo un alto, se quitó el sombrero australiano y se secó el sudor de la frente con el pañuelo que llevaba anudado en el cuello. Levantó la cantimplora hasta rozar sus labios, bebió un sorbo y la guardó. Vestía pantalones cortos caqui, de muchos bolsillos; camisa del mismo color, de lino, y botas de caña alta, reforzadas, de suela antideslizante. Los músculos de sus piernas se marcaban en la piel, y las pantorrillas mostraban la fortaleza de quien está acostumbrado a saltar como cabra, de roca en roca. El cabello ondulado, de color castaño, apenas sobresalía por debajo del sombrero. Tenía arrugas alrededor de sus pequeños ojos, como quien debe fruncir el ceño continuamente para protegerse del resplandor solar. Era Gustavo Deverín, alpinista, explorador y arqueólogo aficionado. Llevaba años caminando por esas rugosas y traicioneras superficies. Tuvo que pagar caro los errores de principiante con heridas, frío y deshidratación cuando empezaba a explorar la región norte de Chile; eso le enseñó a ser metódico y disciplinado. Era la única manera de sobrevivir.

—Los indios nunca se apuran y siempre llegan —le había dicho el viejo cacique aymara Achachic, en su última visita al pueblo de Isluga, en Colchane, cerca del volcán.

Hoy su itinerario era otro: iba a tratar de llegar a la chimenea norte del Isluga, había recorrido un par de veces el camino con su cuatro por cuatro, y caminado entre dos y tres kilómetros para acostumbrarse a la altura. Tenía en su mochila un mapa satelital que le daba una idea de por dónde escalar. La geografía era similar en todo el parque. Aunque se sabía de memoria hasta las curvas de nivel no dejaba en su casa el mapa, lo cargaba en su mochila junto con una vieja biblia regalo de su madre, que nunca abría, admitiendo a los que le preguntaban sobre el contenido que nunca la había leído, sino que la usaba como amuleto. Siempre llevaba dos recipientes con agua, uno para el radiador y otro para lavarse y beber, por supuesto; dos contenedores con gasolina, que eran más que suficiente por si tenía que calentarse de noche encendiendo el todoterreno. Las condiciones del tiempo eran lo más favorable que se puede esperar en esa época del año. Sus piernas se habían fortalecido en las últimas ascensiones y se podía decir que estaba listo.

Siempre pasaba por el puesto de los carabineros que estaba en la Conaf10 de Enquelga y les avisaba sobre su visita e itinerario; su credencial de miembro de la IAVCEI (Organización Internacional de Vulcanología y Química del Interior de la Tierra) le facilitaba la entrada a los parques nacionales, además de hablar tres idiomas, sin incluir el chileno, y palabras esenciales para comunicarse en aymara y quechua.

Tomó la ruta dieciséis, luego la cinco hacia el norte, pasó por Huara, donde saludó a unos viejos amigos. Luego siguió por la ruta quince, cruzó la del parque y en Colchane tomó la ruta tres ochenta y cinco. El polvo del camino entró al auto y a su garganta. Algunos turistas pasaban la noche en la Conaf, pero él ya era veterano en esas lides, y hasta de guía podría haber servido. No necesitaba las señales del sendero y usualmente se salía de ellos para evitar los neófitos conversadores venidos de cuanto lugar del planeta era posible imaginar.

Le hablaba al viento, que probó ser buen confidente y además era una buena práctica en aquellas soledades:

—Al principio el cuerpo se apuna, pero siendo paciente se adaptan los sistemas y la mente, y pronto estás listo para escalar.

»El ocre del paisaje se te mete por los ojos y cambias de color sin darte cuenta. Mimetizado desde el sombrero hasta las botas se puede decir que soy invisible a la vista de los neófitos. Debe ser por eso que los nativos mezclan algún color vivo en las vestimentas que tejen, por la misma razón que lo hacen los alpinistas en la nieve, para distinguirse del monocromático paisaje.

»El desierto puede ser tu amigo o tu ejecutor; si te ajustas a sus reglas, sobrevives, si las violas, sucumbes. No hace daño darle crédito a la tierra por dejarte que apoyes tus suelas sobre ella, aunque debas concederle el beneficio de la duda cuando el folklore la transforma en madre. De alguna forma hijos suyos somos, desde que del polvo de ella fuimos hechos, y nos confundiremos con ella cuando dejemos de ser.

Hizo silencio por unos minutos. Le permitía cerciorarse de que nadie lo escuchaba, y se aseguraba de darle tiempo al viento a contestar.

—Mi amigo, el cacique, me dijo que él me había presentado a los achachinas de su pueblo, antepasados suyos que se transformaron y permanecen en picos alrededor de sus moradas.

—Protegido por sus dioses no tengo temor, ¿quién se va a atrever a molestarme? —bromeó soliloquiando—. ¿Voy a negarlo?

Y se contestó él mismo:

—No yo. Hasta es peligroso reírse de ellos. No porque a los demonios no les guste, supongo que tienen otros asuntos que atender y no son sensibles a nuestros comentarios. El peligro radica en ignorar una fuente de conocimiento milenaria, hay secretos que solo los que han vivido en la puna saben, los que transitaron las cicatrices del vasto desierto silencioso los conocen; se los recuerdan sus antepasados en el aliento del viento, en el silencio de las pieles cobrizas y en ojos acostumbrados a las grandes distancias; los padres se los cuentan a los hijos en el misterio de la hoguera, a la tenue luz de las brasas que calientan, cocinan, e invitan a viajar a los principios; cuando solo el indio y su sikuri11 habitaban la tierra, les relatan los tiempos en que la Pachamama, la que los vio nacer, los cobijaba al morir, al volver al hueco oscuro de su vientre.

—Tienen sus dioses, ¿quién los puede culpar? ¿Quién se atreve a tildar de ignorantes a una raza que nunca abandonó las chozas de adobe, que jamás ha blasfemado contra la aplastante magnificencia de la puna?

»No yo.

»Soy afortunado, le caí en gracia al viejo cacique y me trata como a su hijo. Puede que haya notado en mis palabras, más allá del significado, la admiración por su raza y por su diosa madre.

»Yo lo necesito para poder encontrar lo que busco, es menester recolectar toda experiencia, la adquirida y la añadida, para explorar senderos borrados hasta ingresar en la mismísima historia, quitar el velo que cubre los secretos de los montes resecos, las entradas escondidas a volcanes apagados, las delicadas ruinas de pueblos construidos de sueños.

»Hoy, mañana, pronto, llegaré. No es cuestión de distancia o de horas. El asunto es llegar al Tukuchaña, al fin del trayecto.

Con rumbo a la veterinaria, el flamante teniente se preguntaba si Orellana había indagado sus actividades como detective privado luego de apartarse de la PDI. No le convencía que lo llamara sin otra razón que su inteligencia, no era hombre de dar pasos en falso, se aseguraba de encontrar terreno firme y todo lo que hacía era concienzudamente estudiado.

¿Que si había aprendido? Seguro que sí. Esos tres años ejerciendo tareas mal pagadas le enseñaron más de lo que ya había aprendido sobre la miseria humana. Supo del peligro que significaba dejar atrás a una mujer despechada; vio cómo muchas veces el tener, heredar o hacerse de dinero es más una maldición que una alegría; pudo apreciar que los divorcios son comúnmente provocados por banalidades, donde el adulterio ni llega a concretarse, pero es usado como herramienta para lograr una separación que —admítase o no—, todos sufren, principalmente los que no tienen la culpa. Viendo de fuera los crímenes, aprendió lo que vale callarse la boca; sobre todo cuando se trabaja paralelamente a un caso que llevan los uniformados, es sabio y saludable hacerse el idiota, pero serlo es muy peligroso. Donde hay dinero de por medio es prudente pensar que hasta el jardinero recibió coima, y que en los únicos en que se puede confiar es en los fríos internados de la morgue. El cliente que encarga resolver un caso no debe nunca ser excluido de la lista de culpables. Y sabes que la esposa traicionada, antes de pedirte que sigas al marido, ya se buscó uno que la sacuda, para no demorar la venganza, y si se sincerara contigo te diría que hizo lo que tenía ganas desde hacía mucho tiempo, pero no se atrevía.

Y la última premisa es que, si hay alguien bueno, no contrata a un detective privado.

Casi siguió de largo donde tenía que doblar para llegar a la desierta veterinaria donde se registraban los caninos. Estacionó delante de la entrada. La puerta estaba sin trancar. Cruzó el umbral y sintió ruidos al final del estrecho corredor. Se acercó.

—Hola —dijo en voz alta.

—Entre —lo animó una voz de tenor contralto de sexo indefinido.

—Lo llamé más temprano.

—Sí, reconocí su acento —le dijo el pequeño veterinario, gordito y de túnica blanca—. ¿En qué lo puedo ayudar?

—Soy detective de la PDI y estamos investigando una muerte. Cabe la posibilidad de que el asesino se haya llevado al perrito de la víctima. Encontramos un papel que lo da como registrado en esta oficina —mintió.

—Claro. ¿Me puede dar la dirección? —preguntó el funcionario, afinando la voz al final de cada frase.

—Aquí está anotada —dijo el policía, y le extendió un trozo de papel medio arrugado. La sabía de memoria, pero no tenía ganas de hablar.

El funcionario picoteó sobre el teclado del ordenador. En la pantalla apareció la dirección, la foto del animalito, y una breve reseña de su dueño.

—Aquí está —dijo, señalando la información.

—¿Puede imprimirla?

—Claro —dijo, presionando la tecla de imprimir.

Se paró, esperó que la máquina a sus espaldas concluyera su trabajo, y extendió las copias al visitante.

—¿Se puede encontrar al animal usando un escáner?

—Desafortunadamente no. La información en el chip solo se puede leer con un instrumento localmente, no es como un GPS.

—Gracias —dijo Cusai y se dirigió a la salida.

La visita no sirvió de mucho, pero por lo menos tenía la foto del perrito.

Claro que andar mostrando la foto de un animal a potenciales testigos no es lo mismo que la de una persona, hay muchos que no saben ni que los perros ladran.

Iba a abrir la puerta del auto cuando sonó el celular, la Cabalgata de las Valquirias, era del trabajo.

—Diga, inspector.

—Cusai, no sé si pueda servirle de algo, pero encontré en mis archivos una copia de acta de incautación de minerales, algo intrascendente, en ella aparece el nombre de Alesio Heiler, y de otro sujeto, un tal Deverín. Yo firmé la devolución de lo incautado, fue un error de procedimiento de los funcionarios que estaban investigando operaciones de contrabando de cigarrillos desde Bolivia. Se lo digo para que no se sorprenda si encuentra mi firma entre los papeles del asesinado.

—Gracias, inspector, le comunico si algo así aparece. Hasta Luego.

—Hasta luego.

Tomó la Avenida Allende al norte, recordó que era obligatorio instalar el microchip en cada animal doméstico de compañía y conocía un veterinario en la oficina local de registros de mascotas. Le latía que el homicida se había llevado al animal.

Conduciendo de vuelta se imaginó en qué forma había operado el matador. Se puso en su lugar: él se habría puesto una chaqueta sobria, algo que no llamara la atención. Se vio espiando la casa por días, antes de dar el golpe. ¿Lo vigiló desde el interior de un coche? ¿Se paró discretamente en un algún lugar cercano? Alguien tenía que haberlo visto, o por lo menos al auto. En una ciudad del tamaño de Iquique los extraños no pasan desapercibidos, a menos que no fuera un extraño. La víctima vivía sola y amaba a su mascota, lo dejaba salir a hacer sus perrunas necesidades y luego lo llamaba. A veces pedía para salir de noche, él le abriría la puerta y esperaría a que regresara. ¿Usaba siempre la salida trasera?

Si utilizó al animal como carnada, tuvo de alguna forma que atraerlo hacia afuera, lo que no sería difícil con un trozo de carne, pero significaba que tuvo que abrir la puerta, lo que no era un gran obstáculo. ¿Se dio a conocer al perrito antes para que confiara en él? ¿Entró en la casa cuando la víctima estaba en el trabajo? Era posible que hasta hubiera hablado con la persona e incluso sostenido el animal en sus brazos.

 

—¿Qué actividades desarrollaba Alesio al volver a su casa? Buena pregunta —se dijo a sí mismo.

Lo frustrante de todo esto es que, aunque aprehendieran al asesino, el caso no sería solucionado. Estas personas no saben ni quién los contrata, y menos la razón de apretar el gatillo, dicen:

—Fue de otro el trabajo, no sé nada, y el abogado les consigue una coartada y los saca en cinco minutos.

El muerto era un hombre simple, rutinario, pacífico, sin enemigos. ¿Por qué matarlo?

La investigación iba a extenderse y el motivo, si es que lo encontraban, involucraría a más personas, quizás a una organización. Era imperativo saber más de las amistades, actividades e intereses del difunto. Una muerte tan espectacular tenía un motivo. ¿A quién le querían llamar la atención?

Al entrar a la oficina se sorprendió. Adela tenía su escritorio listo, el ordenador instalado y en la pared pinchada toda la información obtenida hasta el momento: la foto del muerto, la casa, el mapa del vecindario, la foto con el nombre del perrito, las asociaciones a las que pertenecía, y había lugar en la pared para extenderse hacia la siguiente puerta.

Le gustó. Eso estaba a la vista de todo el mundo, le daba relevancia al caso, y a él.

Ella lo vio entrar, se acercó y le preguntó:

—¿Un café, teniente?

—Sí, por favor, gracias.

«Sonó bien lo de teniente», se dijo en silencio, y sonrió.

Se acomodó en su escritorio, probó el sillón: «Confortable», se dijo. Encendió el aparato y lo escuchó zumbar, ahora le pedía la contraseña. Oyó la voz a sus espaldas.

—Es su nombre, arroba y el número uno. Puede cambiarlo cuando le dé acceso. —Y agregó—: Aquí está su café.

—Muy efectiva, gracias de nuevo, ¿puede acercar una silla y tomar nota de lo que he averiguado, y lo que consideramos prioridad en el caso?

—Por supuesto —dijo, e hizo rodar su silla desde el escritorio contiguo, y se sentó con un bloc de notas.

El tenerla tan cerca elevaba la temperatura de su piel y le invadía una levedad repleta de adrenalina. Estaba a más de un metro y sentía su cuerpo como si estuvieran pegados, nunca le había pasado. Cada parte de ella tenía un atractivo definido donde el todo no era la suma de las partes. No pudo encontrarle ningún defecto, y no porque no se los buscara, era crítico por naturaleza, y observador por instinto. Por más que ella jugara a ser varonil —seguro para mimetizarse en un organismo donde el noventa por ciento de los integrantes era masculino—, no engañaba a nadie, usaba el cabello medio rizado apenas tapando los hombros, aunque se lo recogía la mayor parte del tiempo. No se pintaba y, aun así, su atractivo era insoslayable. Su tez trigueña acentuaba la hermosura de su perfecto rostro.

Claro que todo dependía del ojo del observador, y de la necesidad.

—Déjate de weonadas, Cusai —se dijo—, ya bastantes problemas tienes.

Dirigiéndose a la mujer, le preguntó:

—Su nombre, ¿de dónde proviene?

—Decía mi mamá que provenía del germano, una de sus bisabuelas se llamaba así, significaba ‘origen noble’, aunque en árabe adel es algo así como justicia. Adeluve, el apellido, es algo así como ‘hábil, o inteligente’. En cuanto al trabajo, trato de hacerle honor a mis nombres.

Cusai pensó: «Trabajo bueno hicieron los viejos…». Evitando mirarla a los ojos, dijo como al pasar:

—Excelente elección.

Con aire profesional comenzó a explicarle lo que se dio en elucubrar en el trayecto a la oficina.

Un año antes del homicidio, Alesio trabajaba con ahínco en el laboratorio sin imaginarse el desenlace de su pasión por la farmacología. Llevaba impreso en la estructura helicoidal de su ADN el amor por la investigación. Tres generaciones precedían a su abuelo y por más de cien años, las uñas sucias y el olor a cloro eran el escudo familiar. De hierbero a boticario y luego a farmacéutico, hasta que su padre actualizó el título a químico farmacéutico, y él lo adoptó al hacerse cargo del negocio familiar, el matraz y el mortero eran los campos superiores de su escudo familiar. Siempre fue muy organizado, no porque se le hubiera enseñado, había nacido así; de niño ni tocaba los juguetes para no ensuciarlos, y si lo hacía los volvía a sus estantes o cajas limpiándolos como una inversión que se debe conservar. Su madre una vez hasta los sacó de las cajas y los desordenó por el piso, como hubiera hecho un niño de su edad, pero él volvió a guardarlos malhumorado. Hasta que dejaron de comprárselos. Tan pronto volvía de la escuela se iba al laboratorio, allí aprendió a llevar un registro detallado de los ingredientes que utilizaban, el origen de los mismos, las cantidades exactas aplicadas para una unidad, y la dosis diaria a ingerir. Anotaba todo lo que sucedía en el día de trabajo, incluso la hora en que era consultado por sus pacientes, la mayoría de ellos indígenas, parcos, retraídos y sumamente desconfiados. Trataba de recordar incluso las palabras que usaban al describir una dolencia aun sin conocer cabalmente el significado. Para encontrar la causa del dolor era necesario interpretar las emociones; los clientes habituales no eran comunicativos y muchas veces el silencio, el bajar la mirada, o el quedarse observando un punto indefinido en la pared, le daba la pauta del nivel del sufrimiento que los aquejaba, pues raramente lloraban o mostraban lo que sentían.

Llevaba un detallado registro de cada uno, sus familiares y sus direcciones, lo que no siempre era posible, porque sus pies descalzos o sus gastadas ojotas no dejaban huellas y nadie se preocupaba por mejorar los sinuosos senderos del desierto. Cuando podía, dibujaba un croquis donde marcaba la ubicación general, refiriendo algún cruce de caminos, aldea o cañada. En sus veinte años de ejercicio como boticario acumuló varios volúmenes con esas anotaciones, mantenidas en un estante de su laboratorio.

También llevaba un diario con las fórmulas y procesos al crear una nueva medicina: la proveniencia de los minerales o hierbas, las cantidades exactas usadas para cada lote, las temperaturas al producirlas, las fallas y los aciertos, así como también alguna foto, cuando era posible. En otro cuaderno, ya más profesional, que incluía las entradas y salidas de dinero, llevaba las cuentas de los clientes a quienes proveía.

Cuando los negocios de barrio comenzaron a cerrar, arruinados por los grandes capitales, él se empleó en la cadena de farmacias Cruz Dorada Chile, no como un empleado regular, sino como colaborador asociado. Al no poder competir en precios, aplicó el famoso adagio «Si no puedes con ellos, úneteles». No cerró su negocio, acordó con la empresa que continuaría con sus investigaciones desde su casa. Eso le daba la oportunidad de seguir tratando a los que tocaban a su puerta.

Algo que no le quitó la deshumanización globalizada de las farmacias fue su pasión por investigar ingredientes que aliviaran el dolor de las personas. Vio, para su disgusto, demasiadas expresiones de sufrimiento silencioso, preciosas vidas arrinconadas por la muerte, devastadoras pestes que crecían sobre los barrios pobres, con nombres inocentes como gripe o migraña, que las cadenas de noticias apenas cubrían, y los gobiernos abiertamente ignoraban.

Como decía el delegado de barrio: «Si no se enferma el hijo de un ministro, o se muere el entenado de un Senador, no existimos. Somos la peste bubónica controlada del siglo veintiuno, no se acercan a nosotros ni para que los votemos, seguro alguien los engañó con la historia de que lo de pobre se pega».

Llegaban a su puerta de boticario en procura de alivio, desde algo que calmara de un dolor de muelas, hasta el agónico despedazarse de un cáncer terminal. Otros lo buscaban creyendo que sus habilidades iban más allá de lo natural, como si fuera un yatiri12 con la capacidad de comunicarse con el supremo Wiracocha para pedirle que los sacara de la miseria, que curara a su hijo epiléptico, que detuviera una hemorragia añejada en la costumbre, o que liberara al padre de familia del alcoholismo. Casi que no recibía dinero, eso no significaba que no quisieran pagar, siempre le traían algún obsequio, la mayoría eran ingredientes de la canasta familiar, que ellos mismos elaboraban; también recibía instrumentos musicales o piedras que nadie conocía, collares, bolsos, mantas, en fin; nunca rechazaba nada, era una ofensa.