Las violentas vetas del volcán

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Siguiendo la ruta escalonada siempre en descenso, se atisba la ruta de regreso diez metros más abajo. El mar allá lejos, de apariencia brumosa, es apreciable por encima de los edificios altos, lo salpican puntos blancos que se crean, se mueven y desaparecen; la división central de cemento y hormigón armado con los rieles verticales pintados de azul transcurre veloz a mi lado. Circunvalamos la rotonda en el monumento al Pampino y tomamos la Avenida O’Higgins, la Ernesto Riquelme. Me llega el turno de bajarme luego de pasar el museo militar, debo llegar al nuevo edificio Vista Azul donde tengo varias clientas en mi oficio de manicurista y peinadora. Me lo sé de memoria. Podría cerrar los ojos y saber dónde estoy por los sacudones de la micro, los ruidos y los olores.

Llego a la parada, me bajo, camino al edificio, tomo el ascensor hasta el séptimo piso, y toco el timbre.

Espero que esta no me pregunte si mi nombre es una contracción de Patricia, tendré que repetir:

«No, a mi mamá se le ocurrió que yo iba a resultar una persona muy paciente, y me castigó con Patientia Regina», es mi respuesta. «Claro que el cura no se la hizo fácil, pero ella argumentó hasta el insulto, lo que la llevó al borde de la excomunión, y llegó a arrebatarme de los brazos de mi padrino, que se agarró de la pila bautismal para no caerse». Y siempre agrego: «Soy la Patti Regia, con dos tes, producto de un bautismo por poco cancelado y un padrino con esguince de muñeca».

Me preguntan desde el interior:

—¿Quién es?

(—¿Quién va a ser, estúpida?, si ya me viste por la mirilla…) Pero contesto:

—Soy Patti, la peluquera. —Escucho mi voz, no me gusta cómo suena peluquera, en ailennte6 voy a presentarme como la estilista.

Sigo el monólogo de autoconsuelo: «Mientras no me pida el curriculum vitae… Como si no las conociera. Los amantes les rentan un apartamento con vistas al mar y se creen Marilyn Monroe, en lo único que se le pueden parecer es en el cabello rubio, y eso porque les hago un buen trabajo».

Llegó, como es usual, a la misma conclusión: es imperativo cambiar de oficio.

Mientras ella sufría intensamente su realidad, Cusai volvía a la suya arrepentido de libar como un adolescente. Luego de una noche de juerga, el castigo era inmediato, y la intensidad de la resaca, directamente proporcional al abuso. Lo había experimentado muchas veces y olvidado otras tantas.

—¡Ah! —se quejó, llevándose la mano a la cabeza. Le costó abrir los ojos. ¿Lo balearon o lo vapulearon como a un cuero para sobar? ¿Por qué le costaba tanto incorporarse?

El terrible dolor, producto de los excesos de la noche anterior, se agudizó; al tratar de erguirse sintió un millón de agujas clavarse en su frente y sus sienes. Se esforzó para incorporarse. Sin poder hacerlo, trató de mirar hacia la puerta. Vio una figura borrosa apoyada en el vano, y sosteniendo algo pequeño con las dos manos.

—¿Hola? ¿Quién eres? ¿Qué haces acá?

Beni le devolvió la mirada indiferente, sopesando si valía la pena contestar; decidió dar una media vuelta en silencio, y volver a su hueco en el sillón de la sala.

El padre dedujo sabiamente:

—Al menos estoy vivo.

Poco a poco, lo ocurrido la noche anterior se abría paso entre las dañadas neuronas. La versión sin censura le recordó despiadadamente cada detalle del desenfrenado festín, que pretendía ser un brindis inofensivo de cumpleaños.

Entonces sonó el celular.

¿Quién sería? La pantalla lo identificaba como Inspector Orellana. Se sorprendió. Lo creía todavía ofendido por haberlo expuesto con aquel asunto de la muerta viva. Seguro se equivocó de número.

No atendió. Lo que menos necesitaba era cruzar humores verbales con ese déspota hijo de su madre.

Sosteniéndose los pantalones caminó a la cocina, pasando por detrás del sofá y despeinando a Beni en un supuesto paternal saludo. El niño se paró y lo siguió silenciosamente.

Luego enjuagó una taza tomada al azar del desorden de la mesa, abrió la heladera, sacó dos huevos y los quebró en el borde, dejándolos caer dentro, la levantó y se los empinó garganta abajo. Allí mismo volcó un poco de café frío, lo calentó por treinta segundos en el micro y sin agregarle nada lo tomó con su mano izquierda y se dirigió al baño. Beni caminaba detrás.

Capítulo Dos

Mujer, hijo y trabajo, garantía de insomnio

Patientia Regina amaba su trabajo, aunque no lo admitiera. Una vez que completó la metamorfosis en la nueva rubia, se sintió orgullosa del resultado. Opinó para sus adentros: «Quedó hecha una actriz norteamericana, claro que de espaldas y sin tener en cuenta la cintura de refrigerador».

Cobró, que era lo más importante, ni un peso de propina le dio la vieja tacaña. Puso el dinero en la cartera y salió. Ahora podía pasar a visitar a su madre, quien tenía la virtud de hacerle olvidar el martirio diario reviviendo otras torturas.

Llegó, dejó el enorme bolso en el piso y levantó la mano para golpear la puerta, que se abrió como por encanto. Entró. El aroma a ceviche la llevó hasta la cocina. Ella estaba de espaldas haciéndose la sorda para sorprenderse y decir: «Casi me matas del susto». Era una manía de las tantas: dejaba la puerta entreabierta, contaba los pasos que se acercaban, y se alarmaba justo antes de que le tocara el hombro o moviera algo para hacer ruido.

Siempre era la primera en hablar, al levantarse le ganaba a su imagen del espejo, al encender la tele o la radio contestaba antes que los locutores; la verdad, no podía mantener la boca cerrada ni cinco segundos. Era un hecho comprobado, le contó el tiempo innumerables veces. Hacía unos cuantos años, aprendió en una película que para contar los segundos debía decir «uno Mississippi, dos Mississippi», y así eternamente, porque el pronunciar uno o dos dura menos que la fracción. Le gustaba corroborarlo cada vez que la “sorprendía”.

Hizo ruido empujando una silla para seguirle la corriente y contó para sus adentros:

«Uno Mississippi, dos Mississippi, tres Mississippi…». No alcanzó el cuatro Mississippi.

—Ay, hija, ¿por qué haces eso? Me vas a matar del corazón.

No contestó «¿Para qué?».

—Otra vez con esa cara, ¿te peleaste con el vago de nuevo?

—No, trivialidades.

—Patti, perdóname, pero: ¡yo te dije que no te casaras! —dijo salteándose toda introducción al asunto.

—Mamá, no empieces.

—Sargento de policía, pelagatos con ínfulas de detective.

—Bien que te gustaba cuando te traía regalos.

—Pura baratija, la única razón por que los aceptaba era para no discutir contigo. Teniendo otros mucho más atractivos, Patti, por favor… ¿qué le viste?

—Él tenía, (y tiene) lo suyo. Por lo menos no es como papá, que a los treinta ya estaba pelado. Digo, de la cabeza, porque del bolsillo siempre fue. —No le gustaba comparar, pero su madre la empujaba.

Pensó en «lo que le vio» a Cusai. Diez años habían pasado desde que lo conoció aquella noche en el bar Génova, un clásico de la noche iquiqueña. Hijo de un orgulloso cacique aymara y una italiana de Trento, que, cansada de la indiferente humedad de los Alpes, se vino a purificar el alma en Atacama. Heredó de su padre el rostro adusto, los pómulos salientes, la nariz pequeña con fosas nasales un poco abiertas y los labios finos; y de su madre, los ojos verdes, el cabello suave y el espíritu cautivador de un acento milenario que tenía la magia de condensar dos continentes en arcanos fonemas criptografiados por el coloquial lenguaje de la tierra.

Era alto para la media chilena, casi un metro ochenta, caminaba como un actor de cine y sonreía sin mover apenas los labios, chispeando dulzura en su mirada que lo decía todo. Sus manos eran fuertes, lo supo la misma noche cuando semidesnudos en la playa la atrajo hacia su pecho sin pelos, bebió de su boca y la recorrió a su antojo hasta que las estrellas se apagaron.

—Tu padre siempre fue muy trabajador —interrumpió su progenitora.

—Y pobre —contestó airada por su insensibilidad al interrumpir el recuerdo en el mejor momento.

—Tu ex solo es bueno para tomar cerveza, y por la panza que tiene, no ha abandonado el vicio.

—Ya no toma ni agua. ¿Y panza de dónde?, si no tiene ni para comer. Además, ¿cuándo fue la última vez que lo viste? Que yo sepa, fue cuando todavía estábamos casados.

—¡Ja!, no me hagas reír.

—Además, ¿cuándo-fue-la-última-vez-que-lo-viste? —insistió—. Que yo sepa, fue cuando todavía estábamos casados.

—Me contaron que desde que lo dejaste vive borracho.

Patti creyó oportuno no contestar, cambió el rumbo y a propósito metió el dedo en la llaga:

—Es más alto y elegante que tu marido.

—Ahora es mi marido, pero cuando te conviene es tu padre.

La discusión continuó hasta que Patti, aburrida de argumentar siempre lo mismo, se marchó, despidiéndose con un beso de su progenitora.

—Mañana te veo.

—Hasta mañana, hija.

Atravesó el estrecho patio, abrió la portera7 de rejas y salió a la calle con rumbo a la parada del micro.

Se puso un cubo de hielo encima de cada ojo.

El repiqueteo dentro de la cabeza no cesaba, y encima, el teléfono no paraba de sonar.

Se secó la mano izquierda en el pantalón y atendió:

—¿Hola? —preguntó, simulando que no conocía al insistente personaje.

—Cusai, lo necesito urgente.

—Inspector, ¡qué sorpresa!

—Déjese de pavadas, bien sabía que era yo, por eso no contestaba. ¿Cuánto le puede llevar llegar a Iquique norte?

 

—¿Para qué? Ya no trabajo en la policía.

—Lo sé, pero le dije que lo necesitaba, es una emergencia.

—Mi auto está en el taller —mintió, lo había devuelto por no poder pagar las cuotas hacía ya cuatro meses—. Además, mi hijo está conmigo por el fin de semana.

—Le mando la patrulla, traiga al cabro chico, le va a gustar viajar en un vehículo policial.

—Mándelo —dijo a regañadientes, y colgó.

Beni estaba parado, escuchando en silencio.

—Guarda todo lo que trajiste, vamos a dar un paseo en la patrulla, van a estar acá en media hora.

—¿Llamo a mamá y le digo? —preguntó con sus ojos brillando por la emoción.

—No, yo le aviso.

Entró al baño, nunca cerraba la puerta. Llenó las manos con agua fría y se la arrojó violentamente en el rostro, hizo lo mismo en su cabello, sacudiéndolo entre los dedos. Acabó el café, se olió los sobacos poniendo cara de asco, se quitó la camiseta, y mojándola, se restregó las axilas, tomó un desodorante del botiquín y se roció generosamente. Ahora el que puso cara de asco fue Beni.

Salió rumbo al dormitorio, abrió el clóset, eligió la camisa menos arrugada, oliéndola, y al parecer pasó la somera inspección porque se la puso mientras buscaba los zapatos.

En eso sonó la bocina de la patrulla. Se calzó y caminó hacia la puerta del frente. Dejó que Beni pasara adelante y la cerró sin trancar, total, no tenía nada de valor. Si alguien entraba a robar era probable que con el desorden diera media vuelta y se fuera, asumiendo que se le habían anticipado.

A Beni le latía el corazón aceleradamente; corrió al auto, abrió la puerta de atrás y se instaló con su mochila al lado. Inusual en él, dejó el juego de video en un bolsillo y se preparó a disfrutar el viaje mirando por las ventanillas y observando los botones de la sirena, la radio y la escopeta de dos caños.

Cusai se sentó en el asiento del acompañante y sin saludar dijo:

—Vamos.

No demoraron en llegar al lugar. Había un uniformado en la puerta del frente, cintas amarillas con palabras en negro («Policía, crimen, no pasar») rodeaban la casa.

—Quédate en la patrulla —le dijo a Beni. Y al conductor—: Tú lo cuidas.

Entró por el costado izquierdo hasta llegar al patio trasero. En el centro, un sediento árbol se erguía en espiral, sufriendo su generosidad de sombra en silencio, a escasos metros de donde yacía el occiso.

El inspector estaba apoyado en la pared; un fotógrafo operaba desde las poses más inverosímiles, y un técnico forense estaba inclinado sobre el cuerpo. Igual que en las películas.

Cusai ordenó sin presentarse.

—¡Retírese todo el mundo, no toquen más nada!

Si el jerarca esperaba respeto, se equivocó.

La pregunta le abofeteó el rostro:

—¿Qué chucha weonada8 es esta? ¿Para eso me llamó? Los quiero a todos, incluso a usted, fuera de la cinta amarilla.

El inspector se retiró sin decir palabra. La actitud del recién llegado lo sorprendió con la guardia baja.

Cusai seguía regañando:

—¡Todo contaminado!, ¡con razón no resuelven un caso! ¡Inútiles!

Se acercó al cuerpo cuidando donde pisaba. La marca más imperceptible podía representar ser una pista crítica.

Escuchó la voz a su espalda.

—Lo encontraron hace tres horas. La vecina de la derecha es jubilada, se levanta temprano a tomar su té de manzanilla todos los días, conoce vida y milagros de todo el mundo. Le extrañó que don Alesio (así dijo que se llamaba) no saliera temprano al fondo a tomar el fresco de la mañana, como lo hacía a diario, y en especial los sábados. Se acercó a la verja divisoria y lo vio tendido en el patio, inmóvil. Se puso los lentes y miró de nuevo. Cuando vio el charco de sangre debajo de su cuerpo, comenzó a gritar despavorida. Corrió adentro, a la cocina, y nos llamó en un ataque de nervios.

—Gracias por la información, inspector. Quédese donde está y déjeme trabajar por más o menos una hora.

Mientras, la prensa se había enterado y dos móviles ya llegaban al frente de la vivienda. Los policías no los dejaron pasar.

Alertado, Cusai le dijo al sargento a cargo:

—Saquen fotos disimuladamente de las personas que están mirando, cubran todo el grupo. Y a la señora que lo encontró, manténgala tranquila, que cuando yo termine voy a hablar con ella.

Se acercó cuidadosamente al muerto.

—Inspector —llamó.

—Acá estoy.

—Esto es trabajo de un asesino profesional, no creo que encontremos huellas dactilares ni nada parecido.

—¿Encontraron el casquillo?

—No, seguro lo levantó después del disparo, pero por el tamaño del orificio es de grueso calibre, puede que una punto cuarenta y cinco.

—¿Algo más?

—Lo mataron afuera. El asesinato ocurrió a eso de las dos de la mañana. Hay que encontrar al perrito.

—¿Qué perrito?

—La mascota del difunto.

—¿Cómo sabe que tenía mascota?

—La puerta tiene marcas de uñas, como todas las puertas donde hay perros; el animal rasca pidiendo para entrar. Es pequeño, por el largo de las marcas y la altura en la puerta; además, ¿qué otra cosa pudo hacer que saliera a esa hora de la noche? Por eso digo que fue asesino profesional, de alguna forma sacó al animal, y luego esperó que pidiera para entrar. Puede que le haya dado un pedazo de carne, seguro que estudió a la víctima a conciencia.

»Otra cosa, la posición del cuerpo, está de cúbito dorsal, probablemente en la misma dirección del disparo. Pero fíjese cómo el patio tiene forma de L, lo lógico hubiera sido que le disparara tan pronto como salió; pero no fue así, la víctima se alejó de la puerta, supongo que porque el animalito no estaba a la vista, entonces escuchó un gemido y se dio vuelta hacia el lado abierto del patio; en ese momento ocurrió el disparo, que lo proyectó hacia atrás. Sus pies apuntan a la entrada y su cabeza hacia el lado corto del patio, pero más afuera de la pared. ¿Por qué? Supongo que pensó evitar que el proyectil, cuando saliera del cuerpo, no quedara incrustado en la mampostería, o puede que no quisiera colocarse de forma que la luz del fondo del vecino le alumbrara el rostro. No es la primera vez que mata, tiene experiencia y muy buena puntería.

—Y el perrito, ¿dónde está?

—Eso es lo que tenemos que averiguar lo antes posible.

Beni había salido del auto patrulla y observaba todo. Eso era mucho más interesante que estar sentado jugando con sus videos. Sintió la melodía del celular llamando, era su madre. Se arrojó al asiento desde afuera para contestar antes de que cortara.

—Hola, mamá.

—Beni, ¿dónde estabas? Es la tercera vez que te llamo.

—Mamá. Mamá, estoy en una patrulla, vine con papá a ver un asesinado.

—¿Qué? ¡Dame con tu padre! —gritó, medio desmayada—. ¿Por qué no me avisaste?

—Él me dijo que te iba a llamar.

—Va a haber otro asesinato. Lo voy a matar.

—¿Qué?

—Nada. Déjame hablar con él.

—Está con el muerto y el Inspector Orellana, me dijo que no me acercara.

—Deja, yo lo llamo. Métete en la patrulla y no salgas, ¡y por nada del mundo vayas a ver el cadáver! ¡Ay, Dios mío!

Cusai estaba tomando notas y haciendo un boceto del patio, el cuerpo y alrededores. Luego entró en la casa por la cocina. A un lado del mueble de la mesada, opuesta a la pileta y el lavaplatos, había dos pequeños boles, uno con agua y otro con comida para perros. Sonrió levemente, satisfecho de no haberse equivocado en su teoría.

La llamada interrumpió su autoelogio.

—¿Sí?

—¡Zángano desgraciado, borracho! ¿Es que nunca vas a ser responsable? ¡Te dejo al niño dentro de la casa y tú te lo llevas a ver a un tipo asesinado! No tienes remedio, ahora mismo voy a buscarlo.

—¿A dónde? Si no sabes dónde estamos... Cálmate.

—¡Me voy a calmar cuando te parta un palo en la cabeza!

—Me llamaron urgente, no podía decir que no, es trabajo. Tengo el conductor de la patrulla cuidándolo. Ya salimos de acá.

—¿Y dónde lo vas a llevar ahora, a la morgue?

—Patti, no seas irónica, estoy tratando de trabajar y cuidar a Beni al mismo tiempo. Te prometo que va a estar bien. Es más, nunca lo vi tan emocionado como hoy, hasta se olvidó de su juego de video, no lo ha sacado de la mochila. Cuando llegue a mi casa te llamo.

—Limpia esa inmundicia, por lo menos hazlo por tu hijo.

—Sí, Patti, hasta luego.

—Y ayúdale con... ¡Cortó, el muy hijo de su madre!

El resignado exmarido sacudió la cabeza, guardó el teléfono en el bolsillo de atrás de su pantalón y volvió la vista al alimento canino, algo había llamado su atención. Un trozo de blíster, de esos que se usan para envasar píldoras, estaba detrás de la taza con agua, medio escondido en la arista del mueble con el piso. Lo levantó.

Se puso los lentes y trató de descifrar las diminutas figuras y una palabra en el envoltorio plateado.

—Ca...lmi...dog, Calmidog —dijo.

Y deletreó la siguiente palabra que aparecía más abajo: «Colm…..iprami». El papel había sido rasgado en ese punto, pero sería fácil corroborar si el dueño administraba esos comprimidos a su mascota; de no ser así, su teoría de que el asesino los sustrajo para luego llamar la atención del fallecido y hacerlo salir no tenía asidero. También tenía sentido su docilidad, probablemente bajos los efectos de la droga fue fácil que el animal no se rebelara. Guardó el trozo de papel en el bolsillo y caminó hacia el dormitorio; la puerta estaba abierta de par en par.

—Organizado el individuo —comentó en un murmullo, al dar una mirada por encima al recinto.

Notó que había abandonado la cama sin apenas separar la sábana y el liviano cobertor, ambos estaban abiertos como una hoja doblada. Dada la hipótesis de que se levantó al escuchar al animal, el arreglo de la cama al bajarse fue automático, eso decía mucho de su personalidad. También la ropa de uso diario, cuidadosamente colgada de una silla, y el armario empotrado, que mostraba los estantes impecablemente ordenados. Del lado de las perchas colgaban un par de trajes y también un conjunto de ropa color caqui, limpia, pero con evidentes muestras de ser usada con frecuencia.

Se ajustó los guantes de vinilo y abrió el cajón de la mesa de luz. Como lo suponía, la billetera estaba en su interior; extrajo la Cédula de Identidad: Apellidos - Heiler Lezama; Nombres - Alesio Santiago, Nacionalidad Chilena, Fecha de Nacimiento - 10 Sept. 1979. Tres carnets detrás del documento lo identificaban como «Miembro de la Asociación de Exploradores Chilenos», «Miembro de la Cámara de Comercio de Santiago de Chile» y «Miembro del Club de Tiro de Iquique».

—Así que el hombre era explorador… —se dijo, y se preguntó—: ¿Tendrá eso algo que ver con su muerte? ¿Hizo enojar a algunos de sus amigos de la Cámara de Comercio o el club de tiro…? ¿Habrá algún arma en la casa?

Siguió revisando cajones y encontró una foto del muerto, con su equipo color caqui, posando con otro hombre de su misma edad, vestido también con indumentaria de explorador. Parecía haber sido tomada en la región este de Tarapacá, por el color terroso y gris del paisaje.

Más atrás vio un recibo de la veterinaria Todas las Mascotas, doce mil quinientos pesos, vacuna antirrábica y examen de rutina, nombre del animal (suponía que era el perro): Pistacho.

—Ajá —susurró—. Pistacho...

Dio una vuelta por el resto de la casa y salió al patio. Le dijo al inspector:

—Deje entrar al equipo del Servicio Médico Legal, necesito un detective que me ayude con el interrogatorio de testigos y la búsqueda de datos.

Entonces se volvió a Orellana, y le vomitó:

—Me sorprendió con la llamada, estaba medio dormido, por eso vine. Le voy a ser honesto, no me gusta trabajar con usted, por eso me fui.

—Escuche, Cusai, sé que tuvimos nuestras diferencias en el pasado, pero todo cambia… Es preciso que se haga cargo del caso, necesito a alguien como usted, inteligente y directo; además, ya conoce el sistema. Le propongo algo: vuelva como teniente detective hasta que se resuelva el asunto, si luego no le gusta, se retira definitivamente.

—Déjeme pensarlo —dijo a regañadientes mientras buscaba una excusa para liberarse del compromiso—: No tengo auto.

—Le mando uno a su casa más tarde, auto nuevo, sin marcas, para uso permanente, mientras permanezca como integrante de la policía de investigaciones.

 

No había forma de evadirse, asintió diciendo:

—El lunes temprano estoy en la oficina. Voy a necesitar un escritorio, un auxiliar ducho en navegar en los archivos de los documentos federales y regionales y en otros organismos del estado, que pueda llevar notas del caso y mantener actualizado el cuadro de la pared.

—La oficinista ya está asignada —afirmó Rey Orellana.

No tenía escapatoria. Y muy en su fuero íntimo ya había aceptado.

Se despidió brevemente y se dirigió al auto, le pidió al conductor que lo llevara hasta el supermercado. Patti estaba en lo cierto, era tiempo de poner un poco de orden en su casa, y en su vida.

Llamó una agencia de limpieza conocida, les dio la dirección y les indicó que quería todo perfecto en dos horas, la puerta estaba sin llave.

Le dijo a Beni:

—¿Qué te parece unas pizzas para el almuerzo?

—¡Síííí!, me estoy muriendo de hambre —afirmó el niño.

Pararon en la Pizzería El Minero y pidieron una suprema con todo. Cuando acabaron, el conductor los llevó hasta la casa.

Mientras descargaban todo sonó el celular.

—¿Sí, Patti…?

—¿Viste las noticias?

—No. ¿Qué pasó?

—Un loco atacó con un machete a varias personas en una parada de micro. Parece que mató a una señora y hay varios heridos. Llegaron los carabineros y lo balearon, pero parece que está vivo.

—Déjame encender la tele.

—¿Cómo está Beni?

—Feliz. Comimos pizza y nos trajimos una entera, ahora juega. Te llamo más tarde.

Le llevó un par de minutos encontrar el control remoto de la tele. La encendió y buscó el canal de las noticias. El ataque estaba en todos los noticiarios. Ambulancias iban y venían. La policía había cortado el tránsito y acordonado una cuadra alrededor de la parada del micro. El atacante fue aprendido y, de acuerdo con el reportero, había estado internado en La Perita por unos años. Iquique se había elevado al nivel de París, Niza y Londres en cuanto a terrorismo se refería. Y como dijo el periodista, estos hechos nunca ocurren aislados.

Capítulo Tres

El manicomio

El residencial La Perita de Iquique es un centro de asistencia para los locos declarados del área norte de Chile. Se creó por un decreto expedido en el año 1971 para aliviar La Pera, que es el centro siquiátrico ubicado al suroeste de Santiago y que sirve a toda el área metropolitana.

La inmensa mayoría de los enajenados chilenos viven una vida normal, apenas afectada por uno que otro grito de un familiar o el bocinazo de iracundos conductores que no entienden su particular rutina; estos habitan en todo Chile, y difícilmente se distinguen de los generosamente definidos como personas normales. Subsisten en las catorce regiones del país, considerando que Magallanes y la Antártida son muy frías para cuerdos y locos por igual. Prácticamente todos poseen teléfonos inteligentes y todos son considerados inofensivos, incluso al caminar por la acera con los ojos fijos en la pantalla.

En cambio, los internados en el nosocomio se califican dentro de la categoría de peligrosos, aunque no se ha dicho qué tipo de peligro representan, ni para quién. Unos afirman que es para las otras personas; otros, que para ellos mismos; la ciudad dice que para el presupuesto, mientras la aplastante mayoría ni sabe quiénes son… Hasta que a alguno le toca en suerte un familiar que no las tiene todas consigo, o un vecino desquiciado que se confunde de casa, o de enemigo, y lo toma de conejillo de Indias en su universo alterno, o lo confunde con el monstruo de debajo de la cama o el asesino del ropero, entonces llaman a La Perita y los remiten para ser tratados, o maltratados.

Lo que sucede dentro de las paredes del establecimiento no es precisamente para lo que fue construido. Su diseño es consecuencia del sueño imperial ibérico, que no supo adaptarse a la diferencia intelectual de la «nueva España», nonato independiente estructurado para continuar un siglo de las luces apagado por una tierra indomable, cuya realidad derribó castillos antes de ser construidos y destronó virreyes degenerados, enfermos por un oro al que nunca le pudieron meter mano. Los arquitectos, sin lineamientos precisos, con sus mentes llenas de una opulencia que se negaba a sucumbir, no sabían de hospitales, sino de cortesanas pasiones; nunca habían dormido bajo las estrellas, sino en palacios malolientes, empolvados sus rostros, y cubiertas sus calvas con ridículas pelucas; y así delinearon el nosocomio asentado en la desértica región del norte de Chile, con trazos neoclásicos madrileños.

La fatal consecuencia no tardó en abofetear el rostro de los administradores. Rebasada su capacidad apenas un mes después de la inauguración, la institución se debatía a medio camino del cierre absoluto y el precario día a día de desvestir un santo para mal vestir a otro.

Si todavía sus puertas están abiertas —figurativamente—, es por la caridad de un grupo de buenos samaritanos, que al menos una vez a la semana, dedican horas de sus vidas en ayudar al escaso y mal pago personal del nosocomio, en sus poco placenteras tareas de suplir las deficiencias de los que una vez fueran cuerdos.

El edificio consta de dos alas, y en su centro una tercera perpendicular, que divide y contiene todos las oficinas y consultorios. Un ancho corredor del lado noreste, a lo largo de todo el edificio, sirve de acceso a las habitaciones de descanso y recreo de los internados. Una continua línea de arcos hasta el techo disimula las gruesas columnas que sostienen los dos pisos de arriba; el techo, a cuatro metros de altura, fue construido primorosamente: barrocas figuras de máscaras griegas disimulan sarcásticamente las aristas, y extensos círculos ribeteados por manos expertas dan lugar a la iluminación, generosamente prevista en el presupuesto inicial.

Las inevitables heridas mortales al genio ibérico no demoraron en agredir la vana belleza de su pompa; la opulencia de inútiles espacios tuvo que dar lugar a dos pelotones de albañiles armados de cucharas, plomadas y escuadras, que, como cirujanos en entrenamiento, removieron vísceras e instalaron tumores de cemento, derivaron boquetes respiratorios y descartaron alvéolos innecesarios.

El corredor fue cerrado con ventanales, instalando dos voluminosas puertas en cada ala, que permitieran el acceso a los patios interiores arbolados; y los caminos que conducían a fuentes circulares, de cuyos centros una vez brotaron chorros de cristalina pureza, iridiscente y fresca, donde doncellas de miradas ausentes mojaban sus manos, fueron rediseñados, confundiendo a las frágiles libélulas que trataban de asimilar las transformaciones de afuera, todavía desorientadas con lo que sucedía dentro de sus almas.

No tocaron la entrada principal, lo que hubiera significado un imperdonable sacrilegio. Esta comenzaba a ser iluminada por el astro pasadas las dos de la tarde, donde cada detalle de la fachada fue pensado para aprovechar los rayos solares, que descendían lentamente hasta desaparecer en el ocaso.

La estructura completa, el rectángulo con los patios interiores, y la nave central, de donde se accedía a las habitaciones, estaba orientada noroeste-sureste, de forma tal que, al menos la mitad del año, cada parte recibía su cuota de luz y calor, evitando desde su planificación que alguna pared dejara de recibir sol durante el día.

La remodelación inicial, que no pasó de un lavado de cara, después de dos décadas sin mantenimiento, mostró capas de pintura que se resquebrajaron y descubrió los colores de moda en la turbulenta década de su inauguración, consecuencia de los humores de pasados psiquiatras, agobiados por el exiguo presupuesto y el aumento desmesurado de pacientes.

Muchos de ellos ni siquiera necesitaban atención, como no fuera una buena paliza o un tratamiento de baños de agua fría. Pero nunca se le negó a ninguno el derecho a recibir cuidados y ser escuchados. Una vez en el interior, no se diferenciaban los simuladores de los enfermos. Las visitas semanales de los adinerados parientes entregaban generosos rollos de billetes a sus asistidos, quienes compraban favores e intercambiaban bienes entre los pacientes y con los empleados, y mantenían privilegios que les eran negados a los alienados más carentes.