Hijas e hijos de la Rebelión. Una historia política y social del Partido Comunista de Chile en postdictadura (1990-2000)

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El filósofo Eduardo Sabrovsky –que dejó de militar en el PC en 1986- planteó una tesis que sintetiza, en buena medida, la posición de los «desencantados». En el PC chileno, dice, históricamente habría existido una disociación entre la teoría (marxismo-leninismo) y la práctica. Esta habría estado orientada por lo que denominó como «pragmatismo iluminado», basado en el profundo arraigo de sus militantes en el devenir de la historia nacional. La no aplicación de la ortodoxia marxista-leninista y sumarse, en cambio, al imaginario democratizador y socialista de los movimientos sociales chilenos hasta 1973, habrían sido la gran fortaleza histórica del PC. En el fondo, la ausencia, en la práctica, de apego a las costumbres estalinistas. Sin embargo, la radicalización política del PC bajo dictadura lo habría retrotraído a la ortodoxia marxista-leninista y la pérdida de su «pragmatismo iluminado». La conclusión era obvia, aunque no explicitada por Sabrovsky: era necesario buscar nuevas tiendas políticas, dada la incapacidad del comunismo para comprender la coyuntura de la década de 198097. Otro representante de los «desencantados» fue el escritor Antonio Ostornol, que dejó el PC en 1983. En una entrevista publicada en 1989, este establecía claramente las posiciones políticas de los «desencantados»: rechazo a la Política de Rebelión Popular, valoración positiva de la renovación socialista y adhesión a la salida pactada de la dictadura98.

Así, a comienzos de 1990, cuando las primeras polémicas entre disidentes y la dirección del PC se habían hecho públicas, irrumpió el llamado Grupo Manifiesto. Durante su efímera existencia –se disolvió en enero de 1991– su intención fue incidir en el proceso de renovación de la izquierda, en el sentido de abandonar algunos de sus códigos identitarios fundamentales y respaldar férreamente al nuevo gobierno democrático. Como vimos, ambos puntos no eran compartidos por los comunistas que respaldaban a la dirección del partido. Este grupo se dio a conocer a la luz pública a través de un texto publicado en la prensa de circulación nacional, donde exponían sus planteamientos. En este, junto con reiterar su apoyo a la Concertación y al presidente Aylwin, planteaban que la renovación del denominado «ideal socialista» debía pasar por poner en el centro de sus objetivos la democracia y la justicia social. Se abandonaba así la perspectiva utópica de la sustitución del capitalismo. El texto venía acompañado de una treintena de nombres, en su gran mayoría profesionales universitarios, entre los que destacaban los de Antonio Ostornol, Eduardo Sabrovsky, Bernardo Subercaseaux, Alberto Ríos y Luis Alberto Mancilla99.

La incidencia del Grupo Manifiesto dentro de la crisis interna del PC fue reducida. Varios de sus integrantes eran ex militantes desde hacía años y habían perdido la conexión con la militancia cotidiana. De hecho, el que algunos adherentes pertenecieran a otras orgánicas partidarias les hacía perder legitimidad en sus afanes de respaldar la transformación («renovación» en su lenguaje) del partido. Además, ninguno de ellos había sido dirigente nacional de la organización, por lo que poseían un débil capital político que los legitimara a los ojos de la militancia. En el fondo, para muchos militantes, el Grupo Manifiesto aparecía como una corriente de «ex» que, en la práctica, estaba invitándolos a terminar con el PC. Así, los «desencantados» estuvieron lejos de ser la corriente principal que protagonizara la crisis.

Por su parte, la familia de los «desplazados» se constituyó, a su vez, en distintos subgrupos, lo que ratifica la complejidad y variedad de sensibilidades existentes dentro de la militancia comunista. Con todo, los «desplazados» se caracterizaron por enfocar sus planteamientos claramente hacia el interior del partido, para así intentar imponer sus visiones político-ideológicas. A diferencia de los «desencantados», tuvieron voluntad de poder para enfrentarse a la dirección del partido. Solo hacia el cierre de la crisis, cuando el enfrentamiento se había vuelto irreversible, abandonaron la organización. En ese marco, la diáspora fue total, pues cada militante siguió rumbos diversos, desde ingresar a los partidos de izquierda de la Concertación, pasando por crear nuevas orgánicas, hasta ser parte de la génesis de organizaciones ambientalistas y de minorías sexuales. Por cierto, un porcentaje indeterminado, pero a todas luces significativo, simplemente dejó el activismo político y social.

Un sector de los «desplazados» que irrumpió con fuerza contra las opiniones de la Comisión Política del PC, fue el encabezado por Luis Guastavino y Antonio Leal. A lo largo de 1990, este núcleo de disidentes articuló cuatro ideas fundamentales: que la dirección del partido era antidemocrática, pues impedía el libre debate de las ideas; que la crisis del comunismo exigía abandonar la matriz ideológica y orgánica del «leninismo» entendida en clave estalinista; que había que apoyar sin vacilaciones al gobierno del presidente Aylwin y buscar el ingreso al conglomerado de gobierno; y, por último, que la Política de Rebelión Popular había sido errada y que la dirección no comprendió el cambio político de 1986, provocando el aislamiento político de los comunistas producto de la irresponsabilidad política de una dirección tildada de «militarista»100.

El capital político de Luis Guastavino residía en que formaba parte del Comité Central del Partido desde antes del golpe de Estado de 1973. En esa época, había sido diputado por varios períodos por la ciudad de Valparaíso, una de las más importantes del país. En 1987 había ingresado clandestinamente a Chile, lo que acrecentó su prestigio en la militancia. En 1989 fue candidato a senador por Valparaíso, destacando en los debates televisivos y obteniendo una votación apreciable. Disidente de primera hora de la política insurreccionalista del PC durante los años ochenta, en el XV Congreso del partido realizado en 1989 no resultó reelecto como miembro del Comité Central. Esto consagró su definitiva marginación de los espacios de poder intrapartidario y, seguramente, lo hizo decidir hacer públicas sus posturas divergentes. En el caso de Antonio Leal, varios años más joven que Guastavino, forjó su influencia política en torno a su capacidad intelectual, pues nunca fue parte del Comité Central del partido ni tampoco era una figura portadora de un capital simbólico significativo, a diferencia de lo que ocurría con el ex diputado. Sus numerosos artículos de prensa sobre la coyuntura internacional del socialismo real y sus reflexiones teóricas sobre el marxismo, Gramsci y la filosofía, le permitieron ser protagonista de la crisis101. Electo presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Concepción en 1971, fue el primer comunista en liderar un reducto tradicionalmente hegemonizado por el MIR. Por este motivo, Leal contaba con un largo historial de enfrentamiento con los sectores ubicados a la izquierda del PC. Al igual que Guastavino, sintonizó con las posiciones opuestas a la perspectiva insurreccional del PC. Junto a numerosos dirigentes de las Juventudes Comunistas en el exilio, fue un fuerte crítico de la realidad de los «socialismos reales». Pero a diferencia de otros dirigentes de las JJCC de su generación, como Ernesto Ottone, Alberto Ríos y Alejandro Rojas, optó por permanecer en el partido durante la década de 1980102. En el momento de la crisis, no era dirigente nacional del partido, reduciéndose sus responsabilidades a ser integrante de la Comisión Nacional de Relaciones Internacionales del PC.

La fuerza expansiva que tuvo el sector de los «desplazados» encabezado por Guastavino y Leal radicó en que su exigencia –de mayor democracia interna en el partido y de respaldo al nuevo gobierno– impactó positivamente sobre el sentido común partidario. Además, ayudaron a legitimar sus demandas la situación internacional, que, para un sector de los militantes, sustentaba sus planteamientos sobre la necesidad de «revisar a fondo» los fundamentos de la organización. Así, lograron sumar sectores que habían compartido las tesis de la Rebelión Popular, pero que, en la coyuntura de 1990, sentían que efectivamente la dirección del partido no entendía la profundidad del cambio político que el país y el mundo vivían. Esto se simbolizó en la figura de Fanny Pollarolo, integrante del Comité Central y conocida dirigente pública del PC durante la dictadura, quien apoyó abiertamente a Guastavino y Leal en el momento más álgido de la crisis103.

El impacto de las críticas de este sector disidente se vio favorecido por la amplia cobertura que la prensa les dio a sus líderes. La novedosa existencia de una crisis pública en una organización conocida por la disciplina de sus integrantes, unido a la importancia histórica que el PC había jugado en el pasado reciente del país, hizo que la crisis comunista recibiera gran atención mediática. La voz de los disidentes contra la Comisión Política era ampliamente acogida incluso en medios de derecha. Sin duda que este fue un factor que externamente creó una opinión pública muy favorable para los disidentes, que aparecían victimizados ante una supuesta brutal incapacidad de la dirigencia para escuchar opiniones distintas. Sin embargo, queda planteada la duda sobre cómo esta situación habrá sido recibida por el conjunto de la militancia comunista. Por un lado, ciertamente un sector simpatizó con ellos, pero es muy factible que otro no apoyara el estilo de ventilar en público las discrepancias, lo que era amplificado por El Mercurio, La Tercera y otros medios regionales férreamente partidarios de la dictadura.

Con todo, ratificando que el «desplazamiento» de los órganos de dirección del partido de este sector había ocurrido en 1989 al fragor del XV Congreso, tuvieron escaso éxito en sumar a otros dirigentes del Comité Central a sus posiciones. La inmensa mayoría de sus integrantes apoyó la posición de la Comisión Política compuesta por Volodia Teitelboim, Gladys Marín, Manuel Cantero, Oscar Azócar, Lautaro Carmona y Jorge Insunza, entre los más conocidos. Esto, a la larga, quitó a este grupo parte de su poder de influencia dentro de la colectividad, porque los dirigentes electos en el XV Congreso eran mayoritariamente los que habían dirigido al partido en la clandestinidad y por lo tanto tenían una amplia legitimidad en la base militante y estructuras intermedias104. Probablemente por este motivo, la disidencia no logró dividir a la organización, unido a que para Guastavino y Leal la magnitud de la crisis del comunismo era tan grande, que hacia fines de 1990 no estaban de acuerdo con crear otro partido comunista. Además, como lo recalcaba Leal, intentos de este tipo habían fracasado, como en el caso del Partido Comunista de España. En todo caso, el sector de Guastavino y Leal contó con importante apoyo en algunas regiones, como fue el caso de Valparaíso, en donde la disidencia fue encabezada por el exalcalde de Valparaíso Sergio Vuskovic Rojo105.

 

El otro sector de los «desplazados» fue un grupo de militantes que mayoritariamente se concentraron en el Centro de Investigaciones Sociales y Políticas (CISPO). Este era una institución creada por la dirección del PC y que reunió a un potente grupo de intelectuales comunistas. Su director, el sociólogo Manuel Fernando Contreras Ortega, se convirtió en el líder de este segundo grupo de la familia de los «desplazados». Durante la crisis, este sector recibió el nombre de «renovadores», producto de su respaldo a una radical «renovación» de los planteamientos teóricos y políticos del partido. Plantearon una definición muy precisa de lo que esta significaba. En una intervención de Contreras realizada en enero de 1990, cuando todavía era integrante del Comité Central y director del CISPO, la «renovación comunista» fue definida en torno a cuatro ejes fundamentales. Primero, una renovación de la política, que implicaría dejar atrás el supuesto reformismo comunista, expresado en la derrota de la Unidad Popular por no haber abordado en su totalidad el problema del poder: la necesidad de la construcción de una hegemonía popular respaldada por millones de personas. Segundo, se debía renovar la idea de socialismo para Chile, pues el «socialismo real» se había demostrado como una dictadura. Por lo tanto, el desafío era construir un ideario de socialismo de acuerdo a la tradición democrática del pueblo chileno. Tercero, la renovación también se refería al concepto de partido, el que debía recuperar, se decía, su calidad de intelectual colectivo, en base a la discusión y amplia democracia interna. En cuarto y último lugar, la renovación también incluía a la teoría, en el sentido de que el marxismo no debía concebirse como una doctrina acabada, sino como unos planteamientos en permanente desarrollo en base a la conexión con el movimiento real de la lucha de clases. Es decir, el debate, el cuestionamiento y la polémica debían ser la base cómo el intelectual colectivo tenía que construir la hegemonía en el movimiento popular chileno106. Meses más tarde, tras la renuncia de Contreras al Comité Central y la polarización del enfrentamiento con la dirección, estos planteamientos se radicalizaron. En agosto de 1990, Contreras planteó la necesidad de refundar el Partido Comunista, para de esta manera abandonar las nociones ligadas al comunismo internacional y dar paso a una «nueva izquierda». En la práctica, se proponía dar por superado al PC creando una nueva orgánica de izquierda, ajustada a los nuevos tiempos107.

Los «renovadores» se diferenciaron del sector de Guastavino y Leal por una consideración fundamental: en el pasado, habían sido entusiastas partidarios de la Política de Rebelión Popular. Incluso, algunos de ellos habían participado en las discusiones que colaboraron en darle forma y la consideraban la primera piedra del proceso de renovación del PC. Es decir, durante gran parte de la década de 1980, habían respaldado al Equipo de Dirección Interior encabezado por Gladys Marín, el que no por casualidad había promovido la creación de Diagnos y luego el CISPO, entes de elaboración política y teórica avalada por la dirección del partido, ambos encabezados por Contreras. Esto se ratificó con la incorporación al Comité Central durante el XV Congreso de Contreras, del historiador Augusto Samaniego y el economista Leonardo Navarro, los dos últimos también pertenecientes a los «renovadores»108. Sin embargo, a fines de 1989 comenzaron a hacer públicas sus diferencias con la dirección del partido, gatillada por el análisis de los resultados electorales obtenidos por el PC. Según los «renovadores», a contrapelo del exitismo oficial, estos habían sido magros y revelaban la urgente necesidad de profundizar el proceso de renovación de la concepción de la política, el socialismo y el partido109. De esta manera, mientras que Guastavino fundamentó su disidencia sobre la base de lo que consideraba los errores de la Política de Rebelión Popular, los «renovadores» la catalogaban como el inicio de la necesaria renovación del partido. Es decir, la unidad al interior de la familia de los desplazados inicialmente no se originó por tesis políticas compartidas, sino que por el consenso coyuntural sobre la necesidad de abrir la discusión dentro de la organización. La exigencia de mayor democracia interna unió a dos sensibilidades de opinión opuestas dentro del PC. Además, hacia el clímax de la crisis (segundo semestre de 1990), los renovadores coincidieron con el grupo de Guastavino y Leal, respecto a que, dado el cuadro político, no quedaba otra alternativa que colaborar con el éxito del gobierno de Patricio Aylwin, sumándose a la Concertación de Partidos por la Democracia. Así, descartaban las posturas más críticas de la dirección del PC, que enfatizaban en el continuismo en democracia del legado de la dictadura y la timorata actitud del gobierno para enfrentar su desmontaje.

Para sopesar la influencia de los «renovadores» entre la militancia comunista, es necesario tener presente algunos elementos. Primero, que Contreras fue durante gran parte de la década de 1980 un cercano al círculo de influencias del EDI. Tanto por su elaboración política como por el tipo de responsabilidades que asumió, tuvo un papel significativo en el desarrollo de la Política de Rebelión Popular110. Así, su condición de miembro suplente del Comité Central desde 1985 (titular desde 1989) les dio una legitimidad oficial a sus planteamientos. Además, su labor como director del CISPO le dio la posibilidad de conectarse con el aparato partidario, que estaba deseoso de escuchar lo que se consideraba era la «elaboración oficial» del partido frente a la crisis del socialismo. De esta manera, por lo menos hasta mediados de 1989, sus textos y los del CISPO contaban con la anuencia de la dirección del partido y tuvieron amplia circulación al interior de este111. En segundo lugar, los «renovadores» contaban con un grupo de militantes de gran peso teórico y político, que permitían que los planteamientos de Contreras aparecieran como el del primus inter pares de una sensibilidad de opinión mucho más amplia. El historiador Augusto Samaniego, considerado el otro cabecilla de los «renovadores», también contaba con un capital político importante ante la militancia. Director del Instituto de Ciencias Alejandro Lipschutz y miembro del Comité Central luego del XV Congreso, publicó importantes textos en medios oficiales (bajo el logo ICAL y CISPO), que también les otorgó peso político específico a sus planteamientos. Otros intelectuales comunistas que desarrollaron líneas teóricas y políticas en función de la «renovación» del partido fueron Álvaro Palacios, Emilio Gautier, Orel Viciani y Raúl Oliva, entre otros112. De esta manera, por lo menos durante un período de tiempo (probablemente hasta fines de 1989), parte importante de los planteamientos de los «renovadores» fluyó libremente entre la militancia, considerada como la «opinión del partido».

De esta forma, luego de oficializadas el 10 de agosto de 1990 las sanciones a Luis Guastavino, Antonio Leal, Alejandro Valenzuela y Leonardo Navarro, se produjo la unificación de los «desplazados», expresada en cartas de solidaridad y actividades sociales y de discusión políticas conjuntas. A partir de agosto y hasta fines de diciembre, se sucedieron las renuncias al partido. De acuerdo a un informe interno del PC, fuera de Santiago, las zonas de mayor influencia de la disidencia eran Valparaíso (liderados por Sergio Vuskovic y Alejandro Valenzuela, junto a numerosos dirigentes sociales), Concepción (especialmente la estructura regional de la Jota) y Talca (cinco integrantes del Comité Regional). Además, el impacto en la estructura nacional de la Jota fue muy considerable, luego de la mencionada renuncia a la organización del 40% de su Comité Central y otras entre los militantes de la Jota de la Universidad Católica (16 militantes) y la Universidad de Santiago de Chile, entre otras situaciones113.

Con todo, la diáspora de la disidencia se caracterizó por su diversidad. Por un lado, los «desencantados» optaron tempranamente por entrar a militar a los partidos de izquierda de la Concertación. Así renunciaban expresamente tanto a crear un nuevo PC como a «refundar» la izquierda. Seguían el camino que varios ex comunistas habían iniciado durante el segundo lustro de 1980. Así, el 8 de agosto de 1990, los integrantes del Grupo Manifiesto, Antonio Ostornol, Alfredo Riquelme y Hugo Rivas, comunicaban su ingreso al Partido Socialista. Según el primero de ellos, los otros casi 50 integrantes de esta «corriente» le darían continuidad al grupo, aunque no se descartaban nuevos ingresos al PS114. A principios de 1991, el Grupo Manifiesto formalmente desapareció. Por otra parte, en diciembre de 1990, una veintena de ex militantes comunistas, encabezados por el ex dirigente público del PC Patricio Hales, comunicaban su ingreso al Partido Por la Democracia. Al igual que en el caso anterior, ninguno de ellos había sido dirigente nacional o tenía ascendencia sobre la militancia, salvo tal vez Hales115.

Por su parte, los «desplazados», encabezados por Guastavino, Leal, Pollarolo y Contreras, optaron por el camino de la «refundación» de la izquierda por medio de la creación de un instrumento político denominado Asamblea de Renovación de los Comunistas (ARCO). En su primera declaración pública, firmada por casi 70 adherentes, se planteaba que el objetivo del grupo era «iniciar un proceso de convergencias con los demás componentes de la izquierda… destinados a crear el diálogo, la acción común y la unidad de todos ellos para fortalecer el proceso democrático, para elaborar… una nueva idea de sociedad… Para ello ARCO mismo es una denominación superable»116. Es decir, esta entidad surgió como espacio político pasajero, para debatir cuál sería la mejor alternativa futura para el capital político que poseían los «desplazados».

La breve historia de ARCO tuvo sus complejidades. La primera fue que surgió cuando, formalmente, sus integrantes todavía pertenecían al Partido Comunista. Esto decantó recién en el mes de diciembre de 1990, cuando la mayoría de ellos renunció a la militancia en el partido. Una vez resuelta su salida de la colectividad de la hoz y el martillo, el debate dentro de ARCO lo sintetizó Antonio Leal, el más activo en cuanto a elaboración teórica y política durante la existencia de la organización. De acuerdo a su perspectiva, existían tres posibilidades para el ARCO: primero, formar un partido comunista democrático, alternativo al existente, opción que Leal descartaba de plano porque el comunismo «ha perdido toda atracción en el ámbito de la sociedad chilena». La segunda posibilidad era, decía Leal, ingresar de inmediato al PPD o al PS. El defecto de esta opción era que «anula nuestro rol renovador e impide que podamos construir, a partir de nuestra rica experiencia…. una identidad diversa... de alguna manera esta alternativa mantendría el bloqueo actual de la izquierda». Por último, la posición de Leal era la de colaborar con la «refundación» de la izquierda chilena, creando una nueva organización117.

Cada una de las alternativas que planteaba Leal tenía partidarios dentro del ARCO. En lo que existía consenso, eso sí, era que resultaba imprescindible hacerse parte de la coalición de partidos que apoyaba al gobierno. Por lo tanto, la cuestión a debatir era desde qué espacio político se debía ejecutar esta decisión. A poco andar, el sector de los «renovadores» se decantó por ingresar al Partido Socialista. Así, en el mes de abril de 1991, justo antes de la realización de la Asamblea Nacional del ARCO, que resolvería la creación de una nueva orgánica y la superación de la denominación «co» (comunista), Manuel Fernando Contreras, Augusto Samaniego, Raúl Oliva y Orel Viciani ingresaron al Partido Socialista. De esta manera, quedó en manos de Fanny Pollarolo, Antonio Leal y Luis Guastavino el intento de encabezar un proceso de renovación de la izquierda chilena creando un nuevo referente.

 

El 25 y 26 de mayo de 1991 se realizó la primera (y última) asamblea nacional del ARCO, que definió cambiar su nombre al de Participación Democrática de Izquierda (PDI), copiando la sigla que usaba el PC italiano luego de su cambio de nombre. Se realizó una elección universal de sus dirigentes, en la que Pollarolo, Guastavino y Leal fueron las tres primeras mayorías. Durante el evento, Alejandro Valenzuela, uno de los disidentes con mayor visibilidad durante la crisis del año anterior, planteó que el ARCO y la nueva entidad que se crearía constituirían un espacio político muy reducido. Por este motivo, él se integraría al PPD. Sin, embargo, la mayoría de los partícipes en la asamblea se sumó a la nueva organización118. Meses más tarde, en agosto de 1991, el PDI publicaba sus «primeras tesis políticas, culturales y programáticas». Estas reiteraban la necesidad de superar los paradigmas históricos de la izquierda en el siglo XX, especialmente «el reduccionismo de clase», la perspectiva del socialismo en clave leninista, el ultraizquierdismo y el militarismo. También se hacían propuestas tales como cambiar la Constitución de 1980, reformar el sistema de salud, reducir el gasto militar y promover la defensa de los derechos humanos119.

El PDI logró sobrevivir hasta mediados de la década de 1990. Inclusive tuvo un resonante éxito electoral cuando en las elecciones parlamentarias de 1993, Fanny Pollarolo fue electa diputada por Calama con un alto apoyo popular. Sin embargo, la novel organización no consiguió convertirse en un centro de atracción para los militantes del PC, pues no se registró ninguna incorporación resonante de nuevos militantes venidos de esta colectividad. Por su parte, en el contexto de la consolidación de los partidos de gobierno, comenzó a quedar en claro que no existía un espacio para un tercer partido de izquierda en la Concertación. El PPD y el PS aparecían como las fuerzas hegemónicas de este sector, aglutinados en torno al liderazgo de Ricardo Lagos Escobar. Aunque el PDI había sido –ahora como «Partido Democrático de Izquierda»– aceptado en el conglomerado de gobierno, tenía escasas posibilidades de negociar cupos competitivos para las elecciones parlamentarias y municipales. Además, dada su reducida influencia, sus líderes tenían pocas posibilidades de escalar en puestos políticos importantes dentro del aparato estatal. Estos aspectos se conjugaron en 1994 con el fracasado intento de reunir las firmas exigidas por la ley para constituirse como partido político legal. Esto significó la defunción de la colectividad120.

El PDI, última expresión orgánica de la disidencia comunista, desapareció porque no logró penetrar en los nichos sociales donde el PC era fuerte. Ni en el movimiento sindical ni estudiantil pudo proyectar dirigentes sociales capaces de plasmar las ideas «refundacionales» que se debatieron con pasión durante la crisis de 1990. Por el contrario, al igual como le ocurrió al resto de los partidos oficialistas, que comenzaron a ser desalojados de las organizaciones sociales a mediados de la década de 1990, el PDI no tuvo la capacidad de convertirse en una fuerza socio-política conectada con las reivindicaciones sociales. Esto lo convirtió en una organización superestructural, con escasa militancia y mínima influencia en el gobierno. En 1994, la disolución, más que una opción, como había sido en 1991 durante la asamblea nacional del ARCO, fue el único camino posible.

Con el fin de la crisis de 1990, ¿cuál fue el legado que esta dejó en el PC? Por un lado, algunas de las críticas de la disidencia, que habían sido reconocidas como válidas por parte de la dirección, se volvieron nuevos sentidos comunes partidarios. Cuestiones centrales, como la necesidad de mayor democracia interna, terminar con el «orden y mando» del período clandestino, la necesidad de repensar los referentes internacionales, de recuperar la historia nacional y cuestionarse materias relativas a la teoría, quedaron establecidas como aspectos necesarios por abordar. En este sentido, los planteamientos de los «renovadores» fueron los que ejercieron mayor influencia, porque elaboraron una serie de propuestas sobre estos tópicos y, como decíamos, contaron durante un tiempo con el respaldo de la dirección del partido. Por ello, la fuerza expansiva de sus críticas tuvo un alcance importante en la reformulación de los imaginarios políticos y culturales del Partido Comunista. A lo largo de la década, lenta y progresivamente se pudo apreciar la evolución de estos.

Por otra parte, luego de esta crisis, la tesis de apoyar a los gobiernos de la Concertación e incorporarse a dicho conglomerado de partidos quedó descartada para el PC. Es más, el imaginario partidario de los noventa se construyó en base a ser opositor a la Concertación, aunque con aproximaciones a ésta, lo que se convirtió en una cuestión muy controvertida para los militantes. En este sentido, la crisis de 1990 consolidó la idea de construir un amplio frente político antineoliberal, que desmontara el legado jurídico-político y económico heredado de la dictadura de Pinochet. Era la tesis de la «tercera fuerza» (distinta a la derecha y la Concertación), que se desplegó a lo largo de toda la década de 1990.

Por último, uno de los principales costos que tuvo para el PC la crisis de 1990, radicó en el impacto que tuvo en la militancia de base. Al respecto, no existen estadísticas sobre el número de personas que dejaron la organización. ARCO y después el PDI no lograron reunir mucho más allá de 150 integrantes en su mejor época. Es muy claro que no fue el espacio preferencial hacia donde se canalizaron los ex militantes comunistas. En el PPD y el PS se alojaron varios automarginados del PC, pero tampoco alcanzaron a convertirse en cifras significativas. Como se ha dicho, algunos ex militantes se vincularon a las temáticas medioambientales y de las minorías sexuales, pero tampoco fue la tónica. Por lo tanto, probablemente, la mayor parte de los y las comunistas que dejaron la colectividad en 1990 se alejaron de la actividad política contingente, reiniciando una nueva vida lejos de la militancia, junto a los primeros pasos de la recién recuperada democracia chilena.

85 Una versión con otra perspectiva analítica de este capítulo en Rolando Álvarez Vallejos, «¿Herejes y renegados?: La diáspora de la disidencia comunista chilena (1989-1994)», Historia 396, vol. 7, N°2, jul-dic. 2017, p. 335-368.

86 Ver carta de Mauricio Redolés «Renovación para la revolución» (mecanografiada) y su intervención en seminario de la disidencia, en «La crisis del Partido Comunista. Una reflexión necesaria», Segunda reflexión, p. 71.

87 Esta pugna ha sido abordada, entre otros, por Andrew Barnard, El Partido Comunista de Chile 1922-1947, Ariadna Ediciones, 2017; Olga Ulianova/Alfredo Riquelme, Chile en los archivos soviéticos 1922-1991. Tomo 1: Komintern y Chile 1922-1931, LOM ediciones, USACH, DIBAM, 2005. Además, Sergio Grez, Historia del comunismo. La era de Recabarren (1912-1924), LOM ediciones, 2011, y Ximena Urtubia, Hegemonía y cultura política en el Partido Comunista de Chile: la transformación del militante tradicional, 1924-1933, Ariadna Universitaria, 2016, y Rolando Álvarez, «El Partido Comunista de Chile en la década de 1930: Entre «clase contra clase» y el Frente Popular», Pacarina del Sur [En línea], año 8, núm. 31, abril-junio, 2017.