Hijas e hijos de la Rebelión. Una historia política y social del Partido Comunista de Chile en postdictadura (1990-2000)

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Entre los militantes que finalmente optaron por seguir integrando la organización, hubo un temprano consenso sobre lo que significaba la «renovación»: buscar nuevas definiciones ideológicas y estrategias políticas para sustituir al capitalismo. En efecto, el límite de los cambios entre el sector mayoritario de la dirección del PC se basó en mantener este horizonte utópico49. De esta manera, a lo largo de 1990, el PC fue elaborando los principales contenidos de su particular visión de los cambios que permitirían la continuidad de la lucha de los comunistas en Chile. Volodia Teitelboim, secretario general de la organización, fue uno de los principales articuladores de esta fórmula. En una ponencia realizada a comienzos de año en una «escuela» del partido, sintetizó sus principales contenidos: la «nacionalización» del acervo político y cultural del PC; la opción por un socialismo democrático y un concepto de democracia «a secas» y el anticapitalismo50.

Respecto a lo primero, la Conferencia Nacional de 1990 decidió dar pie a un proceso que culminaría en 1994: reescribir la historia partidaria. En efecto, la dirección comunista promovió el cambio de fecha de fundación de la organización del 2 de enero de 1922, al 4 de junio de 1912. En esta última fecha, Luis Emilio Recabarren había fundado en la ciudad de Iquique el Partido Obrero Socialista. Este, diez años más tarde, modificó su nombre para ser aceptado en la Internacional Comunista. Con este gesto, los comunistas buscaban ratificar su origen íntegramente nacional, independiente del estallido de la Revolución Rusa, ocurrida recién en 191751. Respecto al socialismo democrático y la democracia, Teitelboim exponía que esto significaba que sus planteamientos se concretarían «a través de un veredicto mayoritario». Además, señalaba el líder del PC, «yo no llamaría a la democracia a la cual aspiramos ‘democracia socialista’, porque creo que ya basta de apellidos. Por eso prefiero la redundancia ‘democracia democrática’ o ‘democracia’ a secas»52. Por último, la perspectiva o punto de llegada del accionar comunista debía ser la sustitución del capitalismo, ante el cual la dirigencia comunista se negaba a hacer concesiones, a pesar del colapso del socialismo.

Además, dos aspectos cruciales del antiguo credo comunista entraban al debate: el concepto de «dictadura del proletariado» y el de «centralismo democrático». Respecto al primero, en enero de 1990, en sendos discursos públicos, los dos principales dirigentes de la organización, Volodia Teitelboim y Gladys Marín, habían señalado la conveniencia de abandonarlo53. Según algunas visiones, esta definición sería tan solo «retórica», pues no iba acompañada de una concepción democrática de acceso al poder y de cambio social54. Por el contrario, se afirma que la visión de la dirigencia comunista estaba, supuestamente, asociada a formulaciones «leninistas» de «asalto al poder», es decir, estrategias ajenas a las normas y reglas de la democracia. Sin embargo, este planteamiento no da cuenta de algunos aspectos: primero, que dicha categoría no volvió a ser empleada en el lenguaje político de los comunistas chilenos, y segundo, que otras reflexiones de ese período enfatizaban el compromiso del PC con el sistema democrático. Por ejemplo, José Cademártori, uno de los principales intelectuales orgánicos de la dirección del PC y ex ministro de Economía de Salvador Allende, adelantaba algunos de los conceptos del nuevo «Proyecto de Programa» del partido. La invitación era buscar «un nuevo camino al socialismo» en base a un guion preliminar que contenía tres títulos: los comunistas y los valores que defienden; el Chile socialista del mañana y democratización de Chile y camino al socialismo. Resaltaban, entre los titulares de cada tema, el compromiso con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la Unidad Popular como vía al socialismo, conformación de una nueva mayoría nacional popular hacia la democracia, entre otras55. Ciertamente, a nivel de la militancia de base, que había luchado a favor de Salvador Allende y contra la dictadura militar, estos eran los conceptos que daban sentido a su quehacer. Por ello, si se aceptara que estas declaraciones tenían un carácter «meramente instrumental», al mismo tiempo habría que decir que su recepción en la militancia comunista se tradujo en un quehacer práctico asociado a la democratización y reorganización de los movimientos sociales. Durante toda la década de 1990, la militancia comunista no propugnó la imposición en las organizaciones sociales de consignas tales como «dictadura del proletariado» o «destrucción del Estado burgués», «asalto al poder», «derrocamiento de la burguesía» u otras típicamente de origen leninista.

El otro aspecto polémico era la organización interna del partido, basada en la concepción del centralismo democrático. Como se sabe, esta fórmula implicaba la elección indirecta de los dirigentes nacionales y el acatamiento riguroso de las posiciones de la mayoría por parte de la minoría, evitando la conformación de corrientes de opinión organizadas al interior del partido. En la práctica, se convierte en una poderosa herramienta que asegura por largo tiempo el control del partido «desde arriba»56. Este aspecto, como era de esperar, fue defendido celosamente por la dirección comunista y fue uno de los más criticados por la disidencia. Esta proponía una democratización interna radical de la organización, con elecciones universales de los dirigentes y posibilidad de destituirlos por decisión de las bases57.

En todo caso, la dirección del PC se esforzó por separar aguas entre la defensa del «centralismo democrático» y la crítica al estalinismo. En ese momento, esta denominación fue utilizada sistemáticamente para definir la conducta de la dirección ante la disidencia. En esos años, se convirtió en el peor de los insultos, porque se empleó como sinónimo de antidemocrático. En una etapa histórica en que Chile retornaba a la democracia y se comenzaba a dejar atrás años de prácticas autoritarias, se convirtió en una potente herramienta descalificatoria. Como veremos, fue la principal acusación que la disidencia lanzó contra la dirección del partido. En todo caso, desde mediados de 1980, cuando Mijaíl Gorbachov asumió como jefe de Estado en la Unión Soviética, el PC chileno se declaró un entusiasta seguidor de los nuevos aires que la perestroika estaba llevando a dicho país. Según reconocía Volodia Teitelboim, el estalinismo «influyó en diversos aspectos de nuestra actuación, en hábitos, códigos de conducta, métodos de análisis, en el lenguaje», pero «no afectó decisivamente nuestra práctica dentro de Chile… nutrida por un vínculo muy vivo y directo con los trabajadores y el pueblo»58. Por eso, una de las principales consignas repetidas por los integrantes de la dirección del PC, era la necesidad de abandonar los modelos y «pensar con cabeza propia». La principal defensa al respecto, era que el PC chileno, durante su extensa trayectoria, se había guiado por su propia experiencia, dejando de lado (en la práctica) buena parte de los dogmas del modelo soviético. Jorge Insunza, destacado integrante de la dirección comunista, recalcaba en 1990 que, en Chile, los comunistas habían renunciado a la idea de construir el socialismo en base a un partido único y siempre reconocieron la importancia del pluripartidismo y el respeto a la oposición (como lo habían hecho el PC francés y el italiano). Más tarde, los comunistas chilenos colaboraron decisivamente en la construcción del proyecto de la Unidad Popular, en donde no se planteó la estatización de toda la economía. El pecado ideológico de los comunistas, según Insunza, fue que «nos negábamos inconscientemente a reflexionar de una manera crítica sobre determinadas formulaciones elevadas a la calidad de principios absolutos… por ejemplo, nos resistíamos a cuestionarnos sobre el problema de la ‘dictadura del proletariado’… buscábamos hacer coincidir esa concepción y, más que ella, su concreción en los países socialistas, con nuestras convicciones íntimas en cuanto a la democracia como condición indispensable de desarrollo de una sociedad nueva….»59. Por este motivo, Insunza coincidía con lo señalado por Gladys Marín en un histórico discurso a comienzos de 1990, que marcó, en los hechos, el fin de dieciséis años y medio de clandestinidad del PC. En este, la líder comunista había afirmado que: «…la gran lección [que hemos tenido] ante la crisis en el socialismo… [es] pensar por nosotros mismos… Es un modelo del socialismo el que ha hecho crisis, no es crisis del marxismo o del leninismo»60.

Por último, una cuestión que quedó abierta en el debate del año 1990, fue el empleo del concepto «marxismo-leninismo». Ampliamente utilizado entre los militantes de base, la mayoría formados con los manuales provenientes de la Unión Soviética, no era una tarea fácil desprenderse de esta categoría. Un punto concedido por la dirección del PC a la disidencia fue reconocer que había sido acuñado por Stalin, por lo tanto, seguir utilizándolo significaría no desprenderse del legado del dictador georgiano. Como hemos visto, el llamado a «pensar con cabeza propia» requería entregar algunas señales concretas al respecto. De esta manera, en las resoluciones de la Conferencia Nacional de junio, evento interno de mayor importancia del año, se ideó una solución intermedia. Se eliminó de la jerga oficial la palabra «marxismo-leninismo», sustituyéndola por la fórmula de que el partido se regía por los aportes de Marx, Engels y Lenin, sumándole «otros pensadores» de raigambre latinoamericana y chilena: Simón Bolívar, José Carlos Mariátegui, Bernardo O’Higgins, José Martí, Luis Emilio Recabarren, César Augusto Sandino y Salvador Allende61. De esta forma, se zanjó provisionalmente el tema, no obstante a nivel de base, la militancia seguiría utilizando la nomenclatura «marxismo-leninismo». En realidad, la dirección del PC se mostró pragmática: por un lado, extirpó esta noción de los documentos oficiales, pero tampoco se condenó su utilización de manera expresa. Esa ambigüedad dejaba tranquila a la militancia más tradicional, pero su desaparición del lenguaje oficial ratificaba la versión sobre el alejamiento del PC chileno de las nociones de raíz estalinista. Con todo, el vuelco a lo nacional y latinoamericano en la que se traducía la noción de «pensar con cabeza propia», fue una vertiente muy importante para tonificar el imaginario político de los comunistas chilenos. Así, se iniciaba el lento tránsito del PC desde su acentuado pro-sovietismo hacia un renovado latinoamericanismo62.

 

En este contexto, y como ya decíamos, los acontecimientos internacionales tuvieron gran impacto en el quehacer de los comunistas chilenos. Como lo ratifican numerosos documentos y declaraciones, el PC chileno respaldó desde un comienzo la perestroika en la Unión Soviética. La argumentación seguía de cerca los planteamientos oficiales de Gorbachov, en el sentido de reivindicar la necesidad de avanzar hacia una democracia socialista, porque a pesar de las denuncias contra el estalinismo en el XX Congreso del PCUS, se habrían continuado cometiendo «errores», especialmente hechos de corrupción por la falta de transparencia y control efectivamente democrático de las autoridades. Sin embargo, se decía, esto no implicaba desconocer las bondades y logros del modelo socialista. La superioridad sobre el capitalismo estaba fuera de discusión, por lo que eran necesarias «restructuraciones», «volver a los clásicos» y extirpar verdaderamente el lastre del estalinismo63.

En este sentido, en el imaginario comunista chileno, la Unión Soviética y el campo socialista, a pesar de las evidencias de la profundidad de la crisis que padecían, seguían siendo un referente que permitía sostener la superioridad del ideario marxista sobre el capitalismo. Con todo, los reportajes sobre lo que ocurría en la URSS publicados en la prensa partidaria, reconocían lo agudo de los problemas y la crisis de la sociedad soviética64. Es decir, no hubo un negacionismo absoluto de lo que pasaba en la URSS o solo apelaciones a culpar al «imperialismo» de distorsionar lo que allí estaba ocurriendo. Existió un intento real de reflexión. Probablemente el reconocimiento implícito del fracaso de la experiencia europea del socialismo hizo que los comunistas chilenos se volcaran a recoger la experiencia de América Latina. Al respecto, es necesario tener en cuenta algunas consideraciones históricas. Luego del golpe de Estado, el gobierno cubano sostuvo muy buenas relaciones con los comunistas chilenos. Esto se expresó, entre otras cosas, en el ingreso de militantes comunistas a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba para que se formaran como oficiales de ejército. Posteriormente, parte de este contingente de militantes participó en la guerra revolucionaria en Nicaragua, luego colaboró en la formación del Ejército Sandinista y en la persecución a la «Contra» en dicho país. Asimismo, otros militantes comunistas participaron en la guerra de guerrillas encabezada por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en El Salvador. En este país, los comunistas chilenos tenían muy buenas relaciones con el PC y su líder, Schafik Handal, que formaba parte del FMLN65. Por lo tanto, la cercanía con estas experiencias hizo que la transición de un imaginario pro-soviético, propio de las generaciones anteriores al golpe de 1973, hacia uno latinoamericanista, comenzara a surgir a fines de los setenta y especialmente a lo largo de la década de 1980. Por ello no deben extrañar las referencias a la guerra en El Salvador y la apropiación de la consigna que señalaba que «la lucha del pueblo salvadoreño es parte de nuestra lucha». Algo similar ocurría con el caso de Nicaragua66.

Si el respaldo a Nicaragua y El Salvador pasó a ocupar un espacio en el imaginario comunista, definitivamente Cuba fue la principal referencia que vendría a reemplazar paulatinamente el tradicional internacionalismo de raigambre soviética en el PC chileno. Durante 1990, sus órganos de prensa publicaban in extenso los discursos de Fidel Castro sobre los acontecimientos en el campo socialista. Poco a poco, en la medida que la perestroika parecía destinada al colapso, el PC fue adoptando los puntos de vista de la dirigencia de la Revolución Cubana. En sus discursos, Castro enfatizaba que Cuba seguía un camino propio, distinto al de la perestroika, inspirado por la realidad cubana. Este proceso, conocido como de «rectificación de errores», cerraba toda posibilidad a ideas tales como el pluripartidismo o relativizar el carácter socialista del proceso cubano. Por el contrario, decían los cubanos, independientemente de la crisis de los países «ex socialistas» (como los llamaba Castro), el capitalismo se mostraba incapaz de terminar con la explotación, la pobreza y de construir una sociedad justa. Esto, continuaba señalando el líder cubano, dejaba en claro la vigencia del socialismo en Cuba y el resto del mundo pobre67. En 1990, con ocasión de un nuevo aniversario del Asalto al Cuartel Moncada, Gladys Marín encabezó la delegación del PC a la isla. En medio del contexto internacional hostil, las palabras de Fidel Castro parecían calzar al dedillo con la profunda crisis que vivía el comunismo chileno. Frente al descalabro del socialismo, Castro señalaba: «¿Cuál debe ser la actitud de nuestro partido, de los militantes revolucionarios, de los comunistas, de los patriotas, de los millones de mujeres y hombres de honor? LA DE LUCHAR, LUCHAR, LUCHAR, LA DE RESISTIR, RESISTIR!...»68. La percepción de amenaza y la apelación a la épica y al orgullo partidario en tiempos de crisis, ciertamente conectaron al proceso cubano con la realidad del PC chileno.

Con todo, es importante recalcar que las transformaciones ideológicas y del imaginario político de la militancia comunista fue un proceso lento. Como ha sido señalado por diversos autores, los cambios en estas esferas son, a lo menos, de «mediana duración» y probablemente imperceptibles desde el punto de vista de los análisis coyunturales. No son automáticos los ajustes realizados por los partidos políticos que buscan adaptarse a los factores que presionan por cambiarlos. El ejemplo del PC chileno durante 1990 es un caso extremo de esta premisa. Por este motivo, sostenemos que el Partido Comunista efectivamente estaba viviendo un proceso de profundos cambios en aspectos cruciales de su imaginario. Cuestiones identitarias tan significativas como las ideológicas y los referentes internacionales, siempre fundamentales en el armazón de todo partido comunista, en 1990 comenzaron a experimentar transformaciones. Sin embargo, los factores endógenos y exógenos que los provocaron fueron de tal magnitud, que el objetivo de preservar la organización ante la avalancha de aceleradas transformaciones dejó a los partidarios de la continuidad de la existencia del PC como una expresión radical de arcaísmo político.

Los aspectos culturales: la defensa del orgullo partidario

A comienzos de la década de 1990, la sensación de promesas de cambio no cumplidas, de desengaño ante la vigencia política del ex dictador, de rabia por la supuesta traición de la Concertación a los sueños democráticos, rodearon el ambiente político-cultural de los sectores más críticos al proceso de transición democrática. Predominaba la percepción de continuidad de la dictadura en la nueva democracia chilena. Esto fue interpretado por la militancia comunista y otros sectores críticos como demostración de que no debía ser modificado el relato épico levantado durante la lucha contra la dictadura.

En el caso de los comunistas, la colectividad obtuvo un magro resultado electoral en las elecciones parlamentarias de diciembre de 1989, no pudiendo elegir ningún representante en el parlamento. Si bien algunos de sus militantes alcanzaron muy buenas votaciones, el sistema electoral binominal impidió que fueran electos. Esta modalidad privilegiaba a las dos listas más votadas, descartando la proporcionalidad. Esto permitía que resultaran electos candidatos con menor votación que otros, pero perteneciente a una de las dos listas con mayor cantidad de sufragios. Por este motivo, si el sistema hubiese sido proporcional –como lo era hasta el golpe de Estado de 1973– el PC hubiera elegido como diputados a Fanny Pollarolo, Jorge Insunza, Eduardo Morales y Manuel Riesco69.

Por este motivo, la dirección de partido no titubeó en considerar que la organización había sido objeto de «un fraude colosal». Al aislar la votación de sus candidatos (no presentó en todo el país), la dirección sacaba cuentas alegres, afirmando que sus candidatos habían obtenido un 15,8% de los votos, «que se parece bastante a votaciones anteriores», lo que se consideraba un gran logro70. Así, manipulando las cifras, la dirección del PC se negaba a reconocer los desmoralizantes resultados, pues una de las organizaciones que desde primera hora se había comprometido por la recuperación de la democracia quedaría fuera del parlamento. Espacio natural donde antaño el PC había tenido una gran presencia, su marginación de la vida parlamentaria fue uno de los principales símbolos de lo que pasó a denominarse durante la década de los noventa como el «aislamiento político» de los comunistas chilenos. Por su parte, la evidente autocomplacencia del análisis de los resultados electorales realizado por la dirección del PC fue uno de los gatilladores de la crisis interna de la organización. Fue utilizado por la disidencia para acusar a la dirección de ceguera política e incapacidad de comprender la necesidad de hacer profundas transformaciones democráticas en el partido.

Durante 1990 hubo a lo menos cuatro hechos coyunturales que alentaron los procesos de construcción de la subjetividad militante de los comunistas. Fueron recibidos por los integrantes de la organización en función de ratificar la épica que justificaba la existencia del partido a pesar de la crisis mundial que padecía el comunismo. Los hechos fueron el hallazgo de osamentas de ejecutados políticos en la nortina caleta de Pisagua; las intervenciones de Pinochet en la política contingente; algunos episodios de represión policial y contra la libertad de expresión y el llamado «ejercicio de enlace», protagonizado por el ejército. En el caso de Pisagua, el país se estremeció cuando en el mes de junio fue descubierta una fosa con cuerpos de militantes socialistas y comunistas fusilados durante los primeros años de la dictadura. La macabra fotografía de los restos del dirigente de las Juventudes Comunistas Manuel «Choño» Sanhueza, se convirtió en el símbolo de la atrocidad de las violaciones de los derechos humanos cometidos en dictadura71. En ese momento, las fuerzas armadas y la derecha negaban la existencia de los crímenes, justificándolos o minimizándolos al calificarlos solo de «excesos». La consigna de «verdad y justicia», en medio del negacionismo de la derecha y la cautelosa reacción del gobierno democrático, se convertiría en una de las principales consignas de los comunistas durante la década.

Por otra parte, durante este período, Pinochet tuvo una actitud sistemáticamente deliberante, lo que se manifestaba a través de polémicos discursos improvisados. Uno de los más comentados fue el realizado en el Rotary Club de Santiago, en donde atacó a las fuerzas armadas alemanas por aceptar en sus filas a los homosexuales. Su comportamiento reflejaba la debilidad del nuevo gobierno. Pero en diciembre se alcanzó la máxima tensión con las autoridades democráticas, con un suceso que parecía darles la razón a los agoreros que temían la posibilidad de una regresión democrática encabezada por el exdictador. En un episodio denominado por la prensa como «ejercicio de enlace», Pinochet ordenó el acuartelamiento del ejército como forma de manifestar su tajante rechazo a la investigación sobre un posible fraude cometido por su hijo mayor. Este caso, llamado «los pinocheques», se convirtió en una de las piedras de tope de la relación de Pinochet con la autoridad civil, y en diciembre de 1990 demostró la capacidad que tenía el general para imponerse sobre el estado de derecho. Para los comunistas, estos eventos constituían pruebas concretas que evidenciaban que el país estaba lejos de la democracia plena. Le exigían al gobierno forzar la renuncia de Pinochet, algo que el presidente Aylwin estaba legalmente impedido de hacer, por la gran autonomía que la Constitución de 1980 otorgaba a las ramas castrenses72.

 

Por último, durante el año se registraron episodios represivos que golpearon directamente al PC, lo que también influyó en que el imaginario comunista visualizara fuertes nexos de continuidad entre el período dictatorial y el nuevo escenario democrático. El primero, fue el asesinato a manos de la fuerza policial del joven militante de las Juventudes Comunistas Osmán Yeomans, ocurrido mientras se encontraba haciendo un rayado callejero para conmemorar el 82º natalicio del presidente Allende. La indignación de los comunistas aumentó luego que el alto mando de Carabineros de Chile, institución a la que pertenecían los autores del crimen, se excusara señalando que Yeomans habría estado intentando robar cables del tendido eléctrico. Las similitudes de estas declaraciones con las del tiempo de la dictadura eran notables73. En otro plano, el Colegio de Periodistas informaba en septiembre de 1990 que unos 15 periodistas habían sido requeridos por las Fiscalías Militares desde el retorno de la democracia. Entre ellos, el director del semanario comunista El Siglo y tres de sus reporteros74.

A estas cuestiones coyunturales, se sumaban otros elementos que reforzaban en el imaginario comunista la reivindicación de la lucha armada contra la dictadura en la nueva etapa democrática. Uno de ellos era la situación de los presos políticos, muchos de ellos militantes del Partido Comunista. Durante la campaña electoral, el nuevo gobierno había prometido liberarlos a todos. Sin embargo, una vez en el poder, distinguió entre los llamados «presos de conciencia» con los «presos de sangre», es decir involucrados en la muerte de agentes policiales. Para agilizar su libertad, se crearon leyes especiales y también se utilizó el indulto presidencial, que podía ser empleado discrecionalmente por el presidente Aylwin. La solidaridad con los compañeros y compañeras presas, todos los cuales habían sido sometidos a brutales torturas físicas y psicológicas, fue uno de los aspectos más importantes para reafirmar el compromiso político de un sector significativo de la militancia comunista. La consecuencia, la épica, el sentido de sacrificio y dejarlo todo por «la causa», convertía la demanda por la libertad de los «compañeros presos políticos» en una de las más urgentes de la izquierda que no participaba en el nuevo gobierno democrático. Por su parte, el Partido Comunista se declaró orgulloso por haber organizado la fuga de 49 presos políticos ocurrida el 30 de enero de 1990, pocas semanas antes del término de la dictadura. Este numeroso contingente de presos políticos, gracias a un ingenioso túnel construido durante más de dos años de silencioso trabajo colectivo, logró su libertad sin disparar un tiro75. Por su parte, el compromiso de lograr la liberación de los y las camaradas en prisión por haber desarrollado la línea de la Rebelión Popular del PC durante la dictadura, fue un importante factor para que un amplio sector de la militancia comunista rechazara la disidencia dentro del partido. Identificada con el acercamiento a la coalición de gobierno y con los críticos a la implementación por parte del partido de formas de luchas armada, para muchos, apoyar a la disidencia era desconocer lo que se consideraba una de las injusticias más grandes que se seguían cometiendo a pesar del término de la dictadura: la persistencia de la prisión política en democracia76.

En esta línea, es necesario complejizar la comprensión de las dinámicas internas que caracterizaron a la crisis del PC en los años noventa. Es decir, fue mucho más que el enfrentamiento entre la Comisión Política y un grupo de disidentes que luchaban por democratizar un partido vetusto y ortodoxo. Estas miradas, centradas en los «grandes personajes» partidarios (los líderes de cada bando), olvidan las complejas articulaciones de la memoria histórica, generacionales, familiares, de experiencias personales y de contexto, para explicar el comportamiento de la militancia durante la crisis. Si bien un segmento muy importante de personas abandonó el partido, otro tanto decidió continuar en él. Y ellos no fueron actores pasivos durante la crisis, sino quienes dieron continuidad a los rituales partidarios y a la reproducción de la cultura militante comunista.

Por un lado, al calor de la primavera democrática chilena, las opiniones de la base militante coincidían con la necesidad de «desarraigar viejos hábitos mentales que hacen daño», tales como el «orden y mando» en la lógica de funcionamiento interno del partido, el internismo típico de las costumbres provenientes de la clandestinidad, el papel mesiánico de las direcciones, la falta de discusión interna y la intolerancia, entre otros aspectos77. El contexto nacional e internacional influyó en un cierto sentido común sobre la necesidad de modificar el verticalismo del funcionamiento del partido. Los años de clandestinidad y el rígido respeto a sus reglas habían endurecido aún más esta tendencia. Así, desde el punto de vista de la larga duración, la crisis de 1990 sembró las semillas de una gradual aceptación de visiones críticas dentro del partido, sin que esto significara expulsiones y marginaciones de la organización. Es decir, las disidencias y salidas del partido volvieron a ocurrir en varias ocasiones a lo largo de la década, sin embargo, las afirmaciones de la dirección sobre la necesidad de «ser más tolerantes», hizo que la lógica «monolítica» entre los militantes comunistas comenzara poco a poco a modificarse. La joven militante de las Juventudes Comunistas Alejandra Canales (18 años), así lo expresaba: «Creo que los congresos del Partido y la Jota marcaron como el ‘destape’, para decirlo de alguna manera, la apertura de una gran cantidad de discusiones… pienso que el Partido no es sólo algunos compañeros que hacen política y nosotros que la ejecutamos... Vamos a discutir todo lo que tengamos que discutir, sin taparle la boca a nadie»78. Esta opinión sintetizaba un sentir generalizado en la militancia y que, legitimada por la opinión de los dirigentes nacionales, fue unos los factores que alentaron una de las transformaciones más importantes del comunismo chileno durante la década.

Si en Chile la necesidad de un partido más abierto y menos vertical se hizo camino entre la militancia al fragor de la crisis internacional y nacional del comunismo, el orgullo militante también desafió la adversidad. En medio de un clima político profundamente crítico hacia el comunismo, que establecía que lo políticamente correcto era arreciar contra un partido «ortodoxo», «antidemocrático», «violentista», «anticuado» y otros epítetos, se organizó la campaña por la legalización del partido. El PC había recuperado su vida legal de hecho a fines de 1989 y principios de 1990, durante las últimas semanas de existencia de la dictadura. Sin embargo, la inscripción legal era un trámite muy importante, porque constituía un requisito obligatorio para presentar candidatos bajo el nombre del partido en las elecciones que se realizarían en los próximos años.

La ley exigía reunir cerca de 30 mil firmas certificadas, tarea que no se avizoraba fácil en el mencionado contexto de la época. Para hacer frente a este desafío, el PC realizó una ofensiva comunicacional en terreno. En 1989, se pegaron en las calles de Santiago y el resto del país afiches que decían: «Mi papá juega conmigo todos los días, mi papá me enseña a no odiar y a creer en la justicia, mi papá es el más bueno, el más lindo, el mejor…¡¡¡Mi papá es comunista!!!, Estas palabras iban acompañadas por la imagen de una tierna menor de edad. Otro afiche decía «Ellos son comunistas», con imágenes de Pablo Neruda, Violeta Parra, Víctor Jara, Charles Chaplin, Nelson Mandela, Ernesto «Che» Guevara, entre otros. Ante la criminalización de los comunistas, la organización buscaba la humanización de sus integrantes.