Hijas e hijos de la Rebelión. Una historia política y social del Partido Comunista de Chile en postdictadura (1990-2000)

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1 Eric Hobsbawm, «Problemas de la historia comunista», en Revolucionarios. Ensayos contemporáneos, Barcelona, Crítica, 2010; Bruno Groppo y Bernard Pudal, «Historiographies des communismes francais et italian», en Michel Dreyfus et al., Le Siécle des communismes. París, Éditiones de l’Atelier/Édition Ouvrières, 2000.

2 Perry Anderson, «La historia de los partidos comunistas», en Raphael Samuel (ed.), Historia popular y teoría socialista, Barcelona, Crítica, 1984. En la misma línea, Horacio Crespo, «Para una historiografía del comunismo: algunas observaciones de método», en Elvira Concheiro et al., El comunismo: otras miradas desde América Latina. México DF, UNAM, 2007.

3 Bruno Groppo y Bernard Pudal, «Une réalité multiple et controversée», en Dreyfus et al., op. cit.

4 Serge Wolikow, «Historia del comunismo. Nuevos archivos y nuevas miradas», en Concheiro et al. Op. cit. y del mismo autor «Les interprétations du mouvement communiste international», en Dreyfus et al., ibíd.

5 Manuel Bueno y Sergio Gálvez, «Por una historia social del comunismo. Notas de aproximación», en Manuel Bueno y Sergio Gálvez, Nosotros los comunistas. Memoria, identidad e historia social, Madrid, FIM, 2008; Gerardo Leibner, Camaradas y compañeros. Una historia política y social de los comunistas del Uruguay. Montevideo, Trilce, 2011.

6 Al respecto, Francisco Erice (coordinador), Los comunistas en Asturias, 1920-1982, Ediciones Trea, S.L., 1996; Sergio Rodríguez Tejeda, «Partido comunista y movimiento estudiantil durante el franquismo», en Bueno y Gálvez, op. cit., y Juan Andrade, El PCE y el PSOE en (la) transición. La evolución ideológica de la izquierda durante el proceso de cambio político, Siglo XXI, 2015. El papel de la militancia en la toma de decisiones de los partidos, D. Robertson, A theory of Party Competition, Wile, 1976, citado en Luis Ramiro Fernández, Cambio y adaptación en la izquierda. La evolución del Partido Comunista de España y de Izquierda Unida (1986-2000), CIS-Siglo XXI, 2004.

7 Al respecto, el clásico trabajo de Annie Kriegel, Los comunistas franceses, Editorial Villalar, 1978. Un ejemplo de estudio de militancia comunista en un contexto específico, en Fernando Hernández Sánchez, Guerra o revolución. El Partido Comunista de España en la guerra civil, Editorial Crítica, 2010.

8 Angelo Panebianco, Modelos de partidos. Organización y poder en los partidos políticos, Alianza, 1990. Una aplicación del modelo de Panebianco, Adolfo Garcé, La política de la fe. Apogeo, crisis y reconstrucción del PCU (1985-2012), Editorial Fin de Siglo, 2012.

9 Cornelius Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, 2 Vol. Barcelona, Tusquet Editores, S.A., 2003.

10 Tomás Moulian, «Campo cultural y partidos políticos de la década del sesenta», en La forja de ilusiones: El sistema de partidos 1932-1973. Santiago. ARCIS-FLACSO, 1993.

11 George Duby, Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo, Madrid, Taurus Ediciones, 1992.

12 Miguel Ángel Cabrera, «La investigación histórica y el concepto de cultura política», en Manuel Pérez Ledesma y María Serra (eds.), Culturas políticas: teoría e historia, Zaragoza, Institución «Fernando el Católico», 2010. p.20 y 32.

13 Idem. p.43 y ss.

14 Garcé, op. cit.

15 Bernard Pudal, Un monde défait. Les communistes français de 1956 à nos jours. Francia, Éditiones du Croquant, 2009.

16 Michèlle Bertrand et al., La reconstruction des identités communistes après les bouleversements intervenus en Europe centrale et orientale. París, Éditions l’Hartmattan, 1997, y Donald Sasson, Cien años de socialismo, España, Edhasa, 2001.

17 Luis Ramiro Fernández, Cambio y adaptación en la izquierda. La evolución del Partido Comunista de España y de Izquierda Unida (1986-2000), CIS-Siglo XXI, 2004.

18 Erving Goffman, Asylum. Essays on the social situation of mental patients and other inmates, NY, Doubleday & Co, 1961, XIII.

19 Bernard Pudal y Claude Pennetier, «Du Parti bolchevik au Parti stalinien», en Dreyfus et al., op. cit.

20 Marc Lazar, Le communisme, une passion française, Éditiones Perrin, 2002.

21 Jean Vigreux y Serge Wolikow, Cultures communistes au XX siècle. Entre guerre et modernité, La Dispute/SNÉDIT, 2003. Introduction.

22 Kevin Morgan, Gidon Cohen y Andrew Flinn, Communists and British Society, 1920-1991, Rivers Oram Press, 2007.

23 Marcos Napolitano, Rodrigo Czajka y Rodrigo Patto Sá Motta, Comunistas brasileiros. Cultura política e produçao cultural, Belo Horizonte, Editora UFMG, 2013.

24 Carme Molinero, «Una gran apuesta: la oposición política a través de la movilización social» y Sergio Rodríguez Tejeda, op. cit. en Bueno y Gálvez, op. cit.

25 Alfredo Riquelme Segovia, Rojo atardecer. El comunismo chileno entre dictadura y democracia. Santiago, DIBAM, 2009, y Alfredo Riquelme y Marcelo Casals, «El Partido Comunista y la transición interminable (1986-2009)», en Augusto Varas et al., El Partido Comunista en Chile. Una historia presente. Santiago, Catalonia/USACH, 2009. Un argumento parecido lo había planteado Eduardo Sabrovsky, Hegemonía y racionalidad política. Contribución a una teoría democrática del cambio. Santiago, Ediciones del Ornitorrinco, 1989.

26 Rolando Álvarez, Arriba los pobres del mundo. Cultura e identidad política del Partido Comunista de Chile entre democracia y dictadura. 1965-1990. Santiago, LOM ediciones, 2011.

27 Cristina Moyano, «El Partido Comunista y las representaciones de la crisis del carbón. La segunda renovación», en Tiempo Histórico No 2, Santiago, 2011.

28 Claudio Fuentes, «Partidos y coaliciones en el Chile de los ’90. Entre pactos y proyectos», en Paul Drake e Iván Jaksic, El modelo chileno. Democracia y desarrollo en los noventa. Santiago, LOM ediciones, 1999, y Tomás Moulian, De la política letrada a la política analfabeta. La crisis de la política en el Chile actual y el ‘lavinismo’. Santiago., LOM ediciones, 2004.

I Parte. El Partido Comunista de Chile en el sistema político de la década de 1990

C apítulo 1 ¿El derrumbe de las catedrales? El PC chileno de cara al colapso del comunismo y el retorno a la democracia (1990)

A fines de 1990, el ex diputado comunista Luis Guastavino editó un libro titulado Caen las catedrales. Reunía textos políticos y entrevistas concedidas a diversos medios durante ese agitado año. El título de su obra se convirtió en una de las metáforas más conocidas y utilizadas para describir la compleja situación del PC durante aquel año. El enfrentamiento contra los agoreros que desde dentro y fuera de la organización anunciaban su fin, marcó la existencia de la organización durante ese año. Este se había iniciado pletórico de expectativas para la mayoría de los chilenos, los que a fines de 1989 habían optado por el abogado demócrata cristiano Patricio Aylwin para que encabezara el primer gobierno democrático tras los años de la dictadura del general Pinochet. Sin embargo, la alegría del fin de la dictadura pronto dio paso al realismo, las concesiones y los pactos con la derecha, que caracterizarían a la transición democrática chilena. La decepción pronto rodearía a los comunistas y otros sectores de izquierda. Así enfrentaron los comunistas chilenos el inicio de la última década del siglo XX: por un lado, con la amenaza del peligro de extinción de proyecto político de transformación que habían desarrollado durante gran parte del siglo; por otro, con el dolor de ver que el sueño democrático por el que habían luchado durante la dictadura estaba lejos de cumplirse.

En efecto, para entender el desenvolvimiento de la crisis del PC durante 1990, es fundamental mencionar el campo cultural en el que esta se desarrolló. El 11 de marzo, el dictador Augusto Pinochet, que había perseguido ferozmente a la izquierda chilena durante 16 años y medio, entregaba el poder ejecutivo a Patricio Aylwin, el líder de la oposición. Esta salida de la dictadura había significado que la oposición reconociera la institucionalidad creada por el régimen. El costo de la llamada «transición pactada» implicaba la legitimación de una institucionalidad que estaba lejos de aproximarse a los cánones de las democracias occidentales. Por ejemplo, el Senado tenía nueve integrantes designados por Pinochet, lo que le daba mayoría parlamentaria a la derecha, a pesar de haber sido derrotada en las elecciones de 1989; el poder judicial estaba compuesto por los mismos integrantes que habían tenido una actitud cómplice durante la dictadura, todos designados por el dictador saliente; la Constitución asignaba un papel «garante» a las fuerzas armadas, que, a través del Consejo de Seguridad Nacional, tenían derecho a veto sobre el poder civil. Esto, sumado a que Pinochet permaneció al mando del ejército durante casi toda la década, provocaba que su figura continuara siendo muy relevante en la vida política del país. Por último, la autonomía del Banco Central y las disposiciones constitucionales que garantizaban la existencia de leyes laborales antisindicales, aseguraban la continuidad del modelo neoliberal. De esta manera, la coalición gobernante, a pesar de poseer mayoría electoral, se movía en aguas políticas muy complejas, producto de la poderosa presencia del legado dictatorial. Este argumento fue utilizado sistemáticamente para explicar el no cumplimiento del programa democratizador prometido al país en las elecciones presidenciales de 1989, ganadas por la oposición29.

 

A estas condiciones políticas objetivas se le debían unir otros elementos. Uno de los principales era que se había hecho hegemónico el sentido común que sostenía que la forma de terminar con la dictadura había sido por medios pacíficos. La apelación a que «la alegría ya viene» de la campaña opositora durante el plebiscito de 1988, cuyo resultado fue fundamental para evitar la prolongación del mandato de Pinochet, hizo que las fuerzas de izquierda, que alentaban fórmulas más confrontacionales, incluso armadas, perdieran legitimidad. Hacia 1990, la condena a la violencia política era un consenso en el marco de una sociedad cansada de esta luego de casi 16 años y medio de dictadura30. Por el contrario, la llamada «democracia de los acuerdos», proclamada por el gobierno y un sector de la derecha, ponía en el centro del quehacer político y cultural de la época la mirada hacia el futuro, tratando de olvidar el pasado. Por este motivo, se intentó terminar y negociar la problemática generada por la violación a los derechos humanos durante el régimen militar, que, como se comprobó años más tarde, alcanzaba al mismísimo general Pinochet. Por último, un país viviendo un delicado proceso de cambio político, como Chile en aquel año, no podía dejar de recibir de manera influyente los espectaculares acontecimientos registrados que en Europa del Este habían decretado el fin del campo socialista. Esto, unido a la crisis política que enfrentaba Mijaíl Gorbachov en la Unión Soviética, consolidó la noción del «fin de la historia» y el triunfo del liberalismo a nivel planetario. En el país, uno de los principales énfasis de la recepción de estos sucesos fue utilizarlo como fundamento para la continuidad del modelo neoliberal implementado por la dictadura. En resumen, el Chile de 1990 comenzó a desarrollar un régimen político que ha sido definido como una «democracia semisoberana», en alusión a sus limitantes para expresar de manera realmente democrática la voluntad ciudadana31.

Este fue el clima político en el que se desenvolvió la crisis del PC. Esta tuvo un doble origen: uno exógeno, relacionado con la crisis del campo socialista, tal como le ocurrió al resto de los partidos comunistas alrededor del planeta. El segundo origen fue endógeno, producto de los cuestionamientos internos a la línea política seguida por el PC durante los años de la dictadura y especialmente en la coyuntura de término de esta. Esta crisis la hemos tratado ampliamente en un trabajo anterior32, y en esta oportunidad volveremos a ella en el siguiente capítulo de este libro. De esta manera, podremos ahondar en otros aspectos para explicar la forma como la dirección y la militancia del PC vivieron esta compleja coyuntura.

Como señalábamos más arriba, en esta crisis se conjugaron cuestiones estrechamente relacionadas con la histórica coyuntura política que Chile vivió entre fines de 1989 y comienzos de 1990, a saber, las primeras elecciones presidenciales en 20 años y el fin de la dictadura del general Pinochet. Desde nuestro punto de vista, para entender las definiciones del PC en esta fase crítica, es necesario contemplar las dimensiones más subjetivas de la política, lo que puede explicar las dificultades para adaptarse a las nuevas condiciones que experimentaba el país. En efecto, el PC se había jugado por una salida insurreccional de la dictadura. La apuesta había sido que, en base a la movilización popular, se pondría fin al régimen y se dejaría atrás su legado político y económico. Se desmontaría el andamiaje jurídico, se castigaría a los culpables de la violación de los derechos humanos y se recuperarían los derechos laborales para los trabajadores. Esta apuesta de romper con la institucionalidad creada por la dictadura, tuvo expresiones concretas en la vida cotidiana de los militantes y, en algunos casos, les implicó perder su vida, ser detenidos y sometidos a salvajes torturas, quiebres familiares, exilio y la dureza de la vida clandestina. En ese sentido, para muchos, el partido se convirtió en la razón más importante de su existencia.

En el caso de «David», alto dirigente del FPMR durante la dictadura, perdió contacto total con su familia (madre, hermanos, etc.) por casi 9 años: «estuvimos totalmente incomunicados, no sabían si vivía, si estaba muerto…no tenían nada claro respecto a mí». Sobre la familia, el mismo «David» explica que nunca pudo construirla, solo tuvo relaciones de pareja pasajeras. Acerca de los hijos, señala que tuvo «dos hijos que no están conmigo, viven en…‘en algún lugar del mundo’…A la niña por ejemplo, la vi nacer, estuve con ella hasta los cuatro meses… después la vi cuando tenía cuatro años, y, posteriormente la vi cuando tenía 11 años…». «Daniel», por otro lado, describe que vivió 5 o 6 años de clandestinidad absoluta: «Hubo momentos malísimos… uno añoraba tener una persona de confianza con la cual poder conversar algo íntimo… hacer recuerdos. Porque con los compañeros de trabajo tampoco podía hacer ni recuerdos del pasado, ni hablar de tu familia…». Por último, «Manuela», recordaba lo que experimentó cuando un compañero muy cercano fue asesinado por los organismos de seguridad del régimen: «…cuando esa persona se muere, y más aún, se muere siendo consecuente con sus ideas, ¡es muy fuerte el golpe! ¡Es muy terrible! Además…yo no pude ir ni siquiera a su funeral… No pude ni siquiera saludar a su mamá y decirle ‘señora, yo tuve el honor de conocer a su hijo’… esas cosas te quedan adentro, como una rebeldía…»33.

Así, la modificación drástica de los objetivos políticos de la organización no era una medida sencilla para la dirección del PC. Una muestra la constituía la crisis que estalló en 1987 entre la dirección y el brazo armado del partido, el popular Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Ese año se quiso limitar su accionar luego del fracaso del atentado contra Pinochet en 1986, cuestión que había generado un nuevo cuadro político, donde la violencia política perdía protagonismo. Sin embargo, las medidas de la dirección sobre su aparato armado produjeron el desgajamiento de parte importante de este organismo. La antigua acusación de «reformismo» contra los dirigentes del PC fue desempolvada por los «rodriguistas». Esta crisis demostró que un sector significativo de la militancia, que se había comprometido con el éxito de la «Rebelión Popular» o que, derechamente, se había hecho comunista al calor de la épica revolucionaria que esta poseía, no estaba dispuesto a abjurar fácilmente de ella34. Parte importante de la legitimidad de la dirección clandestina encabezada por Gladys Marín se basó en ser impulsores de esta línea política. Desde nuestra óptica, este aspecto es el que explica, en buena medida, las continuidades de las posiciones más radicales del PC durante los primeros años de los gobiernos democráticos.

Pero, por otra parte, para la dirección comunista era indiscutible que, con la asunción de Patricio Aylwin a la primera magistratura del país las condiciones políticas habían cambiado. Por lo tanto, la tensión se producía respecto al grado del cambio de la orientación política de la línea del partido. ¿Había que dar un corte radical a la Política de Rebelión, incluyendo sus expresiones armadas?, ¿había que incorporarse al gobierno? Como la coalición (especialmente la Democracia Cristiana) excluía al PC por sus posiciones favorables a la violencia y su adscripción a un marxismo considerado ortodoxo, ¿había que «hacer méritos» para congraciarse con los nuevos gobernantes?, ¿había que renunciar a los credos, tal como lo había hecho el Partido Socialista? En el fondo, la disyuntiva era respaldar o no al gobierno democrático. No hubo dudas en la necesidad de descartar del uso de formas armadas de lucha durante el nuevo período. Por otra parte, excluirse de la coalición de gobierno no era decisión fácil para el PC, pues durante la dictadura había promovido constantemente coaliciones e intentos de acuerdo con el centro político. Además, se sentían partícipes del proceso que había permitido el fin de la dictadura; por lo mismo, ¿por qué marginarse de la coalición que encabezaba dicho proceso? Tradicional articulador de pactos con partidos de centro, resultaba una novedad que el PC quedara fuera de los principales debates de la arena política.

En resumen, la dicotomía entre mantener los principios y la ética partidaria que le habían entregado la mística para resistir los embates represivos de la dictadura y rebelarse con «todas las formas de lucha» en su contra, versus la necesaria adaptación de los contenidos políticos e ideológicos en la nueva etapa democrática, estuvo en el centro de gravedad de la crisis partidaria que estalló en 1990. Como una manera de resolver esta disyuntiva, el PC proclamó una posición de «independencia constructiva» ante el gobierno democrático. Es decir, no era opositor a este; de hecho, se recordaba que los comunistas habían llamado a votar por Aylwin; empero, se reservaba el derecho a ser críticos de una administración que avizoraban insuficientemente decidida a contrarrestar el legado de la dictadura.

De esta manera, en octubre de 1990 se realizó el XIII pleno del Comité Central del PC. A esas alturas, el momento más álgido de la crisis había pasado y la organización intentaba con ahínco recuperar la estabilidad interna para enfrentar la coyuntura política. En el fondo, este pleno fue el inicio de la etapa post-crisis, en donde los ejes de las preocupaciones volverían a ser los acontecimientos políticos y no las cuestiones internas, que habían consumido la vida partidaria desde comienzos de ese año. El diagnóstico que hacía la dirección del PC se alineaba con las definiciones del XV Congreso del año pasado y la Conferencia Nacional de junio de 1990: la opción del gobierno de Aylwin era, cada vez más, aceptar el modelo económico neoliberal, por lo que la «transición democrática» se encaminaba más en la línea del continuismo del legado dictatorial que en el de su modificación. Por lo tanto, la tesis era que la contradicción fundamental del período seguía siendo «dictadura-democracia». Según el PC, un conjunto de evidencias demostraba que las fuerzas armadas (y Pinochet) no estaban sometidas del todo al poder civil. Además, este no podía tomar las medidas prometidas a la ciudadanía, producto del entramado legal heredado de la dictadura. Pero aparte de estos obstáculos, para el Partido Comunista, la «visión cupular» de la política que tenía el gobierno, hacía que este optara por resolver los nudos políticos sin la participación ciudadana y en componendas con la derecha. Por lo tanto, la principal conclusión a la que arribó el Comité Central del PC era que la democracia en Chile todavía era una tarea pendiente35.

Esto, desde la óptica de la dirigencia comunista, se reflejaba en numerosos ejemplos cotidianos. Un caso especialmente sensible lo representaba el proyecto de reformas laborales. En el marco de un Senado con mayoría de derecha, gracias a la presencia de senadores designados, el proyecto gubernamental privilegiaba los acuerdos con la oposición de derecha antes que una propuesta que realmente modificara el Plan Laboral de la dictadura. Para el PC, se observaba «un afán escandaloso de congraciarse con la derecha y los empresarios»36. En materia de derechos humanos, aspecto muy sensible para el PC, se valoraba la creación de la «Comisión de Verdad y Reconciliación» y la liberación de algunos presos políticos, pero se consideraban que eran medidas «absolutamente insuficientes». Entre las deudas que tenía el gobierno en este aspecto, se mencionan la no resolución del caso de los «detenidos-desaparecidos», la existencia de 244 presos políticos, atentados contra la libertad de prensa, ausencia de condenas por violaciones a los derechos humanos y que la Corte Suprema seguía aplicando la ley de amnistía de 197837.

Aunque se reconocían avances en diversos aspectos, el programa de cambios prometidos al país en diciembre de 1989 estaba siendo sacrificado, por lo que la propuesta del PC era acentuar su política de «independencia constructiva», o sea, aumentar las críticas frente a lo que se consideraba el inmovilismo del gobierno ante Pinochet y la derecha. Para ello, planteaba la tesis de la «ruptura institucional», es decir, promover cambios políticos, económicos e institucionales rompiendo la legalidad establecida en la Constitución de 1980 a través de la movilización popular. El Partido Comunista resumía el significado de la «ruptura institucional» en un programa básico: expulsión de los alcaldes designados por Pinochet (recién serían reemplazados en 1992); libertad a los presos políticos; verdad y justicia en materia de derechos humanos; reformas laborales y restablecimiento de relaciones diplomáticas con Cuba38.

 

Sin embargo, tal como ha sido señalado, Chile estaba en presencia de la inauguración de una «democracia semisoberana». En ese sentido, el diagnóstico de los comunistas era certero en señalar las insuficiencias y falencias de la nueva democracia chilena. La dupla ministerial de Patricio Aylwin compuesta por Enrique Correa y Edgardo Boeninger, principales articuladores de la «transición desde arriba», también lo compartían. Pero la diferencia radicaba en que mientras los primeros proponían romper con los obstáculos puestos a la profundización de la democracia, los segundos asumían que el único camino posible para recuperar la estabilidad democrática, era asegurar altas dosis de continuismo respecto a la dictadura39. En el Chile de 1990, esta última visión se hizo hegemónica y los alegatos comunistas fueron duramente descalificados, acusados de falta de realismo, irresponsabilidad política, incapacidad de comprender los cambios que supuestamente había sufrido el país; en fin, de no entender que la recuperación de la democracia tenía un solo camino: el de los acuerdos y negociación con la derecha y las fuerzas armadas.

Desde este punto de vista, la temprana decisión del PC de alentar las reivindicaciones sociales y políticas hizo que la actividad de los militantes se fuera concentrando en las labores vinculadas a la ampliación y profundización de los derechos sociales y políticos. A pesar de los quiebres marcados por el golpe de Estado de 1973, la represión dictatorial y la derrota de la salida no pactada de la dictadura, se mantuvo un hilo conductor del relato que alentaba la mística militante: los comunistas, como ayer, seguían luchando por defender derechos laborales, la libertad de expresión, la justicia social y la memoria de los caídos. Desde el punto de vista de la subjetividad militante, lo que para el establishment político de principios de 1990 era considerado «irresponsabilidad» o «autismo político», la posición del PC representaba la reafirmación del quehacer histórico de la organización. A diferencia de quienes señalan que esta óptica crítica al gobierno de Aylwin implicaba que los comunistas chilenos sostenían una concepción del cambio social «contradictoria conceptualmente con la democracia pluralista y la universalidad de los derechos humanos», centrada en la obtención de la totalidad del poder, los militantes sentían que, en la práctica, estaban aportando a la democratización del país40.

Tal como lo han desarrollado algunas investigaciones sobre el comunismo y partidos políticos, se debe evitar correlacionar de manera mecánica el discurso oficial de la organización con su quehacer concreto. Desde la óptica de Angelo Panebianco, la proclamación de la mantención de ciertos aspectos identitarios fundamentales, como los ideológicos, debe entenderse como una señal de tranquilidad hacia la militancia. Es decir, los dirigentes de los partidos necesitan de legitimidad ante la militancia para encabezar la organización41. En el caso de los partidos comunistas, donde las cuestiones ideológicas eran fundamentales, este punto se acentúa. Por este motivo, establecer que la posición política y la definición ideológica del PC en 1990 era antidemocrática, guiándose solo por las declaraciones de algún dirigente o lo señalado en algún documento oficial, puede ser visualizada como una falacia desde las prácticas o experiencias militantes de esa época. No se terminan de entender los debates, las opciones y las definiciones de un partido solo incorporando el discurso público de sus dirigentes y aislándolo del campo cultural de su época y las experiencias prácticas de sus militantes. Por último, la caricaturización de la temprana posición crítica del PC (y otras fuerzas menores de izquierda) frente a los gobiernos de la Concertación, tienen un fuerte componente político. En efecto, durante años, los intelectuales orgánicos de esta coalición política plantearon que el camino elegido era «el único posible» y que cualquier otra opción, era irracional, antidemocrática y carente de realismo42.

El otro eje de la crisis comunista fue la cuestión ideológica. En la historiografía sobre el comunismo este es uno de los aspectos más debatidos, debido a la importancia que los PCs asignaban a esta esfera. En esta línea, el trabajo del historiador galo François Furet ha sido muy influyente. Este describió el conjunto de la experiencia comunista en el siglo XX desde una aproximación psicológica, catalogándolo como una ilusión, basada en la creencia en la utopía comunista. Para Furet, el comunismo fue una religión secular que creía ser capaz de regenerar el mundo43. Este enfoque ha recibido múltiples críticas que han aportado de manera significativa a repensar la historia sobre el comunismo. En primer lugar, al centrarse en una historia de las ideas, engloba a toda la experiencia como un caso único e indivisible. No contempla las recepciones locales o nacionales y las distintas razones para adscribir a esta ilusión. Como señala Eric Hobsbawm, al plantear Furet que la adscripción al comunismo era independiente de la experiencia social, descartó la importancia fundamental de los contextos históricos para entender la amplia diversidad de historias nacionales del comunismo44. En esta línea, se ha propuesto un programa de investigación del comunismo centrado en comprenderlo como un fenómeno diverso y múltiple, convirtiéndolo en un fenómeno mucho más complejo que una mera «religión secular» seguida por prosélitos acríticos45. Y recientemente, una investigación sobre el PC francés ha vuelto a enfatizar que, si bien la «ilusión» y la creencia formó parte fundamental del imaginario comunista, esto no debe llevar a confundirlas con las prácticas militantes, muchas veces contradictorias a estas46.

Este debate historiográfico es importante tenerlo en cuenta para analizar la discusión ideológica dentro del PC durante 1990. Más arriba hacíamos alusión al adverso contexto histórico –nacional e internacional– que padecía la organización. Esto fue aprovechado por sectores liberales y conservadores para configurar un escenario propicio para caricaturizar las posiciones de los dirigentes comunistas. Así, cualquier asomo de defensa de las ideas marxistas o el uso de algunos vocablos (revolución, socialismo, lucha de clases, etc.), era catalogado de ortodoxia e incapacidad de comprender lo que estaba sucediendo en el mundo. Los ejemplos en la prensa de la época son abundantes, pero elegiremos uno publicado en La Época, órgano afín al nuevo gobierno democrático y ajeno a la histeria anticomunista de los medios derechistas. En él se definía al Partido Comunista chileno como «anacrónico en lo ideológico, lo político y lo orgánico», que «no ha entendido nada de los cambios que han quebrado el mundo socialista» y que se aferraba «a sus referentes teóricos con un dogmatismo increíble». Desde el punto de vista de su organización interna, era «temeroso de la opinión pública» y no aceptaba las disidencias. Además, que sus credenciales de compromiso con el sistema democrático estaban en duda por su posición ambigua ante la violencia política47. Estos conceptos resumían los tópicos que arreciaron contra la dirección del PC durante este período: dogmáticos, antidemocráticos y violentistas.

En este marco, el PC intentó abrirle camino a lo que denominaron como su proceso de «renovación revolucionaria», con el afán de distinguirlo de aquel que significaba el abandono del marxismo y el cambio social48. En todo caso, producto de lo vertiginoso de los sucesos que estaban ocurriendo en Europa y la progresiva escalada de la crisis interna del partido, es necesario señalar que las definiciones ideológicas de la dirección del PC tuvieron más el carácter de una búsqueda que la de una definición acabada. Destacaremos las declaraciones y documentos oficiales, que deben ser entendidos como orientadores para una militancia que veía desmoronarse tanto su universo político (la idea comunista) como a la propia organización.