Clara en la noche, Muriel en la aurora

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Una hora después, Muriel estaba lista, aguardando en el vestíbulo del hotel por el automóvil que enviarían a buscarla.

SEMILLAS

Hace unos diez mil años el ser humano empezó a tratar los granos de los que se generaban nuevas plantas de la misma especie: las semillas. El método más antiguo de producción de semillas fue la polinización libre, por medio de insectos. Después se inventó la hibridación, un método tan orgánico como el anterior en el que, sin embargo, intervenía el agricultor. Estas técnicas fueron esenciales para domesticar las plantas e ir adaptándolas a distintas condiciones ambientales y necesidades culturales: también para obtener nuevas flores y alimentar el sueño de crear, por ejemplo, una rosa negra. Así fue posible el surgimiento de una enorme variedad de plantas dentro de cada especie. En el siglo XX, se inició la producción industrial de semillas para el cultivo masivo de vegetales y pronto se llegó a la conversión de las semillas en mercancías patentadas. El paso siguiente fue la manipulación de su material genético para cruzarlo con material genético no vegetal bajo la justificación de hacerlas más resistentes a plagas o a condiciones ambientales adversas. La técnica transgénica para la producción de semillas desplazó a las técnicas ancestrales y con la difusión y estandarización de superplantas, la variación genética en los campos de cultivo, resultante de la milenaria interacción entre las comunidades humanas y la naturaleza, comenzó a declinar severa y rápidamente.

AHORA MURIEL TENÍA un dato cuya utilidad podía explorar para la experiencia del jardín francés: había un hombre que amaba las flores negras. Un agrónomo, especialista en botánica, que trabajaba en la Facultad de Ciencias Agronómicas de la universidad y estaba obsesionado con la creación de una rosa auténticamente negra. Un imposible, todos lo sabían. En el mundo vegetal no se daba naturalmente el color negro. Lo que había eran flores que los floristas pintaban de negro o flores tan densa y profundamente púrpuras que parecían negras. Pero no lo eran. El botánico nunca había abandonado el sueño. ¿Existían las flores negras en el jardín francés? Muriel lo reflexionó. ¿Existían? El director del Museo de Arte Moderno, sentado a la mesa de la cena, había hecho la pregunta con la mejor de sus sonrisas. Una bella sonrisa, en un bello rostro. Quel beau sourire sur un si beau visage!, pensó Muriel, sin ardor de ninguna especie por su parte. Solo era un juicio estético. ¿Solían usarse flores negras en el jardín francés? «No, creo que no», había respondido finalmente.

—A lo menos, no en mi conocimiento —había dicho para reafirmarse.

Después explicó que el jardín à la française era una exaltación de lo que había de magnífico en el espíritu humano y, por lo tanto, las flores negras, que se asociaban originalmente a fuerzas demoníacas, a los trajines ocultos de los alquimistas o a la pasión trágica y la desesperación, no habían tenido cabida en la cabeza de jardineros como Claude Mollet o André Le Nôtre. Tampoco en la de la cortesana Diana de Poitiers o la de su laboriosa adversaria Catalina de Médici, que crearon los precursores jardines renacentistas de Chenonceau, más bien italianos, por la débil o nula integración de sus partes, por los muros que los contorneaban y encerraban, y por su falta de ligazón con la arquitectura a la que, se suponía, debían dar ornato. Y aún mucho menos en la cabeza de los monjes franceses que en la Edad Media habían organizado las huertas de sus abadías en coloridos cuadrados vegetales compuestos por verduras, legumbres y flores, nunca negras, sino vivaces, como las que se veían en el jardín huerta de Villandry.

—Pero… ¡a mí sí me interesan las flores negras! —había concluido Muriel.

Se le dijo que nadie en el país era más experto en las exóticas flores negras que aquel botánico de la universidad, apasionado con ese color desde que empezara a experimentar con procedimientos de hibridación artificial sobre semillas de flores exóticas y endémicas en el invernadero de la Quinta Normal.

—Oh, là là! ¡El invernadero! —exclamó Muriel—. Lo visité hoy. Está casi destruido, es muy triste. Un edificio tan hermoso. ¿Qué pasó? ¿Cómo se ha podido llegar a esa destrucción? —preguntó, paseando la mirada por los comensales sentados a la mesa de la cena.

La atmósfera se cristalizó.

—Es una vergüenza —dijo el director del museo, rompiendo la incomodidad.

Muriel agradeció íntimamente ese respaldo. Se sentía incómoda en la cena. Estaba entre desconocidos totales o parciales: los anfitriones franceses ayudaban con dosis de familiaridad y el director del museo conocía los pormenores de la exposición que ella había montado. Pero el resto de los comensales eran del todo extraños: agrónomos de la facultad y el director de Ornato, Jardines y Medio Ambiente de la municipalidad local, en quien recaía el cuidado del parque de la Quinta Normal. Salvo el anfitrión y el director del museo, los demás aún no habían visitado la exposición de «El jardín francés». Lo reconocieron, algo avergonzados, entre libaciones de champagne Louis Roederer Brut Premier, antes de pasar a la mesa.

Ya estaba hecho y dicho. Mejor así.

Muriel jugueteó con migajas en el plato de su servilleta. En seguida cambió de tema:

—Y el botánico, ¿tenía un banco de semillas de flores negras en el invernadero?

Nadie supo la respuesta precisa y definitiva.

El director del Instituto Francés, que oficiaba de anfitrión desde la cabecera de la mesa, apuró un trago del vino rosé de su copa:

—También hay una rosa negra de triste recuerdo —dijo.

La atención de sus invitados le cayó encima como una losa. Era lo que esperaba. Como Agregado de Cultura y como un anfitrión culto, con algo de vocación solar, le agradaba que una pregunta simple quedase revoloteando en el aire igual a una mariposa de día o de noche. ¿De qué objeto hablaba?

—Me refiero a la rosa negra de los nazis —dijo.

Varios comensales aprovecharon el momento para beber algo del vino servido: un rosé de la viña Château des Brigands, de la Provenza montañosa de Francia:

—¿Una rosa negra de los nazis? —preguntó Muriel.

—Sí, tal cual —confirmó el anfitrión, que miró orgullosamente a su mujer, sentada en la cabecera del otro extremo de la mesa—. Año mil novecientos cuarenta y tres.

La mujer hizo una mueca con los labios, que Muriel captó. El gesto era de desgana. Una señal con que le recordaba a su marido, el anfitrión, la necesidad de no aburrir a los invitados con asuntos espesos. Enseguida, ella tomó su copa a dos manos, se la llevó a la boca y, por encima del cristal copero, le clavó los ojos: «Te estoy observando», le decía, «mantente en los límites».

El anfitrión no se dio por aludido.

—En febrero de ese año, dos jóvenes miembros de una organización llamada Die Weiße Rose —pronunció el alemán con razonable dominio y aclaró sus dichos—, es decir, La Rosa Blanca, caen en manos de la Gestapo. Era un grupo clandestino, creado por estudiantes de la Universidad de Múnich, con el apoyo de algunos adultos, un profesor de filosofía entre ellos. Se oponían resuelta, pero pacíficamente, a los nazis. Realizaban actos de protesta y de propaganda escrita. Lograron hacer suficiente ruido en Múnich y otras ciudades como para que la Gestapo decidiera ponerles un ojo encima y se empeñara en encontrarlos.

—Y puedo adivinar que los encontraron —dijo el director del museo.

—Por un golpe de suerte —precisó el anfitrión—. Arrestaron a los hermanos Hans y Sophie Scholl en la universidad. Terminaban de hacer un acto de propaganda y el conserje, un nazi, los vio y los retuvo mientras llegaba la Gestapo. Se los llevaron, los interrogaron, los sometieron a un juicio sumario y arreglado, y los condenaron a muerte por decapitación.

—¡No seas truculento! —le dijo su mujer, dejando la copa sobre la mesa.

—Es como ocurrieron los hechos —respondió el anfitrión, encogiéndose de hombros.

—¿Y los decapitaron? —preguntó Muriel, sin importarle que la pregunta desagradara a su anfitriona. Quería saber el final del caso.

—El mismo día de su sentencia, en la guillotina. Hans tenía veintidós años y Sophie veintiuno. Eran extremadamente valientes. No delataron a nadie, pero la Gestapo allanó la casa de la familia y llegó igual a todos los demás miembros de la organización. Ejecutaron a varios, incluido el profesor de filosofía, y a otros los condenaron a prisión.

—Y la rosa negra, ¿dónde entra? —preguntó Muriel.

—¡Ah, bueno! —exclamó el anfitrión—. La propaganda nazi declaró que la rosa blanca era sinónimo de traición y, por oposición, que la rosa negra lo era de éxito o victoria. Los nazis necesitaban reafirmarse, porque sus soldados acababan de rendirse por miles en Stalingrado, derrotados por los rusos.

—El comienzo del fin —declaró el director del museo con un dejo de satisfacción que no pudo, o no quiso, ocultar.

El resto de los comensales guardó silencio. Eran de una generación todavía joven, criada en un vacío político. Un comentario demás podía revelar matices que escapaban de la debida corrección académica y diplomática de esa noche.

Sin embargo, Muriel no se acogió a la misma mesura.

—Y aquí, tan lejos de Alemania, ¿había nazis? —preguntó.

—Por esos años, hubo muchos —dijo el director—. Sobre todo, entre los jóvenes de clase media —los comensales se miraron entre ellos—. Pero curiosamente aún no habían abrazado un antijudaísmo militante. Al menos, no en una versión orgánica y violenta.

Uno de los comensales frunció el ceño. Tomó un pedazo de pan, apartó con un cuchillo un pequeño trozo de mantequilla y lo untó sobre la miga blanca.

 

—Les faltó tiempo, quizás —dijo.

—Eso no se sabrá nunca —apuntó el director.

El anfitrión, con ambas manos apoyadas en el canto de la mesa, dio un nuevo giro a la conversación:

—También hay una rosa negra de la anarquía —dijo.

Desde el otro extremo de la mesa, su mujer volvió a clavarle los ojos encima. Así le estaba diciendo que iba a cobrarle un alto precio por el sentido que le estaba dando a la conversación. La selección de los invitados podía obedecer a los intereses de la embajada o del instituto, pero la cena la había dispuesto ella y la cocina la había dirigido ella. Era su mesa, bajo el techo de su casa.

De la cocina llevaron una botella de syrah Clos des Grives 2014, del Domaine Combier, región del Rhone.

La distracción le dio tiempo a Muriel para pensar en los dichos del anfitrión y en el botánico que soñaba con crear una rosa negra. ¿Por qué? ¿Dónde se situaría: nazismo o anarquía?

—¿Cuándo cerraron el invernadero? —preguntó.

La mujer del anfitrión ordenó que le sirvieran el syrah a Muriel para que lo degustara antes de que lo hiciera su marido.

Alguien tomó la palabra para explicar que hacía más de cuarenta y cinco años que la Facultad de Agronomía de la universidad había abandonado la Quinta Normal y abierto un nuevo campus en otro sector de la ciudad:

—Para entonces, el invernadero ya estaba en desuso.

Muriel volvió a pensar en el botánico que amaba las flores negras y había experimentado con semillas de especies exóticas y endémicas en el invernadero.

—Perdón por mi mal español —dijo con suavidad—. Pero, si entendí bien, el botánico que empezó a experimentar con semillas en el invernadero hace tantos años todavía intenta crear una rosa negra —sus palabras recibieron una silenciosa señal de aprobación de los agrónomos. Y agregó:

—Deduzco que no debe haber tenido éxito, ¿no es así? —los agrónomos volvieron a asentir en silencio—. Una lástima… Pero, bueno, es un sueño que vale la pena soñar, ¿no?

EN EFECTO, MURIEL tenía ahora un dato: la existencia del botánico que intentaba crear una rosa auténticamente negra. Y algo de su historia; sin embargo, ¿cuál era su historia con exactitud? ¿Qué logros había obtenido en su trabajo de tantos años? ¿Alguna rosa, si no negra, al menos nueva? Esa noche, de vuelta en su hotel, la luz apagada en su habitación y ella intentando conciliar el sueño entre ideas sobre Emma y los restos de vivencias brotadas durante la cena en casa del director del Instituto Francés, pensó en los rosedales del Parc de Bagatelle. Allí se realizaba, desde hacía más de cien años, un concurso internacional de rosas nuevas, al aire libre y abierto a la participación de todo creador de rosas. Anónimamente, concurrían jardineros y amantes de las rosas de todo el mundo a competir con sus creaciones. ¿Lo habría hecho el botánico? Se contestó a sí misma: «Non». Pretender crear una rosa negra, a sabiendas de que era un imposible, y mantener esa pretensión por años, no era un sueño cualquiera. Era una obsesión. Y una obsesión era un asedio: la fijación de una idea igual a como se plantan tropas en un lugar para iniciar un sitio, el constante embate de esa idea, de esas tropas, contra la mente. Hasta resquebrajarla y, posiblemente, hasta trastornarla. Puesta ella en el lugar del botánico, pensó, con esa obsesión dentro, no hubiera mandado a Bagatelle ninguna otra flor que no fuese una rosa auténticamente negra. Y tenía razón. Si participaba en el concurso de Bagatelle, era para ganarlo con su rosa negra. Negra de verdad. Una rosa y el triunfo. Pero, entonces, ¿cuán perturbado estaba ese hombre? ¿Por qué perseveraba? Pese a sus continuos fracasos, no se había dado por vencido. ¿Quién era? Le pareció que la información conocida esa noche hacía más enigmática a su persona y más atractiva la antigua barriada de la ciudad donde se erigían el invernadero y el Museo de Arte Moderno. No era solo este bello edificio neoclásico, tampoco la decrepitud de un invernadero francés, sino algo más: un hombre y su sueño de crear una rosa negra. Un hombre. Un sueño. Una rosa negra. Una rosa en el sueño…

Se durmió cuando en su cabeza todavía deambulaban tenues imágenes de un rosedal.

DON CIPRIANO LA recibió en el vestíbulo del museo. Con una sonrisa palpitante, se apresuró a informarle que un grupo de estudiantes de un colegio de niñas visitaba la exposición. Cierto: Muriel escuchó el parloteo de muchas voces distinguiblemente jóvenes. Debió haberse alegrado. Y lo estaba: contenta. Siempre había chicas o ancianos en temas de flores y jardines. Il y a toujours des femmes ou des personnes âgées qui s’occupent des fleurs et des jardins, pensó. En todas partes era igual. Eso la fastidiaba. Pero, en ese momento, tenía otra inquietud en la cabeza. Recordaba palabras de don Cipriano: de niño había visitado el invernadero, aún en su esplendor. Varias veces. Su padre, conserje cuando la Facultad de Agronomía ocupaba el edificio del museo, lo había llevado. Quizás recordaba al botánico de la rosa negra. ¿Lo recordaba? Era joven en aquellos años. ¿Recordaba algún joven agrónomo trabajando en el invernadero? ¿Recordaba haber visto flores negras? Tal vez el botánico conocía a su padre. En la facultad. Puede que le mostrara al conserje, y con especial placer, su trabajo con semillas de variadas especies para conseguir flores negras: ¿Quizás la rosa negra suculenta, que no era una rosa, sino una Aeonium, aunque la llamaran rosa y la nombraran también como Belleza Negra o Árbol Negro?, ¿o la pequeña estrella negra, que era la flor de cinco pétalos y desagradable perfume de la Orbea decaisneana, otra suculenta?, ¿tal vez el lirio negro, que no crecía naturalmente sino en la árida Jordania y era uno de los lirios más hermosos del mundo?, ¿y por qué no la Tacca chantrieri, tan espeluznante y extraña que la llamaban la flor murciélago negra, bigotes de gato o flor del diablo? ¿Acaso el botánico le mostró estas plantas? ¿Le dijo que hacía hibridaciones con sus semillas para aprender de ellas y experimentar después con rosas? La rosa negra Baccara, de un rojo intenso tan oscuro que, según la luz, daba la impresión de ser profundamente negra. Flor solitaria, pero con una copa de hasta cuarenta y cinco pétalos. Fragancia delicada. La llamaban Magia negra, Toscana soberbia, Jade negro. ¿Vio el conserje esta especie de rosa alguna vez? ¿La cultivaba el botánico en el invernadero? ¿Oyó sus nombres?

Esta era la inquietud de Muriel.

—Tengo una pregunta —dijo.

Para don Cipriano, sus palabras parecían rodeadas de magnetismo. Desapareció de su rostro la sonrisa y los ojos del conserje se achicaron levemente, como si se preparase para recibir una mala noticia.

—Usted iba al invernadero cuando era niño —dijo Muriel, y pudo ver que don Cipriano ponía las manos en los bolsillos de su cotona y se relajaba. Muriel agregó su pregunta—. ¿Recuerda las plantas que había?, ¿alguna en especial?

—Sí, me acuerdo de una. La he recordado muchas veces —respondió el conserje. La sonrisa había vuelto a su cara—. Me acuerdo que yo la tocaba y sus hojas se cerraban. No era muy grande. Tenía hojas que se parecían a las de un helecho, pero pequeñas. Yo las tocaba, y ellas se cerraban. Eso era muy asombroso para mí.

Muriel imaginó a ese niño, maravillado ante un misterio: la Mimosa púdica, la planta vergonzosa. Una de las pocas que tenía movimientos rápidos. Una rareza, una expresión visible, instantánea, de vida en la aparentemente inanimada naturaleza vegetal. Sin duda, le Mimosa honteaux, pensó. Habrá crecido saludable en la atmósfera del invernadero. Bien, ¿y qué? No le interesaba. Su flor era pequeña y de un color rosa malva. Ella quería saber sobre flores negras. Rarezas vegetales también. Misteriosas, místicas, de trágicos augurios. Y don Cipriano no las recordaba. Muriel quería saber de un hombre y, sobre todo, de su historia.

—Había un agrónomo joven que trabajaba en el invernadero…—explicó.

—¿Un estudiante?

—Quizás, no lo sé.

—Algunos iban a menudo.

—¿Había muchos estudiantes en este edificio?

—Difícil decirlo —dijo don Cipriano, componiendo una mueca de duda y encogiéndose de hombros—. Yo llegué a trabajar aquí cuando este edificio era un consultorio externo del hospital.

—¿Un hospital?

—Allí enfrente —dijo, señalando hacia el otro lado de la avenida que cortaba allí a la ciudad—, hay un hospital público bastante grande.

—¿Había enfermos aquí?

—Venían enfermos, sí. El edificio estaba muy distinto a como es ahora. Habían construido entrepisos en varios sectores de este primer nivel —dijo don Cipriano, girando en el lugar para recorrer el espacio con la mirada. Y, a continuación, recordó:

—En el segundo piso les colocaron cielos falsos a las salas y también hicieron numerosas subdivisiones de tabiquería para tener cubículos de atención a los enfermos.

A Muriel le pareció curioso. Cosas como esa habían ocurrido en tiempos de guerra y de pestes: hoteles o colegios reconvertidos en hospitales para recibir soldados o contagiados. ¿Despropósito? Fue una idea fugaz.

—A él le gustaban especialmente las flores negras —dijo Muriel de pronto—. Hacía experimentos con semillas exóticas en el invernadero, porque quería crear una rosa negra. ¿No lo recuerda?

Don Cipriano hizo un esfuerzo, arrugó el ceño.

—Tal vez mi padre —murmuró—. Conocía a todos los estudiantes y a los encargados del invernadero. Pero está con la cabeza mala. Con noventa años, seguro que a uno le falla más de una pieza —dijo.

Sonrió y, tocándose la sien con un índice, añadió estas palabras:

—Aunque tiene sus días buenos.

Muriel buscaba algo más. Una excusa para encontrarse con un hombre seducido por las flores negras que podía conocer los entretelones de la gloria y decadencia del invernadero, pero que no tenía por qué poner interés en ella y sus jardines. O mejor información para abordarlo y retenerlo. El director del Instituto Francés se había comprometido con Muriel: aunque no lo conocía, él llamaría al botánico para invitarlo a visitar la exposición montada en el Museo de Arte Moderno. Con suerte, eso lo llevaría al lugar. ¿Y después? Muriel sentía que el trabajo posterior era enteramente suyo. Por eso hablaba con don Cipriano: a lo mejor, en sus días buenos, el viejo conserje recordaba algo del hombre de las flores negras en el invernadero.

—¿Hablará con su padre, don Cipriano? —preguntó.

Ella no tenía mucho tiempo y quiso que eso ocurriera cuanto antes: Espérons le plus tôt posible, pensó.

LA LUZ PILOTO del contestador automático del teléfono en su habitación del hotel estaba encendida y parpadeaba. Muriel activó el aparato. Había un mensaje grabado por Emma: «Mamá, me voy a Saint-Maló. Estaré fuera de casa por cuatro días». Ese era el mensaje explícito, pero el implícito tenía un sentido algo diferente: «Mamá, durante los próximos cuatro días no te molestes en llamarme, porque no estaré para ti, así que no te contestaré el teléfono celular». E, incluso, algo peor: «Mamá, no te molestes en llamarme, porque no estaré para ti. Estaré con Philippe y para Philippe». Siempre algo podía ser peor. Emma estaría cuatro días bajo la férula de un sujeto que le gustaba predominar sobre la mujer, Emma o cualquiera otra, y aislada de la única persona que podía escrutarlo y frenarlo. Estaba notificada. Serían cuatro días sin conexión con ninguna persona tan cercana a ella como Emma. Podría conectarse con alguna amiga, con algún colega de la Dirección de Espacios Verdes de la Municipalidad parisina y, en caso de una emergencia, hasta con el padre de Emma. ¿Para qué? A nadie podría hacerle un encargo vital, si fuera el caso: «No sé qué pasa, ¿puedes viajar a Saint-Maló?, ¿ahora mismo?». Menos al padre. Un desaprensivo por desinteresado, por puerilmente narcisista. Con nadie podría conectarse Emma que le fuera tan cercana como ella y con nadie podría contactarse ella que le fuera tan cercana como su hija: «Emma, vivirás tu vida, pero siempre me tendrás y sé que siempre te tendré. Si dices ‘te necesito’, sabes que estaré; si digo ‘te necesito’, sé que estarás». Sintió un cierto desamparo y una clara impotencia. Le hubiera gustado estar en casa, a tiro de piedra de Saint-Maló: cuatrocientos diecisiete kilómetros, cuatro horas y media en automóvil. Por si pasaba cualquier cosa. Pero estaba a casi doce mil kilómetros, más de catorce horas en avión. Sería imposible hacerse presente en el terreno antes de cuarenta y ocho o setenta y dos horas. Los hechos, cualesquiera fuesen, estarían más que consumados. Faits accomplis. Putain!, pensó. Creyó que Emma sabría lo que ella estaría pensando. La imaginó con nitidez, su pelo copioso y largo circundado por dos delgadas trenzas que se unían por encima de la nuca, la cara ligeramente ovalada más que redonda, los ojos grandes, que Emma abriría bien para subrayar con ellos lo que le diría: «Mamá, recuerda que soy mayor. Sé que te cuesta, pero recuérdalo, ¿quieres?». Lo había hecho. La había dejado ir hacía ya tiempo. Era solo que no le gustaba el personaje: ese Philippe. Varios años mayor que su hija, demasiado presuntuoso, masculinamente engreído. Confiaba en ella, pero no confiaba en él. Nada. Conocía esa tela.

 

Decidió salir a la calle y buscar en el barrio del hotel un lugar donde tomarse un aperitivo.

Frente al espejo del baño, empezó a retocarse partes de la cara con pinceles de maquillaje. Entonces sonó el teléfono. Creyó que podía ser un nuevo intento de Emma por contactarla y se apuró en ir al velador donde estaba el aparato. Descolgó el auricular y habló con algo de ansia: Allô! Pero no era Emma, sino el director del Instituto Francés. Hasta cierto punto, se decepcionó. Hubiera querido hablar con Emma. Allô! Notó que, al otro lado, la voz tenía un tono algo triunfal. Era un matiz, pero ahí estaba, como si el director del Instituto hubiese ganado una pequeña batalla y creyese que eso lo hacía meritorio a palmoteos en el hombro. ¿Y bien? La llamaba para decirle que había hablado con el botánico de las flores negras.

—¿Lo ubicó?

—Sí, por supuesto.

Un triunfo. Y el director había conseguido algo en concreto: el botánico se presentaría en el museo por la mañana. Le había dicho que ella estaría esperándolo en la puerta y en punto.

—Recuérdelo, a las diez. Se llama Samuel Vitoria.

No lo olvidaría: ni la hora ni el nombre.

EL DÍA HABÍA amanecido frío y gris. Pero no era niebla lo que empañaba la atmósfera, sino polución. Gases tóxicos, expulsados por los miles de automóviles y microbuses en que se movilizaban siete millones de habitantes, día y noche, suspendidos en el aire, incapaces los árboles en parques y calles de absorberlos, ni el viento escaso en un valle tan cerrado de desplazarlos fuera de la ciudad. Árboles. ¿Cuántos había por habitante? Desde el pórtico de ingreso al museo, bajo las columnas que sostenían el balcón del segundo piso, Muriel miró a su alrededor: la placa de cemento sobre la que se estacionaban vehículos ante la fachada del edificio y el escuálido antejardín hecho de un paño de pasto, donde vivía un indefinible arbusto y unas matas de rosas aisladas. Sintió la presencia de don Cipriano a su espalda. Se preguntó si el padre del conserje habría tenido ya un día mentalmente despejado y se le cruzó la idea de la vida como una miseria. Quelle merde de vie!, pensó. Pero fue pasajero. Estaba expectante y este era su auténtico ánimo esa mañana. Hacia el frente de su posición, por el portón de la reja que resguardaba el Museo de Arte Moderno del ajetreo de la avenida, aparecería un hombre al que no conocía, pero que esperaba reconocer apenas verlo cruzar. Y era la hora. La verificó en su reloj: faltaban segundos para las diez. Admitió que quizás estaba un poco nerviosa. No. Nada especial. Había vivido tantas veces situaciones semejantes. Más bien la inquietaba su dominio del español. Ciertos días se notaba más segura al hablarlo, con más soltura, con mayor fluidez. Otros días, en cambio, no. En días así se sentía torpe, le faltaban las palabras, la pronunciación se le enredaba y la conjugación de los verbos le parecía un infierno lingüístico. Ese era un día «no». Y esta torpeza la afligía. Observó de nuevo su reloj: las diez pasadas. Tres minutos, cuatro minutos. El retraso estaba dentro del margen de lo prudente. ¿Árboles? Los había a su espalda, detrás del edificio, en el parque de la Quinta Normal. Pero no eran bastantes. Pensó en las imágenes de los jardines franceses que se mostraban en la exposición. Había muchos. En la Dirección de Espacios Verdes y Medioambiente se encargaban de cuidar algunos de los árboles más extraordinarios de París. ¡Ah, sí! De pronto, el hombre que esperaba apareció. Estaba segura de haberlo reconocido. Un tipo delgado, alto y canoso, que daba pasos firmes como si caminara hacia un lugar que conocía de antemano a la perfección. Se dio cuenta de que él también la había reconocido y que la conexión entre ambos quedaba hecha. Observó que había una leve sonrisa en la cara del visitante, así que ella también sonrió levemente. Con esto, la conexión quedaba, además, consolidada. Lo que ocurriera a partir de ese instante debería fluir o estropearse, pero ya no era un trabajo de la fortuna. Lo sabía. Pero, ¿cómo seguirían las cosas después de la presentación típica y protocolar? Comment les choses suivraient-elles…?, pensó. ¿Qué le diría?, ¿qué debía hacer, invitarlo a pasar? Cuando ese hombre estuvo ahí, a un paso, ella adelantó la mano para estrecharla con la que él le presentaba. Muriel pensó aceleradamente en el código local de la distancia física: ¿cuál era la correcta en la ceremonia de darse la mano? Una sonrisa mucho más amplia acompañó las palabras naturales de identificación y saludo: «¿Muriel?», «¿Samuel?». No supo si decir «Bienvenido». Temió que fuera una palabra fuera de lugar. En su medio, allá, en París, la hubiera dicho o escuchado varias veces, incluso en un lapso similar al breve tiempo que llevaba en la ciudad. Bienvenue!, pensó. Pero se abstuvo. ¿Por qué «Bienvenido» si el lugar no era suyo en ningún sentido? Así que dijo un más neutro «¡Buenos días!». Después, sus palabras se enredaron con el saludo del visitante y, entonces, casi rieron. «¡Por favor, adelante! Esto es la exposición… Ya sabe… Me alegro de que haya venido». Sufrió. Sin embargo, ya estaba. El gesto de invitación a pasar al interior que hizo con su mano izquierda formaba parte de un lenguaje situado por encima de los idiomas y las nacionalidades. ¡Qué bendición! Era un salvavidas, quería decir algo simple: «¡Pase, entre al jardín francés!». El visitante cruzó el umbral junto a ella y se detuvo unos pasos más allá, dentro del vestíbulo. Allí paseó la mirada por el lugar. Muriel entendió que algo estaba sucediendo dentro de ese hombre. Algo en su más profundo interior. ¿Un recuerdo que germinaba asomando pequeñas hojas verdes a ras de suelo en su memoria? Don Cipriano apareció desde alguna parte. Ella le dedicó un gesto para que se mantuviera aparte, que no le dirigiera la palabra. En seguida observó detenidamente a su visitante, pero guardando distancia. No pretendía inmiscuirse en aquella remota intimidad. El botánico había estado allí muchos años antes, entre esas murallas, cuando estudiaba la carrera de agronomía. Sin embargo, ella tenía la información de que la facultad había abandonado sus instalaciones en la Quinta Normal a comienzos de los años setenta del siglo anterior. Un tiempo infinito. Un tiempo que se había aposentado en el cuerpo y en la mirada de ese hombre. Lo podía notar, lo podía apreciar. ¿Y si, desde entonces, él no había vuelto a pisar el edificio? ¿Qué estaría sintiendo en un caso así? Admitió que, en su lugar, para ella serían oleadas de emociones. Pour moi, ce seraient des vagues d’émotions, pensó. Sintió una cierta empatía con el visitante. Y decidió darle su tiempo, no apurarlo para sumergirse en los jardines à la française que iban a contemplar juntos, desplegados en los mismos muros donde quizás él, alguna vez, dejó su mano al lado de la mano de alguna muchacha a la que amara sin decírselo o se apoyó para probar de la muchacha el sabor de sus labios. ¿Habrá sido tímido con las mujeres? Había sido un hombre guapo, eso sí. Il avait été un beau homme, pensó. Aún lo era.

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