Clara en la noche, Muriel en la aurora

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ORANGERIE

En el siglo XVII se construyeron en Francia edificios dotados de grandes ventanales y sistema de calefacción donde se guardaban, en los días fríos del otoño y del invierno, los árboles de naranjas dulces que, durante la primavera y el verano, ornamentaban los jardines franceses. Antecedieron a los invernaderos en doscientos años y, además de albergar naranjos, limoneros, laureles, granados y mirtos, se usaron como lugares destinados a las artes, algunas festividades y los banquetes.

HABÍA SIDO UN día agitado y agobiante. La exposición invitaba a entrar en un jardín francés y recorrerlo como si se estuviera en el lugar. Distintos armazones metálicos instalados en los patios techados del primer piso sostenían proyectores coordinados automáticamente por un computador. Apenas traspasar el umbral de acceso al patio norte, el espectador iba a ser envuelto por imágenes que se desplegaban en los muros, pisos y el cielo artificial de ese espacio, reproduciendo el Castillo de Chambord y los jardines dominantemente verdes que rodean ese exótico edificio. En el patio gemelo del lado sur, las imágenes que debían envolver al espectador procedían del más modesto Castillo de Villandry, cuyos jardines, sin embargo, eran superiores en colorido, estética y vivacidad. Pero en ambos patios, el espectáculo de luces creaba la ilusión de estar en medio de jardines franceses. Puro ilusionismo para resucitar el embrujo entre vegetación y arquitectura, perdido en las abigarradas, neuróticas y agresivas urbes modernas. No faltaban muchos años para que dos tercios de los habitantes del planeta vivieran en ciudades. Estaba previsto que algunas megalópolis llegaran a tener treinta millones de personas. En este escenario urbano, los jardines y las flores llevaban las de perder. Las abejas estaban desapareciendo. Había algunas colmenas en el discreto antejardín de El Louvre, frente al Pont des Arts, e incluso en los techos del grandioso edificio de la Ópera Garnier. El viaje a un jardín francés propuesto en la exposición no era, entonces, una excentricidad o una expresión de esnobismo. Ni siquiera una languideciente muestra de nostalgia. Todo lo contrario: pretendía ser una llamada de atención. Probablemente ya no podía destinarse tanto espacio urbano para disponer de jardines à la française, pero sí podía hacerse un poco de conciencia. Este era el encargo entregado a Muriel por el Jardin Botanique de la Ville de París. Ese era el mensaje inscrito en el viaje virtual que llevaría al espectador por los senderos de Chambord y de Villandry recreados por un juego de luces dinámico y, esperaba, fascinante. Un viaje complementado por las imágenes estáticas que iban a colgar sobre los muros de las demás salas del museo. Los visitantes podrían contemplar grandes fotografías de algunos de los más célebres jardines franceses diseñados por el arquitecto paisajista André Le Nôtre en el siglo XVII y que se conservaban invariables desde entonces: los jardines de Versalles, los del Castillo de Chantilly, los del Castillo de Fontainebleau. Allí se verían, también, el Palacio y el Trianón del parque de Bagatelle, la explanada de acceso con sus esfinges, el jardín del palacio, los árboles del gran parque, sus pequeños puentes, estanques, caídas de agua; sobre todo bellas tomas de la rosaleda de mil doscientas especies que era parte del jardín desplegado delante de su Orangerie. En fin, se descubrirían las tres hectáreas de jardines, salpicados de estatuas y ejemplares de topiarios que, en pleno París, rodeaban el Hôtel Biron, la última residencia del escultor Auguste Rodin.

MURIEL SE HABÍA tumbado de espaldas sobre la cama. Sin pantalones, para quedarse en bragas y con los pies desnudos, los brazos abiertos y extendidos. Miraba el cielo de su habitación en un hotel del santiaguino barrio Lastarria. Estaba cansada. En el museo apagaron la luz cuando Cipriano y los operarios terminaron de montar las armazones y los equipos de proyección. Pero aún faltaba por lo menos un día completo de trabajo. O más. Quizás la exposición era un montaje ambicioso. Peut-être trop ambitieux, pensó. Tenía en su mano derecha una copa y, mientras repasaba en silencio el trabajo pendiente, removía con lentitud el resto del Aperol spritz que había pedido en la barra del bar cuando llegó al hotel y que diez minutos después le subieron a la pieza. Iba a ducharse y subir al comedor para cenar. Más tarde encendería su computador para revisar material y visitar archivos sobre la Hacienda Quilpué. Sin embargo, de momento no quería moverse. Dejó la copa en el suelo y se dio media vuelta para quedar sobre su estómago en la cama. Del velador tomó su celular, lo desbloqueó y abrió la aplicación de WhatsApp. Fue al grupo titulado Emma et moi y pulsó el signo del teléfono. Cuando escuchó la voz somnolienta de Emma se disculpó:

—Sé que allá es tarde, lo siento —dijo—. Pero necesitaba hablar con alguien…

El sonido era maravillosamente nítido, pese a la enorme distancia entre Emma y ella. Esto la alegró. La escuchaba como si su hija estuviese en la habitación del lado. Esperó a que cesaran los reproches enviados desde el otro extremo de la conexión: «Acababa de dormirme, mamá. Mañana tengo una reunión muy temprano y ahora no podré volver a pegar los ojos…». La voz de Emma chocaba con el silencio de Muriel. Sabía que si la irritación de su hija no encontraba sus oídos, terminaría por extinguirse. La dejó continuar sin oponerle palabras. Hasta que Emma concluyó «¿Qué quieres?». Muriel repitió sus disculpas: «Lo siento, de veras que lo siento… Solo que no hemos hablado desde que llegué». Emma estaba despierta: «Para, mamá, ya tienes mi atención. ¿Qué me quieres decir?». Muriel se levantó de la cama, tomó su copa y fue a sentarse a un sillón, junto a una mesa cubierta de utensilios de hotel: una bandeja donde había papel con membrete y lápiz, algunos folletos turísticos, un libro sobre cosas que hacer en la ciudad y pletórico de publicidad, una carpeta forrada en cuero con una hoja de instrucciones y datos de interés adentro. «Está bien», dijo Emma, «¿cómo fue tu día?». Muriel pensó que eso estaba mejor. Se había disipado el malhumor. Le respondió que el día había estado bien, agotador, quedaba tanto por hacer todavía, tú sabes cómo son estas cosas. Cada detalle cuenta, pero saldrá bien. Le contó que se había reunido con el director del museo, rutina diplomática. Un hombre agradable, interesante en todo sentido. Lo malo es que él lo sabe. Ahí está el problema. En realidad, ese es siempre el problema. Subrayó la siguiente frase: «Se saben interesantes». O inteligentes. O guapos. Aceptó el reproche y, riendo, lo admitió: «Sí, es mi culpa». Pero, ¿qué puedo hacer? Todavía no tengo cincuenta años y aún soy sensible al encanto masculino. Le dijo que había códigos universales, aunque otros eran locales y que le costaba descifrarlos. Por ejemplo, el tema de la distancia física entre personas de sexos opuestos. Le comentó que había un hombre a cargo del montaje de la exposición. Un encargado algo cargante. No es que haya hecho algo en que se hubiese sobrepasado, juega al límite, eso así. Y están los operarios. Le dijo que no le preocupaba el sentido de sus pensamientos o de sus miradas. Trabajaban. Y esto contaba suficientemente. También había otro hombre, el conserje. Algunos lo llamaban don Cipriano. Por respeto. Un hombre a punto de entrar en la vejez, un hombre insuficiente, en el que nunca se hubiera fijado. Sin embargo, había algo taciturno en su persona. Y algo oculto en su personalidad. Dijo no saber si esto era parte del ser de muchos de los hombres locales. Se preguntó qué ocultaba y se respondió que quizás tuviera tiempo de averiguarlo. Un mes en la ciudad quizás era bastante tiempo o muy escaso, según qué propósito, ¿no te parece? Aprovechó de preguntarle por Philippe: «¿Estás bien con él?». El novio de Emma no le desagradaba en particular, pero tenía el presentimiento de que, tarde o temprano, iba a traicionarla. Demasiada independencia, demasiada billetera, demasiada ostentación de testosterona. Esto lo calló, no se lo dijo. Lo que le dijo fue que estaba contenta de que estuviera bien, que fuese a tener una reunión de trabajo. A propósito, le comentó que iba a revisar alguna de las charlas preparadas para sus talleres sobre el jardín francés. Había encontrado material local. Y dedicaría una para hablar de las orangeries, aquellos edificios hechos para cuidar árboles y plantas. No todo el mundo sabía lo que significaban. Las habían inventado los italianos para los jardines renacentistas y las llevaron a su esplendor los arquitectos y jardineros franceses. De la limonaia, o el giardino d’inverno, se pasó a la orangerie. Cierto, las habían inventado para proteger cítricos y otros arbustos exóticos destinados a jardines de privilegio. Pero lo realmente importante era el concepto que había permanecido en el tiempo y en la cultura: esos eran edificios de espléndida arquitectura para crear microclimas donde algunas especies vegetales, «tan injertadas en nuestros paisajes —así lo pensaba— que su origen llega a parecernos propio», podían sobrevivir a las peores inclemencias. El privilegio del pasado se había convertido en una esperanza para el futuro en un mundo crecientemente inhóspito. Le dijo que había pensado hacer un fotomontaje para mostrar una colonia humana en Marte con la Orangerie del Parque de Bagatelle o la del Jardín de las Tullerías. «Un poco mucho», le respondió Emma. Y Muriel se rio: efectivamente, podía ser un peu beaucoup. Pero el mensaje no podía estar más claro, ¿no te parece? La creatividad y la virtud bien utilizadas. «Es tarde», le dijo Emma. Muriel le respondió que lo sabía. Por eso iba a dejarla dormir. Bonne nuit, susurró. Y volvió a quedarse sola. Se levantó del sillón y recogió del suelo la copa con el resto de Aperol spritz, para apurarlo de un trago.

Media hora después, duchada y vestida, Muriel subió al comedor del hotel. Desde ese piso superior se veían las luces de la ciudad extendidas como una mancha de antorchas. Pidió una copa de carménère, que el mesero, un tipo joven, barba de tres días y peinado disparejo, definió como vino tinto, de cepa extinguida en Francia y sobreviviente en el país, así que única en el mundo, con aroma a frutos rojos y violetas, algo inmaduro, aunque no mucho, y de taninos más suaves que el cabernet sauvignon. La explicación le cayó bien. Decidió probar una copa y se sentó a una mesa junto al ventanal. Eligió su cena.

 

Los efectos de las luces interiores y exteriores, en la noche santiaguina, producían un reflejo curioso: las mesas del comedor parecían flotar como nubes sobre la ciudad. Varias estaban ya ocupadas. Pasajeros y visitas, sin duda. Evocó a Emma. Estaría durmiendo. Saltó a lo que le quedaba por montar de la exposición, tres días antes de la apertura. Tiempo suficiente, pero no para echar demasiadas horas por la borda. Haría fotos de la inauguración para mandárselas a Emma. Le hubiera gustado tenerla con ella para que fuera testigo de cómo se desempeñaba profesionalmente en un medio extraño y distinto.

Primer plato de su cena.

No se atrevía a relajarse. Su presencia allí no era parte de la naturalidad de aquel lugar, ni de la ciudad. No había viajado para hacer turismo, sino para hablar de jardines, arquitectura, cultura y desafíos de la modernidad urbana. Le agradaba la ciudad que hasta ese momento había visto. Poco todavía: el barrio del hotel, bohemio y algo híbrido, y el que estaba próximo al museo, con una gran avenida que pasaba junto al parque de la Quinta Normal y que parecía estar recuperándose de una prolongada decadencia. Árboles en una lucha desventajosa contra la polución de miles y miles de motores. La urbanización del mundo era imparable. La pregunta sobre la que quería fundar su reflexión decía así: ¿resultaba posible humanizar ese proceso, ya que no era posible detenerlo antes de que hubiera desencadenado todos sus impactos, algunos quizás irreversibles? Y si era posible, ¿entonces hasta qué punto? La cuestión era encontrar la fórmula para resolver el conflicto entre naturaleza y urbanización. En esa fórmula, los jardines tenían su parte. Lo creía firmemente. La respuesta estaba en la cultura y, más precisamente, en la cultura de los jardines. Esto es lo que llegaba a proponer: conocer una de las corrientes de la jardinería. El jardín francés. ¿Qué habían pensado sus creadores? ¿Por qué? ¿Y qué lecciones aún eran válidas? Paseó la mirada por las mesas del comedor. Mesas compartidas por cuatro hombres o mesas de dos parejas, mesas de dos hombres o una pareja, mesas con una persona, solo hombres, y una única mesa con una sola mujer. La suya. Observó el ventanal. Descubrió que tenía encima la mirada de un tipo solitario. Oblicuamente. Pensó que un efecto del reflejo de las imágenes en el vidrio podía distorsionar los ángulos.

No vio llegar al mesero junto a su mesa para retirar el primer plato y dejar el segundo.

Su aparición repentina había roto el eslabón de la mirada de un hombre sobre ella. Pero, ido el mesero, la cadena se había restablecido y allí estaba el hombre, mirándola furtivamente. Y descubrió que también la miraban desde la mesa ocupada por cuatro hombres. Acaso estuvieran hablando de ella. Una competencia desleal, porque estaba sola. Sin la complicidad de una pareja, hombre o mujer, daba igual en esas circunstancias, donde cobijarse, donde sentirse más segura. A veces, como en ese minuto, echaba de menos la relación que había terminado apenas un año antes y que duró tres años. O la anterior, que terminó cuando empezó esta última, duró cinco años y empezó después de que concluyera la previa, que subsistió por dos años y puso término a la relación con el padre de Emma, que no echaba de menos porque había sido un amor enfermo, bipolar, que lo único grato que le dejó fue, precisamente, a Emma. Ahora ya no estaba para empezar ninguna relación que aspirase a ser estable. Era un falso sueño, que estaba enterrado. Lo había sustituido por encuentros esporádicos. A veces torpes, a veces carnalmente satisfactorios. Los aceptaba, nada más. Pero tenían que darse demasiadas condiciones. Y ella era quien las establecía. No una mirada furtiva o un diálogo bobo, a la distancia, sobre su persona. Porque los tipos hablaban de ella, por supuesto. Los hombres de la mesa de a cuatro. Había otras dos mujeres en el lugar, pero ellos estarían discutiendo acerca de quién se filtraría en su habitación para meterse con ella en la cama. Era lo que solían discutir los hombres en presencia de una mujer sola. Cómo hacerse con la presa, las estrategias de avance y el golpe final. Un código universal. Y no estaba de ánimo para soportar estupideces. Así que miró hacia ellos con cara de fastidio. Eso era, fastidio. El mismo sentimiento que la había visitado durante ese día de tanta exigencia con el hombre a cargo de la exposición en el museo. Era esto lo que le molestaba. Y la molestia conducía a ella misma, más allá de los personajes que habitaban en ese momento el comedor del hotel. El problema no era el lugar, ni las circunstancias, sino ella misma. Hacía tiempo que no estaba bien. Quizás había aceptado viajar al otro lado del mundo porque el cambio de aires le daba una oportunidad para revisarse y mejorar. No se hallaba aún en la fase del declive, sino en la de la vigencia. Como el jardín à la française, cuya vigencia duró cien años. Cien años de esplendor.

Entonces vio llegar al mesero para retirar el segundo plato y ofrecerle la carta de postres. Sin embargo, Muriel la rechazó, porque no ordenaría postre ni café.

El mesero se retiró, acostumbrado a la indiferencia de los clientes, y ella se levantó de la silla, miró con vacía neutralidad el espacio que la rodeaba y avanzó hacia los ascensores. La presa se iba, elegante y ágil. El mensaje quedaba a su espalda, reverberando en el aire, para quien quisiera descifrarlo: sepan ustedes que nada de interés hay en este lugar. Origen, auge, vigencia y declive; las cuatro fases del jardín francés. Además de su legado. Para eso estaba ella en la ciudad: hablar de más de dos siglos de cultura, de principio a fin. Para hablar del culto a los jardines también en su presente. Ahí les dejaba eso… Y desapareció en el ascensor.

MURIEL SE QUITÓ los pantalones y así se instaló, de piernas cruzadas, sobre la cama. El computador portátil sobre sus muslos. Lo encendió y activó el navegador Chrome. En el rectángulo de búsqueda en Google, tecleó la frase que tenía en su celular: «Hacienda Quilpué». La página digital que se abrió anunciaba cerca de trescientos veintisiete mil resultados. Inmediatamente debajo ofrecía un conjunto de doce imágenes ordenadas en tres hileras de a cuatro. Situó la flecha del cursor en la foto superior izquierda y pulsó la tecla «Entrar». Se desplegó una página de múltiples hileras de cinco fotografías cada una, donde se combinaban imágenes antiguas del edificio principal y parte de su jardín —el espejo de agua y los cipreses topiarios a sus costados—, con imágenes recientes de sus ruinas y abandono. La primera imagen de la primera hilera era un archivo con extensión jpg, de un solo elemento: una foto en colores de parte de las ruinas del palacio. Volvió entonces a la página anterior y señaló con el cursor la segunda imagen: una foto de época, en blanco y negro, donde se veía el edificio del palacio en todo su esplendor arquitectónico, parcialmente reflejado en el espejo de agua, el bello muro de cipreses topiarios podados como altos cilindros, terminados en conos de punta roma, y cinco mujeres paradas a la orilla del espejo de agua en primer plano. La imagen, probablemente captada en los años veinte o treinta del siglo XX, era una bonita composición. Cliqueó la tecla «Entrar» y se abrió un archivo de texto en castellano, datado en 2015, que leyó con lentitud para entender su contenido. Hablaba del lamentable estado del edificio y sus jardines, un conjunto iniciado en 1886, y del intento de rescatistas patrimoniales para recuperar, al menos, parte del parque: los hermosos cipreses cilíndricos que circundaban el espejo de agua habían sido talados y solo quedaba, en el parque, un solitario ciprés, un alcornoque y un pequeño grupo de araucarias. Calculó que, si los cipreses que bordeaban el espejo de agua hubieran sobrevivido, tendrían ciento treinta años, si no algo más. Serían unos magníficos árboles. Se preguntó cuándo los habían talado y para qué. Aceptó que esta pregunta tenía una respuesta más que probable: para vender su madera. Así que, idos los cipreses, solo permanecían aquellos árboles en un parque de más de siete hectáreas y las ruinas del palacio como vestigio de toda la magnificencia arquitectónica y paisajística que alguna vez había rodeado a las cinco jóvenes de la imagen que acompañaba el texto. Como ellas, el edificio y el parque se habían desvanecido. Regresó a la página anterior y fue visitando imagen tras imagen. Como cajas chinas, cada una se abría en otra multiplicidad de imágenes, aunque no siempre relacionadas con el mismo tema. Le gustaron las fotos antiguas del palacio y su jardín donde había gente: en una se veían, de espaldas, un par de fotógrafos que preparaban una cámara de cajón sobre trípode para retratar, desde la cabecera del espejo de agua, a varias personas dispersas al fondo de ese espacio del jardín. Un hombre parecía estar dentro de la pileta del espejo de agua, entre nenúfares, plantas que no existían originalmente porque distorsionaban el reflejo del edificio. Otras personas se hallaban paradas junto a los macizos cipreses cilíndricos. Calculó la altura de los árboles: de ocho a diez metros. Por la ropa de los fotógrafos, estimó que la foto era de los años sesenta del siglo XX. Así que los cipreses habían sobrevivido por lo menos durante ochenta años. En otra imagen había cuatro mujeres jóvenes, sentadas al borde del espejo de agua y acompañadas de un perro dálmata y un setter irlandés. Observó que detrás de ellas, los cipreses plantados en media luna, para cerrar el espacio del espejo de agua, conformaban una empalizada, un muro compacto en el que no se distinguía un árbol de otro, y que en ese muro los jardineros habían abierto cuatro grandes huecos, como si fueran ventanales, que permitían extender la vista, desde el palacio hacia el parque. Le recordó la empalizada de remate del jardín francés del parisino Hôtel Biron, en la calle Varenne, donde Rodin había vivido, amado y trabajado. También allí, el espacio del jardín se cerraba, al fondo, con topiarios podados en forma de un muro dispuesto en luna menguante junto a una fuente redonda, no un espejo de agua rectangular, con grandes huecos abiertos en el follaje que permitían mirar más allá del muro, hacia un pequeño ámbito ajardinado y la reja que lo separada del recinto y los jardines del Lycée Collège Victor Duruy. La copia no era vergonzosa. Resultaba obvio que los jardineros chilenos habían querido explícitamente copiar a los franceses. Y el resultado era feliz. La copia estaba bien hecha. Muriel dedujo que la foto databa, probablemente, de los años treinta. Aún no había nenúfares en la pileta del espejo. Le llamó la atención otra foto en que la parte central del edificio aparecía duplicada, como una perfecta imagen inversa, al reflejarse en el agua quieta. Y se asombró con una foto tomada desde el aire. Se podía observar el edificio completo y un jardín francés compuesto por un gran espacio cuadrado, dividido en cuatro cuadrantes vegetales por el trazado de dos senderos en cruz con un macizo circular en el cruce, y, a continuación, el largo y más estrecho espacio rectangular del espejo de agua circundado por los cipreses cilíndricos. Tras los cipreses, y rodeando el conjunto del edificio y su jardín francés, la vegetación arbórea y arbustiva del gran parque de la hacienda, desordenada al natural, subrayaba la excepcionalidad del conjunto arquitectónico y paisajístico. No había otra imagen igual. En esto, el parecido con Bagatelle tampoco era vergonzoso. Más simple, era cierto, pero más próximo que al Versalles de Luis XIV. Y, sin embargo, a juzgar por los vestigios del edificio y del jardín, verdaderamente notable, por la similitud con el modelo francés y, sobre todo, por el conjunto conseguido, la simbiosis entre arquitectura y paisaje. Le Nôtre lo hubiese aprobado. Pensó que, quizás, podría integrar esa fotografía a la charla programada para alguno de sus talleres. Debería ir pronto al lugar, que le pareció cercano a una ciudad llamada San Felipe, para reconocerlo por sí misma y percibir, en su abandono, lo que había sido. Como en toda ruina, existía algo fantasmal en aquellos restos. Los restos eran siempre partes que quedaban de una existencia. La vida había florecido allí, y no solo en los seres humanos y en la vegetación. Aunque inerte, el edificio había estado lleno de posesiones. Objetos, espacios, modos y gustos de alguien. Así que la vida también había estado impregnada en la arquitectura. Y donde había existido vida siempre quedaban presencias, algo que sugería, algo que atestiguaba: el contorno del espejo de agua donde habían pisado las chicas de las fotos, los tocones de los cipreses cilíndricos, los senderos por donde la gente había caminado quizás con qué pensamientos y con cuáles sentimientos, la escalinata de acceso al edificio desde el jardín por donde habían pasado los hombres y mujeres que alguna vez estuvieron en una u otra de sus cien habitaciones ya inexistentes. Las personas que se ocupaban de las funciones del edificio y de la pervivencia del jardín. Muriel estaba crecientemente intrigada. Retrocedió a la primera página que se desplegó al activar el navegador y fue al primer resultado: «Hacienda Quilpué - Wikipedia, la enciclopedia libre». Cliqueó dos veces sobre el lado izquierdo del botón inferior de la almohadilla táctil de su computador y apareció la página de Wikipedia dedicada a la Hacienda Quilpué. Comenzó a leer detenidamente el texto organizado según un índice de once entradas. Le costaba avanzar. No estaba acostumbrada a leer en castellano, así que en una nueva ventana abrió el traductor de Google y fue ingresando en el casillero «Español», uno a uno, los párrafos copiados de la página web de Wikipedia. Descubrió que una mujer había iniciado la construcción del edificio y el diseño del jardín en 1886. Otra sorpresa asociada con el lugar. Le gustó que hubiera una mujer como protagonista. Anotó su nombre para googlearlo otro día: Juana Ross Edwards. Apellidos ingleses, de mercaderes asentados en el puerto de Valparaíso. ¿Quiénes eran? Habían llegado al país en los años de su independencia de España, ¿qué los había motivado? Ingleses con gustos franceses, que construían palacios de arquitectura francesa y diseñaban jardines à la française, ¿por qué? Nada de esto se decía en la página. Tampoco había una explicación acerca de cómo habían hecho su fortuna, aunque hicieron mucha fortuna e invirtieron en tierras. Muchas tierras. Muriel se asombró del tamaño de la Hacienda Quilpué: más de cuatro veces el Bois de Vincennes, el mayor de los parques públicos de la Île-de-France. Solo la parte de riego y cultivo superaba las novecientas hectáreas del bosque de Vincennes. Una posesión inmensa. Supo que sus dueños la dedicaban principalmente a la producción de trigo para la exportación y de pasto prensado para forraje de los animales que tiraban carros en Santiago y Valparaíso. Y lo que más le interesó: tenía una viña de la que se obtenía uva de mesa y había una chacra, una huerta de hortalizas, un olivar y un huerto de árboles frutales. Al momento de iniciarse la construcción del palacio ya existían varias edificaciones antiguas en la hacienda: galpones, bodegas, talleres, una lechería, pero no una orangerie para árboles cítricos y otras especies delicadas. Significaba que el clima era benigno, sin grandes fríos, sin grandes calores. Casas viejas contrapuestas a las espléndidas casas nuevas. Muriel reparó en dos fotos yuxtapuestas en la página: una del palacio y otra de la casa rústica, de barro y paja, de una familia campesina. La comparación mostraba lo que había sido una diferencia agraviante, un contraste ofensivo. Marcó el título de la siguiente entrada del índice —«El inquilinaje»—, lo copió y lo pegó en el traductor, pero las palabras arrojadas por el computador en el casillero «Francés» parecían erradas: La location. Esto era un arrendamiento, lo que suponía un arrendador y un arrendatario. Pero si se trataba de un arrendamiento, ¿qué arrendaba el arrendatario en una propiedad privada como la Hacienda Quilpué, cuatro veces más grande que el Bois de Vincennes? Muriel marcó el párrafo de texto, lo copió y lo ingresó en el casillero «Español» del traductor: comprobó que, efectivamente, había alguien que arrendaba un pedazo de tierra para sembrar, con casa y huerto, pero que estaba obligado a trabajar en la hacienda a cambio de una paga en especies. Entendió que a ese arrendatario se lo llamaba «inquilino» y que, pese a la pobreza que mostraba la fotografía de una familia de inquilinos, él no era el campesino más pobre. Muriel suspiró. Se le escapaban muchos detalles. Dedujo que, si había hombres más pobres, quería decir que la hacienda se asentaba en un orden social tan frágil, pero también tan peligroso, como un polvorín. Y que, como un polvorín, necesitaba un control estrecho y firme. Imaginó que la disciplina era estricta y que las infracciones debían ser castigadas con severidad. Supuso que habría habido varios episodios de turbulencia rural y represión en el país. Un polvorín. Y de esto sabían en Francia. El polvorín social más grande tenía un año: 1789. Un siglo antes del inicio de la construcción del palacio en la hacienda. Como si ni una gota de agua hubiera pasado bajo el puente entre esos años: 1789 y 1886. Muriel leyó el título de la última entrada del índice de la página: «Reforma Agraria». Esto había de llegar. Inexorablement, pensó. Con retraso, quizás; con más o menos violencia. Pero sin ninguna duda. Marcó el párrafo y lo incrustó en el traductor. Entendió que, a partir de 1966, ochenta años después de puesta la primera piedra en el edificio de la Hacienda Quilpué, se había iniciado un creciente proceso de expropiación de tierras y de organización campesina que había terminado agitando violentamente las áreas rurales del país. También entendió que había habido una brusca detención de ese proceso en 1973 con un golpe de estado y que en la Hacienda Quilpué los militares subversivos habían ocupado el palacio. Leyó la traducción: «…et les paysans ont été menés dans la maison des patrons (palais), où ils ont été formés en rangées et identifiés».

 

En su memoria apareció un recuerdo aprendido, no suyo, porque ella aún no nacía en ١٩٤٢, pero cuyos rastros aparecían en placas de mármol con inscripciones de in memoriam que estaban empotradas en los muros de todos los barrios de París. En realidad, era un hecho de la historia de Francia conocido después como la redada del velódromo de invierno. Ahí estaba, ahí había prendido, en su memoria juvenil sensible y ávida, y ahora aparecía en su cabeza como el brote de una planta asomando a la superficie de un almácigo: la Rafle du Vélodrome d’Hiver. Por eso sabía que una redada, más o menos violenta, más o menos masiva, tenía consecuencias: los miles de hombres, mujeres y niños judíos atrapados en la operación «Viento primaveral», los días 16 y 17 de julio de 1942, en París, fueron reunidos en ese recinto deportivo y, desde allí, derivados a campos de concentración en Drancy, Beaune la Rolande y Pithiviers, para ser deportados, después, a los campos de exterminio nazis en Europa oriental.

Así que, pensó Muriel, debieron haber ocurrido ciertas cosas en la Hacienda Quilpué. Pero, ¿qué exactamente? ¿Qué había sido de aquellos campesinos apresados en la redada? El texto traducido no lo decía. Solo añadía que, desde el momento de la ocupación militar de la Hacienda, las labores productivas se reanudaron bajo la supervisión directa de los militares.