Conciencia histórica y tiempo histórico

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La historiografía actual ha ahondado en el análisis de las experiencias históricas del hombre contemporáneo, que son: en lo político, la declinación y destrucción del sistema europeo, la disgregación de los imperios coloniales y el nacimiento del Tercer Mundo, la crisis del liberalismo y el surgimiento del socialismo y de nuevas formas de democracia; en lo económico, la crisis del capitalismo y la aparición de nuevas formas de industrialismo e imperialismo; en lo social, la explosión demográfica, la crisis del individualismo y la expansión de la masificación; en lo cultural, el formidable desarrollo de la ciencia y de la técnica y su ideologización, como así también, la evasión del arte, la filosofía y la religión. Todas estas experiencias históricas han provocado, en el nivel existencial, las vivencias más negativas y dolorosas: de la explotación, de la alienación, del fracaso, de todas las formas de la opresión y del sometimiento; pero han conducido, por una suerte de dialéctica, a un alto grado de concientización, el mayor, quizás, que ha alcanzado el hombre en su historia. Y como resultado de este análisis, la historiografía de hoy -a través del amplio aspecto de corrientes y escuelas que abarca-, ha caracterizado nuestro presente vigente por rasgos unánimemente reconocidos: indivisibilidad de la riqueza y la miseria, indivisibilidad de la libertad, solidaridad y personalidad inalienables de los pueblos, inseparabilidad de política y economía, descolonización progresiva y creciente, necesidad de integración de las naciones, raíz y destino popular de la cultura, función social de la educación, de la literatura y del arte, misión formativa y liberadora de la filosofía y de la religión, subordinación de la ciencia y la técnica a la totalidad del saber y a la eticidad, y, finalmente, desideologización y humanización del hombre por la historia como praxis y como conocimiento. Con estas categorías ontológicas y ónticas, con estas categorías constitutivas y heurísticas, que respectivamente expresan el ser de lo histórico y de nuestra presencialidad, la historiografía actual resuelve también la polémica entre las metodologías analíticas y las sintéticas, o constructivas, a favor de estas últimas, que subordinan la sincronía a la diacronía, y los métodos estructuralistas, cuantitativos, psicológicos, y otros igualmente explicativos, a los interpretativos y dialécticos.

En síntesis: la epistemología de la historia y la historiografía actuales nos aclaran cómo debemos abordar la realidad histórica, y nos alertan expresamente contra el peligro de un acercamiento a ella con criterios y categorías extrahistóricos, vale decir, con intereses estrechamente personales o de grupo, y con esquemas metafísicos, lógico-formales, psicológicos, funcionalistas o lingüísticos, porque todos estos enfoques, más profundamente ideológicos de lo que creemos, pueden suscitar en nosotros una ilusión de practicidad, de haber penetrado en el acontecer histórico mismo y de estar actuando y gravitando en él. Vana ilusión, por igual perniciosa para nuestra existencia y nuestro saber históricos, que no tardará en desvanecerse y enfrentarnos a nuestra deserción.

¿Cómo ha llegado la historiografía de nuestros días a estas definiciones y categorías del tiempo y de la conciencia históricos que acabamos de esbozar y constituyen las bases firmes e indispensables (ya imposibles de ignorar) para sus tareas de investigación comprensión e interpretación? A través de una reflexión filosófica que ha acompañado en forma sostenida el desarrollo del conocimiento histórico, pero que se afirma desde el surgimiento de las ciencias humanas en el siglo XVI, y alcanza su máxima intensidad y sistematización a partir del siglo XVIII, prolongándose ininterrumpidamente hasta el presente. Es este proceso el que nuestra obra pretende mostrar, conjuntamente con las importantes consecuencias que de tales concepciones se derivan para la cultura y el mundo contemporáneos, y en especial para el compromiso histórico del hombre latinoamericano.

4 Perimir: caducar un procedimiento por haber transcurrido el término fijado por la ley sin que lo hayan impulsado las partes. (Diccionario de la Academia Española, edición en línea). [Nota del editor].

5 El propio Marx que, ya lo hemos dicho, subvierte la relación hegeliana entre ser y pensamiento, expresa respecto de la realidad histórica: “No basta que el pensamiento tienda hacia la realidad; la realidad misma debe tender hacia el pensamiento” (1975, Contribución a la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel).

6 Esta “indestructible compenetración ontológica” -como acertadamente la ha calificado Francisco Fernández Santos (1966)- entre objetividad y subjetividad se pone más allá de la oposición entre realismo e idealismo. Véase también Rotenstreich, 1965.

7 Sin él -como dice [Jean-Louis] Vieillard-Baron (1979)- el hombre quedaría “exiliado” de la historia, pues no lo busca por mero deseo de saber, sino para encontrar y fijar en ella su propio lugar, para “situarse”.

8 Véase [Jean Marie] Matagne, 1972, El término de ideología; [Kurt] Lenk, 1974; [Karl] Mannheim, 1973, Ideología y utopía; y [Paul] Ricoeur, 1974.

9 Esta fuente de las Ideologías en la existencia social, las diferencia de las Visiones del mundo y de la vida, que tienen su raíz en la existencia individual y que son asumidas siempre como un credo personal, aunque puede haber concepciones comunes. Naturalmente una Weltanschaung puede reunir (y de hecho reúne) elementos científicos, filosóficos, religiosos, de la vida cotidiana, etc.; pero una teoría científica o filosófica se convierte en la totalidad, o en parte, de una concepción del mundo, cuando es creída.

10 Y hoy por Müller, [Kostas] Axelos, [György] Lukács, [Capek] Milic, [Hans] Lenk, [Moritz] Geiger, y otros.

11 Según Burke (que se inspira en Hobbes), las ideologías surgen cuando una formación socio-histórica entra en crisis, a fin de apuntalarla o combatirla. Ver, al respecto Geertz, 1971, y Lefort, 1968, L’Ere de l’Ideologie.

12 Tales como la combatividad, la fe en el triunfo final, el convencimiento de justicia, etc., que según [Frederick] Watkins (1970, La era de las ideologías) le son concomitantes desde los procesos sociales derivados de la Revolución industrial.

13 En cuanto a la historia sobre el presente desde el presente mismo, requiere que este sea entendido en un sentido eminentemente proyectivo, casi exclusivamente como enderezado a un futuro, razón por la cual debe enfatizar y profundizar la búsqueda de lo que en el presente vigente anticipa o prefigura, el presente en advenir.

1

Introducción

Cuando leemos las Vidas paralelas de Plutarco, sentimos, de pronto, que estamos transitando por un mundo radicalmente distinto del de nuestra realidad cotidiana y de nuestra experiencia individual, un mundo en que se dilucidan situaciones que hacen a la vida de la humanidad.

Advertimos, entonces, que hemos penetrado imperceptiblemente en él a través de datos, referencias y anécdotas de personajes y hechos que han perdido su “particularidad” para ser absorbidos y quedar inscritos en el contexto más amplio de un universo público, dentro del cual juegan un papel y cumplen una función completamente diversos. Ya no cuentan, en efecto, por su índole privada o su alcance individual, sino en relación con procesos, fines e intereses que los trascienden totalmente y suelen resultar, a la postre, contrapuestos a aquellos. Por eso vemos a hombres sobresalientemente dotados, que han afrontado todo tipo de riesgos y realizado proezas de excepcional magnitud, experimentar las más complejas vicisitudes, ser víctimas generalmente de las fuerzas que han desatado y de los personajes que han elevado, y cometer a veces ellos mismos actos abusivos y crueldades que no están a la altura de su propia condición, ni podría ninguna conciencia moral individual justificar o consentir. Reciben por lo común, en compensación de sus hazañas, el embate de la adversidad, e insisten no obstante, sin doblegar su voluntad, como llevados por un seguro instinto, en emprender un nuevo itinerario, hasta el éxito o el derrumbe final. Pero casi simultáneamente comprendemos también que todos estos hombres tienen -por lo menos- una oscura conciencia (una suerte de sentimiento o certera intuición) de ser algo más que individuos privados y de estar inmersos en una conflictividad propia, no de su existencia personal, sino de una realidad humana, en gestación, que abarca, en su universalidad, por igual a sabios e ignorantes, a magnánimos y mezquinos, a probos y abyectos -de una realidad, en suma, que nos comprende a todos y va emergiendo, lenta pero constantemente, de la confluencia de esa heterogeneidad individual-. Y así entendemos que tales hombres asuman, en relación con sus capacidades, derechos y prerrogativas que repugnan a la conciencia moral personal, pero por la cual ellos nunca admitirían, por su parte, ser juzgados. Ya desde el temprano Humanismo del Renacimiento intriga y preocupa, siendo tema de gran difusión, esta adversidad que acecha y persigue a los hombres históricos (o, como se decía en la época, a los caracteres nobles, Trinkaus, 1940), que la tradición atribuía a una especie de celoso destino (a la manera griega) que nivelaba trágica e inexorablemente los impulsos prometeicos del hombre (resolviéndose así la injusticia particular en una justicia total preservadora del orden y el equilibrio cósmicos). Pero todavía no se había discriminado claramente que ese dominio donde la injusticia y el infortunio apabullaban y destruían implacablemente los seres más valiosos, no era el Cosmos con mayúscula, sino simplemente el mundo más modesto, cercano y familiar de los propios hombres.

 

¿Qué es, pues, esta realidad histórica que en apariencia se niega a sí misma y que, por un personaje que encumbra o glorifica, aniquila y devora –como Saturno­ a miles de sus mejores hijos, precisamente a quienes desarrollan e impulsan sus posibilidades más íntimas y fecundas? ¿Es la historia la salvación o, paradójicamente, la crucifixión del hombre, su irremediable destrucción?

Nadie ignora que esa paradójica realidad, hasta ahora tan sinópticamente descripta, es el objeto propio -si no exclusivo- del conocimiento histórico. Pero no todos se percatan de que ella no existe ni se constituye sin algún grado de conciencia respectiva. Esta conciencia, en su forma más primaria o elemental es la simple captación de que ciertos hechos, acciones, obras o procesos son modos de realización del hombre. Le falta naturalmente a esta conciencia histórica incipiente discriminar, entre otras cosas, qué dimensión o nivel del hombre se realiza en la historia, por determinación de quién y de qué conductos; o sea, le resta adquirir su total claridad y pleno desenvolvimiento. Sin embargo, en su misma e inicial simplicidad, ella contiene virtualmente notas de gran importancia para una descripción fenomenológica. Así: 1) la advertencia de que la historia es la realización del hombre hace del ser histórico una dimensión eminentemente humana, rasgo que si no define radicalmente su naturaleza, por lo menos la delimita y la distingue de otros dominios ontológicos, como el metafísico y el teológico, sin pronunciarse respecto de sus posibles conexiones; además, 2) la condición humana de la historia lleva implícita la condición histórica del hombre, como un ser para el cual la historicidad es indeclinable, aunque no quede aún especificado, en esta primera aproximación, si ella es o no el ámbito exclusivo de su realización; en tercer lugar, 3) el reconocimiento de la recíproca condicionalidad de hombre e historia revela la índole objetivo-subjetiva de la realidad histórica y -dada la ineludible subjetividad del hombre- la necesidad inevitable de una toma de conciencia como el requisito para el propio ser de la historia; y finalmente, 4 ) las aclaraciones que surgen de esta somera incursión proporcionan criterios bien precisos para distinguir la verdadera realidad y el verdadero conocimiento históricos de los que no lo son.

Sobre la base de estos datos preliminares, estamos ahora en condiciones de iniciar un análisis ordenado y penetrar, con mayor amplitud y profundidad, en el problema planteado.

2

En la historia se realiza el hombre

Desde el punto de vista historiográfico, ha sido Tucídides (1969), el primero, quizás, en asignar explícitamente a la historia un sentido inmanente y humano. Pero la Historia de la cultura y la Antropología ubican hoy este tipo de conciencia cultural en la denominada edad heroico-legendaria, que sucede a las culturas míticas. En estas, en efecto, el mundo humano y la existencia carecen de autonomía, pues se definen y valoran en función de los arquetipos míticos, modelos de toda realización cósmica o humana, que existen desde toda la eternidad. Los hechos y las obras del hombre no configuran, por lo tanto, frente a este mundo supratemporal sustraído a la mudanza del devenir, otra forma de realidad, con un curso y una ley propios. Los arquetipos míticos son el modelo de lo que siempre se repite, y el mundo del hombre, del acontecer puntual, del presente discontinuo, sólo puede adquirir realidad en cuanto imite o reitere (Cassirer, 1962) ese ser perfecto y originario, dimensión del tiempo sano (Sedlmayr, 1954), o del eterno presente (sin los momentos diversos -éxtasis- del pasado, presente y futuro). En cambio, desvinculado de este, desprendido de su fuente, pierde realidad y se abre entre ambos un abismo infranqueable, una separación tajante, porque el devenir y lo profano -como dice Schelling (1976)- solo son reales en la medida en que se absorben en el ser y en lo sagrado, pero no independientemente de ellos. En consecuencia, no hay historia, y el hombre no se realiza en ella sino fuera de ella, en relación trascendente. Por eso ha dicho Dardel (1946) con razón que las culturas heroico-legendarias, que suceden en la evolución de la humanidad a las culturas míticas, constituyen la introducción hierática a la historia, pues es en ellas cuando comienzan a valorarse las acciones humanas por sí mismas, a asignárseles un valor intrínseco. En esta época, que corresponde aproximadamente a la edad homérica (ss. X a VIII a. C.) se inicia, con el antropomorfismo de los dioses, un proceso de humanización de la cultura que se irá acentuando progresivamente y asumirá, con la sofística del siglo V, la forma de un humanismo pragmático que terminará por reconocer en la téjne (artesanía y producción) y el nómos (derecho escrito) un mundo específico del hombre, una esfera del ser -artificial y convencional- que se opone a la physis o naturaleza (Jaeger, 1959). Los héroes, ahora hombres superiores más que semidioses, no son ya los meros ejecutores de un arquetipo trascendente de acontecer, sino los verdaderos autores de un modelo mundano de vicisitudes. Sus hazañas, que se las concibe cumplidas en un pasado remoto, en una edad de oro de la humanidad, constituyen ahora una ejemplaridad inmanente, pues quedan insertas en el tiempo humano -como prototipos que los hombres del presente y del futuro han de imitar y continuar. Son hechos o acciones que, por haber sido de un modo tan conspicuo y excepcional, son hoy dignos de recordación, de conservarse en la memoria y de erigirse en paradigmas, en un auténtico debe ser para el hombre del presente y las generaciones del porvenir.

Van Soden y Zubiri (en Agoglia, 1968) han considerado también una contribución importante a la humanización de la historia, dentro de la Antigüedad, la concepción hebrea del Pacto (berith) entre Jehová y el pueblo elegido; pues no obstante estar encuadrada en una cosmovisión de neta raíz trascendentalista, deriva en una estimación de la historia como tiempo eminentemente humano, para el cumplimiento, por el pueblo judío, del compromiso contraído. Dios ha fiado su palabra de salvación y el tiempo es el plazo de la fianza. La historia es, por consiguiente, destino; y Dios, la Ley de la historia, como suceso del hombre, que será juzgado por su veracidad o falsedad, es decir, por su fidelidad o infidelidad a la Alianza.

Sin embargo, ni en la tradición clásica, ni en la tradición hebreo-cristiana, la historia es entendida como un ámbito exclusivo del hombre. En el proceso de desarrollo de la cultura griega, terminan por prevalecer nítidamente las corrientes metafísicas y trascendentalistas, tanto en el dominio de la Weltanschaaung como de la filosofía. Max Pohlenz (1963 y 1967) ha demostrado con amplitud y rigor que el hombre griego abrazó sin reservas la creencia en la vida futura y en un destino trascendente, como así también en la constante intervención de los dioses en los asuntos humanos, tanto a nivel privado como público, y que retrocedió siempre, con evidente prevención, ante concepciones que le acordaban libertad de autodeterminación o introducían la idea de inmortalidad impersonal. Y en el nivel filosófico, sabemos que incluso una doctrina como la de Platón, que desarrolló un humanismo político de ricas proyecciones prácticas, elabora esta teoría sobre un inequívoco fundamento metafísico y, en abierta oposición a la sofística, sostiene [en República y Leyes] que las artes (téjnai) y el derecho (nómos) del hombre deben adecuarse siempre, respectivamente, a las Formas trascendentes y a la Ley del Universo, a la Unidad y armonía del ser. Se atribuye a Julio César haber sintetizado con ejemplar claridad lo que habría significado para la cultura de toda esa época una concepción de la vida y de la historia carente de la orientación de los Dioses, que obligara al hombre a crear y establecer por sí mismo el sentido y las normas de su existencia: un destino glorioso pero terrible, una verdadera condena a elaborar las propias leyes y el curso de los acontecimientos, que el hombre antiguo no podía ni estaba en condiciones de aceptar. Por eso, aunque César tuvo una aguda conciencia de su papel histórico y dudas no menos profundas acerca de una conducción trascendente de los asuntos de este mundo, admitió que su vida entera y sus servicios a Roma parecían estructurados por una fuerza ajena a su propio ser.

Pero tampoco la concepción hebrea de la historia y la subsiguiente cristiana y medieval (Macnab, 1940) le asignan -pese al antecedente ya señalado- un contenido y una significación exclusivamente humanos. Ella es, sin lugar a dudas, el escenario o el proceso de un drama, bien que vinculado al hombre, teológico o metafísico, una transición que, como tal, no tiene su sentido en sí misma, razón por la cual ni configura ontológicamente el verdadero ser del hombre, ni es, como realidad objetiva, genuinamente humana, pues supone un trasfondo y conlleva designios que sobrepasan todo nivel antropológico (San Agustín, La ciudad de Dios).

Es, inequívocamente, a partir del Renacimiento cuando cobra impulso la idea de la humanidad de la historia. El sentimiento del valor de la “vida propia” y de la posibilidad de orientarla de un modo autónomo por la reflexión sobre nosotros mismos -que tan enfáticamente expresan Petrarca y con él todos los humanistas de la época-, hizo del propio yo o conciencia individual el centro del conocimiento teórico, del obrar moral y de la productividad del hombre. Casi con seguridad esta autocertidumbre fue el traslado de una vivencia, más originaria todavía, que el artesano y el artista tuvieron de su actividad productiva, a través de la cual se intuyeron como “seres operativos”14 y experimentaron la capacidad de crear un “mundo” propio que se sobreponía15 al ajeno de la Naturaleza. Sobre la base de esta convicción, el hombre del Cuatrocientos adopta la decisión de “crear” también su vida propia, eliminando toda instancia intermediaria y buscando la determinación de su existencia (Pico della Mirandola, De hominis dignitate) y su conducta tan solo a partir de su condición más íntima e inmediata, que la encuentra en el dominio de su propia conciencia. Es así como nace el vigoroso sentimiento de que el hombre no es total o exclusivamente para el ente, la polis, o Dios -como creyeran, respectivamente, los griegos y el Medioevo-. Puede, en última instancia, llegar a serlo, pero previamente es para sí mismo, y aunque quizás no sea éste su último fin, tal “virtud” inmanente debe preceder siempre a cualquiera otra “fortuna” personal o genérica. Precisamente la dignidad heroica y la perfección consisten en imponer el temple innato, en construir la vida y plasmar la personalidad, por encima de las circunstancias que la signen porque –parafraseando a Coluccio Salutati- a las almas fortísimas que vencen o se quiebran contra la monstruosa oposición de la naturaleza o la fatalidad, les son dadas las estrellas, que guían nuestros más nobles afanes. Prescindiendo, pues, de una posible comunidad de destino con sus semejantes y de una futura vida trascendente, que nunca niega, el hombre renacentista asume la radical tesitura de vivir esta vida de conformidad con su libre pensamiento. El trabajo manual y la reflexión se convierten para él en la fuente de su liberación, y la libertad de conciencia en el principio de todas las libertades que puede reivindicarse para sí. Esto significó, en síntesis, el advenimiento de un nuevo espiritualismo, humanista e individualista. Humanista, porque desde este nuevo sentido inmediato y mundano que se asigna a la vida, se estima ahora que el espíritu es ante todo (aunque no sobre todo) espíritu humano, y sin dejar de reconocer la existencia de otras formas de realidad espiritual -como la de Dios-, se le otorga a él prioridad -no ontológica, pero si existencial y, a la postre, trascendental-. E individualista, porque ese espíritu se manifiesta concretamente como espíritu individual que cada uno debe -como meta de su existencia- desplegar en toda su plenitud.

 

Pero el descubrimiento y la valoración de la subjetividad, no dio lugar en el Renacimiento a un subjetivismo, porque el hombre procura, como un medio para consolidar su libertad, proyectar ese espíritu en la naturaleza, sometiéndola a sus aspiraciones, designios e intereses. Por eso la primigenia libertad de conciencia irradia y se expande gradualmente hacia otras esferas del ser, constituyendo no sólo el nuevo horizonte de interpretación del Universo y de la vida, sino también el fundamento que afianza la situación del hombre en el cosmos y le permite, desde esta base óntica, ir descubriendo sucesivamente y ganando para sí, como propios, distintos ámbitos objetivos cuyo curso y sentido caían para la filosofía antigua y medieval bajo el imperio y la jurisdicción de leyes trascendentes. La fórmula que en el Setecientos acuña Giambattista Vico, según el cual el hombre “sólo conoce lo que hace” y, en consecuencia, puede conocer la historia por ser su autor, tiene su origen y su inspiración en este clima de ideas del Renacimiento. Con toda claridad ha expresado [Rodolfo] Mondolfo (1968) que el mundo de la cultura en su doble faz, y en sus correspondientes connotaciones conceptuales, subjetiva y objetiva, fue una de las conquistas más típicas de los nuevos tiempos. En total concordancia, en efecto, con la idea de que el reino entitativo de la naturaleza debe ser entendido también como posible materia u objeto para la manufactura, o libre elaboración del trabajo humano (Von Martin, 1977, Sociología del Renacimiento), o sea, como una proyección o convalidación objetiva del espíritu (principal propósito al que debe servir el conocimiento de la misma “iuxta propia principia”), el hombre del Renacimiento considera que la cultura no se reduce exclusivamente a la formación de la personalidad individual, sino que comprende también los productos objetivos de ese espíritu y ese desarrollo. Así, pues, como aquella nueva concepción de la Naturaleza extiende y enriquece ontológicamente el Universo físico –mediante su subordinación al hombre- por considerarlo un orden susceptible de transformación infinita, que llegará a ser, en Fichte, la materia de nuestro deber moral, así también la nueva concepción de la cultura amplía su ámbito referencial hasta abarcar el mundo histórico en toda la complejidad de sus manifestaciones. Y este mundo no es ya -aquí, precisamente, radica la enorme novedad- la mímesis o reflejo de modelos sustanciales y eternos, divinos o metafísicos, sino de la subjetividad humana. Son expresiones genuinas del hombre, testimonios elocuentes del grado de desenvolvimiento espiritual logrado en cada caso y, en consecuencia, de la realización alcanzada por los espíritus individuales. La cultura objetiva no es ahora una realidad residual, o una segregación inauténtica, sino la traducción cabal de lo que el hombre ha sido, es y será, se inscribe en el tiempo y progresa al ritmo del desarrollo del hombre individual. No se llega naturalmente a afirmar en esta época, como lo hará la filosofía moderna posterior, que los objetos culturales componen una forma diversa de realidad espiritual, ni tampoco que el espíritu se escinde en subjetivo y objetivo y que esta objetivación -configure o no una alienación de la subjetividad- es necesaria para su realización, pero sí se adelantan principios de decisiva importancia para la constitución y el desarrollo de la conciencia histórica: el reconocimiento de que la cultura objetiva es tan auténtica como la subjetiva, por ser su genuina exteriorización, y la afirmación de que la misma es histórica, porque se inserta en el tiempo, o mejor, es tiempo, con un ritmo interno de sedimentación y progreso -marcado por la tradición y la renovación- acorde con el proceso de formación espiritual del hombre. Con este rasgo de historicidad, se completa la idea de “cultura liberal” que introduce la época moderna, cultura entendida como praxis de un saber racional (siempre instrumental para el valor primario de la libertad), con una triple pero concurrente función: existencial, como síntesis de reflexión y experiencia al servicio de la consumación de las aptitudes individuales; pragmática, como síntesis de reflexión y trabajo para el dominio de la naturaleza, e histórica, como síntesis de reflexión y voluntad enderezada al afianzamiento objetivo del espíritu individual.

Herederos directos del Renacimiento, los siglos XVII y XVIII acentuaron los principios y orientaciones que habían caracterizado ese momento inicial y decisivo de la moderna cultura europea, o sea, las premisas de la libertad humana y del poder creativo de la razón. Pero mientras en el Humanismo del Cuatrocientos y en el Naturalismo del Quinientos, razón y libertad fueron conciliadas tanto al nivel del conocimiento teórico como de la acción práctica -individual e histórica-, los dos siglos subsiguientes radicalizaron a tal punto su afirmación que terminaron por provocar entre ellas una contradicción insoluble, por lo menos dentro del contexto de las concepciones del mundo y de la vida entonces imperantes. Son dos siglos, en efecto, racionalistas e individualistas a ultranza, tesitura que para la conciencia histórica en formación derivó en un conflicto tan agudo que la enfrentó a una opción ineludible: por los derechos de la libertad individual, o por los derechos de la razón.

No cabe duda, por otra parte, que estos denominadores comunes asumen en los dos siglos una connotación diversa, porque, como muy bien ha señalado [Antonello] Gerbi (1930), el Renacimiento del Seiscientos fue metafísico, geométrico y teórico, vale decir, totalmente cartesiano, mientras que el del Setecientos (Iluminismo propiamente dicho) fue experimental y práctico, o sea, cartesiano tan solo por los principios y el método, pero no por sus contenidos, ya que, asumiendo una actitud inequívocamente antimetafísica y antiformalista, traslada sus criterios racionales a las ciencias naturales y luego a las humanas (a la pedagogía, a la teoría del derecho y, en general, a todas las ciencias sociales) para centrar de preferencia su interés en los problemas sociales, económicos, políticos e históricos. Este nuevo racionalismo científico que se extiende paulatinamente a todos los dominios del conocimiento termina por absorber también las distintas esferas de la actividad humana y se traduce finalmente en un programa integral de cultura que se sintetiza en la fórmula de “racionalizar el mundo” (Guerrero, 1945) y reconoce inspiraciones, a la vez que ideas y propósitos, bien definidos. Las inspiraciones se nutren en la profunda fe de todos los iluministas del siglo en los poderes de la razón humana y en la no menos inquebrantable creencia de que la propia época representaba la plena madurez de esta facultad; las ideas consisten en la concepción humanista y mundana de la cultura y de la naturaleza, y los propósitos en un progresismo culturalista que presumiblemente lograría la máxima elevación del siglo.16

Este optimismo cultural, que se prolonga sin oposiciones a lo largo de toda la primera mitad del siglo XVIII, abriga la convicción y alienta la esperanza reformista de que el perfeccionamiento del hombre, por medio de la iluminación de la razón en las artes, las letras y las ciencias, ha de traer aparejado inevitablemente un mejoramiento en los usos, las costumbres y las instituciones -como si la vida histórico-social se plegara dócilmente a los dictados de la razón científica y como si esta pudiera penetrar y modificar automáticamente el curso de aquella-. De ahí que reciba el primer impacto y experimente la primera crisis, en un nivel exclusivamente teórico, cuando Rousseau demuestre en su Discurso, de 1750, que el progreso de las artes, las letras y las ciencias -vale decir, para su época de las Luces, la racionalización de la cultura- no conlleva el previsto mejoramiento moral del hombre (Discours sur les Sciences et les Arts). Y esta tesis la corrobora y ahonda el pensador ginebrino en su segundo Discurso, de 1754 (Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes) en el cual prueba, sin más, que la cultura entendida como refinamiento de la razón se asienta (e incluso se nutre), tal como surge del propio proceso de la historia, en la desigualdad, el sometimiento, los infortunios y la inmoralidad del hombre. Lejos, pues, de fundar la felicidad del hombre, esta cultura racional es la fuente de todos los males y, por lo general, la consagración y legitimación de la injusticia social.

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