Conciencia histórica y tiempo histórico

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De este breve examen fenomenológico se desprenden algunas conclusiones importantes. Ante todo, vemos que la historia con-temporánea, en cualquiera de las acepciones que le atribuye la nueva historiografía, lejos de constituir una postulación arbitraria e insólita -como en un principio aparentaba ser- ostenta, por así decirlo, mejores derechos que la historia tradicional pasatista.

En primer lugar, como historia del presente -o, como la llamara Hegel, inmediata (Lecciones de filosofía de la historia, op. cit., Introducción)- goza precisamente de un prestigio histórico mayor del que podríamos barruntar. Porque si hoy pretende, cuantitativamente, acaparar la parte del león -como dice Barraclough-, las contadas historias inmediatas que se escribieron en el pasado (como la Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides; la Guerra de las Galias, de Julio César; las múltiples Historias de la Revolución Francesa, del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX, y las igualmente variadas Historias de las dos guerras mundiales, entre otras) representan, cualitativamente consideradas, ejemplos ilustres de óptima historiografía, ya que son indiscutiblemente las que mayor vigencia conservan, las que mejores enseñanzas contienen y más interés despiertan todavía. Lo cual nos indica que son historias “vivientes” que han captado, en su momento, el sentido del propio presente y, por ello, nos dan testimonio irrefutable del significado que la historia alberga para el hombre; pues ésta se nos ofrece, en tales expresiones historiográficas, como acontecer en el cual el hombre se está autorrealizando, en el que se juega y dirime su destino. Responden, en consecuencia, al más hondo sentido de la historicidad como praxis social presentiva y consciente; pero señala también el profundo valor filosófico que encierra la historia: si -como pensaban los griegos- el filosofar es consustancial al hombre, ninguna realidad hay, ni puede haber, más “filosófica” que aquella en la cual, por obra del hombre mismo, se verifica su realización. Y, por lo tanto, no puede extrañarnos que, al igual que ante los más radicales interrogantes filosóficos, no podemos tampoco sustraernos, ni dejar de definirnos, frente a los grandes sucesos de la historia universal, puesto que afectan a nuestra condición humana. Y esto solo lo confirma y convalida la historia con-temporánea.

En segundo lugar, como historia desde el presente (como contemporaneidad de toda historia), la historia con-temporánea se ajusta con mayor rigor que la pasatista a la naturaleza del ser histórico. Porque la historia tradicional, al tomar el pasado como ser consumado y cosificado, concentra todo su interés en el conocimiento de esa supuesta realidad desde sí misma. Pero hemos visto que tal pasado es, justamente, lo no-consumado (y su extinción certifica su incompletitud), porque no tiene, como tal, realidad independientemente de nuestra conciencia, de modo que mal podemos asimilarnos pasivamente a un pasado que no es, que ya no existe sino por nosotros mismos, por nuestro requerimiento. Somos nosotros quienes lo restituimos, quienes lo solicitamos y rescatamos desde nuestro presente, y él sólo adviene al ser por nuestra solicitud, que formulamos para integrar ese presente nuestro en una continuidad, la continuidad del tiempo histórico, del tiempo de la humanidad. Por ello, el pasado es siempre instrumental a cada presente del hombre, y no tiene el ser fijo de una cosa, sino el móvil de una reiterada re-aparición. Y esto corrobora que toda historia, la de cualquier época pasada, es siempre con-temporánea; pero como -según vimos­- el presente es la única realidad efectiva de la temporalidad, toda historia es, no idealmente -de acuerdo con la definición de Croce (1954)-, sino realmente contemporánea.

Todas estas disquisiciones que, por su carácter teórico, pueden parecer especulativas, no obstante ser estrictamente fenomenológicas, tienen también su plena confirmación histórica en los más variados testimonios y referencias como -desde las Vidas paralelas de Plutarco, hasta las Anti-Memorias de Malraux- lo atestigua la historia biográfica. Y por ella sabemos hoy, con toda certeza, que son las cruciales y dramáticas vicisitudes de nuestra existencia las que nos ponen en un contacto experiencial directo con el ser histórico, o sea, las que nos permiten una experiencia ontológica de la historicidad (Müeller, 1959), y también, que los grandes protagonistas de la historia universal han tenido una visión de ese ser en un todo acorde con la descripción que acabamos de proporcionar. Pues lo han vivido como praxis social con un ritmo de desarrollo tendido hacia el futuro, pero inequívocamente centrado en el presente, al cual han reputado siempre de fuente exclusiva de realidad y de conocimiento.

Finalmente, el examen fenomenológico nos descubre otras características que por sí mismas exhiben la realidad histórica: dialecticidad, totalidad estructurada y sentido. La primera deriva de la evidente conflictividad que es inherente a los procesos históricos y constituye el motor de su devenir: pues, aun cuando la historia no se reduzca exclusivamente a ellas, luchas y contradicciones no pueden ser ignoradas como esenciales ingredientes de esos procesos. Pero, claro está, la naturaleza de esa dialecticidad (la cual, dado el carácter objetivo-subjetivo6 de la historicidad, como de toda realidad humana, no será nunca puramente objetiva), al igual que su ritmo operativo, su tipo y su grado de legalidad, ya no lo puede determinar este análisis, sino un estudio teórico-interpretativo ulterior, una reflexión racional sobre aquella.

Respecto de la totalidad, también ella se manifiesta como una propiedad de lo histórico, pues todo suceso se nos ofrece siempre como inserto dentro de un conjunto orgánico en el cual los elementos guardan relaciones internas de interdependencia y reciprocidad. Y a la par advertimos que esta estructura es dinámica y se halla en curso de desenvolvimiento continuo: que no hay una organización natural o un esquema formal ya dados que presidan el proceso mismo. Por ello, ni el naturalismo organicista, ni el estructuralismo, la definen adecuadamente: la estructura de la totalidad se va determinando y surge del curso histórico concreto, y no a la inversa; emerge de la historicidad, y no la historicidad de ella (Lagadec, 1965; Agoglia, 1969). Pero, de cualquier modo, sería impropio y contrario a la índole del ser histórico abstraer los sucesos del contexto que integran y que les va asignando su propio lugar y cometido, en vez de ser él una mera resultante de la función de sus partes.

En cuanto al rasgo del sentido, generalmente se ignora lo que este término significa en la historiografía actual. Y como el problema relativo al mismo queda comprendido más bien dentro de lo que hoy se denomina Filosofía de la historia (o reflexión filosófica sobre la realidad histórica), inmediatamente se lo identifica con el Fin o la Meta últimos de la historia universal de que hablaba la filosofía de la historia tradicional (la de los siglos XVIII y XIX) (Kahler, 1966). Sin embargo, estas ideas están muy lejos de ser equivalentes.

En primer lugar, el sentido alude aquí al hecho -para cualquiera aprehensible- de que cuando el hombre actúa, se forja fines y orienta su conducta en función de un sentido (de un cierto ideal, de un valor, o de un deber ser que regulan normativamente sus actos). Hay, pues, una suerte de experiencia ontológica del sentido; de modo tal que los fines y objetivos son vivenciados siempre como servidores de él. Y en lo que a la praxis histórica se refiere, se quiere indicar con este término que toda ella conlleva o busca también un deber ser, un valor, o un ideal; pero que estos no son nunca exteriores o previos a ella misma, sino que surgen en y con la praxis social, como proyectos que ella va sucesivamente pergeñando al través y al ritmo de su propio devenir temporal. Y, por ello, se afirma que el sentido debe indagarse siempre en la propia realidad histórica; lo cual no significa que haya un fin fijo e inmanente a la historia misma, una especie de destino que conduzca desde dentro el desarrollo histórico. Precisamente, para la historiografía y la filosofía de la historia actuales, una objetivación metafísica del sentido, hipostasiado como meta absoluta, inmanente o trascendente, introduciría un elemento suprahistórico en la historicidad (Fackenheim, 1961) y, en cualquiera de los casos, sobrepasaría abusivamente lo dado fenomenológicamente en la procesalidad del curso histórico. Y como el equívoco puede indudablemente agravarse cuando se habla del sentido de la historia universal, o sea, cuando extendemos esta noción desde el propio presente a la totalidad del proceso histórico (que nunca nos es dada como tal, ni puede serlo), Hartmann ha insistido con razón en aclarar que el sentido, para la historia, no puede ser otro que una inferencia a partir y en apoyo de nuestra propia praxis. Incuestionablemente, entonces, si objetivamos metafísicamente el sentido, infringimos o traicionamos la verdadera naturaleza ontológica de la historicidad. Pero ello de ninguna manera implica que debamos renunciar a su búsqueda en la historia, dado que es su principio esencial. Solo una errónea, anacrónica o burda concepción del sentido, puede inducirnos a ello, pues si tanto a la totalidad del presente, como a la del curso histórico universal (ambas en constante formación), las privamos de sentido7, incurriríamos en el gravísimo error de negarlos como praxis social y de inhibir nuestro obrar, visto que nada se puede hacer ni actuar si carecemos totalmente de orientación.

Sin abundar más, ahora, en consideraciones ontológicas, estimamos oportuno abordar otros problemas capitales que derivan de la fundada concepción de la historia como saber contemporáneo.

La Ideología y la historia

En primer lugar ¿qué significa, qué alcance tiene para esta historia, qué juicio le merece, la definición tradicional de la historia como saber acerca del pasado? La entiende, sin atenuantes, como un desconocimiento del ser de la historicidad y, avanzando un poco más todavía, declara que ese desconocimiento, sea o no deliberado (consciente o inconsciente), igualmente equivale a una ocultación del ser mismo de la realidad histórica, razón por la cual lo tacha, drásticamente, de ideológico.

 

Pero ¿cuál es el significado estricto, para la historia, de este término -Ideología- que la Sociología, especialmente la del conocimiento, ¿ha explorado exhaustivamente y se ha difundido hoy en todas las ciencias y en todos los dominios de la cultura?

Sabemos que el concepto de Ideología adquiere nivel y formulación científicos con Marx y Engels en La ideología alemana, dejando de ser aquella “ciencia de las ideas” de Destutt de Tracy, que había derivado luego en una concepción y un uso del vocablo claramente peyorativos, para aludir a quienes exclusivamente lucubraban sobre problemas sociales, políticos, y hasta científicos, desvinculándose totalmente de la realidad.8 A través de la elaboración de estos pensadores, el concepto pasa a comprender dos significaciones diferentes, aunque evidentemente complementarias. 1) Primero, una más general, esbozada por Engels en sus Cartas (hoy adoptada y desarrollada por [Louis] Althusser, [Jürgen] Habermas, [Max] Horkheimer y [Herbert] Marcuse, entre otros), según la cual cualquier complejo de ideas sistematizado (a veces lógicamente estructurado), que detenta un grupo social determinado (representaciones colectivas) en un momento histórico dado, y que responde en la práctica social a sus propios intereses, es una Ideología. Esta integra siempre, pues, la totalidad social de una cierta época, y, en la medida en que resulta sumamente difícil, o casi imposible, para cualquier sujeto -tanto de conocimiento como de producción- sustraerse a tales intereses, las doctrinas filosóficas y religiosas, las ciencias, las técnicas, el arte, y todas las manifestaciones de la cultura son, en mayor o en menor grado, ideológicas; vale decir, que sin constituir ellas mismas Ideologías, están impregnadas de elementos ideológicos. Como expresiones de los intereses de un grupo social, las Ideologías así entendidas, dejan ver, teóricamente, relaciones sociales reales (aquellas que el grupo configura o representa), pero a la vez ocultan o encubren, por motivos prácticos, otros aspectos de esa misma realidad social.9 Y, por otra parte, como esos mismos intereses invaden y se infiltran en toda actividad cognoscitiva, las Ideologías distorsionan o se interponen a cualquier conocimiento pretendidamente objetivo acerca de cualquier esfera de la realidad, proporcionando sólo -como dice Mannheim- una visión inadecuada, o en el mejor de los casos simplificada, de lo real. 2) Una acepción más específica y estricta de la Ideología, expuesta reiteradamente por Marx y Engels a partir de la mencionada obra,10 define en cambio la Ideología, y la identifica, como el conjunto de ideas elaborado y asumido por la clase social dominante para dar sanción teórica a sus formas de dominación social y justificar prácticamente las relaciones de poder establecidas. Para ello, dicha clase idealiza sus condiciones de existencia -como si fueran las perfectas- y, además, encubre astutamente la deficiencia e injusticia de tales relaciones materiales dominantes, todo el significado negativo que tienen para el hombre, como así también su precariedad histórica, procurando conservarlas, consolidarlas y, si fuera posible, eternizarlas. En sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Hegel había hablado -recordemos- de una “astucia” de la Razón absoluta que consistía en poner a su servicio, en utilizar para sus propios fines absolutos, las aspiraciones, los propósitos, los designios y hasta las ambiciones más mezquinas y egoístas de los hombres, y en virtud de la cual todo lo que estos hacían era instrumentado a favor del desenvolvimiento del propio Espíritu absoluto. Pero también había hablado de los reiterados y tenaces intentos de las razones subjetivas que, abroqueladas en sus particularismos, y para defender relaciones de poder existentes, procuraban hacer perdurar como infinitas, situaciones históricas determinadas que, por naturaleza, son siempre finitas y destinadas a desaparecer después de haber cumplido su cometido histórico. Este intento de perpetuar lo perimido configuraba para Hegel una ilusión de infinitud, es decir, introducía una infinitud perniciosa -por ilegítima- en la historia, que no podía, por ello mismo, prosperar. De tal modo que -dentro del contexto de la doctrina hegeliana- estas maquinaciones urdidas por las razones subjetivas constituían una suerte de contra-astucia que ellas desarrollaban para oponerse a los designios de la Razón absoluta (que regía la historia), interfiriendo, obstruyendo o deteniendo su devenir. Y en este sentido podría afirmarse que la concepción de la Ideología acuñada por Marx y Engels constituye la versión “materialista” de esta “idealista” contra-astucia de la razón subjetiva de Hegel; pues si, por una parte, la Ideología expresa las relaciones sociales efectivas o vigentes (que son las impuestas por la clase dominante), por otra, las falsea con fines de perduración histórica, haciéndolas aparecer como las únicas, posibles y verdaderas -para lo cual introduce toda suerte de deformaciones en los procesos sociales, políticos y económicos y en las respectivas esferas del conocimiento, convirtiéndolas en ideológicas-. Así, por ejemplo, merecen tal calificativo la sociología, la historia y la economía que dan explicaciones ilusorias, respectivamente, de la realidad social, histórica o económica; o sea, cuando la primera infunde la ilusión de que el hombre actúa socialmente según decisiones enteramente libres, y no -como efectivamente ocurre- que sus acciones son en la mayoría de los casos formas coactivas de adecuación, o por lo menos están condicionadas, a las circunstancias sociales objetivas; o cuando la segunda -ocultando los mecanismos y motores reales de la historia- afirma que el mundo sólo está regido por las ideas; o cuando la tercera pretende justificar científicamente (como pensaba Marx) un sistema de explotación encubriendo la injusta distribución de la riqueza nacional. Todo lo cual demuestra que, en sus dos acepciones técnicas originarias, el término Ideología connota (de un modo preponderante en la segunda de ellas, más acotada y rigurosa) la doble función teórica y práctica, que toda ideología cumple, de ocultación o distorsión de ciertos aspectos de la realidad social e histórica para convalidar, en el plano práctico, determinadas actitudes y conductas encaminadas a apuntalar el sistema establecido, que es el rasgo definitorio esencial de lo ideológico.11 No cabe duda, tampoco, que la primera acepción -más amplia e imprecisa- abre la posibilidad de pensar y hablar de ideologías como complejos de ideas asumidas por un grupo social, con el fin de des-encubrir las situaciones existentes para promover actitudes y acciones enderezadas a la liberación y humanización del hombre. Pero ello introduce, a nuestro entender, una ambigüedad en el término, no solo inconveniente desde el punto de vista lógico, sino, además, peligrosa, por cuanto los valores de positividad12 que se le atribuyen juegan a favor de las ideologías con sentido negativo, a las cuales se pueden ir imperceptible y paulatinamente transfiriendo. Por estos motivos, y sin desconocer la latitud que el vocablo ha ido ganado progresivamente en su uso generalizado, y hasta neutro, preferimos atenernos a su significado originario y prevalente.

De acuerdo con él ¿qué se entiende por ideológico en la historia como conocimiento?

Sin entrar en un tratamiento exhaustivo del problema relativo al carácter ideológico que pueden tener las ciencias y las técnicas en general -todas ellas penetradas de intereses, compromisos y valoraciones emergentes del grupo social al que su sujeto productor pertenece (Habermas, 1970)- es conveniente aclarar, ante todo, que hoy se reconoce con fundamento que las ciencias formales y las ciencias fácticas de la naturaleza se hallan mucho menos expuestas a la ideologización que las ciencias humanas, sociales e históricas, en las cuales no cabe aplicar -y no rige- el mismo criterio de objetividad, pues -como agudamente lo ha declarado Sartre (s/f, M. Merleau-Ponty)- “la historia no puede, como la Naturaleza, contemplarse de frente, porque nos envuelve” a nosotros mismos que la indagamos. De tal modo que aquella esperanza abrigada por Marx y Engels en La ideología alemana de que una sociología y una historia científicas nos proporcionaran -frente a las de su época- ideas verídicas de la sociedad y de la historia, está lejos ya de ser compartida. La razón de esa mayor precariedad epistemológica y de objetividad, propia de estas ciencias, se refleja -por contraste- en la constatación de que las ciencias formales y naturales (hoy plenamente autónomas y munidas de métodos rigurosísimos) no poseen ya contenidos ideológicos. Para afirmar lo contrario no basta aducir que ellas integran como las otras la totalidad social, y que sus conocimientos se han elaborado desde una cierta situación histórica. Pues -­como bien ha anotado Horkheimer (1978)-­ condicionamiento e ideología son cosas distintas, y el mero hecho del carácter históricamente condicionado de una teoría no se identifica con la demostración de que ella es ideológica. Para esto es necesario probar que lo es por su función social, explorando -como exige Foucault (1978)-­ las consecuencias de la institucionalización de la verdad científica con fines subalternos, los efectos de poder que pueden derivarse de los enunciados científicos, y el uso social que se pueda hacer de la seriedad y el prestigio de la ciencia. Y, en efecto, las ciencias formales y naturales no pueden ya ser ideológicas por sus contenidos (tan sólidamente fundados desde el punto de vista lógico y metodológico), sino que solo pueden asumir forma ideológica por la aplicación social que se haga de ellos. En cambio, no ocurre lo mismo con las ciencias humanas, cuyos contenidos, al igual que su forma, pueden ser ideológicos en virtud de los intereses sociales que sus temas y problemas ponen en juego. En tal sentido, entonces, deben ser considerados ideológicos, en la Historiografía, todos los conceptos y teorías -a la par que los instrumentos metodológicos a ellos conducentes- que encubran u oculten no sólo el ser de la historia como realidad, los caracteres ontológicos que la definen (practicidad social, contemporaneidad, transformación, dialecticidad, totalidad estructurada y con sentido), sino también los rasgos propios de nuestra época y nuestra situación, o sea, del presente sobre el cual y desde el cual se debe construir el conocimiento histórico.

Negar u omitir en consecuencia, que la historia es praxis social, es anular toda decisión, encubriendo que la historia la hace el hombre en solidaridad, y que nuestra definición ante los procesos históricos nos define también como hombres -tal cual lo ha sostenido enfáticamente Jarspers (1950). Negar u omitir la contemporaneidad de la historia, reduciéndola a la historia del pasado desde él mismo, conforma una tesitura ideológica porque es un pretexto (consciente o no) para eludir todo compromiso, porque nos exime de toda definición frente a nuestro presente y nos permite evadirnos de él. Negar u omitir que la historia es transformación, significa estabilizar y consagrar la situación existente, justificándola ideológicamente como aceptable y alentando nuestro conformismo cómplice. Negar u omitir la dialecticidad de la historia, es ignorar todo conflicto y oposición y enmascarar ideológicamente la verdadera crisis de la sociedad contemporánea, no reconociendo el significado de las luchas históricas -sociales y políticas- por la promoción del hombre. Negar u omitir que la historia es siempre totalidad estructurada, implica auspiciar el aislamiento de los procesos y problemas sociales, políticos y económicos, impidiendo así (puesto que no hay tales hechos “puros”) nuestra plena concientización y su cabal comprensión y, con ello, la de la situación deficitaria de nuestro presente. Negar u omitir un sentido en la historia, equivale a ignorar que es totalidad y es proceso (porque no hay totalidad procesal sin sentido), y a renunciar -como lo ha visto agudamente Habermas (1973)- a toda acción, declinar nuestra intervención, como si la experiencia del sufrimiento -tal cual ha expresado Malraux-, de la manipulación, de la frustración y de la dependencia no significasen nada, como si todo obedeciese a una distribución casual y no hubiese habido, en la historicidad, ni una praxis orgánicamente articulada, ni un cierto grado de continuidad temporal orientados a la humanización del hombre. Pero no hay pruritos formalistas ni academicistas capaces de ahogar nuestra fe y nuestro sentimiento de que en la historia se verifican un esfuerzo sostenido y una línea ascendente del hombre para advenir a un nivel de Humanidad. Y negar u omitir, finalmente, aquellos rasgos que -según vemos- definen nuestro presente (o, como dijera Fichte, los caracteres de la edad contemporánea), configura también una actitud ideológica, porque ello nos expulsa de nuestra realidad y nos neutraliza como sujetos críticos de enjuiciamiento y actores posibles del proceso histórico.

 

Las categorías históricas

Íntimamente vinculado a nuestra definición de Historia con-temporánea se halla el problema de las categorías históricas.

¿De qué modo, en efecto, con qué instrumentos conceptuales y metodológicos puede la Historia con-temporánea encauzar y emprender sus investigaciones para arribar a un conocimiento que no altere (ideológicamente o por deficiencias de tratamiento) el ser de la realidad histórica -de la historicidad y de nuestro presente-? Y ¿cómo acotaremos o determinaremos ese presente sobre el cual y desde el cual se debe construir, como horizonte, el conocimiento histórico?

Desde Galileo, y más concretamente a partir de Kant, sabemos que ninguna ciencia puede conocer los fenómenos y objetos que estudia sin un aparato teórico determinado. Si prescindimos de él, el cúmulo de nuestras experiencias sería tan caótico que imposibilitaría todo conocimiento. Einstein ha reiterado que un sistema de pensamiento lógicamente coherente es el requisito inexcusable de toda ciencia, y la historiografía ha reconocido explícitamente, en su propio campo (como lo hace, por ejemplo, Maravall, 1959), que

el saber -de acuerdo con lo que nos asegura el análisis epistemológico- es respuesta a una pregunta que formulamos dirigida a un objeto observado y al que preparamos de antemano para que nos pueda responder… Es más, sin teoría no hay propiamente hechos. Sin una teoría previa que los recoja y los encaje en un conjunto interpretativo, aquellos pasan inadvertidos y, todavía más, son hasta negados, aunque tengan una presencia sensible.

En el caso de Kant, que ha sido el creador y el promotor de esta concepción de la ciencia, tal aparato teórico era fijo y estaba dado de una vez para siempre en la estructura de nuestra conciencia. Pero tras un minucioso y renovado análisis crítico de esta doctrina kantiana, la epistemología ha llegado a la conclusión de que las estructuras condicionantes del conocimiento no son dadas, sino forjadas por el hombre y, por lo tanto, no son universalmente válidas ni inmutables -no son generales ni para todas las ciencias, ni para todas las épocas-. Afirma, en suma, la multiplicidad y el cambio del aparato categorial -que será distinto para las distintas ciencias- y la relativa historicidad del mismo, de conformidad con el desarrollo del conocimiento científico -historicidad que, en el caso de la Historia, que la tiene a ella por objeto, se intensifica al punto de exigirle el constante cambio de aquellas categorías vinculadas a cada época histórica, según veremos-.

La cantidad y calidad de fenómenos que la ciencia puede seleccionar y conocer dependen, entonces, de cada estructura teórica. Sin embargo, la variedad y el cambio de las mismas no debe hacernos pensar que sean totalmente subjetivas y apriorísticas (Rubinoff, 1964). Por el contrario, la ciencia sustenta y reclama que tales estructuras sean construidas (en las ciencias fácticas) a partir de la experiencia que tenemos de cada realidad y mediante un análisis racional de la misma. Las categorías del conocimiento tienen que tener un fundamento en el objeto a estudiar, pero también han de exceder los meros datos de la experiencia si quieren explicar e interpretar racionalmente esa realidad.

En lo que al saber histórico respecta, esta exigencia epistemológica cobra una especial connotación (Ricoeur, 1969). Las categorías deben respetar los caracteres propios del ser histórico, lo que equivale a afirmar que deben comprender conceptos teóricos capaces de expresar y responder a los rasgos más generales de todo suceder histórico, y otros que se ajusten a los más peculiares de cada presente sobre y desde el cual se construya el conocimiento. Los primeros conceptos, constantes, fundamentales e imprescindibles para el estudio de cualquier momento histórico -puesto que traducen el ser mismo de la historicidad- son ontológicos, y los segundos, que rigen sólo para un determinado presente, son variables y se denominan ónticos.

Las categorías ontológicas, que la epistemología de la historia ha detectado hoy con seguro método fenomenológico para sustituir definitivamente a los viejos conceptos filosóficos que aplicaba la historiografía de los siglos XVIII y XIX, son los que traducen los caracteres de la historicidad que ya hemos expuesto: practicidad social, contemporaneidad, dialecticidad, totalidad estructurada, y sentido. Con ellos, la historiografía actual ha superado las parcialidades de las historias que Nietzsche denominara anticuaria (desde el pasado), monumental (desde el presente) y crítica (desde el futuro), y que se asentaban en una unilateral y errónea apreciación y conceptualización del tiempo histórico. Y, sin ellos, no podría obtener ningún saber valedero, pues su desconocimiento -ya lo vimos- distorsiona y encubre la realidad histórica, y extravía cualquier intento explicativo o interpretativo ulterior.

Las categorías ónticas, en cambio, requieren otro tipo de análisis, no fenomenológico -como ha expresado Barraclough- sino empírico-sistemático, pues es necesario aprehender aquellos rasgos que distinguen nítidamente nuestro presente de los otros presentes ya pasados (Dardel, 1958). Y, para ello, debemos examinar concretamente la propia experiencia que de él tenemos y la que nos llega a través de todas y cada una de las manifestaciones de la cultura actual, a fin de hacernos una idea global, unitaria y orgánica -sistemática- de lo que es y se propone.

Pero ¿en qué consiste el presente histórico que buscamos definir? ¿En el cúmulo de experiencias vividas y que vivimos? Dicho de otro modo: ¿todo, en este presente, es verdaderamente histórico? El presente que ha de conformar el horizonte de comprensión e interpretación de la historia ¿es esa densa y rica trama de experiencias que, como sujetos sociales, vivimos diaria y constantemente?

Hegel acometió el problema en sus Lecciones y nos ha legado una enseñanza inestimable. El presente histórico -nos dijo-, el que enlaza y articula todos los momentos de la historicidad, el que verdaderamente opera en ella, y desde el cual debemos preguntar al futuro y al pasado y hacer historiografía, es el presente vigente. Pues no todo el presente tiene efectividad y vigencia, y sólo la tiene aquello que nos incumbe a todos, que gravita en nuestra condición humana y que compromete nuestro destino. Por eso, la historia debe vivirse y hacerse desde lo que en nuestro presente es decisivo y actual, desde la presencialidad (gegenwart). Y toda historiografía construida desde esa actualidad, ha de conservar un valor permanente, porque nos dirá qué significó un cierto pasado para ese presente efectivo y vigente, que es la única forma históricamente real de ser del pasado en cualquiera de sus épocas o manifestaciones.13