América ocupada

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La lucha de los chicanos por la reconquista de su autodeterminación y conservar su cultura durante esos años no fue referida, porque los historiadores texanos, escribiendo desde una perspectiva angloamericana, legitimaron la represión dirigida por un puñado de gringos. Hasta hace poco tiempo, las conclusiones de hombres como Walter Prescott Webb se tomaban como el evangelio. No obstante, la historia chicana se conservó viva mediante los corridos y la tradición oral que glorificaba los hechos de hombres como Juan Cortina y Gregorio Cortez, que hicieron resistencia a los opresores “con la pistola en la mano”. El papel de los mexicanos durante esos años se limitaba colectivamente al de trabajador asalariado no calificado. De hecho, es cosa aceptada que este trabajo fue el que hizo posible el crecimiento de Texas, en forma muy similar a como contribuyó el sudor de los negros a la economía del sudeste. El mexicano, entre tanto, organizó mutualistas, y a partir de ellas, sindicatos y organizaciones políticas, que han mantenido viva la resistencia. Actualmente esta lucha está dando fruto y triunfos como, por ejemplo, el partido La Raza Unida (véanse capítulos 9 y 10) al tomar Crystal City, Texas, señalando el comienzo de la marcha hacia la autodeterminación política. Los mexicanos en Texas han ganado también una batalla al conservar su identidad cultural, pues la mayoría habla español y se identifica con su pasado mexicano. El nacionalismo se ha convertido en el lazo unificador de esta lucha.

1 T. R. Fehrenbach, Lone Star: A History of Texas and the Texans, New York: Macmillan, 1968, 465.

2 Fehrenbach, op.cit., 677.

3 Larry McMurtry, In a Narrow Grave, Austin, TX: Encino Press, 1968, 39.

4 Ibid., 40.

5 Ibid., 40.

6 Ibid., 40.

7 Ibid., 40.

8 Ibid., 40.

9 Ibid., 40.

10 Ibid., 41.

11 Ibid., 41.

12 Ibid., 43.

13 Llerena B. Friend, “W. Webb’s Texas Rangers”, Southwestern Historical Quarterly 74, no. 3, enero 1971, 294.

14 Ibid., 321.

15 Ibid., 321.

16 Américo Paredes, With His Pistol in His Hand, Austin: University of Texas Press, 1958.

17 Paredes, op. cit., 169.

18 Editorial en John Salmon Ford en Texas Democrat, septiembre 9, 1846, cit. en Fehrenbach, Lone Star, 465.

19 Fehrenbach, op. cit., 473-74.

20 Walter Prescott Webb, The Texas Rangers: A Century of Frontier Defense, Austin: University of Texas Press, 1965, xv.

21 Paredes, op. cit., 31.

22 Ibid., 29.

23 Ibid., 30.

24 Webb, op. cit., 463.

25 Ibid., 464.

26 Paul Jacobs and Saul Landau, To Serve the Devil, New York: Vintage Books, 1971, vol 1, 240.

27 Paredes, op. cit., 25-26.

28 Webb, op. cit., 477-78.

29 Tom Tide, “Chicanos Won’t Miss Ranger”, New Chronicle, Thousand Oaks, California, 4 de noviembre de 1970.

30 Ibid.

31 McMurtry, op. cit., 41, 42.

32 Paredes, op. cit., 7.

33 Ibid., 10.

34 Charles W. Goldfinch, Juan Cortina, 1824-1892: A Re-Appraisal, Brownsville, TX: Bishop’s Print Shop, 1950, 121.

35 Goldfinch, op. cit., 36.

36 Ralph Wooster, “Wealthy Texans”, Southwestern Historical Quarterly, octubre 1967, 163, 173.

37 Tom Lea, The King Ranch, 2 vols., Vol. 1, Boston, MA: Little, Brown, 1957.

38 Lea, op. cit., vol. 1, 457.

39 Ibid., 8-9.

40 Ibid., 42.

41 Ibid., 45.

42 Ibid., 58-59.

43 Ibid., 73.

44 Ibid., 100-01.

45 Ibid., 104.

46 Ibid.,107-08.

47 Ibid., 179.

48 Ibid., 275.

49 Ibid., 275-76.

50 Fenrenback, op. cit., 289.

51 Eric J. Hobsbawm, Primitive Rebels: Studies in Archaic Forms of Social Movement in the 19th and 20th Centuries, New York: Norton, 1965, 13, 27,

52 Ibid.

53 Webb, op.cit., 53.

54 Lyman Woodman, Cortina: Rogue of the Rio Grande, San Antonio, TX: Naylor, 1950, 8.

55 Jacobs y Landau, op. cit., 235.

56 Goldfinch, op. cit., 17.

57 José T. Canales, Juan N. Cortina Presents His Motion for a New Trial, San Antonio, TX: Artes Gráficas, 1951, 6.

58 Webb, op. cit., 178.

59 Goldfinch, op. cit., 44.

60 Ibid., 45.

61 Ibid., 48.

62 Wayne Moquin et al., eds., A Documentary History of the Mexican American, New York: Praeger, 1971, 207-9.

63 Woodman, op. cit., 53.

64 Ibid., 55.

65 Ibid., 59.

66 John Salmon Ford in Stephen B. Oates, ed., Rip Ford’s Texas, Austin: University of Texas Press, 1963, 371.

67 Woodman, op. cit., 98-99.

68 Hobsbawm, op. cit., 167-170.

69 Carey McWilliams. Al norte de México, Siglo XXI, Mexico, 1968, 127.

70 Webb, op. cit., 350. Jack C. Vowell, “Politics at El Paso: 1850-1920”, Master’s thesis, Texas Western College, El Paso, 1952, 65-66.

71 Webb, op. cit., 356.

72 Webb, op. cit., 360-61; Vowell, op. cit., 69-70.

73 Carolina Remy, “Hispanic Mexican San Amonio: 1835-1961”, Southwestern Historical Quarterly, abril 1968, 570.

74 Jovita Gonzalez, “Historical Background of the Lower Rio Grande River Valley”, Lulac News, San Antonio, Texas, septiembre de 1931, 5.

CAPÍTULO 3

La libertad enjaulada:

la expansión hacia Nuevo México

Durante una conferencia en la Universidad de California de Los Ángeles, en 1968, el activista Reies Tijerina resumió las quejas de los mexicanos en Nuevo México: “Estamos encolerizados porque nos han robado nuestras tierras y nuestro idioma. Nos dan la ‘libertad’ que se da al pájaro enjaulado. Tomaron las tijeras y nos cortaron las alas (tierra e idioma). El idioma es nuestra libertad –idioma que es resultado de los siglos acumulados–, el alimento que nos legaron nuestros antepasados”.1

La supresión de la cultura mexicana y el robo de tierras en Nuevo México están bien documentados. Sin embargo, las injusticias han sido oscurecidas por el proceso de socialización mediante el cual muchos mexicanos han llegado a aceptar mitos acerca de su papel en la vida política, económica y cultural del Estado, adoptando los valores de los conquistadores y olvidando su pasado, presente y futuro. En su discurso, Tijerina recordaba el genocidio cultural de los chicanos. Muchos ciudadanos de Nuevo México han hallado seguridad en la creencia de que han sido asimilados a la nueva cultura y de que han llegado a participar efectivamente en el proceso democrático. Esta creencia ha sido manejada con tanta frecuencia, que algunos colonizados llegan a negar su opresión y así han llegado incluso a considerar sus fracasos como éxitos. La realidad de que una pequeña oligarquía de angloamericanos estableció sus privilegios a expensas de las masas mexicanas ha sido ahogada por el deseo que los nativos de Nuevo México tienen de creer que son aceptados en la nueva sociedad. Incluso el notable fray Angélico Chávez, prominente sacerdote católico de Nuevo México, historiador y escritor, afirmó apenas en 1970:

En resumen, Nuevo México pronto se convirtió en un lugar favorable de los Estados Unidos, cuando todos sus ciudadanos, de cualquier nivel social o económico, se proclamaron sinceros y leales norteamericanos. Y lo que evidentemente les gustaba más, tanto a los pobres, como a los opulentos, era el juego político dentro del marco de los partidos demócrata y republicano. Este deporte –con sus triquiñuelas y mañas– se ha convertido en el más popular de Nuevo México, tanto dentro como fuera de casa.2

Aunque el punto de vista de fray Angélico es un reto a la historia, nuestra misión principal consiste en corregir los mitos de Nuevo México. Con el fin de sobrevivir económicamente, a muchos de los descendientes de los primeros colonizadores de Nuevo México les fue necesario separarse de los demás chicanos. Esto llevó a muchos habitantes de Nuevo México a llamarse a sí mismos hispanoamericanos, diferenciándose así de otros mexicanos. Se juzgaban descendientes de los pobladores originales, que fueron conquistadores españoles. Según ellos, Nuevo México permaneció aislado del resto del suroeste y de México durante la época colonial; así, se conservaron racialmente puros y eran europeos, en contraste con los mexicanos.

Por este proceso, pensaron que podrían aislarse de la intensa discriminación contra los mexicanos, lo que les permitiría mejorar su situación económica y, en algunos casos, su posición social. George Sánchez, Arthur L. Campa, Carey McWilliams y otros explotaron esta “herencia fantástica”. Ciertamente, los hispanos eran mexicanos, puesto que la mayoría de los pobladores originales provenientes de México en 1598 eran hombres que, a través de los años, se mezclaron con indígenas nativo-americanos de la región, como los pueblo, así como con indígenas nativo-americanos establecidos en el área mexicana.

 

Durante el siglo XXI, aunque el calificativo hispanoamericano era empleado en todo el suroeste y en Latinoamérica, los angloamericanos se referían comúnmente a los originarios de Nuevo México como mexicanos. Nancie González escribe que no fue sino hasta el siglo XX cuando los nativos de Nuevo México abandonaron conscientemente su identidad mexicana. La causa de ello fue que durante las décadas de 1910 y 1920 hubo gran afluencia de trabajadores mexicanos a Nuevo México y que, al mismo tiempo, muchos texanos nativos de Oklahoma y otros sureños se establecieron en las planicies orientales, intensificando la discriminación contra los mexicanos. Los habitantes de Nuevo México más ricos, en la creencia de ser caucasianos, argüían ante los angloamericanos: “A ustedes no les gustan los mexicanos, y a nosotros tampoco nos gustan; pero nosotros somos hispanoamericanos, no mexicanos”.3 Mediante esta simple negación de su origen creían poder escapar a la discriminación y resultar elegibles para trabajos mejor remunerados.

EL MITO DE LA CONQUISTA INCRUENTA

Fray Angélico también difundió el mito de que los nuevomexicanos se unieron pacíficamente a la nación angloamericana para convertirse en una “colonia voluntaria de Estados Unidos”. Esto es conocido como “el mito de la conquista incruenta de Nuevo México”, que ha sido repetido por la gran mayoría de los historiadores y creído por casi todo el mundo. Por medio de esta trampa los originarios de Nuevo México no eran ya víctimas de la historia y, por consiguiente, los enemigos, sino que eran los bien dispuestos amigos de los angloamericanos. Sin embargo, esto no era cierto, puesto que las 50 000 o 60 000 personas que vivían en Nuevo México no eran entusiastas de la invasión de sus tierras por Estados Unidos; solamente un puñado de mercaderes veía en ello una ventaja. El historiador angloamericano de Nuevo México, Lynn I. Perrigo, destruye el mito de la conquista incruenta, escribiendo:

La leyenda de que la ocupación de Nuevo México fue realizada pacíficamente se basa solamente en las circunstancias que rodearon la entrada original de Kearny. Antes de que el territorio quedara totalmente bajo administración norteamericana, la conquista provocó un considerable derramamiento de sangre. En Santa Cruz, Taos, Mora, Las Vegas y El Brazito, cerca de trescientos mexicanos y unos treinta norteamericanos perdieron la vida.4

En realidad, las hostilidades comenzaron muchos años antes de la entrada de Kearny a Nuevo México en 1846. Los texanos declaraban que su territorio se extendía a lo largo del río Grande e incluía una vasta porción de Nuevo México. Después de 1836 aumentaron las tensiones entre los habitantes de Nuevo México y los texanos. Aquellos se sabían odiados por los anglo-texanos y resentían el trato que sufrían los mexicanos a manos de los angloamericanos. Tuvieron motivos de alarma cuando los amenazó en 1841, la controvertida aventura de Santa Fe.

Algunos historiadores texanos alegan que la situación comenzó con una simple expedición comercial a Nuevo México. Sin embargo, los habitantes de Nuevo México consideraron el incidente en forma distinta. Los hechos son que el general Hugh McLeod dirigió una expedición de unos 300 texanos, divididos en seis compañías militares a Nuevo México. El gobernador Manuel Armijo proclamó el estado de alarma general. Sus tropas estaban mal equipadas, pero logró engañar a los texanos haciéndoles creer que contaba con un gran ejército, lo que dio por resultado la rendición de los texanos.

La suerte de los angloamericanos provocó grandes controversias. Una fuente dice: “Muchos de los prisioneros fueron fusilados a sangre fría, otros cruelmente torturados, y la mayor parte de ellos fueron forzados a emprender una marcha de muerte hacia el sur, aparentemente tan espantosa como la marcha de Bataan”.5 No obstante, la versión del historiador Hubert Howe Bancroft es diferente. Da crédito a las atrocidades, escribiendo que, para los vecinos de Nuevo México

ellos [los texanos] eran simplemente invasores armados, que debían esperar el ataque y que, en caso de derrota, esperaban ser tratados por los mexicanos como rebeldes o, en el mejor de los casos –puesto que la beligerancia e independencia texana había sido reconocida por muchas naciones–, como prisioneros de guerra.6 [Bancroft concluye]: No cabe duda de que el gobernador Armijo estaba plenamente justificado al capturar a los invasores texanos, desarmarlos, confiscar sus propiedades y enviarlos a México como prisioneros de guerra.7

Los texanos respondieron: saquearon, robaron y asesinaron a los mexicanos después de la aventura de Santa Fe. De ahí se siguió una sucia guerra de guerrillas con matices raciales, en la que ambos bandos fueron culpables de cometer atrocidades. El problema, sin embargo, es que los historiadores, queriendo justificar la agresión angloamericana y absolver de culpa a Estados Unidos, han ignorado las actividades de los texanos concentrándose en los excesos de los mexicanos.

Por la época en que Zachary Taylor dirigió su ataque al norte de México, aún no terminaba el amor entre los anglo-texanos y los habitantes de Nuevo México. El coronel Stephens Watts Kearny, en junio de 1846, preparó voluntarios del Ejército del Oeste para invadir Nuevo México y posteriormente California. Sus instrucciones fueron que se emplease la persuasión pacífica siempre que fuese posible, y la fuerza solo en caso necesario. A finales de junio, estaba preparado para llevar a su ejército hacia el oeste desde el fuerte Leavenworth a lo largo de la carretera de Santa Fe. El gobernador Manuel Armijo se había preparado para defender Nuevo México. Mientras Kearny se aproximaba a Nuevo México, envió a James W. Magoffin con un ultimátum al gobernador Armijo, prometiendo que si los de Nuevo México se rendían no serían molestados pero, en caso contrario, sufrirían las consecuencias. Magoffin era un comerciante bien conocido y estimado en Nuevo México.8 Algunas fuentes declaran que los negociadores sobornaron a Armijo para que vendiera la provincia. De hecho, Magoffin presentó una cuenta de 50 000 dólares a Washington, D.C., por “gastos”, de los que recibió 30 000.9 No hay pruebas de que Armijo aceptara el soborno, pero no hay duda de que sus acciones posteriores fueron muy sospechosas, especialmente considerando que más tarde Magoffin se jactó de haber sobornado a Armijo.10 Armijo, a pesar de que en efecto estaba mal provisto de armas y de hombres entrenados, pudo haber defendido la provincia. Para agosto de 1846, Kearny había tomado Las Vegas, Nuevo México, y se preparaba a atacar Santa Fe. Tenía que atravesar el Cañón Apache, un estrecho paso al sudeste de Santa Fe, donde Armijo hubiera podido fácilmente prepararle una emboscada. Sorprendentemente, no encontró ninguna resistencia en el cañón. Armijo había huido hacia el sur sin disparar un solo tiro, permitiendo que el Ejército del Oeste entrara en la capital. Con toda probabilidad el gobernador vendió a su pueblo.

El mito de la conquista incruenta nació principalmente de la pasividad de Armijo. Kearny se ilusionó con la idea de que no habría más resistencia, y el 25 de septiembre emprendió la marcha hacia California. A mediados de diciembre el coronel Alexander W. Doniphan fue enviado hacia el sur a conquistar Chihuahua. En realidad, la resistencia había seguido actuando clandestinamente, pero en el otoño de 1846 salió a la luz. El coronel Doniphan observaba: “Un pueblo conquistado apenas ayer no puede tener sentimientos amistosos hacia sus conquistadores, que han tomado su tierra, cambiado sus leyes y nombrado nuevas autoridades, principalmente extranjeras”.11 Warren A. Beck, una autoridad sobre Nuevo México, escribió: “Los nativos [hispano-mexicanos], especialmente los de las clases elevadas, no serían seres humanos si no hubieran resentido los actos de los opresores, explotadores e insultantes norteamericanos, que no perdían oportunidad de mostrar su desprecio a los greasers”.12 De hecho, se formó un movimiento para expulsar al odiado gringo.

Los influyentes de Nuevo México conspiraron para expulsar de la provincia a los opresores. Los patriotas incluían a Tomás Ortiz, al coronel Diego Archuleta, al discutido padre Antonio José Martínez y al reverendo Juan Felipe Ortiz, vicario general de la diócesis y hermano de Tomás. Los conspiradores planeaban atacar a las autoridades angloamericanas durante las navidades, época en que gran parte de ellos estarían en Santa Fe, y era de suponerse que los soldados angloamericanos se dedicarían a beber en grandes cantidades; el plan fracasó porque una espía informó al coronel Price, el comandante militar, de la inminente rebelión. Después de esto, los líderes originales no tomaron parte en nuevas conspiraciones. Los angloamericanos, por otra parte, creían que el espíritu de lucha de los de Nuevo México había sido destruido, pero estaban equivocados. El resentimiento de las masas seguía latente. Pablo Montoya, campesino mexicano y Tomasito Romero, indio pueblo, continuaron al frente de la resistencia, atacando a los colonizadores y matando al gobernador Bent, junto con otros cinco importantes personajes. Inmediatamente después, los de Nuevo México mataron a muchas decenas más de enemigos. La rebelión fue espontánea.

Entre tanto, el padre Martínez trató de impedir la rebelión. Como hombre realista, sabía que una rebelión desorganizada sería desastrosa; también sabía cuáles habrían de ser las consecuencias del fracaso. Sin embargo, el pueblo no estaba dispuesto a escucharlo; las condiciones se habían hecho Intolerables. Al mando del coronel Price, soldados bien equipados respondieron atacando unos 1500 mexicanos e indios armados con arcos, flechas y lanzas. El ejército masacró a los rebeldes en el campo cubierto de nieve a las afueras de la capital insurgente de Taos. Los defensores se retiraron a la iglesia del pueblo, luchando valientemente frente al intenso fuego de artillería: “Como 150 neomexicanos fueron muertos en esta acción, veinticinco o treinta prisioneros fueron fusilados por el pelotón, y muchos de los que se rindieron fueron azotados públicamente. Se dice que las tropas del coronel Price estaban tan borrachas que la acción de Taos fue más una matanza que una batalla”.13 El juicio de los rebeldes sobrevivientes fue semejante a los de otras situaciones de ocupación: “Uno de los jueces era íntimo amigo del gobernador muerto y el hijo del otro había sido asesinado por los rebeldes. El presidente del gran jurado era hermano del gobernador asesinado y uno de los jurados era pariente de un sheriff muerto”.14 La ciudad estaba tan enardecida que resultó sorprendente que los acusados fueran sometidos siquiera a juicio. Quince fueron condenados a muerte, uno de ellos por alta traición. Después de esto, se hizo evidente que la rebelión armada en reducida escala no podía triunfar.

LA TOMA DE TIERRAS EN NUEVO MÉXICO

La cuestión de la tierra es el punto central de los agravios mexicanos en contra de Estados Unidos. El control angloamericano de Nuevo México no ocurrió espontáneamente; una toma de tierras organizada siguió a la conquista. Para comprender cómo sucedió, deben compararse las experiencias de los pioneros angloamericanos y mexicanos. La experiencia angloamericana se basó principalmente en el movimiento de individuos aislados hacia nuevas zonas que luego fue seguido por las adquisiciones de la civilización; los mexicanos avanzaban hacia el noroeste colectivamente. La tierra era árida y, para sobrevivir, era precisa la cooperación de la comunidad. La colonización de Nuevo México fue planeada previamente. La institución principal era el pueblo; sus plazas, acequias y economía comunal eran semejantes a las de otras ciudades de toda la América española. El gobierno proveía a los nuevos pobladores del equipo básico para cultivar sus tierras. Estos se convertían en miembros de un pueblo y, a cambio, adquirían derechos para trabajar una porción de tierra y utilizar los terrenos de pastoreo y bosques comunales. El colono poseía derechos de riego, y la necesidad lo unía a los demás miembros de la comunidad. Existía una interdependencia entre los habitantes del pueblo, y cada uno contaba con la necesaria ayuda de los demás para construir sus casas, la atención de los sembrados y de los animales, el mantenimiento del pueblo y el cuidado de los viejos y los enfermos, así como para enterrar a los muertos.

 

La vida en los pueblos no era idílica, porque el privilegio de unos pocos estaba establecido por la tradición. Algunos explotaban a sus vecinos, así como a los indios de los alrededores; sin embargo, aun con las obvias fallas del sistema mexicano, el pequeño campesino compartía la tierra, y la ley mexicana lo protegía. Muchos pequeños granjeros pastoreaban su ganado en tierras que pertenecían al Estado. Algunos mexicanos poseían grandes extensiones de tierra, y muchas familias pobres vivían en estas haciendas, con libertad de usar la tierra y el agua que necesitaran. Después de las primeras confrontaciones entre los mexicanos y los indígenas nativo-americanos sedentarios, ambos grupos siguieron viviendo en relativa armonía, produciéndose el mestizaje. A pesar de las injusticias, la sociedad permitía un uso más amplio de la tierra que bajo el sistema de propiedad de Estados Unidos, que supuestamente era más democrático porque favorecía al individuo más que a la comunidad. El sistema angloamericano apartaba al mexicano de su tierra y su pasado, poniendo la tierra casi exclusivamente bajo el control de una minoría.

El ciclo angloamericano de toma de tierras fue semejante al que tuvo lugar en Texas, ya descrito anteriormente. La diferencia fue que en Nuevo México las tierras de los chicanos eran más extensas. La provincia tenía muchos pueblos y algunas ciudades. Santa Fe se había convertido en centro comercial. Existía una agricultura extensiva. La cría de ovejas daba a los pobladores su principal contacto con el mundo exterior. Un estilo de vida definido había echado raíces, y a pesar de los concertados esfuerzos de los representantes de Estados Unidos para cambiarlo no hubo grandes diferencias. Este estilo de vida existe en muchas pequeñas poblaciones de Nuevo México, donde aún se habla el español a pesar de los programas puestos en práctica para sustituirlo por el inglés.

Después de 1848, oportunistas angloamericanos se trasladaron a Nuevo México para disfrutar el botín de la conquista. La victoria significaba para ellos el derecho de explotar los recursos del territorio. Tales invasores establecieron sus privilegios, controlando el gobierno territorial y administrando sus leyes para ampliar su dominio político, económico y social. En este proceso, los mexicanos perdieron sus tierras. Los angloamericanos se apoderaron de ellas sistemáticamente por medios legales e ilegales. Es necesaria una breve discusión de estos métodos para comprender la ira de tantos ciudadanos de Nuevo México.

Primero, los angloamericanos impusieron su ley y sus normas administrativas a la mayoría hispano hablante. Muchas de estas normas eran antitéticas a las tradiciones de Nuevo México. En muchos casos las autoridades exigían a los mexicanos que registraran sus tierras, y cuando no lo hacían dentro del plazo concedido, las perdían. Muy frecuentemente esas ordenanzas eran publicadas inadecuadamente.

Segundo, los angloamericanos imponían altos impuestos a las tierras de los mexicanos, práctica que contrastaba con la costumbre mexicana. Muchos mexicanos carecían de capital para pagarlos y sus tierras eran vendidas en subasta. Inmediatamente después de la subasta, los inescrupulosos, administradores de la ley, coludidos con los privilegiados, volvían a reducir los impuestos.

Tercero, el sistema económico angloamericano abría el camino a los imperativos del capital. Los angloamericanos poseían los bancos, fuentes primarias de las que los mexicanos podían obtener capital. Los banqueros cargaban intereses excesivos, y la imposibilidad en que se hallaban los mexicanos de pagar sus deudas tenía como resultado la pérdida de los bienes hipotecados.

Cuarto, el auge que siguió a la guerra civil provocó una voracidad y una explotación sin precedentes. Hordas de especuladores llegaron a Nuevo México en busca de dinero fácil, indiferentes al destino de la tierra o los pastos naturales. El exceso de cultivo y pastoreo provocó la erosión del suelo y, con los cultivos destruidos, se aceleró la ruina del pequeño campesino. Además, los bosques fueron talados sin consideración y la erosión de las aguas destruyó aún más el suelo.

Quinto, el gobierno dispuso para la agricultura grandes extensiones de tierra pero, en contra de lo que pudiera creerse, en general estos proyectos no ayudaban al pequeño campesino. Favorecían a las corporaciones de agricultores que cultivaban en gran escala. La eficacia de estas asociaciones completó la decadencia del pequeño campesino que no podía competir con ellas. Por otra parte, los proyectos de restauración transformaban el balance de la naturaleza, afectando gravemente al río Grande. En muchas zonas se redujo el suministro de agua y, en otros lugares, fue aumentado excesivamente. Los habitantes de los pueblos ya no tuvieron prioridad como la habían tenido bajo la ley mexicana. El pueblo no podía opinar respecto a los lugares donde el gobierno decidía construir represas. Los granjeros de Nuevo México tenían que pagar por las “mejoras”, tanto si las deseaban como si no. Cuando los granjeros no podían pagar estos impuestos, les quitaban la tierra a cambio de esos impuestos que no podían cubrir.15

Nancie L. González, en The Spanish-Americans of New Mexico (1967), presenta otros ejemplos documentados de cómo los proyectos gubernamentales desplazaban al agricultor mexicano. La doctora González afirma que el uso creciente que hacen los agricultores de Colorado de las aguas del río Grande, disminuyó la provisión de agua del norte de Nuevo México, privando a los pequeños agricultores del riego necesario, así como los proyectos en el valle de La Mesilla en el sur de Nuevo México desplazaron más aún al pequeño agricultor. Un ejemplo de los desastrosos efectos de un proyecto de recuperación es la presa Elephant Butte, construida en 1919. A las grandes asociaciones agrícolas se les concedieron inmensas extensiones de tierras y, utilizando la mecanización, se dedicaron a cultivos muy productivos, como el del algodón. El pequeño agricultor no podía competir, porque no contaba con el capital necesario para adquirir máquinas. La presa elevó el nivel de las aguas del río en el Valle Medio, de manera que cuando llegaron las lluvias en 1930, la mayor parte de la zona fue anegada y todo el pueblo de San Marchial fue barrido por las aguas. Además, la crecida a lo largo de las riberas convirtió gran parte de la tierra de los pequeños agricultores en pantanos, y una vez más los chicanos fueron víctimas del “progreso gringo”.16

Sexto, el gobierno federal otorgó grandes concesiones de tierras a las corporaciones ferroviarias y a algunas instituciones de enseñanza superior. La historia de fraudes y explotación de los ferrocarriles nacionales está bien probada. Por otra parte, la educación pública en Estados Unidos ha sido tradicionalmente una vaca sagrada a la que nadie se atreve a desafiar. En el pasado, los fondos destinados a la educación pública eran aprobados automáticamente, y las instituciones educativas no comenzaron a ser atacadas hasta que se convirtieron en centros y partidarios del cambio. Antes como ahora, los colegios y universidades nunca han beneficiado al chicano. La mayor parte de los mexicanos nunca llegaron a la enseñanza secundaria, para no hablar de las instituciones de enseñanza superior, que siempre estuvieron reservadas para las minorías. Por otra parte, estas instituciones producían maestros que americanizaban a muchos chicanos, función tradicional de las escuelas en las colonias, donde la educación se utiliza para integrar a los colonizados. Además, las universidades servían como centros de investigación para desarrollo de la maquinaria en beneficio de los grandes negocios, especialmente de las grandes empresas agrícolas. Esto se hacía a expensas del gobierno, utilizando máquinas y técnicas agrícolas modernizadas para sustituir la mano de obra mexicana. La tragedia es que el hombre común tuvo que pagar estas mejoras, puesto que los ferrocarriles recibían tierras pertenecientes al dominio público y las universidades se mantenían con el producto de los impuestos.

Séptimo, a principios del siglo XX los conservadores, preocupados por la destrucción que la industria realizaba en los bosques y zonas de recreo, tomaron medidas con el fin de crear parques nacionales. ¿Retrospectivamente, quién pagó por la conservación? Los originarios de Nuevo México pueden responder a esa pregunta; muchos de ellos achacan su pobreza a la creación del Servicio de Parques de Estados Unidos.

El suceso de mayor alcance [para destruir las tierras comunales] fue el establecimiento de les Parques Nacionales a principios de este siglo. Redujo el número de las ovejas y cabras apropiándose gracias a sus privilegios de las tierras de pastoreo y los prados. Así se eliminaron indirectamente los hilados, tejidos y manufacturas relacionadas.17