Los que piensan en la nada

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Mi madre no le daba mucha importancia a que le contara lo de las patadas que me daba el extraterrestre. Creía que me quejaba de vicio. Me resfriaba muchísimo, parecía un virus de esos que pasas en invierno, pero el resfriado no se acababa nunca. Faltaba mucho a clase, verdaderamente me encontraba bastante mal, no quería salir de la cama, no tenía fuerzas para hacer nada. Hasta que al final me llevó a un médico que lo descubrió todo y le puso un nombre a mi extraterrestre: «se llama leucemia linfoblástica aguda» —dijo—. ¡Vaya nombre para un tipo que llevo dentro! Yo le habría puesto un nombre más simpático y, sabiendo que era chica, mucho más. Pero leucemia no sé qué… pues resultaba un poco antipático.

A mí no me importa mucho ingresar en el hospital porque he hecho mi grupo de amigos y no me siento tan solo. Pero la verdad es que es un incordio que a veces tenga restringidas las visitas, por aquello de las infecciones que trae la gente que viene de la calle. Es lo peor, me pasa bastante desde que inicié el tratamiento —le llaman quimioterapia—. A mí también me parece un nombre horrible, así que le llamo sacamarcianos. Cuando me están poniendo el sacamarcianos tienen que estar lavándose las manos continuamente. Si mamá estaba resfriada no la veía hasta cuatro o cinco días después. Es gracioso contemplar cómo se disfrazaba y se ponía mascarilla para verme. Debe de ser que el extraterrestre que llevo dentro es contagioso. Cuando lo saquen de mí deberán analizarlo con mucho cuidado porque he visto en una película que se les escapa e invade la tierra con sus tentáculos y entonces contagia a todo el mundo. La gente se transforma en zombis que se comen el cerebro de sus víctimas. Así que mejor que lo traten bien cuando me lo saquen. Aunque claro, pensándolo bien, mejor que me lo saquen cuanto antes, no sea que también se coma mi cerebro y me transforme en un zombi. ¡Solo eso me faltaba!

Es horrendo esto de estar solo, pero debe de tener alguna explicación. En realidad esto debe de ser contagioso y es probable que traiga problemas. Mamá dejó de venir hace tiempo, estaba muy demacrada. Me preguntaba qué le estaría pasando, las visitas fueron espaciándose en el tiempo, de una forma que no se podía explicar de modo racional. Preguntaba a las enfermeras, no sabían qué contestar. Pronto los silencios se hicieron habituales como respuesta, escuchaba murmullos, comentarios extraños, pero nadie se aventuraba a explicarme qué estaba sucediendo cara a cara.

Un día vinieron unos señores que decían ser de algo así como del ayuntamiento. Estaban muy serios. Me observaban con cara de circunstancias, traían una noticia que a ellos mismos les atormentaba. Una de esas personas era una chica bajita, redonda; su cara me recordó a una cerdita que solía ver de pequeño en televisión. Era una cerdita amable, risueña, quizá presumida. Llevaba un broche en el bolsillo de su chaqueta, era una rosa roja rodeada de ribetes plateados; llamaba tanto la atención que me hizo olvidar su cara porcina. Se acercó a mí, me cogió la mano; las suyas eran rechonchas, agrietadas. No eran de una persona que se hubiera pasado la vida en un despacho. Se sentó justo a mi lado, recostándose algo en la cama, por la forma de hacerlo diría que trataba de aliviar una postura dolorosa, quizá un lumbago acrecentado por el sobrepeso, buscaba una comodidad que no le hiciera perder la noción de lo que me iba a comunicar. No sabía qué estaba ocurriendo, no entiendo la reacción de esa gente que me rodeaba. No eran mi madre, no los comprendo. Se miraban entre ellos nerviosos, esperaban que alguien iniciara la conversación, si bien ninguno de ellos se atrevía a dar el paso indicado.

—¿A qué vienen aquí? —fui yo el primero que se decidió a hablar, lo cual les provocó un atisbo de alivio en su indecisión.

—Soy Mariam. —La chica bajita, sentada a mi lado, comenzó por fin a conversar—. Estoy aquí porque tengo que contarte algo. ¿Recuerdas haber tenido alguna vez un pez? ¿Un pez naranja?

—No he tenido nunca peces, ni gatos, ni perros. En mi casa solo estábamos mi madre y yo —contesté lo primero que me vino a la cabeza. Un silencio, una incertidumbre rodeaba la escena. Me llamaba la atención que mi médico estaba junto a esos señores, se había apoyado en la pared. Estaba absorto, invadido por pensamientos internos, no dejaba de observarme. Su mirada se clavaba en mis ojos, me molestaba, turbaba mis pensamientos. Sentí una sacudida muy desagradable. Una alarma, una electricidad previsora, un sentido del peligro, que me avisaba de lo que iba a ocurrir.

—Tu mamá ha fallecido, Mario.

Mientras esas palabras surgían de la boca de la chica porcina, contemplé ensimismado la mirada penetrante de mi médico. Cabizbajo, sin poder hacer otra cosa que observarme, pero con la mente en otro lugar, deseando no estar en el sitio en que se encontraba. No sentí nada en ese momento. La electricidad se había marchado un segundo antes. Surgieron palabras y las dirigí en su dirección, se las dije a él precisamente:

—¿No has sido capaz de decírmelo tú? —Surgió un reproche, una necesidad no cubierta, una huida de los detalles de la muerte de mi madre, una búsqueda de una vía de escape. No necesitaba explicaciones sobre las causas, no las preciso. Solo quería saber por qué motivo mi médico no había sido capaz de decírmelo.

Se marcharon todos en unos minutos, en silencio, sin saber qué decir. La chica porcina fue la última en salir de la habitación. Se despidió con sonrisa de circunstancias, caminando hacia atrás, tratando de no perderme con la mirada. Me resultó ridículo, deseé que se tropezara, pero no ocurrió. Cerró la puerta delicadamente, detrás de ella. Me quedé solo, una vez más.

Saqué de mi cajón un lapicero, una libreta anillada que conservaba para hacer ejercicios de la escuela. Las últimas páginas estaban en blanco, las conservaba siempre por si surgía algo que valiera realmente la pena. Esta vez, los sentimientos no me dejaban pensar mucho. No rompí a llorar, no sentía esa necesidad. Todo era tan extraño, tan distinto. Me quedé un momento en la cama, sentado, esperando a que viniera a mí algún recuerdo, una historia, una escena del pasado. No podía recordarla, no surgía ninguna imagen que me trajera de vuelta su presencia. Me sentí desgraciado: por primera vez noté qué era estar solo de verdad. Mi compañía era una pared desnuda, un armario empotrado en la pared, dos camas de hospital y dos sillones incómodos. Mis testigos las ventanas, la puerta del aseo, el foco que iluminaba las noches oscuras. Nada más, la compañía inerte fue mi mejor apoyo. En ese instante vinieron palabras a mi cabeza. El cerebro dejó de pensar y sintió el corazón. Me dispuse a escribir una carta, una nota de despedida:

Querida mamá:

Me acabo de dar cuenta de que ya no estás. Me han querido decir de varias formas que te habías marchado, sin embargo yo no estaba escuchando. Han tratado de hacerme ver lo que no está a mi alcance. Han pretendido que entendiera algo que no puedo asumir con palabras. No me conocen, no te conocen, no saben quiénes somos.

Solo quería decirte que nunca te tuve, no hubo tiempo para dedicarnos un instante. Solo sé que yo te quise, pero tú nunca me amaste. Pudiste disfrutar de un bebé, sin embargo yo no pude disfrutar de una madre. No tengo nada que reprocharte, no te necesito, no me has hecho falta nunca. Así que solo puedo decirte adiós.

Si por un solo instante pudiera volver atrás te diría que no te fueras, que llamaras a papá, que volviera también, volver los tres a casa, por una sola vez más. Contemplarnos los tres, sin palabras, deseando que no acabara el día, que no hubiera final de la historia. Entonces te diría que no te marcharas. Que no partieras nunca.

Solamente puedo decirte adiós.

Mario.

Entregué la carta a la supervisora de enfermería —doña Floren—. Le dije que la hiciera llegar a quien correspondiera, también le señalé que podría leerla, no me importaba demasiado, al fin y al cabo la única familia que había tenido esos meses eran ella y el resto de personal de la planta.

Volví a la habitación de inmediato. Me detuve un segundo, frente a la ventana, pensativo, intentando recordar algún momento feliz en casa, un soplo que me hiciera recuperar alguna sonrisa pasajera. No había manera de rememorar algo amable. Los momentos tristes eran lo cotidiano, lo único que me venía a la mente: recordé un día, una mañana fría y lluviosa de invierno, corriendo para coger el autobús del colegio. Mi madre llevándome en volandas, con las cordoneras de las zapatillas a medio abrochar. Nos habíamos levantado tarde, como siempre. Dejábamos la casa a medio recoger porque no llegábamos a la clase de primera hora. Sin embargo, ella mantenía una sonrisa en la cara que me dirigía al salir de casa. Eso me daba fuerzas, era el mejor desayuno que podía ofrecerme, la dosis de optimismo —forzado—, pero optimismo al fin y al cabo.

Tropecé en los peldaños del rellano de casa. Caí de bruces, chocando con la boca justo en el filo del escalón. Me rompí un diente, comencé a sangrar de inmediato, un terrible dolor me hacía permanecer inmóvil en el suelo, casi al borde de la lipotimia. Escupí aquel colmillo, como el que escupe un trozo de hueso de pollo. Mi madre, al escuchar el sonido del batacazo, se volvió asustada y al ver mi cara ensangrentada no pudo hacer otra cosa que romper a llorar. No era un lloro por el sobresalto. Era un sollozo de impotencia, de rabia, de maldición ante la situación tan amarga. Era un llanto por todo lo que estaba ocurriendo, por el conjunto de las cosas. El destino había decidido darle ese papel en la vida: el rol de la desgracia.

En sus ojos cristalinos observé el arrepentimiento, la incapacidad de asumir mi venida al mundo, el hastío de sufrir las consecuencias. Descubrí entonces todo lo que yo significaba para ella: la verdadera carga en la que me había convertido. Era algo más que lágrimas lo que salían de sus ojos. Su vida era lo suficientemente triste y espantosa para no creer en nada. Hacía pocos años era una mujer joven, llena de vida, dispuesta a comerse el mundo, envuelta siempre en una sonrisa inacabable. Ahora era una madre soltera impotente, con un hijo desvalido y enfermizo al cual todo le salía mal. Quizá hubo un padre, pero siempre estuvo ausente. Lo suficiente para que no lo llegara nunca a conocer, lo bastante para escapar antes de que todo lo demás se torciera. Los días eran incómodos, estresantes, infructuosos, llenos de trabas y obstáculos, que esperaban cualquier tropiezo para ensañarse más aún si cabe con su desgracia. Aquel día la gota que colmó el vaso del descontento fue una fastidiosa caída al suelo.

 

Las lágrimas no eran más que la señal de un camino inhóspito, una vía de desdicha. Por ese sendero marchó toda su ilusión por vivir y se despidió de la alegría definitivamente. En ese descansillo de la entrada a casa vi cómo moría poco a poco mi madre. Se fue consumiendo, lentamente, sin prisa, pero sin pausa. Deshaciendo todo lo que la juventud le había dado. Primero fue su conciencia, después su físico y, finalmente, se fue su salud. Mientras tanto, yo seguía sangrando por la boca, pero también por el alma porque me daba cuenta de todo, sin necesidad de preguntar. Sin tener que decir ni una sola palabra. Me quedé en el suelo, en silencio, sin derramar ni una sola lágrima, sin quejarme de nada en absoluto, paralizado, bloqueado, desbordado por la pena, despojado de la infancia que me arrebataron casi tras haber nacido.

Aquel día no fui a clase, me salió un buen flemón que tardó dos días en bajar. Poco después enfermé y las cosas cambiaron de forma radical. No recuerdo ninguna otra anécdota junto a ella, no recuerdo ninguna sonrisa en su cara desde entonces.

2

HISTORIAS DE HOSPITAL

Como está llegando la Navidad están organizando fiestas continuamente en la sala. Hoy actúan unos payasos. Creo que no voy a poder ir porque estamos en la fase que el sacamarcianos me ha dejado más acatarrado de lo normal y me han dicho que igual tengo que quedarme en la habitación. Es una pena porque llevo un par de días sin poder escaparme a visitar el semisótano. Desde que tuvimos el encuentro con el Doctor Infierno siento unas ganas enormes de volver a bajar, pese a todos los juramentos que hemos hecho de no descender nunca más a ese abismo encubierto. La curiosidad me mata. Así que me traslado en sueños muchas veces a aquella cocina, me armo de una cacerola y me propongo soltarle un porrazo al Doctor Infierno en todo el colodrillo tomándome por fin la venganza de aquel pobre animal. Cuando despierto, sigo en la habitación. Esperando a que den permiso para poder ir al espectáculo de payasos programado para las diez y media de la mañana. A ver si me deja la enfermera. Espero que la función al menos hable de libertad, de viento, de salir de este lugar. A veces me pongo muy poético, tanto que desvarío, se me va la cabeza. Me siento todas las tardes en mi sillón. Con el silencio comienzo a pensar, me concentro en mi respiración; cada vez se hace más lenta, puedo escuchar los latidos de mi corazón. En ese momento de paz, comienzo a soñar despierto. Es ese momento en que vienen las ideas más extrañas, las sombras comienzan a aparecer en mi mente: todo se nubla, una espesa niebla gris envuelve mi mente, lo cubre todo. Esconde hasta el más profundo de mis sentimientos, oculta a mi razón todo tipo de claves, esconde las respuestas sencillas, las lógicas, las que cualquiera sería capaz de responder. Se nubla lo cotidiano y aparecen las ideas disparatadas, la poesía, la imaginación. Los sentimientos se hacen tangibles, tocables, alcanzables a la punta de mis dedos, dejando lo más inverosímil al descubierto. Lo imposible se hace posible, lo inalcanzable se convierte en palpable, lo que no existe emerge.

Entonces aparece el mar: estoy de pie, en la orilla de una playa desconocida, contemplando el horizonte, frente a un océano tranquilo, en calma. Solos, cara a cara. Puedo notar el olor, el viento, la arena embadurnando mis pies, las gaviotas revoloteando la costa, dilatando el tiempo hasta encontrar su presa, lanzándose en picado con tal de conseguir un bocado distinto al que logra en la bahía. El silencio interrumpido por las olas. La espuma llegando a la orilla, las estrellas vespertinas perdiéndose en el horizonte. La luna hechizada, aguardando mi llegada para guiarme a través del infinito, el agua inacabable. El sabor del salitre deslizándose por la lengua, la arena entre los dientes. Siento la ceguera ante el azul, sin buscar luz que ilumine su oscuridad, soy un amante que no quiere otra cosa que el desamor desafiante, retándome a adentrarme en sus brazos. Escapando de todo control, de toda fe ciega, de toda palabra definitiva. Encuentro un puerto desconocido, piso la tierra firme, siento el vaivén posterior, noto que necesito volver al agua de nuevo, navegando en silencio, sin metas, sin puertos que me esperen, buscando el camino sin planificar nada.

Al regresar abro los ojos, despierto en esta habitación en la que estoy. La fiebre comienza a subir, el cansancio me destroza. Tengo que acostarme porque, pese a que quiero ser marinero, no hay forma de poder mantenerme en pie. Temblando me tapo con la sábana, el mar se va alejando de mí, estoy tiritando y un leve mareo hace que mi cabeza gire; estoy en una noria que no quiere detenerse. No hay placer en ninguna de estas sensaciones. Siento náuseas, la oscuridad se mece entre mis pensamientos y mi mirada, todo se nubla, vuelve la niebla, pera esta vez no se disipa. La enfermera lo sabe. El paracetamol va penetrando en mis venas a través del gotero. Todo se disuelve, desaparece, se aleja, el mar está muy apartado.

Vuelvo a ser el niño con el marciano dentro, la leucemia, la enfermedad, la fiebre, todo lo que desconozco, la incertidumbre… Sé que al soñar soy libre: el mar está un poco más cerca de mí. Todas las tardes intento volver a aquella escena; a veces lo consigo, otras me quedo con las ganas.

Sé que el océano me está esperando, llegaré algún día. Dependiendo de lo que dure esto, todo estriba en que venza al marciano que llevo en mi interior o que él finalmente consiga la victoria.

3

DARÍO

—Alicia, si quieres que te lo cuente todo, tengo que comenzar un día cualquiera, hace unas semanas. Escucha con atención, espero que tengas tiempo para atender.

—Soy todo oídos.

Son las diez de la mañana. Estoy en el autobús, camino del hospital. La mañana es fría, ha llovido hace una media hora. Las calles están mojadas, los charcos se han formado porque ha caído bastante agua en pocos minutos. He cogido el primer abrigo que tenía en el armario, todavía no he podido cambiar la ropa y no he sacado las cosas de invierno. Este que llevo probablemente dejé de ponérmelo la primavera pasada. Me queda un poco más grande. Últimamente he perdido algo de peso, no es que haya hecho ninguna dieta, pero la gente me está diciendo que estoy más delgado. La verdad es que no me miro mucho al espejo ya. Tengo otras preocupaciones. Suelo tener la cabeza bastante ocupada últimamente, antes me obsesionaba mucho con la imagen. Me cortaba el pelo exactamente cada cuarenta días, de forma puntual, como si tuviera una alarma que me lo recordara. Las visitas al barbero se habían espaciado mucho en las últimas semanas. No me importaba mucho que me surgiera algún rizo rebelde o que la barba hubiera crecido de forma despreocupada en el último mes.

En el autobús hace demasiado calor, han puesto ya la calefacción. No se dan cuenta de que aquí no hace tanto frío como para usar eso. Voy agobiado, me arde la cara. De hecho, creo que me voy a tener que sacar el abrigo y ponérmelo colgado del brazo. Será lo mejor, porque si sigue haciendo este sofoco acabaré sudando, me resfriaré y no puedo permitirme pasar un día en cama, no ahora.

Llego al hospital, planta sexta derecha. Sé que es la primera vez que actúo para este tipo de público, pero la verdad es que tengo ganas. Hablo con la supervisora de enfermería. Una señora de unos cincuenta años, delgada, pelo gris, debe de haber ido hace poco a la peluquería porque luce espléndida para la edad que tiene. Me abre la puerta de la pequeña salita de juegos de la planta, diseñada para los niños pediátricos oncológicos. Paredes llenas de dibujos diversos, unos del ratón Mickey, otros con el pájaro loco —me recuerdan a mi niñez—. Alguien ha puesto el hilo musical en la sala, suena Girl de The Beatles. No puedo evitar pensar en ella: hace tanto tiempo que pasó, demasiado. Creo que no la he vuelto a ver en los últimos cinco años. Nos gustaba tanto escuchar esa canción, juntos en aquel viejo coche de segunda mano que me había prestado mi hermano mayor mientras yo reunía un dinero para poder comprarme uno nuevo, dirigiéndonos a la playa, probablemente solo para sentir la brisa en la cara, mojar los pies o llenarnos las zapatillas de arena. El capó estaba medio roto, no había forma de que cerrara de forma completa y sonaba un traqueteo característico cada vez que lo arrancaba.

—Perdone, ¿me está escuchando? —me dice la supervisora. De repente dejé de estar en la playa para volver a la salita de recreo de la planta de oncología pediátrica.

—Disculpe, se me ha ido el santo al cielo. —No hacía falta que me contestara, ya me puso cara mitad indignada y la otra mitad compasiva. No sé si es que me leyó los pensamientos. Porque en ese momento solo pensaba en la melancolía que me provocaba aquel lugar combinado con la música.

—¿Sabe usted ante qué tipo de público va a actuar? —prosiguió—. Supongo que está al corriente de que no es un público cualquiera, son niños con enfermedades graves. Muchos de ellos incluso terminales, por lo cual debe ser sumamente cuidadoso, cariñoso y hacerles pasar un momento feliz. No están muy acostumbrados a tener instantes agradables aquí. Así que le ruego que haga bien su trabajo y les dé un rato de felicidad.

—No se preocupe, señora —le contesté—. Creo que sé lo que me traigo entre manos. Aunque no lo tengo muy claro en verdad porque es la primera vez que voy a actuar delante de niños de esta clase. Supongo que deben de ser como cualquier otro grupo.

Preparo mi función, un pequeño escenario improvisado. Poco a poco en la sala van apareciendo varios niños. Hay de todo: desde pequeñajos de medio palmo que apenas saben caminar y tienen que ir acompañados de alguna de las cuidadoras voluntarias de la asociación contra el cáncer hasta chavales con algo más que vello en la cara, más altos que yo, pero con una cara de tristeza que te arranca el alma a tiras nada más pensar en la adversidad en la que se encuentran. Se sientan frente al escenario. En general, no hay mucho tumulto. Son bastante educados, pienso, igual es que cuando te enfermas te adiestras de forma automática convirtiéndote en una persona exquisita. Creo que no debe de ser el caso, es posible que no tengan muchas ganas de risas.

Miro a través de la cortinilla que tengo en mi miniescenario, hay mucho silencio. Alguna conversación escueta entre los más mayores. Los dos más pequeños se acurrucan en el pecho de la cuidadora, como corderitos que se arriman a su madre, muertos de miedo.

Quisiera quitarme la peluca, salir fuera del escenario y preguntarles cuál es el secreto para no tener miedo. Cuál es la respuesta que debería decir para pasar una noche en una habitación de hospital, solo, enfermo, escuchando los ruidos no descriptibles, las resonancias del eco lejano, el sonido de las ruedas de las camas cuando las empujan los celadores. Les miro a los ojos, no los tienen perdidos. No están extraviados en el horror de la enfermedad. Miro de nuevo sus caras, no están vencidos por el dolor, ni tan siquiera hay señales de terror en sus movimientos. Imagino cómo debe ser una noche hospitalaria, en una habitación, con el silencio más absoluto, sin poder dormir, porque tienes miedo a no despertar a la mañana siguiente. Pero ellos no conocen esa sensación, la han olvidado, sometido, aniquilado. Esa batalla ya la olvidaron hace mucho tiempo. En sus rostros se refleja otro sentimiento, quizá se llame esperanza, porque no entiendo que pueda ser cualquier cosa diferente. Delante de ellos solo se abre un camino — espinoso—, pero es la senda por la que quieren marcha. Le llaman vida, devenir, futuro. Algo que buscan todos los días porque saben que es escaso y hay que ir a verdes prados para encontrarlo.

Se sientan en corro, deben de ser unos doce niños y niñas. Son educados, atentos. Miran al escenario con ojos investigadores, algunas de sus caras son como platos, otras son alargadas. Cada uno de ellos muestra un tono distinto de color: los hay pálidos, los hay muy rubicundos. Algunos no tienen pelo, aunque no les queda mal la calva, parecen bebés que se han hecho mayores demasiado rápido, aunque les ha dado tiempo a aprender a hablar, caminar y sonreír de forma perenne.

 

Las cuidadoras llaman al orden, no les cuesta mucho conseguirlo. Me sigue sorprendiendo la capacidad de disciplina de los chavales. Dejan de conversar y se disponen a presenciar la función. Me siento tranquilo, calmado, deseoso de comenzar. Merecen un buen espectáculo, algo digno de ellos, no sé si con lo que haga les ayudaré a encontrar su trozo particular de felicidad, pero al menos puede que les ilumine un poco el camino.

Realizo una función de títeres —se me da muy bien—. Les cuento la historia de Romeo y Julieta, adaptada a niños de ocho años. Una fábula de amor siempre triunfa, no importa la edad. El hecho de que sea una tragedia en el fondo poco concierne. No creo que sean conscientes a estas alturas de la magnitud de lo que ocurre en el cuento. Al fin y al cabo, para ellos es solo una aventura. Para mí esa historia no es tan agradable: en el fondo va de amores imposibles, de historias con final trágico. Medito de nuevo qué les voy a contar. Echo la vista a mi alrededor, solo hay cartón del escenario improvisado. De mi lado un frío incomparable, mientras que del otro abunda el calor, el jolgorio, la vida rebosante. Observo el techo, de él cuelgan adornos de Navidad. Objetos inertes, bolas de color rojo donde se refleja mi cara. Me miro, no me reconozco. La piel seca como un desierto a pleno sol. Mis ojos se han hundido en el lago de las ojeras del insomnio, las arrugas comienzan a aflorar alrededor de las orejas, signo de que el tiempo no está pasando en balde. Un corte fino tras el afeitado deja entrever las prisas por no llegar tarde al hospital, me queda la cicatriz temporal de la premura matutina.

Respiro hondo, puedo sentir aún el olor de la colonia que me puse esta mañana, reconforta, todavía queda algo bueno dentro de mí.

Vuelvo a mirar al escenario, disimulado por las cortinillas que hacen de telón. La supervisora de enfermería ocupa una de las sillas; se sienta frente a mí. Está colocada justo de espaldas a la ventana, al observarla puedo contemplar que lleva demasiado maquillaje. Tiene la cara marcada por un acné terrible que le ha dejado cicatrices. Es una pena, pienso. No es que sea una belleza, pero pese a todo sigue siendo bien parecida.

La vuelvo a observar, una excitación me sube por las piernas, como un cosquilleo incesante, una sensación demasiado agradable a estas alturas. Una pasión repentina ante esa mujer madura sentada frente a mí, un juego de tenis, un peloteo de miradas, un toma y daca continuo. Le miro las piernas, las deja entrever bajo una falda hasta las rodillas. Me pregunto qué es lo que me excita: ¿es un juego al que me somete al sentarse frente a mí? ¿O es el hecho de ponerme a prueba? ¿Cómo puede detectar sin conocerme que he tenido un sentimiento repentino de deseo?

Acaba la función, los niños, las enfermeras, todo el mundo aplaude. Me siento aliviado, el estrépito de los aplausos inunda la sala, pese a que no somos más de doce personas. Siento unas ganas irracionales de marcharme.

Me dispongo a saludar, pero antes me pongo la nariz de payaso. Es puntiaguda, de goma fina, ligera y blanda. Me encanta cuando me la pongo porque así tengo la capacidad de abordar la vida de un personaje. Puedo ser médico, sin haber estudiado medicina, un borracho sin haber probado nunca una gota de alcohol. Puedo ser una persona feliz habiendo conocido las más absoluta de las desgracias. Todo acaba al finalizar la función y cuando termina puedo quitarme de nuevo esa nariz y volver a casa siendo la persona que era.

Ese es el peor momento, cuando aterrizo de nuevo en mi realidad: compruebo mi soledad, mi desgracia absoluta, la pérdida horrible. La eterna soledad a la que he sido castigado, el precipicio interminable de mi amargura. Mi familia alejándose, perdiéndose en el horizonte. Mi mujer y mi hijo, caminando de la mano, girando la cabeza, despidiéndose, perdiéndose al final de la puesta de un sol que no se pone. Un tren que ya no se detiene en la estación para recogerme, pasa de largo. Un coche recién estrenado, la tarde de domingo de vuelta de la montaña, un fin de semana perdido, canciones infantiles en el coche, una curva inesperada, la llamada inoportuna de teléfono. Un carrusel de luces, sonidos, murmullos, lamentos, sollozos… la vida borrada de golpe. Mi hijo, mi esposa…

Hay gente que tiene un gran secreto que no llego a poder descifrar. Ese secreto es no resistirse a llorar, son capaces de ceder a la pena y romper en un sollozo. Esas personas saben cuándo pueden ceder, cuándo gemir. Yo, por el contrario, aguanto: empaqueto mi pena dentro de mi interior, la cierro en una caja, le pongo un candado y tiro la llave. Hasta que llega un momento en que la caja está al rojo vivo, pero no encuentro el lugar donde la abandoné. No puedo abrir esa cerradura.

Entonces surgen todos mis demonios, los suficientes como para animarme a cometer estupideces: salir a la calle, a un bar, decir palabras de las que luego me arrepiento, mostrar un yo del que me pueda lamentar el resto de mis días. Transformarme en la sombra de lo que soy.

Tengo que aprender a llorar, debo dejar que las lágrimas se deslicen por mis mejillas. Expiar mis demonios internos al menos merece ese esfuerzo. Mientras tanto, esa nariz me infunde alivio, fuerza, atrevimiento, carácter y arrojo.

Salgo al escenario, saludo a los niños que ríen al verme con mi nariz, los zapatones gigantescos, el pantalón de colores. Realizo dos o tres trucos de magia, lo suficiente para que aplaudan a raudales. Miro a la supervisora —falda hasta las rodillas— que me sonríe de forma aprobatoria.

Acaba la función, los niños se van marchando, algunos van de la mano de las voluntarias, otros se desplazan apoyados en el palo del gotero. No son ruidosos, no hay gran jolgorio, pero sonríen. Los dos más pequeños se vuelven de nuevo hacia mí y me obsequian con una gran sonrisa. El último cierra la puerta de la sala tras él.

La supervisora ha esperado de pie, junto a la silla donde ha presenciado toda la función. Sonríe satisfecha, su cara está iluminada por un brillo nuevo, no es por el maquillaje. Ahora parece hermosa porque pese a sus cicatrices de acné está radiante. Me estrecha la mano, la fuerza con que lo hace es lo suficiente como para mostrar que me va a pedir algo más. Roza el ruego, me mira con los ojos brillantes, como si fuera a declararme algo insospechado. Siento la calidez de sus manos, me traen recuerdos olvidados. La presión es exacta: no lo suficiente firme para forzarme, para sentirme violento. No lo bastante floja como para inspirar superficialidad. La piel se me eriza, me siento bien, cómodo, apaciguado, próximo.

—Quiero pedirle un favor —me habla con ternura—. Hay un niño que no ha podido venir a la actuación. Está en tratamiento con quimioterapia, puede que durante un mes permanezca aislado en su habitación. Es un niño que tiene una enfermedad grave y ahora su situación no es la más ideal. Es un auténtica pena que no haya podido venir, pero el riesgo de contraer alguna infección es alto y, a estas alturas, su cuerpo no está para correr semejante peligro. Me gustaría mucho que lo visitara. Creo que le vendría muy bien.

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?