El castigo penal en sociedades desiguales

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La territorialización de la prisión es una de las consecuencias más importantes del hacinamiento. En este contexto, la persona presa con capital y poder se transforma en propietario, mientras que los desposeídos son convertidos en tributarios de los terratenientes carcelarios. La prisión, en consecuencia, ha sido informalmente privatizada y es precisamente dicha apropiación del espacio la que cumple dos funciones definitivas para el mantenimiento del violento orden interno. Por una parte, ordena y distribuye el acceso a un bien escaso como el espacio; por otra, sostiene las estructuras de poder que gobiernan la prisión y garantizan orden y estabilidad a la burocracia del penal. Aquellas personas con suficiente capital económico y político podrán escapar del hacinamiento y pasar sus días de prisión en una celda privada, mientras a unos cuantos metros el prisionero común pobre debe dormir en el suelo soportando el calor y el olor que es desprendido por los centenares de cuerpos que forman la sociedad carcelaria colombiana.

3. Trabajo y economía informal

El trabajo en la Cárcel Modelo se encuentra estrechamente ligado con dos factores estructurales: el hacinamiento y el mercado económico informal de la prisión. Estos factores producen una dualización del mercado de trabajo interno, en la medida en que se presenta un trabajo informal vinculado con la institución penitenciaria y un trabajo informal que es regulado por la mano libre del mercado laboral del encierro.

Incluso en ausencia de hacinamiento, las instalaciones que ofrece la prisión para realizar actividades laborales son extremadamente precarias y apenas un puñado de internos puede vincularse formalmente a los programas de trabajo. La mayoría de ellos trabaja sin supervisión o apoyo técnico elaborando regalos para las visitas, enmarcando fotografías de celebridades o familiares y haciendo camas de madera para las personas presas ricas. Los prisioneros deben adquirir sus propios materiales y por ello puede que pierdan dinero si no logran vender sus creaciones durante los días de visita. La ventaja principal radica en que el trabajo formal en los talleres, por precario que sea, es reconocido para efectos de redención de la pena.

Distinta es la situación de la persona presa pobre que no cuenta con el capital suficiente para acceder a un puesto de trabajo formal. Generalmente, el prisionero pobre debe buscar trabajo en el mercado informal de la prisión. La economía de la prisión proporciona empleo para un porcentaje de la población reclusa. De hecho, aquellas personas presas con suficiente capital económico suelen crear establecimientos comerciales (restaurantes, tiendas, servicios de lavado de ropa) en los cuales contratan a dos o tres prisioneros como empleados. El prisionero con capital se convierte en empresario, mientras que el prisionero pobre debe vender su tiempo de condena a cambio de comida y dinero con el cual pueda pagar el costo que supone su espacio, así como el sostenimiento de su familia en el exterior de la prisión. Aquellos que no pueden vincularse a las estructuras de trabajo formal e informal deambulan por los patios sumergidos en el ocio, esperando en lugares oscuros para robar las pocas pertenencias de un compañero de encierro o para vender sus servicios vinculándose a una de las estructuras de poder de la prisión.

La burocracia carcelaria reconoce el trabajo realizado por los internos en el mercado informal para efectos de redención de condena. En este sentido, se suplen dos necesidades esenciales de los internos. Por una parte, el interno recibe dinero para saldar sus deudas internas y sus deberes familiares externos y, por otra, su trabajo informal es reconocido para reducir la duración de su tiempo de encierro. Adicionalmente, la economía informal colma el vacío dejado por la precariedad institucional y el excesivo hacinamiento. Sectores específicos, como alimentación y servicios de salud, no cuentan con la capacidad suficiente para suministrar sus servicios a la totalidad de la población penitenciaria. En consecuencia, la satisfacción de estas necesidades es asumida por el mercado informal de la prisión, el cual está exento de toda regulación y control. El prisionero empresario proporciona los bienes y servicios que evitan el colapso de la institución y, paralelamente, incrementa su capital económico y su poder interno. La educación, el trabajo y los servicios de salud han sido privatizados.

La prisión proporciona, gracias a la privatización de facto del espacio y los servicios, los bienes materiales mínimos a los internos más pobres, de manera discriminatoria y precaria. Esto se puede apreciar con dolorosa claridad en los mecanismos que se han creado para proporcionar alimentación a la enorme población penitenciaria pobre y desposeída. Existen, en La Modelo, tres regímenes distintos que regulan el acceso a la comida. El primer régimen es el comercial. Generalmente, los prisioneros con suficiente capital económico comen en los caspetes, en los restaurantes de propiedad de otras personas presas. En estos lugares, la persona presa puede elegir entre distintas opciones, desde un almuerzo tradicional hasta comida italiana, cuyos precios varían de acuerdo con el patio, aunque en general son similares a los precios fuera de la prisión. El segundo mecanismo de alimentación es el autónomo. Algunas personas presas cuentan con pequeñas cocinetas en sus celdas y preparan su comida con los alimentos que sus familias les suministran los días de visita. Con significativas diferencias, esto mismo sucede en la Torre de Alta Seguridad, en donde la elite de personas presas cuenta con servicio doméstico y cocineros privados que a diario preparan la comida, se encargan de la limpieza de las celdas y realizan las actividades propias de lo doméstico.

El tercer mecanismo de alimentación es el público, es decir, la comida suministrada por la institución penitenciaria. Las personas presas que no pueden sufragar los costos del régimen alimentario comercial, deben formar una larga fila en uno de los principales corredores de la prisión. Los cocineros de la prisión lentamente empujan los enormes barriles que a su paso dejan una estela que inunda el lugar con el aroma de la comida preparada para centenares de personas. Siguiendo las instrucciones de los prisioneros vinculados con el Cacique, reciben la comida en cajas de cartón, en macetas, algunos privilegiados en platos y otros menos afortunados en sus propias manos, para luego ser encerrados en un patio aledaño evitando así que coman dos veces. Cuando el último prisionero ha recibido su precaria porción, aquellos que habían sido excluidos de la fila como represalia, son autorizados para tomar las sobras. Rápidamente, empujando y corriendo, se abalanzan sobre los barriles para conseguir el último trozo de carne.

— VI —

Conclusiones

Como se ha discutido en las páginas anteriores, las características y funciones de los campos del control del crimen en América Latina y Colombia, y especialmente del abuso de la prisión como mecanismo (re)productor de exclusión y desigualdad, no son simplemente el resultado de decisiones políticas que gobiernos elitistas y autoritarios han adoptado para gobernar a una población rebelde. También son consecuencia de procesos sociales complejos que se relacionan de manera estrecha con transformaciones económicas, políticas y sociales que se manifiestan globalmente.

El proyecto moderno de la incorporación de la población a una ciudadanía plena no se ha hecho realidad (Young 1999: 4). Como lo dijo T. H. Marshall, varias décadas atrás, la ciudadanía plena no se trata simplemente de derechos civiles y políticos, sino también de derechos sociales: un nivel básico de empleo, ingreso, educación, salud y vivienda (1992). Las elites económicas y políticas, al haber asegurado sus derechos sociales, están más preocupadas por aquellos derechos individuales (como la propiedad privada y la libertad de empresa) que pueden proteger e incrementar su bienestar, influencia política y estatus social. Mientras tanto, los derechos sociales y económicos de buena parte de la población, excluida por las fuerzas del mercado y criminalizada por el sistema penal, no ocupan un lugar prioritario en la agenda política.

El verdadero desafío para las sociedades y los gobiernos democráticos latinoamericanos consiste, de una parte, en dar marcha atrás a esta tendencia y garantizar la ciudadanía plena a toda la población. De otra, en crear y aplicar una política criminal que, en lugar de castigar y excluir a los sectores más vulnerables de la sociedad, esté dirigida a garantizar su seguridad física y social, y no solo la seguridad de los sectores más privilegiados, ansiosos por ser protegidos de las “clases peligrosas”.

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1 En 2000, de los nueve países con mayor inequidad en el ingreso en el mundo, siete eran latinoamericanos. De acuerdo con el Banco Mundial, los países sub-Saharianos y latinoamericanos tienen los más altos índices de desigualdad en el mundo, con un coeficiente Gini por encima del 0,50 desde los años sesenta (véase United Nations Development Program 2002: 183; Guillermo Perry et ál. 2006: 53).

2 Mauricio Funes, del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) –partido que surgió del grupo guerrillero de izquierda–, ganó las elecciones presidenciales en marzo 15 de 2009, derrotando así al partido conservador Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), que había gobernado al país desde el fin de la sangrienta guerra civil en 1992.

3 El caso de Chile es ilustrativo: con el retorno de la democracia después de una dictadura militar que duró 16 años (de 1973 a 1989) y que implantó un modelo económico neoliberal, gobiernos social-demócratas han dominado la escena política. No obstante, la victoria del multimillonario Sebastián Piñera en las elecciones presidenciales del 17 de diciembre de 2010, marcó el regreso de la derecha al gobierno del país. Para un análisis de la nueva izquierda en América Latina, véase César Rodríguez et ál. (eds.) (2005).

 

4 De acuerdo con Dezalay y Garth, el consenso de Washington es “una frase desarrollada en 1990 para sugerir que el gobierno de los Estados Unidos y las organizaciones multilaterales en Washington han llegado a un acuerdo sobre qué tipo de Estado y economía serían apropiados para América Latina” (Dezalay y Garth [eds.] 2002: xv).

5 Los Estados Unidos es el caso arquetípico, seguido por el Reino Unido, Australia, Nueva Zelandia y Sudáfrica (Cavadino y Dignan 2006: 441). En América Latina, países como Colombia, México, Perú, El Salvador, Panamá, e incluso Chile y Brasil, encajan en este modelo.

6 Los Estados Unidos y el Reino Unido evidencian preocupantes niveles de desigualdad y exclusión social. En los Estados Unidos, una tercera parte de la riqueza pertenece al 1% de la población. El 95% del aumento de la riqueza entre 1979 y 1996 ha beneficiado al 5% más rico de la población (Young 1999: 28; Wacquant 2000: 78). En el Reino Unido, la desigualdad en el ingreso también ha aumentado notablemente en las últimas dos décadas: un 28% (frente a un 24% en los Estados Unidos). Más de la mitad de la riqueza del país le pertenece al 1% más rico de la población británica (Reiner 2007: 4).

7 Según el coeficiente de Gini de la Organización de Naciones Unidas (ONU), en el 2000 Colombia era el noveno país en el mundo por reparto más desigual de la riqueza (UNDP 2002: 183). Según el Departamento Nacional de Planeación (DNP)y el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE 2009), en 2005 el 50,3% de la población colombiana se encontraba en situación de pobreza y el 15,7% en situación de indigencia.

8 Tanto en criminología como en sociología se viene dando una gran discusión sobre el Estado neoliberal, sus características y su relación con un sistema penal altamente punitivo y excluyente. El reciente libro de Loïc Wacquant, Punishing the Poor. The Neoliberal Goverment of Social Insecurity (2009), ha generado un gran debate internacional al respecto. Por ejemplo la revista Theoretical Criminology, vol. 14, núm. 1, 2010, publica artículos de autores de diversos países, quienes discuten críticamente la propuesta de Wacquant.

9 Wilkinson y Picket presentan abundante evidencia empírica que demuestra que aquellas sociedades caracterizadas por altos niveles de desigualdad económica y social, no sólo presentan mayores niveles de violencia, sino también sistemas penales más punitivos (con altas tasas de encarcelamiento que han aumentado notablemente en las últimas dos décadas) (2010: 145-156).

10 Corte Constitucional de Colombia, Sentencia T-851 de 2004.

11 Por supuesto, no son las únicas ni las más importantes. Algunos estudios se basan en la permeabilidad de las instituciones de confinamiento, es decir, qué tan vulnerables son a las influencias exteriores y en qué medida reproducen sus estándares (Goffman 1961b: 28). Otros hacen énfasis en la prisión como una extensión de la red urbana de control social (Pavarini 1995; Cohen 1994), mientras que otros, con base en perspectivas fenomenológicas, indagan por las estrategias individuales para “ajustarse” al mundo del encierro (Goffman 1961a; Adams 1992; DeRosia 1998).

12 Igualmente, ver el análisis de Melossi y Pavarini (1985) en torno a la persona presa como la encarnación del “sujeto puro de necesidad”.

13 Para análisis sobre la segregación urbana y el derecho a la ciudad ver Fernandes (1998 y 2003) y Rico (2009).

14 Zaffaroni (1990) establece tres tipos ideales de prisiones en América Latina. El primero puede ser definido como la cárcel gueto, esto es, instituciones que resultan similares a los barrios pobres y en las cuales las personas presas mantienen relaciones fluidas con el exterior; el segundo es definido como cárcel-campo de prisioneros, es decir, instituciones que únicamente tienen como propósito contener y aislar a las personas presas en condiciones infrahumanas. Por último, las cárceles hotel, lugares de reclusión financiados, generalmente, por personas presas con alto capital económico y que aseguran condiciones de vida relativamente cómodas (Zaffaronni 1990). Para un análisis etnográfico de siete prisiones colombianas ver CIJUS (2000) y Ariza (2010) para una etnografía sobre la prisión Modelo. Carrillo, en su etnografía de la prisión colombiana La Modelo, hace evidente la situación de semejanza entre los espacios de reclusión y los espacios urbanos para las personas presas pobres en los siguientes términos: “Estos patios se asemejan a barrios como Las Cruces o a cualquiera de los barrios de Ciudad Bolívar” (2001: 153).

15 La interpretación que aquí se presenta se basa en la información que hemos obtenido a partir de visitas semanales a la Cárcel Modelo de Bogotá. En ellas, hemos podido observar directamente el mundo del encierro penitenciario en Colombia, así como hablar con las personas que se encuentran involucradas en esta situación en calidad de prisioneros, guardias y personal administrativo.

16 La clasificación de las personas relacionadas con delitos contra libertad sexual merece un comentario aparte. Su clasificación, es realizada con base en el significado que este tipo de conductas tiene al interior de la prisión pues, generalmente, estas personas son asesinadas o sometidas a formas extremas de dominación. Por ello, existe un espacio de reclusión especial conocido como “candado”, que no es otra cosa que un pequeño pasillo de la prisión rodeado de barrotes y protegido por un candado.

17 En las zonas dominadas por los actores del conflicto armado colombiano, principalmente prisioneros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y de las Autodefensas Unidas de Colombia, el acceso al espacio no es controlado a través del pago de tributos y se emplea un mecanismo de acceso temporal en el cual la persona debe aguardar su turno para ascender en la espera de un cupo para celdas, talleres o educación.