El castigo penal en sociedades desiguales

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A pesar de estas similitudes con los Estados Unidos y otros países europeos, los países latinoamericanos se diferencian de estos en un aspecto fundamental: el grado de desigualdad y exclusión social. Aunque estas características han aumentado en muchos países del Norte global (entre ellos los Estados Unidos y el Reino Unido)6, en Latinoamérica estos son problemas extremos y de larga duración, que se vinculan de manera estrecha con los altos niveles de desorden social y de violencia que han marcado a la región (Portes y Hoffman 2003: 68).

Las reformas neoliberales no han mejorado tal situación, como lo prometieron. De acuerdo con el Banco Mundial, en las últimas dos décadas la pobreza en América Latina sólo ha disminuido un 1,2%, mientras que el índice de desigualdad, después de una leve mejora durante los años sesenta y setenta, aumentó durante los ochenta y noventa, las décadas en que se introdujo el modelo neoliberal (Perry 2006: 21-22). En Colombia, los índices de desigualdad de los años noventa, que eran muy altos, eran similares a aquéllos de 1938 (Ibíd.: 54). El coeficiente Gini (uno de los más altos del mundo) ha fluctuado entre 0,54 en 1978, 0,58 en 2003, 0,53 en 2006 y 0,59 en 2008 (Ossa y Garay 2002: xxiv; Departamento Nacional de Planeación 2007: 6; Departamento Nacional de Planeación y Departamento Administrativo Nacional de Estadística 2009).

La combinación de políticas económicas neoliberales con sistemas penales punitivos y excluyentes ha dado como resultado el control social de los miembros de las clases marginales, quienes terminan de manera desproporcionada en las prisiones latinoamericanas. El perfil socio-económico de los reclusos latinoamericanos muestra con claridad que son los hombres jóvenes, desempleados, con bajos niveles educativos y que viven en centros urbanos, quienes terminan de manera predominante en la prisión. Esto ha llevado a varios autores a afirmar que las cárceles latinoamericanas constituyen una forma extrema y habitual de administrar y controlar la pobreza, que en algunos casos tiene tonos de segregación racial, dado que la población afrodescendiente es castigada y encarcelada de manera desproporcionada (Brasil es un ejemplo claro de ello) (véase Jiménez 1994; del Olmo 1998, 1995; Wacquant 2003; Iturralde 2010b).

El modelo neoliberal también ha ejercido influencia sobre el paradigma penal que legitima las instituciones penales en América Latina. La tendencia a castigar con severidad, con el objetivo de imponer un orden social y de garantizar la libertad de mercados, junto con la propiedad privada, se ha basado en buena medida en una visión economicista del crimen que domina el discurso oficial. De manera muy similar a las criminologías de la vida cotidiana y del otro (Garland 2001: 127-137), propias de los países del Norte global, la visión economicista del crimen que predomina en Latinoamérica lo disocia de los factores económicos y sociales que lo rodean, y se centra en sus efectos y en la responsabilización de quienes lo cometen.

En las ciudades latinoamericanas las políticas de control situacional del crimen toman cada vez más fuerza; ejemplos de esto son el aumento de la vigilancia y el control de los espacios públicos por medio de más policías, tecnologías de vigilancia (como las cámaras de circuito cerrado) y con la activa participación del sector privado, así como también las políticas de cero tolerancia frente a delitos menores y actos que, según las autoridades, perturban el orden público y la convivencia ciudadana. Como resultado de tales políticas, los espacios públicos tienden a privatizarse, al quedar en manos de compañías privadas de seguridad y excluir a aquellos que son considerados sospechosos o indeseables por sus rasgos físicos y su perfil socio-económico.

En cuanto a quienes cometen delitos comunes, la perspectiva economicista del crimen no los ve como personas que en la gran mayoría de los casos provienen de grupos sociales marginalizados y discriminados, quienes son expuestos a formas violentas de exclusión económica y social. Por el contrario, los considera individuos racionales e inescrupulosos que actúan motivados por el egoísmo y la avaricia; personas sin valores morales ni empatía por los demás, quienes acuden al crimen para satisfacer sus ambiciones y deseos.

— IV —

El caso colombiano: la justicia penal y las prisiones como mecanismos de segregación

La anterior descripción de la implantación del modelo neoliberal y su impacto en los campos del control del crimen en América Latina se ve claramente reflejada en la sociedad colombiana, marcada por una gran desigualdad económica y social y por altos índices de pobreza7. El carácter excluyente de la sociedad colombiana condiciona las circunstancias y decisiones que llevan a un importante número de personas de las clases sociales más marginadas a una vida de delincuencia. La principal forma en que el Estado enfrenta este problema es por medio del uso intensivo de la prisión: entre 1994 y 2009 la población reclusa en Colombia aumentó en un 260,6%; entre 1994 y 1999 se incrementó en un 57,86%; entre el año 2000 y 2009, un 53,5%. La tasa de encarcelamiento por cien mil habitantes pasó de 126 en 2001 a 150 en 2009, un aumento del 19% en tan solo ocho años (Iturralde 2010b).

Semejante explosión penitenciaria durante las últimas dos décadas coincide con la implantación del neoliberalismo en Colombia y con la incapacidad (o falta de voluntad) de los gobiernos colombianos de adelantar las reformas económicas y sociales indispensables para, al menos, reducir la creciente brecha entre las clases alta y media, por una parte, y entre éstas y las clases más bajas en la escala social –la mitad de la población colombiana– (Bonilla 2006). En cambio, tales gobiernos han acudido a una política criminal represiva e improvisada como el instrumento más efectivo y económico para manejar los problemas y conflictos de la sociedad colombiana (Iturralde 2010a).

1. Liberalismo autoritario: la segregación punitiva de los grupos marginales

Este estilo de gobierno sobre la población etiquetada como delincuencial, que Feeley y Simon (1995) denominan la “nueva penología”, tiene como fin, no la reducción del delito y la eliminación de sus causas, sino el manejo y control de grupos sociales considerados problemáticos. Por otra parte, dicho estilo de gobierno ha tendido a estar asociado durante las últimas dos décadas, tanto en el Norte como en el Sur global, con el proyecto político neoliberal. Éste, basándose en la ideología del libre mercado y la desregulación económica, se caracteriza por la retirada del Estado social, que provee de redes de seguridad a las clases marginales, y la extensión del Estado penal, que las controla a través de la administración del castigo (Wacquant 2009: xviii)8.

La marcada tendencia a la marginalización y la criminalización de las clases sociales más bajas, propia de los sistemas penales neoliberales, se evidencia en el excluyente sistema económico y social colombiano, lo cual es confirmado estadísticamente por el tipo de delitos y de personas que terminan en la prisión. Durante las últimas tres décadas, más del 65% de las personas presas han sido encarceladas por delitos contra el patrimonio económico, contra la vida y la integridad personal –los denominados delitos clásicos por ser característicos de las sociedades y del derecho penal modernos– y por aquéllos relacionados con el narcotráfico (Iturralde 2010b).

La selectividad del sistema penal colombiano, que castiga y excluye de manera desproporcionada a personas pertenecientes a los estratos sociales más bajos, hace de la población carcelaria un grupo marginal que es segregado de una sociedad que clama ser democrática e igualitaria. La prisión refleja y refuerza la desigualdad de la sociedad colombiana y la marginalización de los grupos menos favorecidos, en vez de contribuir a su integración, como reclama el ideal de la resocialización. Pero la causa de este problema no debe buscarse al interior de los muros de la prisión. Ésta se encuentra, por una parte, en una sociedad punitiva, que tiende a favorecer soluciones represivas para enfrentar complejos problemas sociales; por otra, en el ejercicio del poder estatal a través de instituciones represivas como la prisión que, dependiendo de las circunstancias sociales y políticas, se vuelven ventajosas para los gobiernos y los intereses políticos y económicos que protegen.

Las políticas económicas y sociales, así como los modelos de Estado neoliberal que han tendido a imponerse en Colombia y América Latina con la ayuda de la globalización hegemónica del capitalismo, han incrementado la exclusión y la falta de oportunidades de grupos sociales específicos, particularmente los más pobres, que son los más vulnerables (Rodríguez 2005, 2009; Portes 1997; Portes y Hoffman 2003; Rodríguez y Uprimny 2006; Cortés 2007). En este contexto, el sistema penal se convierte en una herramienta fundamental de control social, que tiende a prevalecer sobre las instituciones de seguridad social del Estado en el tratamiento de grupos sociales marginales (Wacquant 2009).

El renacimiento de tendencias políticamente conservadoras y autoritarias, tanto en las sociedades del Sur como en las del Norte global, promueve el individualismo (justificándolo en el ideal de la libertad) y la exclusión, en lugar de la solidaridad y la inclusión; el control social y la localización de la culpa en los grupos marginales, en lugar de la prevención social; las libertades privadas del mercado, en vez de las libertades públicas de la ciudadanía (Garland 2001: 193).

 

Este tipo de visiones sobre el crimen tienden a ignorar el complejo contexto social, económico y cultural en que este problema ocurre, y privilegian una retórica de la responsabilidad individual (y el consecuente castigo de quien sea considerado penalmente responsable). Como señala Wacquant, tal retórica es un mecanismo que ayuda a desviar la atención de las dimensiones colectivas del fenómeno criminal (2000: 61).

Colombia, al igual que América Latina, tampoco ha escapado a la presión del neoliberalismo globalizado. La apertura de la economía colombiana a los mercados internacionales ha afectado sus estructuras sociales (Iturralde 2007: 100-116). El impacto de las políticas orientadas en este sentido durante los años noventa es muy diciente: son las élites económicas y políticas las que se han beneficiado de la liberalización del mercado, mientras que la pobreza, la desigualdad social, la inestabilidad y la crisis económica han golpeado con más fuerza a las clases sociales más vulnerables, que son excluidas de los mercados laboral y financiero, y de la protección social del Estado (Bonilla 2006).

En Colombia, el 20% más pobre de la población obtiene el 2,5% del ingreso nacional, mientras que el 20% más rico obtiene el 61% (World Bank 2007). De una población de 41,2 millones de habitantes (de los cuales 10,3 millones viven en áreas rurales), 2313 personas (alrededor del 1,08% del total de propietarios) son dueñas del 53% de la tierra rural (Ossa y Garay 2002: 16) y cerca de 300 accionistas son propietarios del 74% de las acciones que se negocian en la bolsa de valores colombiana (Cabrera 2007); las diez empresas más grandes del país absorben el 75% del mercado de capitales, lo que representa un coeficiente Gini accionario (que mide la concentración de la propiedad accionaria) de 0,93 (Ossa y Garay 2002: 17). La desigualdad, que de por sí es muy elevada en Colombia, ha aumentado durante los últimos tiempos: entre 2002 y 2005, el porcentaje del ingreso nacional para el 40% más pobre de la población disminuyó del 12,3% al 12,1%, mientras que el porcentaje del 10% más rico aumentó del 38,8% al 41% (Cabrera 2007).

En este contexto, el tipo de democracia por la que las élites económicas y políticas colombianas, así como la globalización hegemónica, ejercen presión, promueve un tipo de apertura de la sociedad que garantiza el desarrollo de mercados libres y de la misma globalización económica neoliberal. Este tipo de democracia ve al capitalismo como el criterio supremo de la vida social moderna y, en consecuencia, defiende la primacía del capitalismo cuando es amenazado por “disfunciones” democráticas (Santos 2000: 272).

Los anteriores rasgos de la sociedad y el régimen político colombianos, suelen ser compartidos, en diversos grados de intensidad, por aquellos países que han adoptado alguna versión del modelo de Estado y economía política neoliberales. Aunque existe un amplio debate sobre la definición y el uso del término (Iturralde 2010a: 28-33), una caracterización sociológica y minimalista entiende al neoliberalismo como un proyecto político transnacional, promovido por élites con ramificaciones globales, constituidas, entre otros, por los ejecutivos de grandes multinacionales, políticos de alto rango, tecnócratas y funcionarios de organizaciones internacionales.

El proyecto neoliberal persigue el desarrollo de los mercados libres y protege los intereses del capital por medio de la articulación de cuatro lógicas institucionales: la desregulación económica, la reducción del Estado social, el tropos cultural de la responsabilidad individual, y un aparato penal expansivo e intrusivo que ejerce un drástico poder disciplinario sobre sectores sociales marginados del mercado laboral y financiero. Según el dogma autoritario de este sistema penal, los individuos pertenecientes a dichos grupos deben ser tratados con dureza, pues son responsables de sus actos, con independencia del contexto y los motivos por los que los cometen (Wacquant 2009: 306-308).

La experiencia de la aplicación en diversas latitudes, por más de dos décadas, del proyecto neoliberal, indica que la desigualdad social y económica que produce, así como el sistema altamente punitivo y excluyente en que se basa9, son rasgos tan recurrentes que pueden considerarse, no meras desviaciones del modelo, sino parte estructural del mismo (Harvey 2005: 16; Wacquant 2009: 308).

La hipertrofia del Estado penal y la reducción del Estado social (Wacquant 2000: 79, 144), han hecho que en Colombia se consolide el liberalismo autoritario (Iturralde 2010a), que se corresponde estrechamente con el modelo neoliberal. El liberalismo autoritario es una forma de gobierno que promueve los intereses del statu quo, por medio de la retórica de la defensa de los derechos y libertades individuales, mientras que excluye de manera violenta a los grupos sociales considerados problemáticos, bien sea porque no están integrados a los mercados financiero y laboral, o porque cuestionan el estado de cosas existente (Ibíd.). La fortaleza que el Estado ha pretendido demostrar en medio de su precariedad, así como la sensación de miedo e inseguridad experimentada por amplios sectores de la sociedad, han dado lugar a lo que Garland llama una cultura del control, en la que hay más controles sobre los pobres que sobre el mercado (2001: 195-197).

El uso, y abuso, de la prisión en Colombia, como se verá a continuación, ha sido parte esencial de esta cultura del control: la cárcel reproduce y profundiza las desigualdades sociales, además de extender la exclusión de los prisioneros a sus familias, que también sufren el rigor del encierro carcelario al desmejorar sus ingresos y condiciones de vida.

— V —

El mundo del encierro en Colombia y el disciplinamiento para la vida en condiciones infrahumanas

En el año 2004 la Corte Constitucional colombiana resolvió una Acción de Tutela interpuesta por la Defensoría del Pueblo en representación de las personas recluidas en la Cárcel de Mitú, un municipio ubicado en la periferia amazónica del país. La Defensoría del Pueblo pretendía lograr que las personas allí encerradas tuvieran agua potable, contaran con ducha y recibieran atención médica. Estos servicios no eran suministrados de manera adecuada por la prisión, lo que en opinión de la Defensoría suponía la violación de los derechos fundamentales de las personas presas, especialmente la garantía de contar con condiciones mínimas de existencia digna. El Alcalde, en su declaración ante el juez de instancia, señaló que las condiciones de vida de las personas presas no eran distintas a las de los demás habitantes de la ciudad y que, de hecho, estas vivían mejor que los ciudadanos libres. En la Sentencia de Tutela se transcribe la siguiente declaración del funcionario:

El agua que consumen los internos, es [la] que utilizamos la mayoría de los habitantes de Mitú. Es posible que el Defensor no tenga ese inconveniente. No hay personas mejor atendidas que los internos de Mitú, en razón a que cada vez que desean visitar al médico son llevados al Hospital San Antonio10.

El caso plantea, pues, una de las cuestiones que ha suscitado mayor interés en el análisis de la institución penitenciaria, esto es, las posibles relaciones entre las condiciones de vida al interior de las prisiones y aquellas que son propias del ciudadano que se desenvuelve en el tráfico usual de la sociedad y el mercado. En este sentido, vale la pena mencionar dos explicaciones principales11. Por una parte, la presentada en el trabajo de Rusche y Kirchheimer (1984), la cual sostiene que la prisión se apoya en el principio de menor elegibilidad. Según esta perspectiva, las condiciones de vida de las personas presas no pueden ser superiores a las de los miembros más pobres de la sociedad, pues de ser así estos no encontrarían ninguna disuasión para elegir el crimen como medio para satisfacer sus necesidades económicas12.

Desde otro punto de vista se sostiene que entre la prisión y otras instituciones y espacios de segregación se presenta una suerte de simbiosis, es decir, que las condiciones de vida dentro y fuera de la prisión para una persona pobre tenderán a la semejanza, serán prácticamente iguales. En cada espacio se reproducirán las relaciones sociales y de poder, los símbolos culturales y, en general, el modo de vida característico de cada clase social y, así, las poblaciones desposeídas pasaran cotidianamente de la segregación urbana y social marcada por la Fabela o el barrio de invasión, a la segregación punitiva de la prisión13. Wacquant (2001) se refiere a esta circunstancia como “simbiosis mortífera”, un momento específico en el que las características sociales y culturales de diferentes instituciones de segregación se hacen indiferenciables14.

En esta sección quisiéramos explorar estas dos perspectivas a través del análisis de las condiciones de vida de las personas pobres en una de las principales prisiones del país, en la Cárcel Modelo de Bogotá. Con base en la perspectiva macro que explica las tendencias estructurales del castigo en la región, realizamos un cambio de escala para analizar su despliegue cotidiano, en el nivel de los mecanismos capilares de poder (Foucault 1980). Para ello, presentaremos una interpretación acerca de la forma como se construye el orden social en un contexto punitivo caracterizado por la escasez de recursos, la violencia y la precariedad burocrática. Intuimos que este análisis sobre las características fundamentales del encierro en condiciones infrahumanas podría ser extendido a otros centros de reclusión famosos por su infamia como Luringacho y Challapalca en Perú, Sabaneta y Reten de Catía en Venezuela, o la prisión de Araraquara en Brasil. Pretendemos mostrar que, en última instancia, la persona presa pobre ve intensificada su situación de discriminación en el acceso a bienes y servicios, al tiempo que aumenta su vulnerabilidad frente a la explotación laboral y la violencia. En este sentido, la segregación punitiva en condiciones infrahumanas funciona como un dispositivo para que las personas pobres acepten la miseria como su modo de vida normalizado y la violación de derechos fundamentales como su realidad jurídica y política15. Entre la segregación urbana en medio de la pobreza extrema en un barrio periférico y el encierro penitenciario en condiciones infrahumanas, la persona pobre encontrará continuidad, semejanza y aceptará cualquiera de estos espacios como su entorno vital.

1. Los mecanismos de clasificación de las personas presas

Uno de los principios de organización más importantes dentro de las prisiones es la distribución interna de las personas presas. La clasificación inicial define, en gran medida, la suerte que correrá el individuo dentro de los muros y, al mismo tiempo, permite observar las preocupaciones centrales del sistema social en el cual opera (Adler y Longhurst 1994: 83). En ciertos contextos penitenciarios, generalmente, dichas preocupaciones son la conservación de la seguridad y el orden (Finkelstein 1993: 44). En el caso de la prisión que aquí se analiza, existen diversos mecanismos de clasificación informales que indican las principales características del mundo penitenciario en Colombia.

Cuando un prisionero cuenta con un vínculo fuerte con un grupo interno, generalmente es ubicado en el patio en donde éste ejerce poder. Esta es la situación que se presenta, por ejemplo, en el caso de los miembros de grupos armados y de las personas con capital económico y social. Aunque este mecanismo de asignación de espacio también responde a razones de seguridad, no es el principal criterio que decide la ubicación espacial del nuevo interno. Por lo general, el mecanismo de agrupación supone el ejercicio de presión sobre la administración penitenciaria y, en algunos casos, su corrupción. Un segundo mecanismo informal de clasificación es aquel que se basa en el estatus adscrito al delito cometido por la persona presa y cuando éste resulta definitivo para la clasificación. En este caso, el prisionero recibe un trato diferenciado que generalmente se traduce en la asignación de un lugar especial de confinamiento que varia según su capital particular. Así, por ejemplo, cuando se trata de un capo del narcotráfico su lugar de reclusión será la Torre de Alta Seguridad en una celda individual relativamente “cómoda”, con televisión satelital y otros servicios que aseguran una reclusión en condiciones materiales aceptables; cuando se trata de una persona relacionada con un delito de alto impacto pero con escaso capital (por ejemplo un sicario), su lugar de reclusión será un pasillo de seguridad en condiciones de hacinamiento y extrema precariedad16.

 

Algunas personas presas intentan mantener la posición económica y social que disfrutaban en la sociedad exterior. A través del mecanismo de clasificación basado en la clase social, algunas personas presas reproducen su superioridad económica y su capital social dentro de la prisión. En este sentido, la prisión no elimina las diferencias sociales, de hecho las incrementa. Las personas presas que se consideran socialmente “superiores” a los demás internos intentan trazar claramente la frontera que los separa de los prisioneros pobres e iletrados. Cuando un interno posee un capital social o económico considerable –profesionales, narcotraficantes medios, extranjeros– lo utiliza para proporcionarse un lugar de confinamiento que reproduzca su posición en la sociedad exterior. Estas personas utilizan su capital para decidir en cuál Patio de la prisión serán recluidos. Sobra decir que no todos los internos cuentan con los recursos para sufragar el costo que supone “vivir” en los Patio de las personas presas con capital. La superioridad económica, social y cultural de las personas que alberga el Patio 3 se ve reforzada por las condiciones materiales de su encierro, así como en su acceso a recursos, servicios y privilegios que no se encuentran disponibles para la gran mayoría de las personas presas. Los internos del Patio 3 dan forma a una sociedad cerrada que se basa en el capital de sus miembros. Nunca consumen la comida de la prisión y se alimentan en sus propios restaurantes; poseen servicios de lavado y secado de ropa; cuentan con tratamiento médico privado, televisión por cable y se definen como la comunidad pacífica y civilizada de la prisión. Al mismo tiempo, catalogan a los demás prisioneros como criminales carentes de educación y valores, separándose de ellos a través de las fronteras defendidas por la guardia penitenciaria.

El mecanismo de clasificación basado en la clase social de la persona es utilizado, al mismo tiempo, para segregar a los sectores pobres y desposeídos de la sociedad al interior de los muros. Cuando una persona sin capital es enviada a prisión, por lo general, es asignada a los patios más pobres. Si la persona no tiene dinero, relaciones sociales, un título profesional o conocidos poderosos al interior del penal, deberá luchar para poder alimentarse con la comida de la prisión y pelear por un lugar en el suelo donde dormir. No tendrá salud ni acceso a trabajo y educación formal. Pasará sus días en la prisión robando, fumando bazuco y tratando de sobrevivir en un ambiente en el cual su forma de vida exterior es reproducida: en la prisión también deberá dormir en el suelo. Así, las desigualdades sociales son fortalecidas por la prisión por medio de la protección de los sujetos con capital, quienes monopolizan los recursos destinados al sistema penitenciario, así como los servicios de custodia y la escasa estructura burocrática con la que cuenta el penal.

Pero la posesión de capital no supone necesariamente un mejor tratamiento en la prisión. El mecanismo de subyugación es puesto en marcha cuando el nuevo prisionero cuenta con capital social y económico pero no puede utilizarlo para influir en su clasificación. En este caso, la persona presa se encuentra completamente bajo la discrecionalidad de los poderes internos de la prisión y puede ser asignada a cualquier patio. Si la persona, como es usualmente el caso, es clasificada en un patio común, su capital se convertirá en un marcador para su subyugación. El Cacique de la prisión le exigirá dinero a cambio de un espacio en el cual dormir y protección física. Los demás prisioneros posiblemente le robarán sus bienes –ropa, mantas y zapatos– y la extorsionarán. Los días de visita sus familiares y allegados le darán el dinero necesario para pagar las múltiples erogaciones que supone la vida penitenciaria. Cuando el nuevo prisionero aprenda a utilizar su capital y encuentre que puede usarlo para influir en su clasificación, seguramente pagará para ser enviado a un patio seguro.

La clasificación y consecuente asignación de un espacio en la prisión con el acceso a bienes y servicios que conlleva, reproduce y fortalece el sentido jerárquico de la prisión, la división social del espacio y las estructuras de dominación y explotación que gobiernan informalmente la prisión. En este sentido, la clasificación se encuentra orientada por el orden social interno y, al mismo tiempo, ayuda a moldearlo.

2. Hacinamiento

Según los datos suministrados por la Dirección de la Cárcel Modelo, actualmente se encuentran recluidas 6.180 personas, mientras que la capacidad del penal es de 2.400. Con excepciones significativas, que serán mencionadas en las líneas siguientes, la población penitenciaria como un todo sufre los rigores derivados del hacinamiento extremo. Algunas celdas albergan a más de seis personas; otros internos duermen en las escaleras, en la zona de alimentación o en los corredores, mientras que una tradicional figura de dominación penitenciaria cuenta con una celda individual en medio de un hacinamiento desbordado: el Cacique carcelario. Posiblemente, junto con los grandes capos del narcotráfico, los líderes guerrilleros y paramilitares, y ciertas personas presas con significativo capital económico y político, el Cacique es una de las pocas personas que cuenta con celda individual.

En las zonas dominadas por el Cacique todas las celdas, corredores y áreas comunes tienen precio. El Cacique, de hecho, monopoliza el espacio penitenciario, el cual vende o arrienda, lo que le permite recibir una renta semanal a cambio de la utilización del espacio, estableciendo informalmente los mecanismos para controlar su manejo y distribución. Como resultado de esta suerte de privatización de la prisión, se posibilita el acceso al espacio a través del pago de una especie de tributo que muestra los primeros indicios de una creciente mercantilización de la vida penitenciaria.

La privatización del espacio penitenciario se encuentra garantizada por la violencia. En este sentido, un factor negativo de la vida penitenciaria como el hacinamiento es empleado para aumentar el poder de las estructuras informales de dominación, surte efectos positivos para ciertas estructuras internas de dominación. Posiblemente, los únicos beneficiados por esta situación son el Cacique y sus allegados, pues cuantas más personas son recluidas, mayor es su poder económico y su ámbito de influencia político. Esta situación es tolerada por la burocracia penitenciaria porque garantiza lo que a ella le resulta imposible: acceso controlado a un espacio limitado, regular el tremendo desequilibrio entre la demanda de espacio y la oferta de cupos y celdas. Aquellas personas clasificadas a través del mecanismo de la subyugación suponen la población sobre la cual el Cacique ejerce poder y exige tributación.

Las personas presas más pobres deben abandonar las zonas controladas por el Cacique y son desplazadas a los patios con menos servicios, infraestructura y mayor hacinamiento, sufriendo de esta forma una segunda segregación espacial basada en la pobreza. Estos individuos también son expulsados a las zonas baldías de la prisión, esto es, a los techos de los pabellones, a los corredores exteriores de los patios, a los espacios entre los muros de los cuales cuelgan mantas para improvisar hamacas y en ocasiones al campo de fútbol. En estas zonas, por lo general, el acceso al espacio se realiza a través de la confrontación violenta entre las personas presas. Es el estado de naturaleza penitenciario. Otras personas presas se agrupan para colonizar ciertos espacios baldíos o los pasillos en los cuales construyen sus propias celdas, como es el caso, por ejemplo, de los afrocolombianos17.