¿Cómo comprender lo social para colaborar en su cambio?

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Z serii: Pùblica Social #38
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Contrario a estas ideas y en sintonía con las de Vico y Ferguson, con el mismo Marx en sus propuestas culturalistas y de agencia humana, así como de los marxistas revisionistas de Labriola, Sorel y Bernstein, todos ellos sus contemporáneos, Weber se esforzó por comprender a la sociedad como una estructura de acciones de actores humanos dotadas de significado. Para este autor los significados son producidos solamente a través de la acción social, que es cuando los actores le dan una connotación subjetiva al comportamiento. Así, en su obra, The Methodology of the Social Sciences (La metodología en las ciencias sociales) (1949/1904), Weber considera la producción de lo social como la característica singular de la realidad en la que nos movemos, una realidad consistente de una infinita multiplicidad de ideas y de eventos sucesivos que coexisten, emergen y desaparecen, tanto al interior como al exterior de nosotros mismos (Weber, 1949/1904: 72).

Es en este sentido que Weber define a la sociedad en términos de sociabilidad, de relaciones sociales intersubjetivas que orientan el comportamiento de una pluralidad de actores, en cuyo contenido significativo la acción de cada uno de ellos toma en cuenta la de los otros. Los conceptos desarrollados por Weber, por lo tanto, son relacionales y, más aún, interaccionales y su concepto de acción asume un comportamiento intencional de los actores, involucrando motivos y sentimientos (Albrow, 1990). Para comprender la producción de lo social Weber propone “partir de la comprensión de las motivaciones y el sentido que los actores sociales dan a sus acciones”. Esta propuesta incorporó a la comprensión de lo social la subjetividad, así como del sujeto mismo, sus interacciones con otros sujetos y las ideas de éstos derivadas de dichas interacciones (Torres, 2011). En esencia, para Weber la investigación sociológica debe partir del individuo, para, a partir de él, poder comprender sus prácticas sociales y sus ideas, así como sus formas de organizarse y sus instituciones. En sus propias palabras:

La sociología interpretativa considera al individuo y sus acciones como la unidad básica, como su “átomo” –si es que la debatible comparación por una vez pudiera ser permitida. En este enfoque, el individuo es el límite superior y el único portador de una conducta llena de sentido […] En general, para la sociología, conceptos tales como “estado”, “asociación”, “feudalismo”, y similares, designan ciertas categorías de interacción humana. Entonces, es la tarea de la Sociología el reducir estos conceptos a acciones a “comprensibles” acciones, esto es, sin excepción, a las acciones de hombres [sic] individuales participando (Marianne Weber, 1984/1926: 57-58, citado en Gerth y Wright, 1970: 55).

Contrario al positivismo y al marxismo, Weber plantea que en situaciones específicas los actores seguirán un rumbo con sus acciones, pero la única certeza al respecto es que es probable que sigan un rumbo en lugar de otro. Es debido a este elemento de incertidumbre que Weber introduce a la probabilidad como un elemento relevante de la acción humana (Weber, 1964: 88).

Para Weber no hay totalidad, no hay esencia para la historia y la sociedad, sino una cultura constantemente fluctuante producto de acciones sociales dotadas de significados y la probabilidad de que estas acciones sucedan en un sentido o en otro. Así, la acción social es siempre probable, en lugar de cierta, debido a que la naturaleza específica de las relaciones sociales genera la posibilidad de desviarse del curso de acción esperado (Albrow, 1990).

La sociología, por lo tanto, debe abocarse a la comprensión interpretativa25 de las complejas estructuras de significados, así como también a la explicación causal basada en la probabilidad de que un evento suceda y sea continuado por otro. Esta comprensión interpretativa necesariamente involucra el conocimiento de los motivos y los significados subjetivos, atribuidos a la acción de los actores sociales.

Según Weber, el positivismo sociológico y el marxismo carecían de categorías que permitieran considerar y comprender los significados y las motivaciones humanas en la producción de lo social, de manera distinta a las derivaciones de leyes externas y al inevitable desarrollo histórico. En estas dos propuestas el actor humano estaba determinado por el accionar de leyes, debido a lo cual los eventos históricos parecían ocurrir de manera automática, independientemente de las intenciones subjetivas de los actores. Contrario a esta idea, Weber considera que la cultura ejercía un papel activo en la producción de lo social, por lo que esta producción no podía ser reducida, tal y como lo planteaba el positivismo y el marxismo vulgar –que no Marx, los revisionistas y Gramsci, entre otros–, a un simple reflejo de las fuerzas económicas del todo social o de las leyes objetivas deterministas, en donde las acciones individuales y de las distintas asociaciones humanas eran reducidas a un estado de pasividad total (Albrow, 1990; Swingewood, 2000: 94).

Pese a que Weber consideraba la acción humana como fundamental para comprender el cambio social y que él mismo llegó a conclusiones muy similares a las de Marx sobre los problemas generados por el capitalismo, fue contrario a las soluciones radicales propuestas por Marx, llegando a considerar que éstas, de darse, producirían problemas de todo tipo cuyo costo superaría por mucho los posibles beneficios derivados del cambio social; sobre todo si este cambio llevara a un socialismo controlado por la maquinaria burocrática y por el Estado (Gerth y Wright, 1970: 49). Probablemente la mejor propuesta sobre la producción de lo social dada por Weber se resuma en la propuesta de que pensar lo social conduce a orientar la acción humana ante lo social, pudiendo en determinadas circunstancias contribuir a cambiarlo de manera significativa (Torres, 2011).

Los acertijos de Weber

Ciertamente, las ideas de Weber vienen a cuestionar gran parte de los fundamentos de la sociología positivista, funcionalista y marxista estructuralista. En este sentido, en relación con los sustentos teóricos y conceptuales de las acciones que emprenden los agentes de cambio, cabe preguntarnos:

¿Estamos de acuerdo con las propuestas que asumen como centrales los valores universales y la existencia de leyes deterministas en la producción de lo social y consideramos la influencia de la cultura, de la interacción social y de la acción humana dotada de motivos y significados en esta producción?

¿Consideramos que este mundo donde trajinamos es una infinita multiplicidad de ideas y eventos sucesivos que coexisten, emergen y desaparecen, y que la sociedad es una unicidad, una totalidad, o es más bien una sociabilidad, una diversidad de procesos, de relaciones sociales intersubjetivas que orientan la acción de los actores humanos; sean estos individuos o sus asociaciones?

Es también relevante, para la intervención o colaboración, reflexionar sobre si las acciones de los actores sociales están determinadas por cuestiones estructurales, como la base económica, así como por leyes universales, o si son estas acciones de los actores producto de aspectos culturales y de la interacción social, permeadas de incertidumbres que las hacen ser impredecibles en su devenir y en sus resultados.

Por último, cabe cuestionar si la intervención o colaboración puede conducir a un cambio social por medios violentos y cuál pudiera ser el beneficio/costo de esta estrategia, así como si el simple hecho de pensar, de reflexionar sobre lo social puede derivar en cambios sociales significativos, tal y como lo propone Weber.

Simmel y la socialización

Georg Simmel (1858-1918) es otro autor que rechazó la idea organicista de Comte y Spencer, así como la funcionalista de Durkheim, quien concibió lo social como constituido por un sistema objetivo que dominaba a sus miembros. En una analogía discursiva, Simmel resumió su trabajo con la siguiente pregunta central: ¿Qué es la sociedad?, haciendo alusión a la pregunta de Emanuel Kant, ¿Qué es la naturaleza? Para Simmel, de forma similar a Tarde y Weber, la sociedad estaba constituida por una intrincada red de interacciones y relaciones múltiples entre individuos, las cuales incorporaban el principio de asociación (Timasheff, 1980: 132).

Las ideas de Simmel influyeron significativamente en la propuesta del interaccionismo simbólico, que vendría a ser conocida como la Escuela de Chicago. Albion Small y Robert Park, dos de sus integrantes más destacados a finales del siglo XIX, mantuvieron un intenso intercambio académico con Simmel; ambos tradujeron y publicaron parte de la obra de Simmel y difundieron su trabajo en la Universidad de Chicago, y desde ahí a otros centros académicos de Estados Unidos (Frisby, 1984: 29, en Ritzer, 2002: 42). Contrario a Marx y Weber, Simmel dedicó gran parte de su obra a tratar de comprender cuestiones microsociales; fundamentalmente la acción y la interacción individual influidas significativamente por cuestiones culturales, un enfoque que era más afín con las preocupaciones de la sociología estadounidense, por lo cual tuvo en su tiempo una mayor influencia en ese medio. Como se ve en este libro, el interaccionismo simbólico ha sido una corriente de pensamiento que ha llegado a influir de forma significativa en los enfoques de propuestas teórico-conceptuales a lo largo del siglo XX y hasta nuestros días.

En esta propuesta lo social se concibe como redes de individuos conectadas por interacciones. Las instituciones como la familia, las organizaciones económicas y la burocracia constituían asociaciones conformadas por el contenido social de dicha interacción. El objetivo real de la sociología era, por lo tanto, estudiar asociaciones: la interacción social entre agentes humanos activos que siempre involucraban significados culturales complejos. En este sentido, lo social no era una cuestión de los individuos como tales, sino de las formas en las cuales ellos actúan socialmente; esta propuesta será retomada posteriormente por autores relacionados con la teoría del actor-red.

 

Para Simmel la sociedad no tiene una existencia previa ni de exterioridad absoluta sobre la interacción de los individuos. La sociedad existe allí donde los individuos entran en acción recíproca (Simmel, 1939/1908: 13). De acuerdo con este autor, la sociedad no está ni más allá ni más acá de las acciones recíprocas que establecen los sujetos. Como entidad cerrada y uniforme deja el espacio a la multiplicidad de las relaciones que ligan a los individuos. Así, lo social es irreductible a una sola forma de interrelación. El concepto que permite asir lo múltiple de las formas sociales es el de socialización. En la propuesta de Simmel este concepto brinda un objeto a la sociología a la vez que da cuenta de la multiplicidad y complejidad de lo social.

En sentido similar a la crítica de Weber y Tarde a los conceptos estructural-funcionalistas, la preocupación simmeliana trata de dar cuenta de los procesos ínfimos, dirigir la mirada a las interacciones microscópicas, celulares, que constituyen los hilos delgados de las relaciones sociales que siempre están en un continuo comienzo, en un volver a empezar y que dejan espacio a la singularidad de los individuos. “Hay que examinar las acciones recíprocas particulares, que se ofrecen en masas, a las que no está habituada la mirada teórica, considerándolas como formas constitutivas de la sociedad, como partes de la socialización” (Simmel, 1939/1908:27).

Todos aquellos grandes sistemas y organizaciones supraindividuales en los que se suele pensar en relación con el concepto de sociedad, no son otra cosa que las consolidaciones (en marcos duraderos y configuraciones independientes) de interacciones inmediatas que se producen hora tras hora y a lo largo de la vida entre los individuos (Simmel, 2002/1917: 33).

Para Simmel muchas de estas consolidaciones se desvanecen con el paso del tiempo, al no ser mantenidas y reconfiguradas por los seres humanos en sus interacciones recíprocas, y muchas otras, como el Estado, las religiones o las universidades, han sido mantenidas y reconfiguradas por estos seres por mucho más tiempo en el escenario social (Simmel, 1939/1908: 317; Timasheff, 1980: 132-133). Simmel considera que la sociedad no es una entidad independiente de las interacciones sociales de los individuos que la integran, por lo que, en este sentido se debería hablar más de socialización que de sociedad.26 La sociedad no es algo que esté “ahí afuera”, sino que es también “mi representación”, algo que depende de la actividad de la conciencia (Simmel, 1939/1908: 339). De ahí que:

aunque las instituciones, tradiciones o costumbres colocan a los sujetos en un mundo social heredado, éste requiere de la vivacidad de las interacciones que constituyen la trama social. La sociedad en su vida, que se va realizando continuamente, siempre significa que los individuos están vinculados por influencias y determinaciones recíprocas que se dan entre ellos (Simmel, 2002/1917: 33).

En este sentido, no hay una mirada sobre lo social, sino tantas miradas como experiencias tienen los actores de su estar en sociedad. La vida social se asienta en la comprensión de estar en relación con otros, en las significaciones que tenemos de ellos y de nosotros mismos. Así, la realidad social no es una substancia, sino un acaecer producto del hacer y sentir de los actores que entran en múltiples relaciones.

En el proceso de socialización, si bien la historicidad, las instituciones y las interacciones sociales influyen sobre el individuo, integrándolo socialmente, su existencia no está determinada por ellas. Así las cosas, para Simmel lo social se presenta como la forma necesaria pero siempre incompleta para dar cuenta de la individualidad: este dislocamiento, que señala una falla entre la forma social y la vida individual, establece que la sociedad esté en un permanente estado de acontecimiento, en un constante fluir entre rebasar las formas dadas y la restitución de nuevas (Swingewood, 2000).

En esta relación individuo-sociedad, Simmel concebía que los seres humanos tienen una conciencia creativa y una gran capacidad de autorreflexión. Los fundamentos de la existencia humana, por lo tanto, están fincados en individuos o sus asociaciones, interactuando unos con otros por una variedad de motivos, propósitos e intereses (Frisby, 1984: 61). A esto se resume la idea de sociedad para Simmel: “un conjunto de individuos conectados por medio de la interacción” (Simmel, citado en Coser, 1965: 5) (Ritzer, 2002: 282) y la de estructuras sociales a simples patrones de interacción (Ritzer, 2002: 298).

Cabe aclarar que para Simmel esta conciencia creativa consideraba aspectos tanto racionales como irracionales, donde lo irracional era esencial en la existencia humana. En su opinión, el desvanecimiento de la irracionalidad humana debida a la modernidad sumamente racionalizada estaba implicando el empobrecimiento incuestionable del ser y de nuestra autenticidad (Arditi, 1996: 95 y 103, citado en Ritzer, 2002: 288); cabe mencionar como ejemplos: las emociones, el amor, la fe, los mitos y ritos, las cosmovisiones. En este sentido, más allá de la racionalidad científica, Simmel llegó a especular sobre cuestiones de esencia y sustancia de la existencia humana; todo un metafísico. Debido a ello es considerado un filósofo, más que un sociólogo.

Para Simmel el ser humano está en riesgo de ser obliterado por sus producciones culturales, cada vez más distantes de su humanidad (Etzkorn, 1968: 2).27 Esta idea es muy similar a la expresada por Weber con el nombre de “jaula de hierro”, relativa a la eficiencia teleológica, el control y el cálculo racional, y referida a la racionalización cada vez mayor de la existencia humana, particularmente en las sociedades capitalistas. Para este autor, conforme se agudice este proceso, al ser humano le va a ser más difícil salir de ella (Ritzer, 2002: 275). Conviene aquí ejemplificar para mayor claridad, sobre todo porque los objetos culturales a los que Simmel hace referencia a principios del siglo XX (radio, telégrafo, teléfono, luz eléctrica, ferrocarril, automóvil, avión, correo, periódico), si bien relevantes en su época y en la actual, son realmente menores si los comparamos con los actuales (2019) (teléfono móvil, tabletas, computadoras, digitalización de información, Internet, por mencionar unos cuantos).

Ciertamente, Simmel reconoce los beneficios que han traído a la humanidad muchas de estas innovaciones tecnológicas; liberarse del ritmo impuesto por la luz natural, acelerar la velocidad del transporte o facilitar la comunicación representan, en principio, un beneficio para los seres humanos; sin embargo, también suelen alienar a los seres humanos, a grado tal que, en opinión de Simmel, constituían una amenaza más grande que “los demonios del absolutismo”. De ahí que la calificó como “la tragedia de la cultura” (Ritzer, 2002: 291).

Qué cuestionar de las ideas de Simmel

En parte, las reflexiones que podemos derivar del trabajo de Simmel en relación con el estudio o acompañamiento de procesos de cambio de actores sociales ya fueron abordadas al tratar el caso de Tarde.

Es conveniente retomar la propuesta de considerar a la sociología como una ciencia encargada de estudiar asociaciones, propuesta que es también central en la ANT y que se tratará posteriormente, así como la interacción entre seres humanos, dejando de lado la pretensión de producir una gran teoría que logre dar sentido a la pretendida unicidad o totalidad social.

Otro aspecto distinto a las propuestas previas que encontramos en Simmel es el rechazo a la existencia previa o externa de la sociedad, que antecedan al individuo, ya que para este autor todo aquello que se manifieste en el presente se da allí donde los individuos entran en acción recíproca y esto es así por ser relevante para esta acción y no viceversa.

Cabe aquí preguntarnos cómo estamos considerando estas cuestiones en nuestro diario trajinar por los escenarios del cambio social.

Herbert Blumer y el interaccionismo simbólico

Herbert Blumer (1900-1987) fue alumno de Mead, Thomas, Park y Dewey durante sus estudios de doctorado en la Universidad de Chicago, de la cual posteriormente formaría parte como docente. Este académico es quizá quien profundiza más en las ideas de Simmel y Mead y en 1937 acuña el término de “interaccionismo simbólico” para referirse a las acciones por medio de las cuales los individuos tratan de negociar las diferentes situaciones sociales que encuentran en la vida diaria, dando lugar a nuevos significados (González, 2011: 200).

Para Blumer el punto de origen era la acción humana. A lo largo de su vida, siempre fue crítico de los enfoques sociológicos que minimizaban y marginalizaban el papel jugado por los actores sociales en la producción de la sociedad.

Los significados para este autor no son inherentes a los objetos mismos, sino que surgen de la forma como los actores interactúan entre ellos, cuando utilizan e interpretan formas simbólicas. Los significados no son estáticos, sino fluidos, abiertos, reconstituidos continuamente en relación con el mundo de los objetos, un proceso mediante el cual los actores llegan a cada nueva situación con un bagaje de conocimientos y símbolos heredados de patrones previos de interacción, a los cuales pueden recurrir para desarrollar definiciones culturales compartidas, así como nuevas formas de acción (González, 2011: 203).

El interaccionismo simbólico enfatiza los procesos creativos y mentales a expensas de los estructurales y externos. La acción social ocurre cuando el individuo considera la presencia de los otros, de sus valores, de sus ideas, y define la situación en la que las relaciones se hacen y se constituyen como logros reconocidos. El interaccionismo es un proceso dinámico, un devenir, no una aplicación mecánica de significados fijos y dados. La sociedad humana consiste de individuos que tienen personalidades que actúan al darse cuenta e interpretar las características de la situación, y la acción grupal o colectiva consiste en el alineamiento de acciones individuales, generadas por medio de la consideración o interpretación de las acciones de cada uno de los individuos (Blumer, 1969a; González, 2011: 204).

Blumer define conceptos tales como sociedad, estructura social, organización social, clase social, actores, división del trabajo, entre otros, como producidos sólo por medio de la acción individual y colectiva. En este sentido, las relaciones sociales son resultado de la interacción social. Esta propuesta define a la sociedad como un “hacer cosas juntos”, tratando de evitar reificaciones, en donde los individuos responden de forma creativa y reflexiva a la vida social (González, 2011: 203; Swingewood, 2000: 171).

Para este autor la acción social debe ser siempre tratada “tal y como ocurre en la experiencia” de los actores. La sociedad no es la expresión de una estructura externa objetiva y organizada, sino que existe como un desenvolvimiento de redes de interacciones y relaciones entre actores sociales (Blumer, 1969a).

En “La posición metodológica del interaccionismo simbólico” (1969b), Blumer presenta las ideas principales de este enfoque, con el propósito de aclarar las diferencias con respecto al funcionalismo y al conductismo, que predominaban en la sociología estadounidense. Teresa González destaca tres de estas ideas:

1) Una imagen de los seres humanos que acentúa su libertad y su carácter impredecible y creador de su conducta, lo que les lleva a enfocar el acto social como resultante de un interjuego entre los factores innovadores y sociales de los individuos. 2) Una imagen de la sociedad que acentúa su carácter procesual y el papel de los individuos dentro de ella, por lo que los factores estructurales se conciben como marcos donde sucede la acción, que consiste fundamentalmente en negociaciones o transacciones entre individuos. 3) Una metodología que se presenta como fruto de esas imágenes, que reclama la necesidad de comprensión directa de la experiencia de los actores y hace uso de técnicas “suaves” y de conceptos “sensibilizantes”, como alternativa a los métodos matemáticos y experimentales incapaces de captar los significados que mediatizan y forman las acciones humanas (González, 2011: 202).

Esta autora agrega que:

Frente a las macroteorías del funcionalismo y del marxismo, Blumer propone una microsociología que exige atender el ámbito de la experiencia cotidiana y que se basa en tres premisas: 1) El ser humano orienta sus actos hacia las cosas (y “cosa” es todo lo que no es el propio ser humano concreto incluidos otros hombres [sic]) en función de los significados que las cosas tienen para él. 2) El significado de las cosas es producto de la interacción social con los demás. 3) Los significados se manipulan y modifican mediante un proceso interpretativo desarrollado por la persona al enfrentarse con las cosas (González, 2011: 202).

 

Por su parte, Swingewood (2000: 172), si bien reconoce la relevancia del trabajo de Blumer en cuanto a cómo se da entre los actores sociales la producción de lo social, considera que este autor parece haber caído en una omisión opuesta a la de Marx, al no haber considerado el papel de las estructuras sociales y de las instituciones, tales como el Estado-nación o la burocracia, en moldear el conocimiento y la comprensión de los individuos y sus asociaciones sobre el mundo social.

La argumentación central de Blumer de que los símbolos y los significados surgen de la interacción social, si bien elabora sobre esta interacción directa, ignora un problema fundamental que se refiere a cómo estos símbolos y significados son mediados por las relaciones con estructuras externas como las mencionadas, y cómo la interacción, mediada simbólicamente, es llevada a cabo al interior de contextos micro y macro (Swingewood, 2000: 172).

De cierta manera, Blumer profundiza las ideas de Simmel y Mead, y presenta de forma lúcida las prácticas por medio de las cuales los individuos y sus asociaciones interaccionan y tratan de negociar las diferentes situaciones sociales que se van encontrando en la cotidianeidad, resignificando y resimbolizándolas todo el tiempo. Cabe aquí preguntarnos: ¿cómo consideramos estas interacciones y esta resignificación en nuestro papel como agentes o investigadores en el cambio social? En esta propuesta, el papel relevante de los actores sociales en la producción de lo social contrasta con los planteamientos de los positivistas y funcionalistas, así como con la propuesta estructural de Marx, mas no con la relacionada con la agencia humana.

Qué preguntas hacernos sobre el interaccionismo simbólico de Blumer

Cabe reflexionar de nuevo sobre cómo consideramos, en nuestro entender, el papel de los actores y cuán subordinados consideramos que estén ante cuestiones estructurales, que sin duda influyen y son tomadas en cuenta por los actores, aunque no necesariamente determinen sus prácticas, acciones, discursos y decisiones.

¿Cómo es mediada esta influencia?

¿En qué medida consideramos los procesos sociales como un devenir inacabado, incierto, e indefinido, y nos acercamos a ellos con actitudes predictivas, buscando certidumbres que nos permitan considerar ciertos resultados más probables que otros?

Las propuestas para “imbricar” la acción humana y la estructura

Habermas y la teoría de acción comunicativa

Jürgen Habermas (1929- ), sociólogo y filósofo alemán, es un referente obligado sobre el debate social, ya que es considerado el principal representante de la llamada “segunda generación” de la Escuela de Fráncfort. Este autor intenta comprender la producción de lo social desarrollando una sociología comprensiva en la que sintetiza la propuesta marxista con la sociología clásica y las perspectivas interaccionistas. Habermas consideraba que el marxismo tenía que ser reformulado, integrando la teoría de sistemas (Parsons, 1951; 1961/1937) con la teoría de la acción (Mead, 2015/1934; Schutz, 1967/1932; Weber (1930/1904-1905). En este sentido, para comprender cómo se producía lo social la teoría debía poner énfasis tanto en la acción como en la estructura, al igual que en la motivación y los patrones de comunicación (Bryant, 1995: 76).

En su propuesta, Habermas argumenta que la sociedad debe ser concebida simultáneamente como un sistema y como un “mundo de vida”, al que define como el dominio de la cultura, de la personalidad, del sentido y de los símbolos, los cuales forman las bases de la comunicación. En esencia, el mundo de vida constituye la esfera de la acción humana y de la autonomía a través del lenguaje y de la comunicación, gracias a la cual los individuos poseen la capacidad de autorreflexión, entendimiento y conocimiento. En este sentido, los agentes buscan el entendimiento mutuo mediante el razonamiento sustantivo, incorporado en la expresión verbal y la acción. En contraposición, la acción relacionada con las razones instrumentales trabaja a través del sistema social y sus subsistemas (Swingewood, 2000: 202; Bryant, 1995: 75 y 76).

Para Habermas el modelo marxista carecía de un entendimiento de la interacción comunicativa, esto es, la acción orientada hacia el establecimiento de formas de mutuo acuerdo y comprensión, un consenso negociado gobernado por normas compartidas. Consideraba que el marxismo no consideró el papel del lenguaje en la evolución social, definiendo a la sociedad en términos de un modelo fundamentalmente productivista, sin considerar que la sociedad consiste en “redes de acciones comunicativas”, que involucran la conversación y no sólo relaciones sociales de producción (Habermas, 1979).

Así, de acuerdo con la “teoría de la acción comunicativa” de Habermas, es por medio de la “interacción mediada lingüísticamente” como los individuos pueden comprenderse y cooperar con otros (Bryant, 1995). En esta misma línea, introduce el concepto de “situación oral ideal” como una en la cual los actos orales conducen a la emancipación, debido a que se asume que todos los participantes tienen el mismo y libre acceso al conocimiento. La acción comunicativa, por lo tanto, ocurre solamente cuando uno o más individuos, sobre la base de un entendimiento compartido, emplean la razón para convencer a otros sobre lo justo de sus argumentos (Swingewood, 2000: 205).

Según este enfoque, por tanto, la sociedad consiste de ambos: un mundo de vida que funciona por medio de la acción comunicativa y un sistema que funciona a través de acciones intencionadas, instrumentales o estratégicas, en las cuales la persuasión toma lugar por medio de las sanciones, el poder y el dinero (Bryant, 1995).

La propuesta de Habermas utiliza el concepto de “esfera pública”, elaborada en los primeros trabajos de Horkheimer, para explorar las formas en las cuales las instituciones culturales median entre el individuo y el Estado, entre los intereses privados y el poder colectivo. En su libro, The Structural Transformation of the Public Sphere (1992/1962) (La transformación estructural de la esfera pública), en una línea argumental similar a la de Tarde, respecto a la relevancia de los periódicos en la producción de lo social, Habermas presenta el génesis de la esfera pública de la cultura de la burguesía de los siglos XVIII y XIX, abordando instituciones como los cafés y los salones (cantinas, bares), que permitieron a las clases medias reunirse públicamente y reclamar el derecho de discutir abiertamente asuntos públicos, cara a cara. La esfera pública es definida, así, como el “espacio” de la vida social en donde la opinión pública se forma y en el cual el acceso está garantizado para todos los ciudadanos (Swingewood, 2000: 206).

Para Habermas es en los cafés y en los salones donde la mente no estaba más al servicio del patrón y la opinión se emancipaba de su dependencia económica (Habermas, 1992/1962: 33). Esta libertad de opinión venía a ser acrecentada con el desarrollo de los mercados y con el advenimiento de nuevas formas de comunicación (periódicos y revistas), fuera del control del Estado –hoy habría que agregar el correo electrónico y las redes sociales de la Internet.

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