¿Cómo comprender lo social para colaborar en su cambio?

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Z serii: Pùblica Social #38
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Así las cosas, por momentos la dualidad estructura-agencia humana en Marx pareciera encontrar cierta armonía, como lo es en el cambio social, que si bien, de acuerdo con él ocurre solamente a nivel del sistema y trabaja por medio de leyes determinadas, éste también incluye a la acción y a la creatividad humana (tal y como sucede en la realidad), por lo que este cambio suele ser mucho menos determinista y predecible (Sztompka, 1993: 156-157).

Pese a lo anterior, si bien la forma de comprender la producción de lo social de Marx considera a la acción y a la práctica humana dentro de una estructura sistémica de fuerzas colectivistas, históricamente necesarias, en su propuesta, son estas últimas las que tienden a dominar su teoría de cambio social. Esta es la contradicción que yace en el corazón de la teoría social dialéctica de Marx, ya que, mientras que se reconocen las acciones de individuos ordinarios, de clases sociales, que tratan de desarrollar sus propias instituciones políticas, sociales y culturales, por el otro lado se enfatiza el determinismo social de elementos fuertemente colectivistas y económicos del orden capitalista, que establecen el eclipsamiento de la individualidad y de las instituciones representativas. En este sentido, pareciera que Marx no logra resolver las contradicciones en su pensamiento entre la noción historicista de la preeminencia macroeconómica y su sociología humanista (Gouldner, 1980).

Cabe aquí señalar, sin embargo, que para comprender estas contradicciones hay que ubicar al Marx que escribió cada una de estas ideas, así como a la situación histórica existente en ese momento. Este autor, a lo largo de casi medio siglo, tuvo una vida militante e intelectual por demás prolífica, por lo que es de esperar que muchas de las ideas iniciales fueran mudando e incluso metamorfoseándose en otras. Cabe citar como ejemplo su reflexión sobre la colonización de regiones del mundo consideradas entonces como “atrasadas”, “primitivas”, en las que justificaba esa barbarie con el fin de forzar a estas sociedades a transitar a pasos agigantados hacia el capitalismo, para que pudieran, desde ese estadio, lograr un cambio cualitativo y arribar al socialismo.15 Años más tarde, en 1857, el mismo Marx “matizaba sus apreciaciones sobre el carácter ‘progresista’ de la dominación británica, pasando de la exaltación colonialista a la denuncia de atrocidades de los conquistadores y de ahí a la ponderación y respaldo de las luchas de liberación” (Paz Paredes, 2013: 138).

Más aún, sobre la inevitabilidad del estadio capitalista, en relación con la propuesta de los populistas rusos que opinaban que “si El Capital demostraba que el capitalismo era insoslayable, entonces era necesario dejar a un lado El Capital, pues les parecía clave evitarle a Rusia el doloroso proceso de expropiación del productor directo campesino y artesano que según Marx era necesario para acceder a formas superiores de producción” (Paz Paredes, 2013: 134-135).

La comunicación epistolar de Marx con los populistas rusos le lleva a modificar su comprensión sobre el determinismo planteado en el materialismo histórico, al aceptar que el proceso de proletarización y el desarrollo del capitalismo estaba circunscrito en todo caso a la Europa occidental y que, en lo tocante a las sociedades precapitalistas, como la rusa, su fatalidad no tenía nada que ver con su estudio del régimen capitalista y que, en ese sentido, Rusia muy bien podía transitar desde el feudalismo-zarismo al socialismo, sin tener que pisar el lodo capitalista, tomando como fundamento en su lucha a la comuna rural, misma que años antes “otro Marx condenara a su proletarización” (Paz Paredes, 2013: 135-145).16

Así las cosas, muchas de las diferencias radicales en el pensamiento de Marx no parecieran estar relacionadas con contradicciones, sino que más bien reflejan una evolución en su forma de concebir el cambio social. En este sentido, podría pensarse que a lo largo de su vida creativa hay muchos Marx, por lo que cabe decidir para cada cuestión con cuál de los Marx nos quedamos.

Los llamados revisionistas que sucedieron a Marx

Entre los sucesores de Marx cabe mencionar a Antonio Labriola (1843-1904), quien dentro de la relectura de las propuestas marxistas trata de lograr un balance adecuado entre la base económica y la superestructura, entre la estructura económica y la agencia humana. En este sentido, Labriola plantea que no debiera haber un elemento dominante como tal: mientras que los eventos históricos y los procesos sociales existen en relación con las fuerzas económicas, ellos nunca podrán ser reducidos a éstas como simples expresiones pasivas (Labriola, 1967).

Otro de los herederos intelectuales de Marx del siglo XIX es Georges Sorel (1847-1922), quien estaba interesado en ver al marxismo como una teoría de la acción social, más que como una teoría de la totalidad social y cuyas ideas fueron influenciadas por la agencia humana y el germen de acción social presente en las propuestas de Giambattista Vico (1668-1774), para quien “el mundo social era como el trabajo de la humanidad y que la humanidad entiende solamente eso que ha creado” (Vico, 1948).

En su crítica al marxismo vulgar y ortodoxo y su propuesta de determinismo económico, Sorel plantea que las propuestas reduccionistas de Karl Kautsky y otros ignoran a los autores y actores reales de la historia, así como el hecho de que, en sintonía con Adam Ferguson, las relaciones sociales son producidas por los seres humanos tanto como por el desarrollo de las fuerzas productivas. Para este autor la realidad no era una simple referencia, sino que era producto de la creatividad humana. Por lo tanto, siguiendo a Antonio Gramsci, el objetivo del socialismo no estaba en sentarse a esperar un futuro distante, sino que éste debía ser resultado de la praxis. Puesto en otras palabras, no había ninguna verdad esperando a ser descubierta, sólo la verdad que debía ser producida (Sorel, 1976; Swingewood, 2000).

Otro autor que se sumó desde la izquierda al revisionismo marxista fue Eduard Bernstein (1850-1932), quien a la muerte de Engels tuvo a bien diferir de varios de los planteamientos centrales de Marx y del mismo Engels, opinando que el desarrollo histórico del capitalismo no apoyaba la teoría de crisis de Marx, como tampoco la noción de la inevitabilidad de la polarización de clases sociales; que ni las clases obreras se estaban empobreciendo ni las clases medias estaban desapareciendo, y que no había evidencia de que el capitalismo como sistema estuviera histórica e inevitablemente condenado al colapso. En lugar de ello, Bernstein planteaba que el capitalismo se iba moviendo lenta y pacíficamente hacia una cada vez más compleja estructura social a la que existía cuando Marx escribiera El Capital y que la comprensión de esos cambios requería no reducir a los agentes humanos a simples productos de condiciones externas y reconocer la creatividad humana frente a los condicionamientos estructurales. En consecuencia, el socialismo debería ser validado no por las predicciones de la inviabilidad histórica del capitalismo, sino por medio de la ética socialista (McLellan, 1980b; Swingewood, 2000: 113).

La desconfianza de Sorel en teorías del cambio social que minimizaban o eliminaban al sujeto humano activo le llevaron a argumentar contra el enfoque holístico de la metodología marxista y a asumir el concepto atomístico de sociedad estructurada en la práctica voluntarista de los actores. En este sentido, el argumento fundamental de Sorel era que el cambio social ocurre por el esfuerzo humano organizado colectivamente al interior de la clase trabajadora, pero expresando las contradicciones del sistema presente y tendiendo hacia una sociedad alternativa (Kolakowski, 1981).

Los aportes marxistas de Georg Lukács al entendimiento de la producción de lo social

En la idea de que hay muchos Marx en Marx, y en el sentido de esta obra, cabe reflexionar sobre la atención que los marxistas han dedicado a una de las últimas obras de este gran pensador del siglo XIX, como lo es El Capital, llegando muchos de ellos a desconocer incluso sus escritos tempranos, como los Manuscritos económicos y filosóficos cuyo redescubrimiento y publicación en 1932 representaron para Ritzer (2002: 168) todo un hito. En esta obra Marx elabora entre otros temas el problema de la alienación de los seres humanos en el capitalismo. Esta obra vino a ser coincidente con las ideas de Georg Lukács, quien en 1920 ya había escrito su obra más relevante, Historia y conciencia de clase, en la que reflexiona sobre el problema de la reificación, que complejiza la idea de la alienación, bajo la interpretación de que: “el hombre [sic] en la sociedad capitalista se enfrenta a una realidad ‘construida’ por sí mismo [como clase] que para él es un fenómeno natural ajeno a sí mismo” (Lukács, 1968/1922: 135).17 El otro concepto central de su obra se refiere a la conciencia de clase, de la que se puede derivar una concepción sobre cómo se produce lo social por medio de la relación humana, al plantear –de forma similar a la propuesta de espacio social de Pierre Bourdieu– que ésta hace referencia al sistema de creencias compartidas por los que ocupan la misma posición de clase en la sociedad.

Para Lukács la conciencia de clase en sí misma está entreverada con una situación previa de falsa conciencia que se refiere al problema de la alienación y reificación, debido al cual las clases sociales en el capitalismo no son conscientes plenamente de su situación ni de las causalidades de ésta; esta condición podría ampliarse a todos los estadios sociales. En una derivación lógica, este autor considera que el proletariado era la clase social que, dada su desposesión de los medios de producción y asociatividad en las unidades de producción y barrios de residencia, podía llegar a comprender su situación de clase, confrontada fundamentalmente con quienes se apropiaban del valor que ellos generaban en el proceso de trabajo (plusvalía). Lukács, al igual que la mayor parte de los marxistas, menos Marx,18 no consideraba que el campesinado tuviera posibilidad alguna de llegar a tener una conciencia de clase, al no estar directamente confrontado con el capitalismo en el proceso de trabajo, además de no haber sido enajenado por los medios de producción.

 

Lukács, acertadamente, otorga capacidad creativa al proletariado, no determinada por cuestiones estructurales, pero que sin duda sí influencian su devenir, y propone el gran cambio de una “conciencia de clase en sí”, léase, para Lukács, una identidad estructuralmente creada, a una “conciencia de clase para sí”, una clase –el proletariado– que ha comprendido su situación y causalidades de su sujeción en el capitalismo (aquí cabría agregar cualquier “ismo”). Esta toma de conciencia, afirma Lukács, necesariamente debe de transitar desde las necesidades para lograr su sustento hacia cuestiones más abarcadoras como el proceso de explotación en el proceso de trabajo (Lukács, 1968/1922: 76; Ritzer, 2002: 170). A partir de esta toma de conciencia la clase social proletaria tiene la posibilidad actuar y de lograr liberarse de esa sujeción y arrastrar en este proceso revolucionario al resto de las clases sometidas a los designios del capital, entre ellas al campesinado. El problema fundamental en la propuesta de Lukács es que no queda claro cómo podrá darse ese cambio cualitativo de conciencia de clase en el proletariado, si la autorreflexión o la dirigencia de un partido político podrían coadyuvar a ello, y si realmente el proletariado debiera ser considerado como una clase vanguardista y proclive a dirigir un cambio social revolucionario y, más aún, si el campesinado realmente no tiene posibilidad alguna de ser consciente de su situación “para sí”, cuando la mayor parte de las revoluciones del siglo XX fueron de urdimbre campesina.

Gramsci y la producción de lo social

Una propuesta de cómo coadyuvar a la toma de conciencia y al cambio social hacia el socialismo provino de otro crítico del marxismo vulgar estalinista, Antonio Gramsci, quien se opuso a la lectura histórica lineal, evolutiva y etapista de la producción de lo social, en la que se separaba artificialmente la base económica de la superestructura y además se proponía que las clases sociales, principalmente la clase de vanguardia: la proletaria, debería quedarse pasivamente sentada a esperar la crisis estructural del capitalismo, debida a sus propias contradicciones, para que se diera el deterministamente profetizado cambio cualitativo hacia el socialismo –como si la producción de lo social se diera como resultado de leyes del desarrollo inexorables en las que poco o nada tuviera que ver la acción humana.19 Contrario a ello, para Gramsci sin sujeto activo no podía darse el cambio social revolucionario, pero además era necesario coadyuvar a que este sujeto activo tomara conciencia de su situación histórica y presente, así como de sus causalidades, ya que en su concepción, dado el control ideológico que ejercía la hegemonía burguesa por medio del bloque histórico20 que ostentaba el poder político, económico, social y cultural, este sujeto activo no podía desenajenarse de este control. Para ello propuso toda una estrategia para generar en este sujeto –en principio la clase proletaria a la que posteriormente adjuntaría a la campesina– una ideología propia que pudiera contraponerse a la que el poder hegemónico de una sociedad (en este caso, la italiana) imponía al resto de las clases sociales, alienándolas de su historia y manteniéndolas en su condición de clase subordinada.21

Sin duda, es la derrota del movimiento obrero en Milán en 1919-1920 la que lleva a Gramsci a reflexionar sobre cómo dominan y dirigen los poderosos, como una unidad orgánica, como un bloque histórico, donde economía, política y cultura se interrelacionan, tejiendo un discurso hegemónico por medio del cual se controla culturalmente a las clases subordinadas. Este discurso es diseminado en la población por medio de la escuela, de la Iglesia, de los actos y discursos políticos, de los periódicos y demás material impreso. Nótese aquí la relevancia que Gramsci pone a las cuestiones culturales, más que a las económicas, en el dominio hegemónico de la sociedad por las clases dirigentes.22 Debido a ello, para Gramsci tan relevante era la conciencia de clase como la crisis económica, e igual que Edward P. Thompson, que le seguiría en la línea de tiempo, el actor social y sus coaliciones –la clase social– no son preexistentes, sino que se van produciendo a lo largo de la historia.

Para lograr incidir adecuadamente en esa producción Gramsci consideró fundamental producir un cambio cultural revolucionario en las clases sociales subordinadas, por medio de los institutos de la cultura proletaria y de los intelectuales, de tal magnitud que se consolidara una contrahegemonía que hiciera frente a la producida por el bloque histórico. Sin duda, Gramsci plantea acertadamente la necesidad de generar una ideología contrahegemónica en las clases sociales sometidas a los designios del bloque histórico, mas pareciera adoptar aquí una concepción elitista según la cual las ideas, las reflexiones densas sobre lo social deberían provenir de quienes dedicaban gran parte del tiempo a reflexionar sobre estas cuestiones: los intelectuales. La cuestión era posibilitar que estas ideas fueran divulgadas entre las masas de trabajadores por medio de los comités de trabajadores de cada fábrica y de los institutos de cultura proletaria

Así, para Gramsci quedaba claro que no había determinismos económicos o de otro tipo, que los actores, las clases iban urdiendo su futuro desde su historia y que la cultura contrahegemónica era vital para el cambio social, aunque sin negar la relevancia que las crisis podían tener en abrir oportunidades políticas para que ese cambio se diera. Para este visionario el cambio revolucionario hacia el socialismo, además de lograr el control del aparato productivo de la sociedad y del Estado, también debería pugnar en todo momento por instaurar una nueva ideología cultural alternativa que supliera a la del bloque hegemónico capitalista. En este proceso los intelectuales afines al cambio revolucionario deberían jugar un papel protagónico, junto con el partido político –en este caso, el comunista.

Edward P. Thompson y la producción de lo social

E.P. Thompson, en sus obras sobre el advenimiento de la clase obrera en Inglaterra, relaciona este proceso a cuestiones histórico-culturales que antecedieron al advenimiento del capitalismo (Thompson, 1978; 1984; Meiksins, 1983). Thompson comprendió los procesos y las implicaciones de la formación de la clase obrera en Inglaterra, que más generalizada pudiera considerarse como la formación (producción) de lo social, estudiando a toda una serie de actores subalternos rebeldes a los controles sociales y la “moral oficial”, como prostitutas, ladrones, marineros, asiduos asistentes a bares, y relacionó las biografías personales de estos actores con procesos históricos sociales. Gracias a esta metodología Thompson logra comprender lo que implicó la Revolución Industrial y la proletarización para los trabajadores de los obrajes, para los siervos y campesinos, que pasaron de llevar una vida comunitaria y tener cierta libertad en el manejo del tiempo, así como de ser reconocidos socialmente por sus oficios y capacidad en su trabajo, a vivir precariamente en barrios urbanos con una multiplicidad de carencias de todo tipo, y a ajustar sus medios para lograr el sustento y sus formas de vida a los tiempos y ritmos dictados por el trabajo proletario en las nacientes fábricas capitalistas. Sin duda, estos grandes cambios vinieron a erosionar la vida comunitaria y a generar un sentimiento de orfandad, de infelicidad y de amargura en estos nacientes proletarios (de la Garza, 2018).

De cierta manera, el enfoque de este autor en la comprensión de la producción de lo social se asemeja a la fenomenología y al interaccionismo simbólico (tratados posteriormente en este libro), al grado de que uno de sus adversarios intelectuales contemporáneos, Perry Anderson, tuvo a bien catalogarlo como “no marxista”, argumentando que Thompson rechazaba la definición estructural de clase y la definía en referencia a su conciencia y a su cultura e historicidad, en vez de a las relaciones de producción, siendo el resultado excesivamente voluntarista y subjetivista (Anderson, 1980). Esta ortodoxa y “vulgar Inquisición” muy probablemente le importó muy poco a Thompson, dada su acendrada personalidad anárquica; sobre todo después de haberse enfrentado al Partido Comunista Británico, indignado por la represión estalinista en Hungría y Polonia a mediados de la década de 1950.

Para Thompson “la formación de una clase social no sólo es producto de condiciones objetivas cambiantes, sino que la propia clase en formación es también creadora de sí misma y de las condiciones objetivas de su acción” (de la Garza, 2018: 202). Este planteamiento muy bien pudiera generalizarse a todo actor social y es similar a la reflexión que sobre la producción de lo social hizo Max Weber, en el sentido de que, si bien lo estructural y lo material influyen en las ideas y prácticas de los actores sociales, estas ideas y prácticas también suelen influir en las cuestiones estructurales y materiales (Weber, 1949/1904). Similarmente, Anthony Giddens, en su “teoría de la estructuración social”, considera que “[a]l seguir las rutinas de mi vida diaria ayudo a reproducir instituciones sociales que no contribuí a crear” (Giddens, 1987: 11).

Qué preguntas hacernos sobre las propuestas marxistas en relación con la producción de lo social

Una vez más, conviene detenernos y tomar como provocación las propuestas vertidas por Marx, Engels y quienes les sucedieron, en relación con la práctica profesional de todos aquellos que inciden en las formas y mundos de vida de los actores sociales, sobre todo con los de los pueblos originarios y los de urdimbre campesina. Cabe enfatizar que, en la intervención, colaboración, sobre formas y mundos de vida de otros, entre la forma de pensar y la de actuar debiera haber una mínima congruencia, siendo por lo tanto relevante reflexionar sobre las ideas que inspiran nuestras acciones. Muy probablemente, lo primero que se tendría uno que preguntar es:

¿Cómo consideramos al conflicto social y en qué medida es necesario para el cambio social?

¿Cómo visualizamos los escenarios donde intervenimos o donde investigamos y cómo consideramos a las distintas clases o actores sociales que se confrontan en ese escenario?

¿Qué opinamos sobre la idea del progreso y los distintos estadios de desarrollo de los actores y de las sociedades?

¿Qué pensamos de los determinismos, en este caso los económicos, como el desarrollo de las fuerzas productivas, y de su influencia en las relaciones sociales, y cómo los asumimos en nuestro trabajo relacionado con los procesos de cambio de los actores sociales?

¿Vemos adecuado el que la sociedad, en sus distintas acepciones, esté definida por leyes sociales específicas y objetivas, independientes de la voluntad humana?

¿Consideramos que la cultura y las ideas son pasivas, subordinadas y dependientes de intereses económicos y sociales particulares, o bien que tienen cierta autonomía y pueden ejercer un papel activo en el cambio social?

¿Cuál es la relación que debiera reconocerse entre aspectos estructurales y la creatividad humana: las ideas, las prácticas, las acciones?

¿En qué medida puede modificar un proceso de cambio la intervención de un agente de cambio?

¿Cuál es el papel que deben jugar en los procesos de cambio y de toma de conciencia quienes inciden en él, sin que necesariamente puedan compartir la historicidad, la subjetividad constituyente, la identidad de los actores sociales con quienes colaboran (externos pues)?

De las asociaciones y la creatividad humana

Las redes de Gabriel Tarde

Gabriel Tarde (1843-1904), autor contemporáneo de Émile Durkheim y Carlos Marx, consideró la producción de lo social de forma radicalmente distinta a ellos. Este autor concibió lo social como una multiplicidad de interacciones que se dan entre actores y se van entreverando en redes. Para Tarde la diferenciación entre lo humano y lo no humano para la comprensión de lo social, más que ser irrelevante era desafortunada. Así, los actores entreverados en las redes sociales eran tanto humanos como no humanos, fueran estos seres vivos u objetos inanimados.

 

Esta propuesta no fue bien valorada en su época y fue la planteada por Durkheim la que logró imponerse, siendo el mismo Durkheim quien criticara mordazmente las ideas de Tarde por su aparente “falla” al no concebir lo social, en su unicidad, como un fenómeno colectivo.

Tarde se niega a considerar a la sociedad como una unicidad, como un orden superior más complejo que las “mónadas” individuales.23 En este sentido, plantea:

Debemos ir al mundo social para ver las mónadas capturarse a flor de piel por la intimidad en sus caracteres transitorios plenamente desplegados uno delante de otro, en el otro, el uno por el otro. Ésta es la relación por excelencia, la posesión típica de la que el resto no es más que un boceto o un reflejo. Por la persuasión, por el amor y el odio, el prestigio personal, por la comunidad de las creencias y las voluntades, por la cadena mutua del contrato, esa suerte de red tupida que se extiende y recrea sin cesar, los elementos sociales se sostienen y se estiran a ellos mismos de mil maneras, y de su concurso surgen las maravillas de la civilización. Las maravillas de la organización y de la vida ¿no nacen entonces por una acción paralela, de elemento vital a elemento vital, sin duda: de átomo a átomo? (Tarde, 2006/1893: 56).

Para Tarde, de forma similar a Durkheim y Marx, los individuos que componen una sociedad adquieren en primer lugar la consciencia de poseer una tradición común, que es definida como un “extracto condensado y acumulado de lo que constituyó la opinión de los muertos, herencia de prejuicios necesarios y saludables, frecuentemente molestos para los vivos” (Tarde, 1986/1901: 80). De forma esquemática, Tarde explica que la tradición actúa a través de la educación familiar, el aprendizaje profesional y la enseñanza escolar; la razón se manifiesta en los cenáculos filosóficos, científicos, judiciales e incluso eclesiásticos, mediante la observación, la experimentación y, en general, el razonamiento y la deducción. Por su parte, los factores de la opinión son la conversación y la prensa, que es considerada como una forma superior de comunicación. Las luchas y forcejeos de estas fuerzas marcan, a juicio de Tarde, el devenir de la Historia. “La tradición, que permanece siempre siendo nacional, está más encerrada entre los límites fijos, pero infinitamente más profunda y más estable que la opinión, que, conviene decirlo, es cosa ligera y pasajera, como el viento […] aspirando siempre a convertirse en internacional de la misma manera que la razón” (Tarde, 1986/1901: 81). El resultado de la interacción de las tres fuerzas permite formar, en cada momento y lugar, “el valor de las cosas”.

Se puede decir que Gabriel Tarde se adelantó a su tiempo y, debido a ello, sus ideas sobre lo social no estuvieron a tono con las necesidades psicológicas de su sociedad. A lo anterior habría que agregar su prosa críptica, nebulosa y especulativa, fuertemente cargada de ideología y de un aroma profundamente reaccionario, que desgraciadamente aparta a muchos intelectuales de izquierda de su obra.

Si bien la sociología de Émile Durkheim desplazó por décadas a las propuestas de Tarde, los primeros investigadores sociales estadounidenses de la Escuela de Chicago, Albion Small, Robert Park, Charles Cooley y W.I. Thomas, fueron atraídos por el enfoque individualista y psicológico de Tarde. Más recientemente, la teoría del actor-red de Bruno Latour, John Law y colaboradores, retomó parte de sus propuestas como centrales. De acuerdo con Bruno Latour, Tarde aportó a la comprensión de lo social varios argumentos fundamentales que la teoría del actor-red ha tratado de impulsar: i) la irrelevancia de la división artificial entre la naturaleza y la sociedad para la comprensión del mundo de las interacciones humanas y, por tanto, la relevancia de considerar la presencia e interrelación de elementos físicos, biológicos y sociales en todo evento; ii) la imposibilidad de todo intento por comprender cómo se produce lo social a partir de distinciones dicotómicas como lo micro/macro, al considerar la inexistencia de niveles diferenciados (Latour, 2002).

Las provocaciones de Tarde

Sin duda, los planteamientos de Tarde son por demás provocadores, ya que parecieran proponer una producción de lo social radicalmente distinta a los demás autores.

De entrada, habría que preguntarse cómo concebimos nosotros a la sociedad, si aceptamos la idea de la unicidad o totalidad de los positivistas, funcionalistas y marxistas, o nos inclinamos más por la propuesta de Tarde que considera inexistente dicha unicidad, proponiendo en su lugar todo un entramado de redes de asociaciones entre la multiplicidad de monadas, de actores, a partir de cuya relación habría que comprender cómo se produce lo social.

Valga otra provocación para reflexionar sobre la pertinencia de considerar en estas asociaciones tanto a actores humanos como a no humanos y tratar de estudiar o acompañar procesos de cambio en escenarios donde tomen visibilidad y relevancia todo tipo de actores y asociaciones (Tarde, 2012/1893).

Una última provocación es la imposibilidad de comprender cómo se produce lo social a partir de dicotomías, mas esto se desarrollará posteriormente con más detalle, cuando se aborde la propuesta de la teoría del actor-red (ANT).

La sociología cultural de Max Weber

Max Weber (1864-1920) comparte con Simmel (cuya propuesta presentamos más adelante) la preocupación de integrar a los actores humanos en la comprensión de la producción de lo social. Sin embargo, Weber difiere de este autor al adoptar un enfoque macrosocial en el estudio de instituciones y procesos desde una perspectiva histórica más amplia, abordando temas como la ética protestante, las estructuras sociales preindustriales, la burocracia y el Estado-nación (Swingewood, 2000: 88).

Weber fue crítico de las propuestas positivistas de Comte y Durkheim, así como de la marxista en su acepción estructuralista y economicista,24 que con diferencias ya señaladas en los apartados correspondientes, asumían la unicidad de lo social, valores universales y la existencia de leyes objetivas deterministas, negando en gran parte de la obra la influencia de aspectos culturales y de la actividad humana en la transformación de las ideas y reduciendo éstas a un simple reflejo automático de aspectos materiales externos (Swingewood, 2000: 89). Weber, por el contrario, se dedicó a estudiar las ideas, la cultura, como cuestiones autónomas y no como simples reflejos de lo económico (Gerth y Wright, 1970/1948: 62) y como tales trató de comprender su influencia en cuestiones estructurales. Así, en su trabajo, The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism (La ética protestante y el espíritu del capitalismo) (1930/1904-1905), Weber reflexiona sobre la influencia de las ideas derivadas del protestantismo sobre la producción de otras ideas que él consideró como el “espíritu del capitalismo”. A partir de este estudio hizo otros similares tratando de comprender cómo las ideas de otras religiones habían obstaculizado el desarrollo del capitalismo en otras sociedades (Gerth y Wright, 1970: 61). Como corolario de esta cuestión, de la propuesta de Weber podría derivarse que no sólo las cuestiones estructurales y materiales afectan a las ideas, sino que las ideas producidas en autonomía por los seres humanos suelen afectar a las cuestiones estructurales y materiales (Ritzer, 2002: 33).