Tanatopolítica en Venezuela

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Homicianos

La noche del 11 de noviembre del año 2016, un grupo de pescadores se encontraba celebrando en una playa del Porvenir de Cariaco en el estado Sucre, cuando se presentó un comando de hombres fuertemente armados. Se aproximaron al grupo de pescadores para pedirles su identificación y luego, sin mediar palabra, comenzaron a disparar indiscriminadamente. Acribillaron a nueve de los pescadores, algunos con disparos en la cabeza, y se retiraron. Tres pescadores más habían quedado malheridos sobre la arena; ellos simularon estar muertos y por ese artificio sobrevivieron a la masacre y pudieron contar la historia.

En el Informe Anual 2016 del Ministerio Público, la fiscal general de la República informó que seis funcionarios del Comando Antiextorsión y Secuestro de la Guardia Nacional habían sido imputados por el asesinato de los nueve pescadores de Cariaco.

Poco después de hacer público ese informe, la fiscal general de la República fue destituida de manera inconstitucional por una Asamblea Nacional Constituyente que se había convertido en un ente plenipotenciario, atribuyéndose a sí misma unas funciones que no le podían corresponder nunca, ni por lo contemplado en la Constitución ni por lo que estaba definido en su único propósito, que era redactar el proyecto de una nueva constitución. Aunque el proyecto de reforma constitucional nunca se hizo público ni se aprobó, sus miembros se otorgaron de facto el poder de destituir a la fiscal general y nombrar un sustituto.

Ese Informe Anual es el único documento oficial donde se reconocen las ejecuciones extrajudiciales cometidas por el Estado, y aunque en el texto se advierte la dificultad de una definición precisa, se aventura a una enunciación y afirma: “La ejecución extrajudicial ocurre cuando se consuma la privación arbitraria de la vida por parte de agentes del Estado, con la complicidad, tolerancia o aquiescencia de estos sin un proceso legal que lo justifique, bien en el ejercicio del poder del cargo que desempeñan, de manera aislada, con o sin motivación política, siendo más grave aún, como una acción derivada de un patrón desvirtuado de índole institucional” (Ministerio Público, 2017, p. 20).

Los casos de resistencia a la autoridad ocurridos en todo el país que hemos presentado en las páginas anteriores y lo ocurrido en Cariaco coinciden con la caracterización del delito que la fiscal se atrevió a exponer. Quizá por eso la destituyeron.

Las actuaciones de los cuerpos policiales y militares analizadas permiten sacar dos conclusiones básicas: la primera es que hay un patrón de actuación y la segunda es que ese patrón no incluye la detención de los presuntos delincuentes, sino que busca causar la muerte del indiciado.

En la mayoría de las noticias o estudios sobre la letalidad policial o los excesos de los cuerpos policiales, uno se encuentra con dos patrones. El primero es una actuación individual donde un funcionario se excede en el cumplimiento de su deber o que utiliza su identidad policial como cobertura para ejecutar una venganza personal o cobrar una deuda de dinero o de honor. El segundo es de tipo grupal. En este caso, la acción no es individual, sino de un grupo de funcionarios quienes, en comandita, deciden convertirse en justicieros y tomar, por ejemplo, el castigo del asesino de otro policía por sus propias manos, bien sea presumiendo que el delincuente que mató a su compañero quedará en libertad o que la sanción será demasiado leve para lo que ellos consideran debe ser el castigo de quien ose matar a un policía. En los dos patrones hay delitos cometidos por abuso de poder o por exceso en el celo del cumplimiento de su deber, pero siempre responden a un patrón de comportamiento individual y, por lo tanto, sus autores deben ser catalogados como homicidas.

Sin embargo, en los casos de las 23.625 personas cuyas muertes fueron archivadas como resistencia a la autoridad entre 2016 y 2019 en Venezuela, estamos en presencia de un fenómeno distinto. No hay decisión personal del policía, no se trata de una represalia, ni tampoco de una venganza de los policías: hay órdenes, hay planificación, hay la presencia de una política de Estado.

Los policías que matan por abuso personal o por venganza individual son homicidas. Los que matan por encargo del Estado son homicianos.

Los homicianos forman parte de una milicia que no tiene como propósito hacer cumplir la ley sino, al contrario, violentarla. Están destinados a matar y exterminar a quienes sus jefes, cualquiera que sea el nivel de su jefatura, consideran ejecutables. La motivación que priva en tales muertes no es individual ni privada: es una razón de Estado.

La razón de Estado que anima a los homicianos —y no solo en Venezuela— es una expresión de la voluntad de conservar el poder, lo que W. Benjamin llamó una “violencia conservadora” (Benjamin, 1995). Las formas en las cuales se expresa la violencia conservadora son mutantes y se adaptan a los rasgos del poder que las ordena y las singularidades de las amenazas que enfrenta. Puede estar animada por el deseo de eliminar un tipo especial de personas, sea por su categorización social, racial o política; o puede pretender demostrar una eficiencia que permita incrementar unos puntos porcentuales en las encuestas del candidato electoral del gobierno o en el prestigio del ministro. También pueden ser un mecanismo de distracción de la opinión pública, creando un escándalo que oculte un problema considerado mayor. Las motivaciones pueden ser diversas; los significantes, distintos, pero el patrón central es el mismo: son crímenes cometidos por homicianos, quienes actúan en nombre y al servicio de los propósitos del poder.

El término “homicianos” fue muy utilizado durante la Edad Media para nombrar a quienes mataban a otra persona por decisión propia o por encargo de otros. En su Historia General de España, de 1601, el sacerdote jesuita Juan de Mariana, al referirse a los sucesos de la guerra con Portugal, relata que “dos criados del Duque de Benavente dieron muerte a Diego de Rojas, bolviendo de coça” (sic), y agrega: “entendiese, que aquellos homicianos llevaban para lo que hicieron orden y mandato de su amo” (De Mariana, 1790, p. 352).

Con los años, el término “homiciano” cayó en desuso, tanto en la lengua hablada como en la escrita. Sin embargo, se mantuvo en el idioma español por la fuerza que tuvo durante varios siglos. La mayor fama de la categoría de homicianos provino de unos importantes privilegios que fueron otorgados durante varios siglos a los individuos que se ponían al servicio de la Corona de Castilla, a pesar de haber estado incursos en delitos de sangre. Eran personajes de muy diversa índole, que habían matado por órdenes de otros, por deudas, o por pendencias en un bar de vino barato o disputas sobre mujeres.

En la Edad Media se le llamó el “privilegio de los homicianos” y era un instrumento jurídico por medio del cual se les conmutaba la pena a aquellos individuos que aceptaban prestar servicios a la Corona. Era una suerte de indulto que los estudiosos han llamado de “particular indeterminado”, pues se aplica a personas en general, sin nombre ni apellido propio, quienes habían cometido un delito, pero se colocaban al servicio del poder. Se creaba así un estatuto jurídico distinto que privilegiaba a esas personas (Martín, 2018).

La utilización de ese privilegio se destacó a partir de la conquista de Tarifa en 1292, pues la Corona enfrentaba dificultades para mantener la defensa de la ciudad y el dominio en esas tierras, muy importantes para el control del estrecho de Gibraltar y que recibían continuos ataques por los benimeres norteafricanos (Sánchez, 2019, p. 57). Luego, su aplicación se extendió a muchas otras ciudades que tenían las mismas amenazas externas y similares dificultades al no disponer de suficientes soldados permanentes para su defensa. Es así como se usaban estos privilegios para “repoblar la villa por su situación fronteriza”, como ocurrió en Alcalá la Real en 1341 (Chamocho, 2017, p. 102).

Para facilitar esa tarea de repoblamiento, se fijaron un conjunto de exenciones fiscales y de privilegios a los homicianos, de modo tal de estimular el traslado de individuos hacia las zonas peligrosas de frontera y guerra, y a fin de asentar una población que sirviera para la defensa del territorio ante los ataques de los moros (Corona de la Llave, 2005). El perdón se les asignaba entonces por realizar la defensa del territorio o de las fortalezas que podían estar asediadas por los enemigos del poder. Eran individuos que habían mostrado capacidad para el ejercicio de la violencia. Eran valientes y, si bien como soldados —afirman los analistas— eran de menor calidad, podían mostrar una mayor fiereza en el uso de la violencia (Jiménez, 1997).

Estos privilegios se otorgaron desde el siglo XII hasta la reconquista y el repoblamiento de Andalucía, y se volvieron a usar de manera esporádica en la defensa de las ciudades reconquistadas en el Magreb, al otro lado del Mediterráneo, como Mazalquivir (Jiménez, 1992), y luego volvió a emplearse en el reclutamiento de voluntarios para ir a batallar contra los turcos en Italia (Rosemblat, 2002). Durante un tiempo, se exigió prestar servicio durante ocho o nueve meses antes de la adquisición del perdón y la libertad. Luego, con Alfonso XI de Castilla, se estableció que el tiempo necesario para alcanzar dicho perdón era de “un anno et un dia”(sic) (Alijo, 1978, p. 284).

Lo singular de esa experiencia es que los homicianos no recibían paga por su trabajo de defensa de la frontera, sino que debían procurarse su subsistencia por sí mismos, por lo cual podían esmerarse con el botín de guerra o incurrir en robos, y eso fue un motivo de conflictos con la aplicación de dicho privilegio, los cuales duraron hasta que su función perdió relevancia por la finalización de las guerras de Reconquista y a partir de la rendición y desaparición del emirato nazarí de Granada en 1492.

 

Aunque todos aquellos que habían cometido cualquier delito de sangre eran susceptibles de recibir ese privilegio, por cruel que su delito hubiese sido, es importante resaltar que no podían obtenerlo aquellos que hubiesen mostrado alguna deslealtad con el poder. Por ese motivo, se excluían de los privilegios los que habían cometido delitos de traición a sus jefes o, como describían los fueros, “los que habían entregado castillos contra la voluntad de su sennor, quebrantamiento de tregua o paz del rey o el rapto de la muger de su sennor” (sic) (González, 1989, p. 217). Era claro que se los requería para estar al servicio del poder y que las dudas previas sobre su lealtad no eran admisibles, pues ya no ejercerían la violencia a nombre propio, sino por encomienda de sus jefes.

Los homicianos medievales mostraban algunos rasgos que tienen significación contemporánea: son asesinos que se ponen al servicio del gobierno para realizar unas tareas que buscan defender y consolidar el poder al cual sirven. En sus andanzas, operan por encomienda de otros, no actúan contra sus enemigos personales, sino contra los enemigos del poder. Y por su trabajo reciben unos beneficios pues, aunque pueden no tener paga, reciben retribuciones y privilegios otorgados por la gracia del poder que los utiliza.

Es difícil saber cuántos funcionarios policiales adscritos en los cuerpos encargados de las ejecuciones extrajudiciales en Venezuela pueden ser convictos que han recibido unos beneficios formales para salir a cumplir otras tareas vinculadas al Estado. Se sabe que ha sido concedido este tipo de beneficios, pero no hay documentación precisa de quiénes son, ni a qué tipo de labores se los ha encomendado. No es fácil saberlo, pues no se conoce ninguna lista de funcionarios y, por lo regular, andan con el rostro cubierto con pasamontañas y sin identificación personal en el uniforme, contrariando las normas establecidas por el propio gobierno varios años antes. No se sabe a ciencia cierta cuántos son en total, aunque se ha hablado de “ochocientos o mil hombres” (Infobae, 2020).

Lo que se conoce en las zonas populares de Maracay es que muchos de los “luceros” que trabajan en los barrios periféricos de esa ciudad y de otras ciudades cercanas son reclusos que ejercen funciones como vigilantes adelantados de las bandas organizadas de las cárceles. Son presidiarios a quienes se los deja salir del recinto carcelario para que cumplan esas tareas de control territorial fuera de los muros de la prisión, también una suerte de privilegio de homicianos.

Desde el punto de vista sociológico, es importante distinguir entre la figura de los homicidas y la de los homicianos. En nuestra definición de homicianos, lo que es relevante no es su condición de exconvictos, sino que actúan a nombre del Estado y no a título personal. Esta diferencia puede apreciarse en diversas dimensiones.

Cuando se trata de policías que cometen homicidio, en las situaciones de letalidad policial por abuso de la fuerza, la identidad de las víctimas es desconocida por los funcionarios. En la mayoría de los casos la víctima es eventual, circunstancial, producto de la ocasión. Puede ocurrir que, sobre ese delincuente, el sistema de información criminal de la policía tenga un prontuario, pero esos antecedentes no los conoce el policía que actuó con exceso de violencia, ya que la información no le fue entregada ni el tipo de actuación ordenada.

En el caso de los homicianos, la situación es diferente. La información de la víctima sí es conocida y definida con anterioridad. En el procedimiento policial no se encuentran con el individuo en un acto de flagrancia o en una alcabala dispuesta en la calle, sino que la van a buscar a su casa, durante la noche, y llegan a su dormitorio porque tienen su nombre y saben su dirección, el lugar donde vive y muchas veces hasta con quién vive. Los funcionarios que participan en la ejecución de la orden no tienen vínculo previo con esa persona, pero sí conocen las informaciones que les han sido proporcionadas por sus superiores. La acción tiene un destinatario que es conocido por el Estado. Es allí donde se encuentra la explicación de los errores que han cometido muchas veces al asesinar a una persona distinta, pues tienen un nombre, un alias, una referencia, pero no lo pueden identificar plenamente, pues no la conocen, y por eso a veces matan al hermano o a una persona que estaba de visita en esa casa.

Una segunda diferencia entre homicidas y homicianos es que en los casos de los policías homicidas ha habido, previo a la muerte, una interacción violenta y agresiva que desembocó en un altercado, una riña o trifulca que llevó al policía a excederse; hay un caldeamiento de la agresividad que conduce a la muerte. Cuando se trata de asesinatos por venganza personal, el calentamiento ha sido muy previo, ha ocurrido con anterioridad; puede ser semanas o meses antes cuando una ofensa o una amenaza ha incitado el ánimo de venganza mortal del policía quien, luego, con rencor acumulado y premeditación, la ejecuta.

Lo contrario sucede con los homicianos, donde la muerte se ejecuta en frío. No hay una dinámica interactiva que desemboque en acciones letales; no hay una historia previa que lleve a la venganza y a la muerte. Y no la hay porque no existe una historia común entre víctima y victimario, pues ambos son unos desconocidos. Los homicianos son unos verdugos que ejecutan las órdenes letales sentenciadas por otros. Que estén de acuerdo con las órdenes o que morbosamente las disfruten por el placer de dar muerte es harina de otro costal. La víctima es un enemigo del Estado, no de ellos como personas.

Una tercera diferencia es que el proceso de dar muerte de los homicidas es irregular, hasta caótico. En el caso de los homicianos es metódico: hay un guion que se cumple, se ejecuta y se sigue a pie juntillas, desde el teatro del enfrentamiento hasta el montaje del decorado final de la escena.

La cuarta diferencia refiere a la composición del grupo. En el caso de los abusos cometidos por grupos de funcionarios que actúan como vengadores y toman la justicia por mano propia, hay una acción colectiva, grupal, pero que es de tipo informal y por lo regular clandestina; los funcionarios actúan privadamente. Algunas veces pueden contar con la anuencia de sus superiores; pero es una acción del grupo privado, no del Estado.

En el caso de los homicianos se trata de una acción colectiva, pero de un grupo formal de funcionarios que llevan el uniforme y usan la simbología del Estado. Llevan la cara cubierta, pero su rostro, oculto bajo el pasamontañas, no solo trata de esconder sus identidades personales, sino que envía un mensaje: el responsable de esas muertes, quien asesina, no son esos funcionarios como personas, sino el Estado, la organización a la cual pertenecen, y que les ha dado los nombres y las direcciones de quienes fueron sentenciados.

***

En un grupo focal realizado en la zona este de Caracas, en las montañas donde se ubica la que ha sido calificada como la favela más grande de América Latina, después de escuchar los dolidos relatos de familiares y vecinos sobre la actuación de los grupos policiales y militares, uno de los participantes concluyó: “Ellos no tienen ley para ellos mismos”.

La actuación de los homicianos nos introduce en una aporía que, como todas, resulta imposible de resolver. Ellos actúan a nombre de la ley y fuera de la ley a la cual deben obediencia. La misma ley que los ha autorizado para actuar y usar sus armas de reglamento, y que les establece unas condiciones y reglas para el uso de la fuerza, es la misma ley que ellos incumplen. Proceden bajo el amparo de una ley que no se aplica para ellos mismos.

Weber sostuvo que la violencia no es el único medio que tiene el Estado para su actuación, pero que sí era su medio específico (Weber, 1965). En las grandes transformaciones que, durante los últimos siglos, se han dado en la conformación del Estado y en la relación entre los gobernantes y los gobernados, un propósito permanente ha sido imponer límites al ejercicio del poder. Esa ha sido la gran transformación social que aportó la construcción del Estado de derecho. La burocracia, que según Weber permitía la construcción del monopolio de la violencia y el ejercicio de la dominación racional, debía de estar sometida a unos límites. Ni el poder del monarca ni el de los funcionarios estaba exento de la ley; por eso la idea del Rechsstaat refiere ante todo a las demarcaciones del ámbito de actuación que tienen los funcionarios en la esfera de sus facultades. Allí se definen las restricciones que tienen para el uso de la fuerza, los límites que impone la ley y más allá de los cuales no es posible ni legal emplear la llamada violencia legítima del Estado.

No obstante, los homicianos expresan una situación bizarra. Ellos actúan a nombre del Estado que había establecido límites a su actuación, definido esas reglas y leyes que los constriñen, pero es ese mismo poder quien les ordena transgredirlas. La nueva regla del Estado es desaplicar las reglas, y les ordena quebrantar la ley. Les impone unas metas que forzosamente los obligan a violentar la ley a nombre de una “orden” emanada de sus superiores y de un gobernante que les prescribe transgredir las leyes. No es un grupo de funcionarios que motu proprio se salta la ley para ser justicieros o bandidos, sino que es el Estado mismo quien actúa como una fuerza sin ley. Los homicianos ejecutan un mandato que proviene del Estado y que los conduce a la utilización de la fuerza que les había autorizado la ley, pero sin la ley.

Es el surgimiento de un Unrechtstaat, el no sometimiento a la ley, pero paradójicamente no por subversión, sino por subyugación a un gobierno que los libera de la servidumbre de la ley, que desaplica la ley y los exime de su cumplimiento. Es la parodia de un Estado que aplica la droit de glaive, de la cual hablaba Foucault (1997), que usa su derecho de matar o de dejar vivir, pero sin el droit como ley, sino en la forma más antigua del derecho-poder, donde es la voluntad y capacidad efectiva de matar del soberano lo que cuenta. Allí señorea la espada, la glaive, pero desaparece el droit. Es el uso desnudo de la fuerza, sin el ropaje de la ley.

Es un imperium fluctuante, un vacío de derecho, una zona de anomia donde todas las determinaciones jurídicas son desactivadas (Agambem, 2016, p. 209 y ss). Se produce un vacío jurídico donde el Estado de derecho se convierte en un Estado con individuos sin derechos. No se regresa a un estado de naturaleza, en el sentido de Hobbes, sino de anomia, pues es el resultado de la suspensión del derecho. Es el estado de excepción que fabrica un espacio social donde se ejerce poder a partir de la suspensión del derecho.

Entre los años 2016 y 2019, los cuerpos policiales y militares del país mataron 23.625 personas bajo el argumento de haberse resistido a la autoridad. Eso significa que, en promedio, los cuerpos policiales asesinaron a dieciséis personas por día. Dieciséis personas en cada uno de los 1465 días de esos cuatro años.

Las historias recopiladas entre familiares y vecinos en ocho ciudades durante 2019 muestran que durante los años previos hubo una secuencia en el procedimiento que revela un patrón muy lejano al de un enfrentamiento. La sucesión de eventos que hemos podido relatar en este estudio descubre una pauta que, con ligeras variaciones, se repite. El propósito nunca fue detener a los presuntos delincuentes, sino “darles de baja”. Fueron ejecuciones extrajudiciales cometidas por homicianos.

La función social de los homicianos ha mudado en sus apariencias, pero ha conservado su rol de instrumento del poder. Aunque se consideró que estaban destinados al repoblamiento del territorio reconquistado, algunos autores refutan tal idea y sostienen que la función central de los homicianos siempre fue bélica (Alijo, 1978). Uno pudiera afinar el análisis y decir que en la península ibérica había una meta intermedia que era repoblar las fronteras, y que a través de ella se buscaba cumplir la función principal, que era la defensa bélica del poder. En Venezuela, las autoridades han argumentado que las muertes por resistencia a la autoridad han tenido como propósito combatir la delincuencia y proteger a la población ante el crimen. Aceptemos que esa pudiera ser una meta intermedia, pero el patrón y las circunstancias descritas por las víctimas respaldan nuestra tesis de que su función principal ha sido el control político de la población a través de la dictadura del miedo.

 

En las comunidades pobres del país, fueron homicianos quienes crearon un microestado de excepción en sus calles y edificios; quienes buscaron en sus cuartos a los ejecutables que otros habían seleccionado para eliminarlos; quienes han tenido el privilegio del botín de guerra y el perdón anticipado de sus desmanes; quienes actúan sin ley, aunque pretendan su patrocinio.

Los que llegaron de negro… eran homicianos.

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