El Protocolo

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—La chatarra y los zapatos no sé, pero ¡el ladrillo nunca baja de precio! —pontificó Ton—; además, papá, deberías saber la teoría del tonto superior.

Ton se levantó de la mesa y rebosando petulancia explicó esta teoría, según la cual no hay problema en pagar un precio desproporcionado por algo que no lo vale siempre que haya alguien más tonto que esté dispuesto a ofrecer un precio superior más adelante.

—Esto lo dices porque eres joven y no has pasado ninguna crisis —apostilló «Botines», tratando una vez más de frenar cualquier síntoma de euforia. A veces, también los tontos se acaban.

—Pues yo me reafirmo en que deberíamos invertir más dinero en promociones —redundó Ton.

—No, si ha de salir de la empresa de reciclaje —intentó, sin excesiva convicción, concluir Sam.

—Pues, entonces, lo que debemos hacer es endeudarnos más para poder realizar más operaciones inmobiliarias —añadió Ton.

Ese se había convertido en el tema estrella de los últimos consejos. Uno de los amigos de Ton era, al mismo tiempo, su asesor financiero y le instigaba constantemente a ganar volumen de inversión mediante el endeudamiento, que él se encargaba de proporcionar.

—Esto no me gusta nada —repitió Sam—. Además, ya te has empeñado mucho hasta la fecha.

—Yo estoy con papá —intervino GR, viendo que el tema podía volver a escaparse de su control y no queriendo perderse una nueva oportunidad de ir contra su hermano.

—Yo también estoy de acuerdo con Sam; en mi opinión debemos seguir siendo prudentes y no entramparnos con más deuda —se apuntó Arturo, consejero desde hacía pocos años.

Arturo había sido durante muchos años el director financiero del grupo y, cuando le llegó la jubilación, Sam le ofreció formar parte del Consejo de Administración, con el objeto de seguir contando con el apoyo de una persona de confianza y muy conocedora de los intríngulis financieros de la empresa. Era un individuo alto, delgado —casi enjuto— y de tez cetrina, posiblemente debido a tantos años de llevar la contabilidad bajo lámparas de neón que proporcionaban una luz insuficiente y amarillenta. Como todo buen financiero, tampoco era amante de las aventuras y temía, en todas las ocasiones e incluso en los tiempos de máxima bonanza, que con el dinero disponible no se alcanzara a pagar todas las facturas. Había sido la mano derecha de Sam en su personal cruzada de reducción de gastos y se habían pasado muchos fines de semana repasando todas las partidas del debe, una por una, para cazar y aniquilar cualquier fuente de dispendio innecesario. Era una buena persona, contraria a los conflictos de cualquier tipo, con el que se podía dialogar en cualquier circunstancia, amén de un poco misógino, por lo que se ruborizaba en todas las ocasiones en que se dirigía a las mujeres del Consejo. En definitiva, calificarlo de consejero independiente hubiera sido, como mínimo, una exageración.

—Pues a mí me parece muy adecuado lo que dice Ton —apuntó, siempre a destiempo, Lucy—. Por cierto GR... el otro día estuve pensando que me gustaría conocer los resultados del equipo de fútbol en las diez últimas temporadas. ¿Puedo llamar a tu contable para pedírselo?

—Mi contable está ahora muy ocupado con el cierre de los balances mensuales. Ya se lo pediré yo —contestó GR, de mal humor y confiando en que su hermana se olvidaría del tema a los pocos días.

Sam seguía la discusión con cierto fastidio, pues otras, en idénticos términos, habían tenido lugar en anteriores consejos sin que se llegara a tomar ninguna decisión definitiva. De hecho, también se sentía atraído por la facilidad con la que algunos conocidos estaban realizando auténticas fortunas en el sector inmobiliario. Su firmeza en no desviar fondos de la empresa para esta actividad empezaba a tambalearse, aunque se mantenía renuente al dudar tanto de la capacidad como de la visión excesivamente codiciosa de sus hijos para gestionar cualquier negocio.

—No tienes ni idea, papá; he hecho un estudio de los balances de las principales compañías inmobiliarias y su ratio de endeudamiento es más del doble del que tenemos nosotros —añadió Ton—. Por otra parte, todo el que conozca medianamente el sector inmobiliario sabe que es un negocio eminentemente financiero.

—Papá, eres un anticuado. Todo el mundo financia las inversiones inmobiliarias con hipotecas. ¡Esas son las reglas del juego! —añadió Lucy, la cual tenía bien presente que Ton le había dotado de un sustancioso sueldo por ayudarle en el negocio inmobiliario.

—Cada día pasan por nuestras oficinas dos o tres bancos ofre- ciéndonos dinero —comentó como de pasada Ton—. ¡Y barato!

—Bien —accedió finalmente Sam; quizás me haya vuelto viejo y demasiado conservador. ¡Adelante!... como dijo Julio César al cruzar el Rubicón: «Los dados están en alto»; pero... ¡sed prudentes!

—¡Gracias, papá! No te arrepentirás.

—¿Y tú qué opinas, Modesto? —preguntó el patriarca como último e inútil recurso.

—En mi opinión un endeudamiento moderado no es peligroso, siempre que esté dentro de los límites que podamos asumir, incluso en las peores circunstancias —contestó el interpelado mirando directamente a Sam, y de reojo a GR, que le fulminó con la mirada—. En cualquier caso —prosiguió— sugiero que mantengamos la actual política de que toda nueva inversión o nuevo préstamo deba ser aprobado previamente por este Consejo.

Esta vez fue Ton quien le echó mal de ojo, mientras «Botines», Arturo y los demás consejeros —a excepción de Lucy— celebraron interiormente esta última intervención.

En los últimos tiempos, la posición de Modesto en éste órgano de administración había cambiado sustancialmente, ya que, de ser un simple asesor de confianza, se había convertido casi en un miembro más de la familia. En ello había influido bastante el hecho de que todos le consideraban como el pretendiente oficial de Lucy, posición que, a pesar de no ajustarse a la realidad, esta no intentó negar en absoluto.

Modesto todavía estaba desconcertado sobre cómo había llegado a producirse esa situación y le intrigaba sobremanera saber quién eran los que la fomentaban. Esas reflexiones le llevaron a recordar que, después de la cena en la que Lucy le hizo el «regalito», las cosas se habían desarrolado de un modo imprevisto.

La inocencia

Debían de ser las cuatro de la madrugada cuando Modesto consiguió dormirse, mientras los brazos, piernas y pechos de Lucy le envolvían como una enredadera feromónica. A los pocos minutos, le despertó una música menos sensual, aunque mucho más conocida que la melodía que sonaba en el momento de dormirse y que, después de algunas dudas, reconoció como la de su odioso teléfono móvil que, debido a su galopante nomofobia (no-mobile-phone-phobia), mantenía siempre a menos de un metro de su persona.

—¿Qué pasa? —consiguió apenas balbucir.

—Modesto, ¿te he despertado? —le contestó una voz difícil de reconocer a través de tan desconsiderado aparato.

—¿Quién eres? —dijo, intentando ganar tiempo para ver si conseguía que su cerebro se pusiera efectivamente en marcha.

—¿Ya no reconoces mi voz? Soy GR.

—¿Ha pasado algo?

—No, en absoluto; sólo quería comentar unas cosillas contigo.

—¿A estas horas?

—Bueno... no pensaba que ya estuvieras durmiendo.

—¿A las cuatro de la madrugada?

—Cualquier hora es buena para pasarlo bien.

—Vale, vale. ¿De qué demonios quieres hablar? —transigió Modesto, procurando evitar profundizar en el tema de la diversión after hours.

—Mira, no me gusta nada el cariz que está tomando la estrategia de Ton en relación al negocio inmobiliario; pienso que si no le paramos los pies, puede acabar arruinando a toda la familia.

—¿Esta noche?

—No seas burro —contestó, intentando sonar simpático.

—Solamente quería saber si podía contar contigo para evitar una catástrofe.

—Tú sabes que yo siempre intento hacer lo mejor para tus padres y para la familia —.El jurista trató de escabullirse mediante un regate en corto.

—¡Pues ahora tienes una gran oportunidad! —se la devolvió ladinamente GR.

—Bueno... mañana hablamos.

—Muy bien. Por cierto... Si-por-ca-sua-lidad vieras a mi hermana, dile que mañana a primera hora me gustaría tener una pequeña conversación con ella.

Modesto colgó el teléfono intrigado por saber cómo podía GR haberse enterado de que estaba con su hermana y rabioso de pensar lo divertido que debía parecerle... ¡Y encima pretendía utilizarlo para que accediera a colaborar en sus turbios manejos contra su hermano menor!

Le costó lo indecible volver a conciliar el sueño y, cuanto más le daba vueltas al asunto, más furioso se sentía. El hecho de no estar acostumbrado a dormir con alguien pegado a su cuerpo le producía una sensación de asfixia que no le ayudaba en absoluto a calmarse.

De pronto, cayó en la cuenta de que el extraño animal lapa que le acompañaba no debía ser ajeno a todo aquel montaje. Así que, se levantó, se fue a la cocina a preparar dos zumos de naranja, contó varias veces hasta cien y se dispuso a despertar a Lucy con el objeto de averiguar hasta qué punto estaba involucrada en aquella conspiración.

Cuando entró con los zumos en la habitación se la encontró medio despierta, con el pelo revuelto y acodada en la almohada. Tenía un aspecto menos sofisticado que en la cena de la noche anterior, pero mucho más salvaje y, en cierto modo, perturbador.

El aire viciado de la habitación no ayudaba precisamente a tener pensamientos fraternales.

—¿Sabes que roncas? —le soltó ella como saludo.

—Entre otras virtudes —contestó Modesto, sin saber muy bien por qué; —privilegios de soltero.

 

—No, si a mí no me molesta, peores eran los ruidos de la calle donde vivía en Nueva York.

—Bueno, me gustaría saber cómo has caído dentro de mi cama.

—Ya te conté; me sentía muy sola y, además, algo borracha.

Entonces Modesto recordó la escena con que se encontró la noche anterior al llegar a su casa: Lucy estaba tomándose un gin-tonic sentada en la taza del váter, con las bragas por los tobillos y llorando a moco tendido. En conjunto, un patético espectáculo pero que, para su etílica vergüenza, le excitó.

—¿Qué haces aquí? ¿Te ha ocurrido algo?

Lucy se puso a llorar todavía con más intensidad, mientras el gin-tonic le caía chorreando por la parte interior del muslo de una de sus bien torneadas piernas.

—No lo sé. ¡Me encontraba muy sola!

—¿Quieres que te acompañe a casa?

—No, no me gustaría que nadie me viera en estas condiciones

—respondió entre sollozos.

—¿Entonces?

—¿Dejarás que me quede a dormir aquí esta noche? —imploró ella desesperada.

—Preferiría que no. ¿Qué pensará tu familia si se entera?

—Total, les importo un bledo; nunca se han preocupado de mí.

¿Puedo dormir en tu habitación de invitados? No te ocasionaré ninguna molestia.

—Bien; te dejaré un pijama mío. ¿Puedo hacer algo más por ti?

—Sí, por favor. ¿Podrías darme un beso de buenas noches y un abrazo? Los necesito para dormir.

Modesto procedió a satisfacerla y se fue a descansar a su habitación. Cuando empezaba a adormilarse, oyó que se abría la puerta y entraba Lucy, deslizándose subrepticiamente dentro de su cama mientras le decía sosegadamente «no te preocupes por mí, solamente necesito algo de compañía», lo que provocó que el propietario de la cama no pudiese casi dormir en toda la noche.

—Ha llamado tu hermano.

—¿GR?

—¡Quién iba a ser!

—No le habrás dicho que estaba aquí contigo.

—Oye, ¿a qué juegas? ¿Te ha enviado él?

—¿Insinúas que soy una puta?

—Yo no he dicho eso; ni tú has contestado a mi pregunta.

—¡Es evidente que no! De todas formas, si quieres te hago un servicio y así te quedas más tranquilo —balbució mientras arrancaba, otra vez, a gimotear.

Modesto se volvió a tender en la cama y Lucy, inesperadamente, se arrebujó contra su cuerpo sin decir ni una palabra más.

A la mañana siguiente, Modesto se levantó, se duchó y mientras estaba afeitándose apareció ella, con el pijama arrugado, todavía más despeinada, con más ojeras y, si ello fuera posible, más arrebatadoramente excitante. Sin decir palabra se sentó en el inodoro e hizo pis con total despreocupación, mientras arrancaba lo que, inicialmente, pareció una conversación intrascendente.

—¿Conseguiste dormir algo?

—Muy poco.

—Lo siento; ha sido culpa mía.

—No te preocupes, no ha sido tan horrible.

—Pensarás que soy una tonta.

—No es eso.

—¡Lo de hacerte un servicio iba en serio!

Vaya... ¡Lo que me faltaba!, pensó Modesto, debatiéndose entre el deseo y la inoportunidad de aprovecharse sexualmente de las horas bajas de la hija de su principal cliente. Si no fuera por la confianza que sus padres tenían depositada en él, probablemente se hubiera lanzado sin decoro a seguir las proposiciones de su involuntaria invitada.

—Además, todavía está en vigor.

—Lucy... dúchate y vete a casa. Ya hablaremos de esto en otro momento.

—Me marcho, aunque... no sabes lo que te pierdes; tengo habilidades que te sorprenderían.

—Vete, por favor.

—Solo si seguimos siendo amigos.

—Vale, pero debes irte a tu casa.

El testamento

Transcurridos unos días desde la insólita noche con Lucy, Ton invitó a Modesto a almorzar en el restaurante Cinegéticus, un local en el centro de la ciudad con decoración íntima, clásica y bastante trasnochada; camareros con pajarita que ya no se acordaban del tiempo transcurrido desde que habían alcanzado la edad legal de jubilación y un maître muy amable y cotilla; pero donde se come el mejor steak tartar de la ciudad y, posiblemente, el único local donde es posible degustar las preciadas becadas, en temporada.

—Hola, muchachos —les saludó Alfredo—. ¿Cómo está tu padre? —dirigiéndose a Ton—. Hace días que no le veo... y me preocupa.

—Muy bien. Ya sabes lo atareado que está siempre; además, ahora dedica mucho tiempo a sus nietos.

—¡Bah! ¡Todos son iguales! En cuanto tienen nietos se olvidan de sus amigos. Yo creo que quieren expiar la culpa de la falta de dedicación a sus hijos cuando estos eran menores.

—¡Ya te llegará el momento!; y vas a volverte igual de tontaina.

—¿Sabes que les pago una prima a mis hijos por cada año que retrasan tan fatídica circunstancia? Para comer lo de siempre ¡Dejadlo en mis manos!

Mientras el maître estaba organizando el menú en la cocina, los dos comensales empezaron a hablar.

—Bien, Ton; si me has invitado a comer a un restaurante tan caro, de inicio saco dos conclusiones: la primera, que tu padre no lo sabe o bien, cosa excepcional, que pagarás tú la factura; la segunda es consecuencia de la primera: tienes algo importante que decirme.

—¡Tú siempre tan sagaz! Tienes razón. Quiero pedirte que me apoyes para que papá me autorice a invertir más dinero en la inmobiliaria y, además, permita que me endeude para aumentar la actividad.

El consejero procuró comportarse cautamente porque ni le gustaba el desaforado ímpetu del novicio inversor en bienes raíces ni quería darle esperanzas sobre algo sobre lo que sabía que tanto su padre como su hermano se mostrarían en desacuerdo.

—Posiblemente —añadió con prudencia—, deberías demostrarle que eres capaz de ganar dinero de forma recurrente.

—Pero ¡si ya le estoy haciendo ganar una fortuna!

—Hasta la fecha, que yo sepa, has comprado y construido mucho, pero no has vendido casi nada. El beneficio no se consolida hasta el momento de la venta, y si me apuras, del cobro de lo vendido.

—¡No es cierto! La mayoría de las cosas que he comprado me las quitarían de las manos por más del doble del precio que pagamos en su momento.

—Seguramente, pero es un beneficio que todavía no se ha realizado.

—¿Me apoyarás?

—Veremos cómo lo presentas al Consejo; también dependerá de la actitud que adopten tu padre, G.R. y los demás consejeros cuando tratemos el tema. Ya sabes que no están muy por la labor. Interrumpieron brevemente la conversación mientras Alfredo les preparaba a mano su famoso steak tartar, partiendo de un magnífico y rosado filete y mezclando los ingredientes con excelsa profesionalidad.

—¿Lo queréis muy picante? —preguntó el maître.

—Sí, bastante... pero sin que te pases —coincidieron ambos.

Esperaron a reanudar el diálogo a que el chismoso de Alfredo acabara con la mezcla, producto que consiguió después de varias pausas para afinar la vianda al gusto de los clientes.

—Esta es la segunda cosa que quería comentarte. ¡Estoy harto de GR y sus actitudes obstruccionistas! Solo intenta fastidiarme e impedir que triunfe por mis propios medios, limitándose a decir machaconamente que él no cree ni en mí ni en el negocio inmobiliario y que ya veremos lo que pasará cuando acabe la bonanza en el sector.

—Quizás tenga algo de razón —. El asesor buscó provocarle.

—También dice que soy demasiado joven y que no sé lo que es una crisis, pero no se da cuenta que esto es cosa del pasado; llevamos quince años de crecimiento del sector y esto todavía continuará muchos años.

—Algunos economistas opinan que no está tan claro.

—Cómo no va a estar claro si cada día tengo frente a mi despacho una cola de directores de banco que quieren financiar al cien por cien mis inversiones a unos tipos de interés ridículamente bajos.

—Esto es cierto, pero no sabemos cuánto durará.

—Bien, volvamos a GR. ¿Sabes que desde que está más involucrado en el negocio de papá, los números no salen tan fácilmente?

—Sí; parece que el mercado de los productos reciclados no marcha muy bien: demasiada competencia.

—¡O incompetencia! ¡Este sabelotodo conseguirá hundirnos! ¡Y «nosotros» no queremos hundirnos con él!

Alfredo volvió a comparecer con la intención aparente de interesarse sobre el grado de satisfacción de sus invitados, pero en realidad, lo hacía atraído por el intentar averiguar que estaban tramando. Estos le ahuyentaron haciendo uso de su total indiferencia y prosiguieron con la conversación.

—Te adelanto que voy a convencer a mi padre para que ponga el negocio inmobiliario a mi nombre —continuó Ton, como si lo que había comentado hasta el momento no fuera suficiente.

—¿Lo dices en serio? —cuestionó Modesto, mientras se le atragantaba el trinchado de ternera.

—¡Absolutamente! Sería profundamente injusto que el producto de mi esfuerzo vaya a aprovechar a mis hermanos. ¡Y mucho menos a GR.!

—Ya, pero el dinero invertido es de tu padre, forma parte del patrimonio familiar.

—¿Acaso yo no soy parte de la familia? Y esto nos lleva al otro tema que quería hablar contigo. Nos hemos enterado —mis hermanos y yo— de que papá ha nombrado heredera universal a nuestra madre.

—No puedo hablar sobre este tema. Secreto profesional.

—Bueno, me da igual que lo confirmes o que lo niegues; lo sé de buena fuente: papá tuvo la desfachatez de decírnoslo personalmente.

—¿Y?

—¡Que es una barbaridad! ¡Nos ha desheredado! —exclamó al tiempo que su cara se transformaba en una desagradable y horrorosa mueca de incredulidad.

En este momento, Modesto se percató de la razón de una comida tan cara, y se asustó pensando en la cantidad de dinero que la empresa había confiado a un sujeto que estaba profundamente desequilibrado por los atávicos rencores hacia su hermano y, por culpa de este, hacia el resto de la humanidad.

Esta reflexión le llevó a rememorar lo que le había contado Anabel, su primera novia, psicóloga y madre de su hija Paula, sobre la Teoría del Orden de Nacimiento, según la cual el primogénito hereda el conservadurismo, el respeto a las expectativas, los valores paternos y el perfeccionismo, mientras en el otro extremo, el benjamín se caracteriza por la bohemia y el riesgo, es divertido, encantador y probablemente más débil que el resto de hermanos. El hermano intermedio, también denominado «el niño sándwich», está en terreno de nadie, por lo que tarda en decidir lo que hace con su vida y desarrolla más relaciones con iguales que jerárquicas. Esta teoría casaba perfectamente con los hijos de Sam, con un hijo mayor dominante, responsable y seguro de sí mismo, un segundo inseguro y acomplejado y una tercera consentida, juguetona y despreocupada.

Pero Ton, además de ser el mediano, lo que según la mencionada teoría se considera la peor ubicación posible en el orden de relación fraternal, había pasado toda su infancia sometido al maltrato psicológico de GR, motivado por su necesidad de poder y control, mediante bromas pesadas, ridiculizaciones, insultos, amenazas y amedrentamientos con la intención de infringirle daños y sojuzgarle. Ton, después de haber fallado en todos sus intentos de hacer frente a las agresiones de su hermano dejó de resistirse, en lo que la fecunda psicóloga denominaba como «indefensión aprendida», comportamiento que produjo en Ton una constante y creciente acumulación de resentimiento hacia su hermano.

Como resultado de todo ello, Ton tenía una enorme necesidad de sobresalir y demostrar que podía llegar a ser alguien eminente por sí mismo, sin importarle los medios necesarios para alcanzar tal objetivo.

—Bien, suponiendo que fuera cierto; tu padre tiene derecho a hacer lo que le dé la gana con su patrimonio.

—¡Eso sí que no! Somos sus hijos, estamos comprometidos en los negocios familiares y...

—¿Y qué?

—¡Coño! ¡Que no podemos esperar a que tengamos setenta años para ser ricos!

—Tampoco vivís tan mal.

—¡Joder que no! ¿Tú crees que es lógico que a mi edad cada vez que cambio de deportivo tenga que pedirle permiso a papá y, lo que es más grave, oír a mi madre opinar sobre su color?

—Evitarías estos problemas si te lo compraras con tu dinero.

—¡Mi dinero, mi dinero...! ¿Tú crees que con los miserables ciento cincuenta mil euros que mi padre nos paga al año podemos vivir decentemente? ¡Vaya mierda! Además, te imaginas que primero se muere mi padre y que tenemos que tirarnos diez o quince años bajo su dirección ¡Y más con lo mandona que es!

 

A medida que avanzaba la conversación, la incomodidad de Modesto iba en aumento, si bien la prudencia y la curiosidad de ver hasta dónde podían llegar los desvaríos de Ton le decidieron a no interrumpir su alucinante perorata.

—¡Ya! ¡Un matriarcado! ¡En pleno siglo veintiuno! Antes hago como papá y me apunto a la Legión. ¡O la mato!

Llegados a este extremo, la paciencia e indignación del abogado alcanzaron su límite de saturación, pero no logró dar con la fórmula para acabar con tamaño despropósito sin producir una ruptura que tampoco era conveniente por su bien y por el de la familia.

—¿Y qué piensas hacer? —preguntó, obviando el último exabrupto del niñato.

—En primer lugar, hablaré con papá e intentaré que entre en razón. Si no lo conseguimos, ¡pasaremos a la acción! En esto creo que estaremos de acuerdo, por primera vez en la vida, todos los hermanos y confío en que tú también.

—¿Tú crees que Lucy estará de vuestro lado? —preguntó Modesto, desoyendo el intento de reclutarle para su bando.

—Creemos que sí; a pesar de que es una sentimental, también le gusta el dinero y, además, en estos momentos depende económicamente de mí.

—Yo de vosotros, me lo pensaría bien. Además, debo añadir que, llegados a este punto, consideraré que esta conversación no ha tenido lugar.

—Ya veremos —replicó Ton ingratamente—. Por cierto, hablando de Lucy. ¿Qué tal es?

—¿Qué quieres decir?

—Si es tan ninfómana como dicen.

—¡Cómo voy yo a saberlo! Y tú, ¿por qué lo dices?

—Porque de pequeña ya le gustaba jugar conmigo a médicos y enfermeras.

Una idea banal

A Lucy no le satisfacía el bien remunerado empleo que le había facilitado su hermano, dado que sus obligaciones consistían básicamente en ir a buscar todos los días el correo y los periódicos para, después, pasarle a Ton un resumen de las noticias sobre el sector mientras atendía las pocas llamadas telefónicas que recibían. La principal ventaja del puesto era que le eximía de la obligación de atender la, ahora, aburrida tienda de animales domésticos que, por omisión de la titular principal, regentaba—aunque a distan- cia— su progenitora. Además, Ton no le comentaba casi nada de lo que se traía entre manos por lo que tenía la creciente sensación de sentirse utilizada.

Cuando Modesto llegó a su despacho se encontró a Lucy bien acicalada, esperándole impaciente para hacerle partícipe de sus reflexiones y, principalmente, para ver su reacción sobre lo sucedido en su apartamento hacía unas noches.

Todavía no había tenido la oportunidad de encarar el principal móvil de su inesperada visita cuando la llamó su amiga Pepa, a quien Lucy conocía desde su estancia común en lo que denominaba como «el reformatorio de Suiza» y que, además, era la esposa de Cornelio, el nuevo miembro del Consejo de Administración recién incorporado.

Habían fichado a Cornelio por recomendación de la pía escuela de negocios con la que colaboraban habitualmente las empresas de Sam, porque disponía de un currículum envidiable y, finalmente, por la antigua amistad de su mujer, Pepa, con Lucy. Su soberbia y presuntuosidad le habían impedido congeniar con una familia que no se distinguía, precisamente, por su refinamiento; además, el hecho añadido de que tuviera exaltadas convicciones religiosas no ayudaba a corregir esta situación. Era alto, moreno, pelo corto, relativamente joven —recién iniciada la madurez— y lucía siempre la sonrisa de satisfacción de los que están encantados de haberse conocido a sí mismos. Se había doctorado en Harvard y especializado en relaciones comerciales internacionales, por lo que aportaba un cierto contrapeso a las posiciones más conservadoras de los otros dos consejeros independientes. Su esposa, Pepa, era bastante más joven que él y constituía un hermoso ejemplar de hembra autóctona con la que compartía relaciones sociales y creencias. Cornelio, como todos los arrogantes, también era un poco incauto, lo que se demostró cuando se atrevió a exhibir a Pepa en los dominios de GR durante una cena de fin de año organizada por la familia.

Debido a la proximidad física a la que se había colocado su visita, Modesto no pudo evitar oír la conversación telefónica con la, para él, en aquellos momentos, desconocida compinche de Lucy.

—Lucy, ¿cómo estás, cielo?

—Aburrida y perdiendo mi juventud y lozanía en un trabajo tedioso.

—Peor lo tengo yo, que trabajo todos los días como una burra con los jodidos diseños.

Pepa era una diseñadora de moda de reconocido prestigio internacional, actividad que había iniciado hacía pocos años y cuyo éxito servía de ejemplo a muchos psicólogos para demostrar la teoría de las inteligencias múltiples, según la cual, además de lo que se ha considerado tradicionalmente como inteligencia —la lógico-matemática y la lingüística— existen otras menos reconocidas como la cultural, la corporal cinestésica, la naturalista etcétera, hasta contar un total de nueve.

—Esto es cierto, pero tú no tienes que estar ocho horas en una oficina haciendo de florero magníficamente retribuido ni dormir cada noche sola como si fueras una monja.

—Bueno; tengo otras cargas que ahora no voy a detallarte por conocidas y patéticas; en cuanto a lo de dormir sola o acompañada, en mi caso, no hay mucha diferencia, excepto si solamente tomamos en consideración los aspectos menos románticos de la cohabitación nocturna. He pensado que a ambas nos convendría darnos un homenaje que nos resarza de tantos sinsabores —propuso malévolamente la camarada de internado.

—¡Guau! ¡Esto empieza a ponerse interesante!

—¿Qué te parece si nos vamos unos días de compras a Londres?

—¡Fascinante! Llevo varios meses sin pasarme por allí; la última vez fue con el escapista y poco añorado de mi exmarido.

—Estupendo. ¿Qué te parece dentro de tres semanas? ¡Yo me encargo de todo!

Así fue cómo, sin saberlo ellas ni tampoco Modesto, Lucy y Pepa iban a estar en Londres el mismo fin de semana en que jugaba el equipo de fútbol de la familia y en cuyo evento y sus derivaciones los siempre imprevisibles caprichos del destino les llevarían a participar.

Al finalizar tan sugestiva conversación, Lucy cerró el móvil, miró fijamente a Modesto mientras se le escapaba una sonrisa bobalicona y, continuó callada, como si, de golpe, su mente se hubiera trasladado a otra dimensión.

—¿De qué querías hablar? —le preguntó su paciente interlocutor.

Lucy, se levantó atropelladamente, mientras murmuraba, como si hablara con sí misma:

—Nada, nada, se me ha hecho tarde. ¡Mejor nos vemos otro día y te lo cuento todo!

La evasión (1ª parte)

—Sam, ¿no estás un poco harto de hacer este viaje cada pocos meses? —preguntó Susy interrumpiendo el largo silencio que mantenían durante todo el desplazamiento.

—La verdad es que un poco sí —admitió su marido— pero recuerda el refrán: el ojo del amo engorda al caballo.

En este caso, «el caballo» era las cuantiosas cuentas bancarias e inversiones financieras que Sam disponía en el Principado de Liechtenstein, que se habían nutrido a lo largo de los años con las comisiones que, a través de una empresa creada por Sam en Hong Kong, le pagaban sus clientes chinos por los envíos de materiales reciclados.

—Lástima que no haya un vuelo directo a Vaduz —insistió Susy—. ¡Son tan pesadas estas peregrinaciones!

—Lo sé Susy, lo sé; pero no hay otro remedio si no queremos que nos pillen. Además, nos permite pasar unos días los dos solos y gastar unos dinerillos lejos del control de nuestros hijos.

—Ya sabes que no me gusta gastar; el gasto es lo que hunde a las familias. Además, nunca se sabe si el dinero gastado lo vas a necesitar en el futuro —puntualizó la esposa.

—No te preocupes, tenemos de sobra y además no le diremos a nadie que, de vez en cuando, nos damos un pequeño capricho.

El viaje, para evitar dejar rastro, consistía en un vuelo lowcost a Milán, donde, en el aeropuerto de Malpensa, les recogería Alberto, el chófer privado de Sam, y les trasladaría por carretera a Vaduz. El único obstáculo era pasar la frontera entre Italia y Suiza, cerca de la ciudad de Como, pero hay que decir que cuando se viaja con un buen coche, con matrícula suiza y con un chófer de la misma nacionalidad, las posibilidades de tener problemas fronterizos son ínfimas.

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