El amor después del amor

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CAPÍTULO IV

¿Una pareja para toda la vida? Elementos para una reflexión desde las ciencias humans

Si tratáramos de precisar si acaso el desarrollo mental tiende a las relaciones promiscuas, poligámicas, monogámicas únicas o en serie, podríamos concluir que, desde el punto de vista del funcionamiento mental, el ser humano tiene la posibilidad de desarrollar su mente en cualquiera de las formas de relación de pareja que hemos descrito. O sea, no está determinado al respecto biológicamente. Más bien, por el largo período en que vive —idealmente— a cargo de los padres, es junto a ellos que construye un funcionamiento mental que lo equipará para ser capaz de formar pareja en promiscuidad, poligamia, monogamia en serie o única.

Mientras más superficiales sean las relaciones, mientras mayor sea el desplazamiento y la sustitución de los objetos, mientras menores sean el compromiso y la lealtad implicados, mientras menor sea la intolerancia a la frustración y, por tanto, a la planificación a largo plazo, más primitivo es el funcionamiento del aparato mental. Opera con mecanismos basados fundamentalmente en la escisión, o sea, con la dificultad de integrar aspectos opuestos, de construir objetos y visiones integradas, y por ello de matizar la vida afectiva que le permita entablar relaciones estables profundas, creativas, con sensación de felicidad y gratitud.

La relación sostenida a través del tiempo con una pareja única, sin que esta termine agobiando y aburriendo; con un manejo adecuado de la ambivalencia que la intimidad genera y un nivel de atractivo y, por lo tanto, de relación creativa, mantenidos en el tiempo, exige una serie de condiciones psíquicas que deben lograrse durante el período de desarrollo, y cuyo resultado depende de las capacidades mentales innatas y de la interacción con los padres, que favorecen o entorpecen este crecimiento psíquico.

Al revisar las características que describimos en cuanto a requisitos, exigencias, motivaciones y limitaciones de los estilos vinculares de pareja, podemos afirmar que desde la promiscuidad hasta la relación única con fidelidad, hay una demanda psíquica cada vez mayor en cuanto al abandono de los mecanismos mentales propios del psiquismo primitivo. Los procesos mentales son cada vez más integrados, con mayores grados de sublimación y de exigencia de tolerancia a la frustración. Implican cada vez mayor capacidad de síntesis, de espera, de vínculo —a nivel de pensamiento y afectividad, más que sensorialmente—, y una creciente preocupación por el mundo interno del otro. Todo ello supone una menor carga de narcisismo y un mayor grado de generosidad, de entrega y de desprendimiento.

Es de señalar que lo que resulta relativamente claro al comparar los niveles de funcionamiento de la promiscuidad, la poligamia y la monogamia, ya no es tan obvio cuando observamos la diferencia cualitativa de los funcionamientos mentales en la monogamia única y en la monogamia en serie. Vale decir, con el análisis que hemos hecho hasta ahora, no es tan fácil sostener que el matrimonio para toda la vida sea de una calidad evolutiva superior al matrimonio transitorio y múltiple.

Sin embargo, a pesar de los crecientes fracasos en el intento de construir y mantener esta ambiciosa relación monogámica única, en el imaginario social sigue siendo, lejos, la alternativa más anhelada.

Como ya dijimos, en Chile, entre el 75% y el 80% de personas opina que el matrimonio debe ser para toda la vida. Un estudio internacional de la década del 90, señala que en Dinamarca el 82%, en España el 84,6%, en Estados Unidos el 91,9%, en Japón el 93%, en India el 97,8%, en México el 83,1% y en Sudáfrica el 87,9%, opina que el matrimonio no es una institución pasada de moda (84). Pasini, en su libro I tempi del cuore (Los tiempos del corazón), concluye que no es la relación de pareja la que tiende a desaparecer, más bien lo que está en trance de modificación es el cuánto puede o debe ella durar, el si es conveniente plantearla como definitiva o transitoria (90).

El escritor y psiquiatra inglés Adam Phillips, desde su inteligencia iconoclasta, plantea irónicamente que la única relación monógama auténtica es la que tenemos con nosotros mismos. Y declara: “No todos creen en la monogamia, pero todos viven como si creyeran en ella. Cuando la lealtad o la fidelidad están en juego, todo el mundo es consciente de que miente, o de que quiere decir la verdad. Todos se creen traidores o traicionados. Todos tienen celos, o se sienten culpables, y sufren la angustia de sus preferencias. Y los pocos afortunados que al parecer nunca sienten celos sexuales están siempre intrigados por esa clase de celos o alardean de no tenerlos. Nunca nadie se ha librado de sentirse excluido. Y todo el mundo se obsesiona con aquello de lo que es excluido. En otras palabras, creer en la monogamia no es diferente de creer en Dios” (96).

Sin embargo, considero que se pueden explorar los fundamentos de tal creencia. Por todo lo anteriormente expuesto, me propongo desarrollar a continuación un modelo antropológico-psicológico frente al tema de la pareja para toda la vida, en contraposición a la relación de pareja como institución de carácter transitorio.

Me parece que esta es una materia frente a la que es conveniente establecer una perspectiva propia, pues tiene consecuencias para el despliegue de la travesía conyugal el plantearse la relación de pareja desde el inicio como un compromiso que se llevará a cabo en forma incondicional, o condicionado a factores de éxito, logro y bienestar.

La argumentación está orientada a demostrar que los elementos que constituyen lo esencial de la vida en pareja, como también la realización personal a que aspira el ser humano, se ven facilitados en un compromiso para toda la vida, y limitados o perturbados con el fracaso de la relación. Utilizo este último concepto porque no me refiero exclusivamente a la separación. Contrapongo un matrimonio para toda la vida, a otro que no pudo realizarse y quedó en el camino, ya sea en el caso de que los cónyuges se separen o sigan viviendo juntos. El matrimonio no logrado, que vive en un mismo espacio, no necesariamente estropea toda las variables descritas, pero en la relación que los define ha fracasado.

A partir del siglo XX, la pareja se constituye en una alternativa de desarrollo personal en el mundo, en otros y en sí mismos. Los cuatro aspectos de nuestra existencia que tratamos de “realizar” con una pareja son:

• Prolongarse y trascender en otro.

• Comunicarse verbal y físicamente en la intimidad con otro.

• Autoconocerse y autoelaborarse.

• Acrecentar la creatividad que da la integración de lo masculino-femenino.

En la relación de matrimonio buscamos dar cumplimiento a estos cuatro aspectos de nuestra existencia, que están más relacionados con la posibilidad de “realizarse” que de ser o no feliz. Esta aspiración profunda del ser humano se lleva a cabo en varios frentes. Nos interesa acá el área de la relación de pareja y sus fuentes de realización.

1. La realización personal prolongándose y trascendiendo en otros

Prolongarse y trascender en los hojos con un vínculo donde predominan los sentimientos amorosos y reparadores, sin culpas ni resentimientos

Nos detendremos especialmente en las consecuencias que tiene el compromiso para toda la vida en el desarrollo de este proyecto, que es el que consolida en forma definitiva a una pareja, la cual, aunque cese su relación conyugal, seguirá siendo familia. Si bien este se enumera como uno más dentro del grupo de los proyectos de la pareja, es el más importante. Incluso, tal vez podríamos sostener que es difícil —aunque posible— concebir una relación no proyectada en hijos.

Como hemos dicho, hasta hace tres mil años, antes de la invención del arado, los pueblos nómadas vivían relaciones de pareja monogámicas que duraban aproximadamente cuatro años. En la especie humana, el desarrollo cerebral se completa a posteriori, en la vida postnatal. Esto hace que los bebés humanos sean apenas un embrión. Es lo que se denomina “inmadurez secundaria”. Sólo entre los seis y nueve meses se tienen las respuestas químicas de hígado, riñones, sistema inmunológico y tracto digestivo, reacciones motoras y desarrollo cerebral, que otros primates tienen en el momento del nacimiento (46).

También tenemos otra explicación que refuerza la necesidad del cuidado materno-paterno. Las especies vivas de la naturaleza evolucionan por medio de la selección del más apto. Estos seres predominan por su capacidad de sobrevivencia frente a los cambios ambientales, tienen más posibilidades de reproducirse y transmitir su material genético a futuras generaciones.

Sin embargo, el ser humano toma otro camino evolutivo. Sus posibilidades de subsistir dependerá de la creatividad y el talento que tenga para manejar las dificultades que le impone el ambiente. Esta creatividad es un fenómeno mental, y el hombre va a estar llamado a construir dicha capacidad durante su desarrollo. Con los conocimientos que poseemos hoy de las variables que están en juego en el funcionamiento mental, podríamos decir que la solución más inteligente es que el hombre cree esa capacidad y las construya cuando su sistema nervioso central está aún inmaduro y en interacción con el medio ambiente.

El potencial reflexivo del hombre, vinculado a la capacidad de simbolizar para así poder pensar, está relacionado con la posibilidad de almacenar en su mente experiencias vividas. El recurso del juego—actividad básica antes de los cuatro años del niño— conducirá, posteriormente, a relacionar unas vivencias con otras y a adquirir la capacidad de reflexión, de pensamiento y de creatividad, en un proceso afectivo y cognitivo sumamente complejo, que en su estructura básica termina a fines de la adolescencia. Sería muy difícil concebir el pensamiento como una capacidad predeterminada en los genes, como también lo sería considerarlo como exclusivamente proveniente de un aprendizaje sin una predisposición genética previa.

 

El ambiente en el cual se va a dar este proceso de elaboración afectivo-cognitiva que permitirá desarrollar el sistema de pensamiento en el hombre, es el triángulo padre-madre-hijo.

Hasta acá hemos explicado la importancia de la relación del bebé con sus padres hasta convertirse en un niño de cuatro años, tiempo durante el cual se desarrolla y capacita en el aprendizaje de habilidades instrumentales que puede poner en práctica en los grupos sociales donde se inserta.

Sin embargo, a medida que la cultura y la sociedad fueron haciéndose más complicadas, se requirió de un ser humano que no solamente tuviera dichas capacidades de aprendizaje instrumental, sino también otras más elaboradas. Se hizo necesario, entonces, aplicarse por un período más largo, en pos de lograr un aprendizaje más sofisticado que le permitiera construir una identidad más compleja y creativa, para cumplir determinados roles en su comunidad: la identidad de guerrero, de hombre religioso, de hombre político, de hombre observador y manipulador del medio ambiente (científico), de hombre capaz de expresar a través de símbolos creativos sentimientos y emociones complejas al resto de los hombres de la sociedad (el artista), y así muchas otras. Estas identidades se cristalizan en una última oportunidad de aprendizaje que tiene nuestro aparato mental, la cual se desarrolla en el período que va desde los 11-12 años hasta los 21-24 años. Es decir, en la pubertad y la adolescencia.

La necesidad de cubrir esta etapa de crianza del hijo ha sido resuelta de dos maneras en la historia de nuestra cultura. Inicialmente, a través de los grupos de parentesco, de las redes de familias ampliadas, donde distintos miembros del grupo familiar se podían hacer cargo de la educación y conducción del hijo. Posteriormente, y de manera categórica a partir del siglo XX, es la pareja la cual se hace cargo de la formación de la identidad del adolescente.

Resulta muy interesante discutir los pro y los contra que tiene la construcción de una identidad al interior de un grupo de parentesco ampliado, o en el ambiente íntimo de una relación triangular con los padres. Entre los “contra” de la formación en los grupos de parentesco ampliado, podríamos decir que en estos la relación es menos personalizada, el adolescente queda menos preparado para establecer relaciones vinculares íntimas, la capacidad de contacto con las emociones y la capacidad de insight6 es mucho menor, los sistemas de control del impulso están basados en las limitaciones estrictas, en las imposiciones y en las represiones fuertes, más que en el diálogo y en la comprensión. Aunque, por otro lado, se trata de una formación de identidad menos arriesgada, porque cuando falla una de las figuras de autoridad, el adolescente puede recurrir a la ayuda de otra.

El desarrollo de la identidad en la relación triangular con los padres lleva la ventaja de una continuidad con las mismas figuras, al mantener el niño y adolescente una relación de comunicación, de aprendizaje y de hacer experiencia con quienes se han preocupado de él desde el nacimiento y con quienes ha establecido un vínculo de mucha intimidad y confianza. Ellos han creado un clima afectivo donde se pueden fraguar respuestas y elaboraciones de un nivel muy sofisticado y profundo, como también grandes frustraciones, traumas y fracasos, con la patología correspondiente. Actualmente, podemos encontrarnos con grupos de adolescentes admirables en el logro de su desarrollo personal, de su desarrollo mental y de sus capacidades afectivas e instrumentales, comparados con adolescentes de algunas generaciones atrás. Y, al mismo tiempo, hoy en día hallamos otros grupos de adolescentes difíciles, posiblemente mucho más conflictivos que los que podríamos haber encontrado hace cien años, debido a que cuando fallaban las figuras de autoridad paternas, ellas eran reemplazadas por otros miembros de la familia. Hoy en día, cuando la pareja fracasa en la educación y crianza del hijo, las consecuencias implican una gran carencia de estructuras normativas y de límites, con la consiguiente difusión de identidad y/o psicopatía.7 Pero junto a la conciencia respecto de la necesidad de cercanía de los padres hasta la adolescencia —que surge a partir de fines del siglo XIX con el comienzo de la psicología—, se pone en evidencia el dolor, el carácter traumático y las desorganizaciones que padecen los niños cuando son expuestos a los conflictos severos o a las separaciones de los padres.

Cuando el nivel de desencuentros entre los padres no separados o generados por la separación es muy alto, estudios recientes demuestran que uno de los grupos más afectados no es el de los niños, sino el de los adolescentes.

Algunos investigadores como Amato y Keith y Forehand et al. afirman que la adolescencia es una época vulnerable en la cual el divorcio es un factor estresante sobreagregado para los adolescentes. En esta difícil etapa de la vida, caracterizada por profundos cambios personales, las tareas propias de la adolescencia pueden resultar particularmente complicadas, al no contarse con los suficientes recursos emocionales y materiales para sacar adelante los proyectos futuros del joven (7 y 49).

En el estudio de Chase-Landsdale, entre otros hallazgos, se demuestra que la edad más vulnerable de los niños frente al divorcio es entre los 11 y los 16 años, ya que entonces, en los casos analizados, aumentaba en un 48% la probabilidad de que las puntuaciones de depresión, ansiedad, fobias y obsesiones estuvieran en rango clínico. Según este estudio, el divorcio de los padres, experimentado entre los 11 y 16 años, es más dañino que aquel que se vive entre los 7 y los 11 años. Si bien sus efectos son mayores en los hijos púberes y adolescentes, son más bien limitados en hijos sobre 20 años (31).

Como ya hemos dicho, los estudios antropológicos que hemos descrito señalan que la especie humana vivió por períodos largos la monogamia en serie, lo cual implicaba que los padres se dedicaban a la crianza del niño hasta más o menos los cuatro años. Esto nos hace pensar que el pequeño estaría preparado para tolerar una separación de los padres a partir de esa edad. Sin embargo, desconocemos en profundidad el tipo de organización social que tenían nuestros antepasados. Eran modos de vida más aglutinados. No sabemos tampoco cómo participaban los hermanos, los abuelos, los tíos y otros miembros de las tribus en la crianza de niños, y desconocemos la forma de organización social que puede haber facilitado el momento de separación de ambos padres sin que esto dañara necesariamente al hijo.

Hoy consideramos que la separación de los padres afecta significativamente a los hijos a cualquier edad, aunque estamos en condiciones de sostener que incide en menor medida cuando ya están instalados en la adultez temprana. Pero en la niñez, en la etapa escolar y en la adolescencia, la separación de los padres tiene un impacto traumático, que según la psiquiatra y psicoanalista infantil chilena, residente en Nueva York, Paulina Kernberg, en un poco más del 25% de los casos puede ser elaborada y no constituirse en una desventaja seria para la vida de los hijos.

Cuando la separación ocurre en la adolescencia, los muchachos tienden a angustiarse en exceso. Al estar exigidos por la construcción de su propia identidad, un divorcio potencia sus propias angustias y les deja la sensación de no poder contar con sus padres para elaborar junto a ellos sus dificultades. Es habitual que se produzcan depresiones, abuso de drogas, intentos de suicidio, baja en los rendimientos académicos, justamente en un momento crucial, cuando están decidiendo su entrada a la universidad o están en los inicios de sus carreras. La Dra. Kernberg también plantea que entre esos jóvenes se dan matrimonios precipitados o no se casan jamás, elementos que revisaremos al estudiar el tema de la elección de pareja (68).

En estos términos, tener un hijo compromete a la pareja a una crianza que tomará al menos 20 a 25 años, y contempla la entrada a la adultez joven, más allá de la adolescencia. El haber llevado a cabo esta labor con dedicación, cuidado y sacrificio, por todo el tiempo que fue necesario, garantiza al menos cuatro beneficios de suma importancia para los miembros de la pareja en su realización personal en la tercera edad:

• Primero, el beneficio de un vínculo con los hijos adultos jóvenes, donde predominan los sentimientos amorosos y reparadores, sin culpas ni resentimientos que perturben la importante relación afectiva en ese momento de declinación biológica y cercanía a la enfermedad y la muerte.

• En segundo lugar, un sentimiento de paz y tranquilidad, tras haber contribuido a crear y mantener objetos buenos de amor, producto de la entrega con esmero, cuidado y sacrificio, que dejan la sensación de misión cumplida y ayudan al abandono de la vida.

• En tercer lugar, la tranquilidad de contar con hijos que, en la medida en que se han identificado con padres que los cuidaron, harán una “inversión de roles”, haciéndose ellos cargo de sus propios padres cuando estos lo necesiten.

Carmen Reyes cita al destacado psiquiatra y psicoanalista autor de numerosas obras en relación al tema del amor conyugal, Otto Kernberg, quien afirma: “La madurez filial incluye responsabilidad, obligación y amor. Es un giro natural, un cambio que se produce en la mitad de la vida en las personas que se han separado con éxito de sus padres. Implica que los hijos adultos acepten la vejez de sus padres y su inevitable muerte, experimentando un sentimiento positivo hacia sí mismos cuando han podido dedicarse a ellos y cuidarlos” (65). Por su parte, como señalan Elsner y colaboradores, las investigaciones realizadas en Chile dan cuenta de que la familia en general ayuda al anciano haciéndolo sentir más integrado. En Estados Unidos, advierten estos autores, casi la tercera parte de los adultos que trabajan tienen a su cargo el cuidado de alguna persona mayor (43).

• En cuarto lugar, un vínculo bien resuelto con los hijos facilita la construcción de una relación afectivamente nutricia con los nietos, que, como veremos a continuación, son fuente de vitalidad para la tercera edad.

Quiero terminar señalando la importancia de la relación amorosa con los hijos en la continuidad del matrimonio, pero desde otro vértice: el cariño, la preocupación, la responsabilidad y, en definitiva, la importancia que tengan los hijos en la mente de los padres, estará directamente relacionada con cada uno de estos sentimientos brindados por sus padres.

En la relación con los hijos, y en general con los niños, los padres recreamos aquella previa con los propios padres. Si esta fue marcada por la soledad, la angustia y el abandono, el contacto con los niños nos despertará sentimientos similares, y tenderemos a alejarnos. En estos casos, el vínculo filial pierde fuerza como elemento sostenedor del matrimonio. A lo más podrá lograrse el cumplimiento del deber, como padres proveedores y protectores, pero esta relación, al carecer de la pasión necesaria en el maternaje o paternaje, no es estructurante para la pareja.

Por el contrario, si nuestros padres fueron cariñosos y cercanos, estables, contenedores y preocupados, el contacto con nuestros niños despertará sentimientos gratos, tiernos y atractivos. El vínculo filial se hace fuerte como elemento sostenedor del matrimonio. El criar hijos es una tarea apasionante, no sólo por la gratificación de un cumplimiento del deber, sino por el placer que produce en sí misma, por la comunicación que requiere el compartir la crianza, y por el carácter creativo del acto.

El elemento lúdico, entretenido, divertido, el pasarlo bien y gozar de la vida juntos, crea en la mente del niño identificaciones (o sea, roles recíprocos: el papá o mamá haciéndome algo a mí, o yo haciéndole algo a mamá o papá) que se activarán cuando él sea padre y lo motivarán a pasar su vida junto al hijo y cerca de él.

Los padres suficientemente buenos crían futuros buenos padres, los que, a su vez, desde su amor a los hijos protegen con mayor tenacidad la calidad de su matrimonio, contribuyendo así a su estabilidad. Los padres insuficientes crían futuros padres limitados e insuficientes, con poca pasión por su amor filial; carecerán del motor dinamizador que da a la pareja la relación atractiva e intensa con los hijos, y aceptarán con mayor indiferencia la posibilidad de una ruptura conyugal.

 

Prolongarse y trascender en los nietos, apreciados como fuente de vitalidad

Así como la contemplación de unos hijos que desarrollan una vida en plenitud durante la adultez joven es fuente de orgullo y gratificación indirecta de aspectos propios (por un narcisismo normal), la presencia cercana y cariñosa de los nietos (facilitada por la buena relación con los hijos) constituye una fuente de vitalidad, de sensación de triunfo de la vida sobre la muerte, tan necesaria en un período de decadencia y deterioro inevitable de nuestro ser inmanente.

Los nietos son criaturas que simbolizan la expresión máxima de una vida potencial que se despliega con toda la fuerza del inicio. Ellos se parecen a los propios hijos, invitan a revivir las imágenes de su infancia, se viven como una prolongación del propio yo, como la perpetuación en la descendencia de su descendencia (84).

Este mundo cercano y amoroso nos ayuda a superar el riesgo de la depresión y de la melancolía acicateadas por el duelo de algunos seres queridos que ya han partido, y de una vida que se nos termina.

Hoy en día nos preocupamos mucho del bienestar material que nos rodeará cuando jubilemos. No estamos conscientes de lo decisivo que son los tesoros de objetos buenos8 albergados en nuestro interior, para enfrentar el aburrimiento, el dolor, las angustias, y obtener así la anhelada tranquilidad, paz y sabiduría de una vejez plácida.

2. La realización personal, construida por la communicación verbal y física, y por desarrollo de la intimidad

Quiero destacar tres elementos que, al fortalecer la comunicación, acercan a la pareja y contribuyen al enriquecimiento mutuo, el cual, a su vez, los acerca a niveles cada vez más profundos de realización personal. Estos se dan al compartir los eventos críticos del ciclo vital, en el investimiento erótico del cuerpo del otro a través de los años, y en el desarrollo de un vínculo íntimo.

En el compartir los eventos críticos del ciclo vital

Nuevamente se plantea aquí la pregunta crucial de este libro: ¿este objetivo se realiza más plenamente si la pareja se propone vivir junta para siempre? La comunicación es activada en la medida en que aquella se aventura a explorar los horizontes más profundos e iluminadores de la existencia. Y, entre otros, los más enriquecedores desde esta perspectiva son los trayectos marcados por el ciclo vital, incluidos los períodos de crisis, que habitualmente conducen a un cambio en la historia de la vida personal. Tales procesos ocurren desde que se forma una pareja, pasa luego por la etapa del enamoramiento y de ahí al duelo que implica su cristalización en un amor sexual estable. Los trayectos y crisis pueden atravesar por las siguientes fases:

- la vida sexual y la decisión de formalizar la relación en un matrimonio;

- la concreción definitiva en el acto de tener un hijo;

- las crisis provenientes del enfrentamiento doloroso de un hijo adolescente que cuestiona, agrede y se separa;

- la situación de soledad derivada de la salida de la casa por parte de los hijos para formar su propio hogar;

- la crisis derivada de la disminución de la capacidad laboral y del éxito, provocada por la amenaza de una generación joven que viene a desplazar a la anterior;

- el fantasma de la cesantía precoz;

- la jubilación y el tiempo libre, el ocio, con la amenaza del aburrimiento, el tedio y la depresión;

- la limitación física, la pérdida del encanto y la belleza corporal;

- la enfermedad y la proximidad de la muerte.

Son todos momentos críticos inevitables, cuya elaboración determinará el pronóstico de la calidad de la vida personal. Compartir este ciclo vital en una comunicación continua con una misma persona permite adquirir un grado cada vez mayor de confianza y familiaridad. Ayuda a dar por resueltos asuntos ya elaborados en el pasado, sin hacerse revisiones innecesarias que dificulten el proceso comunicativo.

Dada la exposición sucesiva a los símbolos y signos de una misma persona, se adquiere una capacidad de codificación del lenguaje, de tal variedad y hondura, que contribuye a abordar temas críticos muy complejos, cada vez con mayor sofisticación y creatividad, en una comunicación muy rica y cercana. Este pasa a ser un elemento sumamente atractivo en la relación. Es casi como hacer el amor con la palabra, las ideas y los sentimientos, fecundándose mutuamente las mentes de ambos miembros de la pareja.

En el mantener a través del tiempo, a pesar del inevitable deterioro, la capacidad de apreciar e investir eróticamente el cuerpo de la pareja

No sólo la comunicación verbal y paraverbal ayudan a realizarse en otro. También la pertenencia mutua derivada del encuentro sexual. Esta puede provenir de la excitación sexual y del deseo erótico que se activa por las formas físicas estéticas perfectas, jóvenes y saludables. Pero esa es una sensación de pertenencia frágil, porque el cuerpo fácilmente puede perder su salud y sus formas hermosas. Sin embargo, la pareja puede ir adquiriendo la capacidad de erotizar el cuerpo del otro más allá de que represente un modelo de belleza. Se erotiza porque representa algo querido, algo familiar, propio y amado. Como dice Otto Kernberg, “el cuerpo se constituye en una geografía de significados personales, los que en sí mismos, independientemente del paradigma estético social compartido, resultan excitantes porque evocan una historia de placeres y de intimidades compartidas” (66).

Dependiendo de la capacidad de mantener vivos los sentimientos amorosos y la ternura, la pareja de edad no tiene por qué perder esa característica tendencia a la transfiguración del otro en un objeto idealizado a pesar de sus defectos. Paolo Silenzario en el siglo XVI escribía: “Yo amo más tus arrugas, Filian, que el esplendor de la juventud”. Y el autor precisa que no se trata de un amor espiritual, sino que está anclado también en el cuerpo: “Me encanta sentir junto a mi mano tu pecho, y me gustan más tus pliegues enlentecidos en los que sobresalen los pezones, que el seno ornamentado de una joven. Tu otoño es mejor que su primavera, y tu invierno es más cálido que su verano” (109).

El cuerpo representa nuestro sí-mismo con una fuerza e intensidad afectiva determinante. Nos sentimos admirados y deseados o despreciados y desdeñados por nuestra presencia física. Es un índice de aceptación o rechazo que cala profundo en nuestra mente y es decisivo para el vínculo. Una mujer en la edad media de su vida, que descubre que su marido la engaña con una mujer veinte años más joven, siente una herida en su sí-mismo muy difícil de reparar. Y, al contrario, una mujer que se siente atractiva y deseada —a pesar de sus arrugas, de sus kilos de más o de sus limitaciones físicas— por un marido que la requiere sexualmente con la misma o mayor pasión que antes, siente una valorización y recibe una gratificación a su sí-mismo que la llena de gratitud hacia su compañero. Lo mismo sucede en el hombre.

Por otro lado, la relación de pareja vivida con autenticidad e intimidad despierta nuestra inevitable ambivalencia afectiva de amor-odio. La pareja se transforma en objeto de profundos resentimientos a lo largo de este ciclo vital con cada una de sus crisis. La continuidad de la relación que enfrenta y elabora estos odios en un plano consciente por medio de la comunicación verbal y en un plano inconsciente con el lenguaje paraverbal y la vida sexual, deja una huella, una experiencia sumamente reconfortante en nuestra psiquis. Otorga la sensación de que el amor es más fuerte.