El cine silente en el Perú

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Los exhibidores itinerantes

El desordenado y casi tumultuoso arribo de aparatos muy semejantes en su configuración técnica, pero de denominaciones diversas y hasta pintorescas, fue reflejo de la eclosión del negocio de las imágenes en el mundo entero. Negocio convertido en hecho cotidiano, como lo fue también el periplo de los aparatos cinematográficos por el territorio del país; un recorrido que abrió el camino para el nuevo espectáculo.

El cine se convirtió, hacia 1898, en un espectáculo itinerante como consecuencia de la variedad de aparatos disponibles en el mercado internacional. Las máquinas de proyección de vistas se multiplicaban y vendían con suma rapidez.

En 1896, se expidieron en Francia ciento veintinueve patentes para identificar máquinas capaces de reproducir imágenes en movimiento. En el mismo año, vieron la luz más de cincuenta patentes similares en Gran Bretaña y Estados Unidos, respectivamente.

Al Phantascope de C. Francis Jenkins, luego conocido como Vitascopio, se le unieron el Vidiscope; el Kineopticon —construido en Inglaterra por Birt Acres—; el Zooscope, hecho en Massachussets, y el Magniscope, entre otros. Mecánicos europeos y norteamericanos aguzaron el ingenio para reproducir la tecnología de las imágenes en movimiento, presentada ya como una actividad lucrativa.

Los aparatos accedían con facilidad al mercado y los exhibidores los anunciaban con distintas y cada vez más llamativas apelaciones. Esa proliferación de aparatos requería de repertorios sucesivos de películas, obtenidas sobre todo de los catálogos de Edison y Lumière, impotentes para detener la “duplicación” de las cintas originales.

Se reproducían por doquier los filmes de Edison que alimentaban la programación de los kinetoscopios, de visión individual, durante 1894 y 1895. Esas cintas no se encontraban protegidas por copyright alguno y sus características técnicas permitían su proyección en los vitascopios.

¿Algo diferenciaba a un proyector de otro? Sí, sobre todo el origen de su energía. Unos requerían de electricidad, otros eran manuales y usaban una llama para su iluminación. Pero todos ellos, de modo indistinto, eran transportados por exhibidores itinerantes.

En el Perú, el comercio de aparatos y películas empezó muy pronto. El 23 de abril de 1897, la librería e imprenta Gil solicitó, mediante aviso periodístico, la oferta para adquirir “películas o vistas para cinematógrafo, vitascopio, kinetoscopio” (El Comercio, 23 de abril de 1897).

En diciembre de ese mismo año, el huésped de la habitación 18 del Hotel del Nuevo Mundo ofreció en venta un cinematógrafo con luz y vistas (El Comercio, 7 de diciembre de 1897).

En agosto de 1899, Litografía Fabri Hermanos, con oficina en la calle Mercaderes 140-A, dio en venta un cinematógrafo Lumière completamente nuevo, recién importado de Europa, con setenta vistas de gran tamaño. Poco después, en febrero de 1900, en el muelle diecisiete del puerto del Callao, se ofrecían un cineógrafo y un estereopticón. Lima era ya un mercado abierto para transacciones diversas con aparatos cinematográficos.

El mejor relato de los avatares de un exhibidor ambulante en el Perú de esos años, con indicación de las rutas seguidas en la difusión del cine y de las condiciones en que se llevaba a cabo el espectáculo, lo encontramos publicado, bajo la modalidad de memorias de un exhibidor, en el diario La Crónica, en sus ediciones sucesivas de los días 3, 4 y 5 de julio de 1925, bajo el título “La edad de piedra del cinematógrafo”.

Una versión resumida de ese relato es la siguiente:

Las muchedumbres que acuden hoy a los monumentales templos con que cuenta el culto cinematográfico en las grandes capitales, difícilmente pueden imaginarse en qué forma tenía lugar el rito hace 25 años. Aun para los que conocemos en parte los principios del arte mudo, el asombroso progreso que ofrece su evolución nos sobrecoge y un examen del camino recorrido por la cinematografía tiene la ventaja de hacernos ver con inesperado relieve hechos que no nos eran absolutamente desconocidos. Circunstancialmente, sin proponérnoslo, hemos realizado un reportaje no desprovisto de interés. Un peruano residente en París, el señor Teodoro Herrera, nos cuenta, en amable reunión de amigos, sus andanzas de empresario cinematográfico en Sur América, hace un cuarto de siglo, cuando él tenía 20 años escasos. Su relato tiene, dentro de lo anecdótico, un valor documental y en esa seguridad lo transcribimos para hacerlo llegar a nuestros lectores, como un ligero aporte a la historia de la cinematografía en América.

Mi padre —empieza a decir nuestro interlocutor— adquirió el tercer proyector cinematográfico que llegó al Perú, hace de esto 25 años. Un español Casía o García, se adelantó a él y trajo el segundo, muy poco antes. A ambos los estimuló el éxito obtenido por una empresa cinematográfica americana que recorría América, la cual dio varias exhibiciones meses antes en el Teatro Principal de Lima. El proyector lo encargó mi padre a la casa Lumière de París, propiedad de los hermanos que se adjudican la invención. Naturalmente, la máquina no era tan perfecta como las actuales, cuyo manejo es simple y nada peligroso, ofreciendo la ventaja de no rayar tanto las cintas.

Al hacer el encargo, no se pensó ni mucho menos que lo hecho con miras al negocio asumiría las características trágicas de un apostolado, como ocurrió después.

Las primeras dificultades sobrevinieron cuando se pensó en adquirir un local para las exhibiciones. Los teatros se hallaban todos alquilados y era casi una temeridad pensar en obtener uno. Un amigo nuestro nos sugirió la idea de arrendar un amplio local que ocupara hasta poco antes una popular confitería en uno de los portales de Lima. La idea no era mala y era oportuna; en efecto, se logró el alquiler y aún no había desembarcado el equipo cinematográfico pedido a Europa cuando ya era posible ver completamente instalada la cámara de proyección con sus correspondientes saeteros. El local sufrió serias refacciones, los bancos y las sillas fueron colocados y sobre la pared del fondo se clavó cuidadosamente la blanca sábana de paño grueso y resistente.

Y hete aquí el cajón conteniendo el maravilloso aparato destinado a asombrar a las multitudes y a llenar nuestra faltriquera del precioso metal que ha hecho célebre el nombre del Perú en todos los ámbitos del mundo.

Por desgracia la suerte no había de sernos favorable y desde un principio supo mostrarse lealmente adversa a nuestras ambiciones.

Instalada la máquina procedimos a realizar una función de ensayo ante una buena docena de amigos. Se estaba proyectando la primera película, cuando de pronto, sin que hasta hoy podamos explicarnos por qué causa, el celuloide que caía desenrollado en un cesto, se ardió de pronto, produciendo un fulminante pánico entre los escasos espectadores, algunos de los cuales no han vuelto desde aquel tiempo a pisar otro cinematógrafo. Aparte del susto, el imprevisto incendio nos causó algunos perjuicios; afortunadamente esto se redujo a la pérdida de la vista que se venía proyectando […].

En Arequipa, no se conocía, hasta llegar nosotros, el cinematógrafo, y así fuimos favorecidos por la curiosidad del público, el cual copaba cada noche todas las localidades. El inconveniente de nuestra gira estaba en la reducción del material, pues solamente poseíamos unas cincuenta películas, la mayor de las cuales entraría bien en una caja grande de betún. Forzado por la escasez de filmes, no se me ocurrió recurso más eficaz para atraer al público que cambiar los títulos de las películas presentadas en funciones anteriores en forma de ir conformando el programa con algunas películas nuevas. El que no se conformaba con el manejo era una parte del público, el cual, no obstante, fue lo suficientemente cortés para dispensarnos la barrabasada, sin mayores muestras de su descontento.

Las películas reproducían escenas nimias, que harían reír, por su simpleza, a cualquier criatura de hoy. Sin embargo, el público, celebraba de buena gana los tropiezos del actor que huía perseguido por el chorro de un sifón, y aplaudía patrióticamente al ver en el lienzo la partida de un trasatlántico enarbolando la bandera que los espectadores creían la peruana, pero que en realidad era la francesa […].

A fin de dar representaciones en provincia adquirimos un pequeño motor y con él recorrimos algunas localidades peruanas, entre ellas la ciudad de Trujillo, donde nos ocurrió un percance digno del relato. Era la hora de la función y la sala se hallaba bastante concurrida. Comenzamos el espectáculo dentro de la más perfecta normalidad, cuando de pronto el motor se detuvo y fueron vanos todos los esfuerzos desplegados para volver a ponerlo en marcha. Después de una buena hora de interrupción forzosa, en vista de las protestas del público que no se contentaba con los acordes de la exigua orquesta, me vi obligado, por la primera y última vez en mi vida, a salir al proscenio y explicar el inconveniente surgido, suspendiendo la función y ofreciendo a los espectadores la entrada libre para el día siguiente.

De Trujillo nos trasladamos al Ecuador y en Guayaquil, por falta de otro local, nos instalamos bajo una inmensa tienda de lona, que había servido hasta entonces para las representaciones de circo […].

De vuelta al Perú dimos varias funciones en el Teatro Principal y agotado el repertorio, se presentó la triste oportunidad de hacer un contrato con los propietarios del teatro chino del Rastro de la Huaquilla. Allí presenté mis películas a un público sui generis, compuesto de amarillos y negros, en su mayor parte cocineros de Lima. Las proyecciones tenían lugar en los entreactos de las representaciones chinas. El espectáculo no seducía mucho a los impasibles hijos del entonces Celeste Imperio, y todavía recuerdo que un asiático irónico tuvo esta salida para presentarme su enojo por la poca gracia de las películas y la cantidad de insectos que atormentaban a los espectadores:

 

—¡Ustedes echan pulgas aquí para que el público se entretenga rascándose!…

El proyector y las películas fueron a parar poco después al barrio de “abajo el puente” vendidos por poco más de nada al primero que quiso comprarlos.

Parecía que la trayectoria seguida por aquella máquina era la deparada al cinematógrafo.

Pasaron años y se volvió a aparecer en Lima este género de espectáculos. La realidad es hoy otra y el film ha triunfado en Lima, como en todas partes del mundo, enriqueciendo a alquiladores y exhibidores.

Y los empresarios de hogaño no tienen que echar paquetes de pulgas para que el público se entretenga. (La Crónica, 3, 4 y 5 de julio de 1925.)

El relato que antecede es uno de los escasos testimonios que existen de este período de la historia de la exhibición cinematográfica. El acento coloquial de la historia narrada por Teodoro Herrera —personaje no identificado como empresario itinerante en ninguna crónica de la época— adquiere los matices de la gesta del descubrimiento y el colorido de la picaresca.

Algunas de las informaciones contenidas en el relato tal vez estén distorsionadas por la memoria del narrador, por lo que no es posible considerarlo como un testimonio fidedigno, pero el texto tiene el valor de recrear una época y revelar detalles acerca de las fatigas del exhibidor ambulante, la dirección de sus recorridos hacia Chile, Ecuador y provincias del Perú, teniendo como sede Lima, así como de las condiciones en que llevaban a cabo las exhibiciones viajeras de películas, alterando títulos y realizando triquiñuelas destinadas a atraer al público.

Llama la atención también la rápida obsolescencia del negocio y de las cintas que acababan pronto como entretenimientos de salas de barrio.

Hasta 1908 se registraron solicitudes de financiamiento para trasladar aparatos cinematográficos a las provincias, como lo atestigua este aviso periodístico:

Se solicita un socio con un capital no menor de 5.000 soles para explotar una buena gira fuera de Lima de un cinematógrafo de primer orden con un repertorio magnífico de películas escogidas. Es un negocio que ofrece casi seguridad de duplicar el capital invertido en pocos meses. Peligro de pérdida no existe: dirigirse a Polvos Azules 115, hotel. (El Comercio, 11 de noviembre de 1908.)

Las corridas de toros: Cine y testimonio gráfico

En abril de 1899, el teatro Olimpo anunció exhibiciones de un cinematógrafo Lumière Reformado. El aparato obtuvo un suceso instantáneo al poner sobre la pantalla los detalles de uno de los espectáculos preferidos de los limeños, al menos de los de esa época: las corridas de toros, filmadas desde la salida de la cuadrilla hasta el arrastre del animal.

Un tiempo después, en mayo de 1902, el Biógrafo Lumière instalado en el teatro Principal triunfó apelando a las expectativas de realismo, entretenimiento e información del público.

Sigue el Biógrafo Lumière llevando al Principal inmenso gentío, y en verdad que el espectáculo es interesante bajo muchos conceptos. Los pasajes que se presentan a la vista del espectador, basados generalmente en hechos reales, son curiosísimos y de una variedad extraordinaria, pues en ellos figuran tanto el labrador en el campo, en sus humildes faenas, como el soberano en actos oficiales, en los que se admiran la suntuosidad con que es sabido se realizan éstos en las cortes europeas.

Pero nada excita más la atención del público que la corrida de toros, y ello depende de la gran afición que a esa fiesta reina en todas las clases de la sociedad de Lima. Al aproximarse aquella parte, los concurrentes se mueven con inquietud como quien espera algo que le hace notable falta, y bien pronto prorrumpe en aplausos, ni más ni menos que si se encontrara en las plazas de toros de España y Francia, que son las que el aparato presenta. La vara que coloca a un toro el célebre picador Manuel Martínez Agujetas, según anuncian los programas, es de una ilusión perfecta, y como buen torero, hoy nuestro huésped, se encontraba en un palco anteanoche; excusado es decir que a la tremenda acometida del toro y la colocación de la vara se le tocaron las palmas y todas las miradas se le fueron encima. (El Tiempo, 7 de mayo de 1902.)

Estas cintas trasladaron al Perú las expectativas suscitadas en Estados Unidos con las películas que registraban combates de boxeo. Se inauguró con ellas la conciencia de que gracias al cine un hecho puede ser registrado por la cámara y luego ser representado, una y otra vez, en condición de espectáculo.

Hasta entonces, la posibilidad de dejar constancia de los grandes sucesos se libraba al relato oral, proclive a la deformación imaginaria de la realidad, o acaso a la representación gráfica de la fotografía, con la limitación de la inamovilidad.

Con el cine, las corridas de toros memorables, las de Lagartijo y luego Belmonte, o las peleas de boxeo de Jim Gentleman Corbett quedaron registradas para luego proyectarse una y otra vez y ser vistas por los espectadores de diverso nivel cultural o económico congregados en la sala formando un público.

Al mismo tiempo, el ilusionista italiano Cesare Watry proyectaba, como parte de su espectáculo, corridas de toros acompañadas de vistas de actualidades norteamericanas que recogían escenas de la guerra hispanoamericana.

Igual curiosidad provocaba la proyección de vistas sobre técnicas de ejecución de bailes de moda:

Las tandas cinematográficas de anoche obtuvieron gran éxito […] Algunos números del programa fueron repetidos y el que más agradó fue el 12, del bolero de medio paso, que entusiasma por demás a no pocos espectadores que, sin poderse contener, cual si las cosas pasaran a la de veras, palmotean a compás, contoneándose y gritan ¡ole! ¡Salerosa! ¡Bendita sea tu mare! y cosas por el estilo. (El Tiempo, 10 de abril de 1899.)

Mientras tanto, el cinematógrafo Lumière reformado proyectaba películas como Cartero regado, Danza en el Vivac, Plaza de la Ópera de París, El público viajando en ferrocarril, Duelos a pistola, Batalla de plumas, entre otras producidas por la casa Lumière.

Como ocurría desde el inicio de la exhibición fílmica en Lima, los asistentes a esas funciones cinematográficas eran los miembros de “la sociedad más selecta de la capital, que ocupó las localidades principales del Teatro Principal” (El Tiempo, 20 de octubre de 1899).

Acudían a apreciar imágenes de famosos paisajes urbanos, como las vistas de Hyde Park, Picadilly Circus o a los Patinadores en Central Park, o Las luces de Broadway: hitos de una geografía imaginaria apreciada por el público, a los que se sumaron vistas de otros continentes y de personajes famosos o excéntricos.

Costa, sierra, selva

El paisaje peruano se incorporó entonces al repertorio de las imágenes móviles. El estereokinematógrafo, un aparato Lumière instalado en el Teatro Politeama de Lima, proyectó, el 23 de abril de 1899, vistas de la Catedral de Lima, del camino a La Oroya y de la localidad de Chanchamayo.

Los títulos, escuetos, designaban solo el lugar de su filmación, pero casi nada acerca de su naturaleza. Fueron, con seguridad, pequeñas tomas de escasa duración, o tal vez la rudimentaria yuxtaposición de unas cuantas imágenes. En cualquier caso, los escenarios elegidos para esas primeras vistas fílmicas peruanas descubrieron la importancia de la ruta de la selva central en la imaginación de los viajeros extranjeros de ese tiempo.

La ruta entre Lima y Chanchamayo era, por entonces, la vía de la prosperidad, abierta desde mediados del siglo XIX para los colonos, sobre todo europeos, afincados en el trabajo del cultivo del café como medianos y pequeños productores y responsables de incorporar esos lugares a la economía agrícola.

Chanchamayo era un lugar de residencia y trabajo para muchos inmigrantes estimulados por las políticas trazadas durante el gobierno de Nicolás de Piérola. Compartiendo la ideología en boga, entre ellos se difundía la convicción de que la mejor forma de desarrollar el país era creando focos de colonización europea en las inmensas zonas “vacías” de la geografía peruana.

La decisión del camarógrafo, o del empresario del estereokinematógrafo, de filmar paisajes regionales de la costa, de la ruta de los Andes y del acceso a la selva, revela también el afán pionero de los primeros y anónimos operadores del cine: los movía la voluntad de llevar a públicos diversos las evidencias de localidades nunca apreciadas en una pantalla.

La Guerra Hispanoamericana: El cine como reportero

La atracción del inicio del siglo XX fue la proyección de vistas bélicas de la Guerra Hispanoamericana y, con ellas, la conversión del cine en medio apto para el reportaje periodístico. El 15 de febrero de 1898, el acorazado norteamericano Maine naufragó en el puerto de La Habana, especulándose sobre la causa del accidente: ¿era acaso el efecto de la explosión de una mina española?

Empezó en Estados Unidos una intensa campaña contra España, pero el presidente William Mc Kinley se resistió a iniciar de inmediato un conflicto armado. La crisis cubana se tornó, desde ya, en materia fílmica ideal para la empresa cinematográfica Biograph, que ofrecía películas sobre los acorazados Iowa y Maine para el alborozo del público norteamericano que entonaba Yankee Doodle como un gesto de exaltación patriótica y deseo bélico. Más tarde, se registraron las imágenes del acorazado español Vizcaya, incrementándose las tensiones. El cine se plegó entonces al registro de las urgencias de la realidad.

La Biograph destacó a Cuba a dos camarógrafos que registraban y divulgaban los hechos apenas ocurridos, despachando películas procesadas y distribuidas con gran velocidad. Mientras tanto, otras empresas cinematográficas, urgidas por la necesidad de mostrar el conflicto, pero sin los recursos económicos de Biograph, se dedicaron a “fabricar” imágenes de una tensión guerrera lejana. Filmaban algún acorazado de similar calado y lo presentan bajo el rótulo del Maine, exportando imágenes falsificadas a todo el mundo.

En enero de 1900, un cinematógrafo Lumière Perfeccionado, instalado en el Teatro Principal, proyectó imágenes del hundimiento del acorazado Maine, del asalto de un fuerte español en Cuba, de la batalla de Guantánamo y de las hazañas del crucero María Teresa, introduciendo entre nosotros las películas de reportaje bélico. El público peruano se mantuvo conectado a través del cine con los hechos de la realidad.

El reportaje fílmico fue la apoteosis de una concepción del cine concebi do como dispositivo capaz de reproducir la realidad en primer grado, con urgencia, con el pleno aval de la objetividad fotográfica.

Aún era rudimentaria la percepción del cine como un mecanismo de reproducción de imágenes móviles con capacidad para producir obras específicas, con sentidos propios.